miércoles, julio 30, 2008

PRISIONERAS EN UN MUNDO TÓXICO. Víctimas del Síndrome de sensibilidad química múltiple. CARLOS CARRIÓN

EN PRIMER PLANO. PRISIONERAS EN UN MUNDO TÓXICO. CARLOS CARRIÓN
Pilar Muñoz, en su urna de cristal
Una caricia puede acabar con ellas. Un perfume, un móvil, el aroma de un suavizante... Sus enemigos están por todas partes. Por ahora afecta más a las mujeres. Son las víctimas del Síndrome de sensibilidad química múltiple. Cada vez son más.
«Es como si estuviera en una cámara de tortura. Me quemo por minutos. Vivo con unos dolores horribles y cada día van en aumento.» Así se siente Alicia Mayo Bueno cuando se expone a las ondas de los teléfonos móviles. A sus 37 años, esta profesora de secundaria gijonesa afectada por el síndrome de sensibilidad química múltiple (SSQM) ya está `jubilada´. «No sé ni cómo consigo vivir, lo mío es quitar, quitar y quitar –señala con angustia–: los móviles, la electricidad, la luz solar también me molesta, no puedo usar productos de cosmética o de limpieza que contengan químicos tóxicos (la mayoría de los que hay en el mercado), los tubos de escape... Sólo cuando estoy alejada de todo eso no siento los síntomas. El único remedio para mi mal es recluirme, huir. Si viviera con esos dolores todos los días, ya me habría suicidado.»
Como Alicia, Elvira Roda pasa los días encerrada. No soporta el aire de la sociedad moderna, impregnado de productos químicos y partículas de hidrocarburos e invadido por ondas electromagnéticas. Esta valenciana de 34 años vive frente al Mediterráneo, pero apenas puede disfrutar de la vista o de los baños en el mar. Para ella, la luz del Sol es un tóxico y, durante el día, con la playa llena de gente, debe cerrar puertas y ventanas para evitar los efluvios de coches, cremas solares y otros productos que nos rodean en verano. Para colmo, el Ayuntamiento asfalta estos días la calle de su apartamento y esta mañana un vecino ha quemado rastrojos. «Estoy recluida. Vivo con gorra y gafas de sol. Sólo puedo salir de noche», lamenta.
La enfermedad de Alicia y Elvira todavía no la reconocen ni la Organización Mundial de la Salud [aunque tampoco niegue que exista] ni la sanidad pública española. Países como Canadá o Alemania tienen modelos de asistencia sanitaria pública para el SSQM. En este último, casos como el de Suzanne Sohmer, una mujer con sensibilidad electromagnética extrema, han atraído mucha atención. En España, mientras tanto, muchos médicos la ignoran o desprecian. Eso cuentan, al menos, los pacientes.
Según la endocrinóloga Carme Valls, la falta de datos científicos, así como la cantidad de sistemas afectados y de síntomas que presentan los pacientes, ha impedido que se relacionara la dolencia con exposiciones a sustancias químicas. Por eso, explica, los pacientes con SSQM han sido diagnosticados de histeria, ansiedad, depresión o trastornos psicosomáticos, a veces durante años.
Cada vez son más, sin embargo, los médicos que hablan del SSQM como un desorden desencadenado por la exposición a químicos presentes en nuestra vida cotidiana. Es el caso de Santiago Nogué, jefe de Toxicología de Urgencias del Clínic de Barcelona. «Es un síndrome del mundo industrializado –manifiesta–, que incide sobre todo en mujeres, desencadenado por una exposición a químicos. Los enfermos sufren una alteración que les aumenta la percepción sensorial, no sólo a tóxicos, son hipersensibles a las ondas electromagnéticas, la luz, el dolor, la fatiga; incluso emocionalmente son hipersensibles.»
En su libro Mujeres invisibles, la doctora Valls cuenta por qué afecta más a las mujeres: «Su sistema nervioso central es más vulnerable a la intoxicación, y la mayoría de estos productos se acumula en las células grasas, cuya proporción es mayor entre el sexo femenino. Además, alteran la menstruación, que se hace más abundante, con ciclos cortos, y aumentan los fenómenos autoinmunes».
Para muchos enfermos, todo empieza tras una exposición severa accidental a algún tipo de químico. Para otros, puede ser un proceso constante a lo largo de meses o años, antes de que se manifiesten los primeros síntomas. En el caso de Alicia, recuerda, «todo empezó tras las sesiones de quimioterapia y radioterapia» a las que fue sometida para curarle un cáncer. Elvira, por su parte, se sintió peor que nunca después de trabajar en una fábrica de cerámica. «También estuvo en una de muebles, expuesta a todo tipo de lacas y barnices», añade su madre. En el caso de Isel Carrera, por ejemplo, una leridana de 57 años que vive en el campo desconectada de la red eléctrica y que sólo consume productos y alimentos ecológicos, el desencadenante fue una exposición a hidrocarburos. «Hubo un vertido en la finca de un vecino. Estuve inhalando eso varios días. A partir de entonces comenzaron todos mis problemas», evoca.
Ellas no soportan la exposición, aunque sea en pequeñas dosis, a productos tan cotidianos como perfumes, detergentes, suavizantes, cosméticos, productos de limpieza del hogar, derivados del petróleo o incluso alimentos con aditivos o tratados con fertilizantes y pesticidas. Cuando el enfermo entra en contacto con estos elementos su cuerpo reacciona generando, en función de la gravedad de cada caso, manifestaciones cutáneas, respiratorias, digestivas y neuropsicológicas, frecuentemente crónicas y persistentes que reducen dramáticamente la calidad de vida de los enfermos. Normalmente, los síntomas desaparecen al cesar la exposición, pero a veces surgen con posterioridad o persisten constantemente.
Los toxicólogos intentan aclarar conceptos sobre una enfermedad que aún plantea muchas preguntas sin respuesta. «Sabemos que tiene su origen en el uso cada vez mayor de productos químicos en nuestra vida cotidiana. Al parecer, esas sustancias, mezcladas con algunas moléculas que se introducen en los alimentos y la contaminación ambiental, pueden derivar en una sensibilidad química múltiple. Y a diferencia de una alergia, el SSQM no tiene cura ni tratamiento válido», explica el doctor Nogué.
A las personas como Alicia, Elvira o Isel se las llama `centinelas de la vida´, como los pájaros que, al morir, advertían en la mina del exceso de grisú. La idea es que quienes padecen el síndrome detectan los venenos que nos rodean, como un aviso a esta sociedad contaminada.
En Europa hay más de 103.000 sustancias químicas cuya inocuidad no se comprobó antes de ser lanzadas al mercado. Vivimos inmersos en una sopa química donde estas sustancias se mezclan entre sí y con los sistemas de nuestro organismo. «Cuando te dan una receta, el médico pregunta si tomas algo más, porque las interacciones entre drogas pueden ser devastadoras –ilustra la doctora Shanna Swan, especialista de la Universidad de Rochester–. Lo mismo pasa con pesticidas y disrruptores endocrinos. Sus interacciones pueden ser igualmente destructivas.» A lo largo del día respiramos esas sustancias, las absorbemos por la piel y las ingerimos en las comidas sin saber si nos hacen daño. Cada vez son más las evidencias de que el peligro es real. Por eso, en diciembre de 2006, se aprobó la normativa europea Reach, que obliga a las industrias químicas a demostrar que las sustancias que están comercializando son seguras para la salud pública.
Alicia, Elvira e Isel se sienten excluidas, apartadas de un mundo convertido en una constante amenaza para su salud. Sin embargo, no están tan solas. En España, algunas estimaciones señalan que el SSQM podría afectar ya a un cuatro por ciento de la población. Aunque para muchos médicos esta cifra es exagerada, lo cierto es que el número de casos crece. En el Clínic de Barcelona, por ejemplo, atienden a un nuevo afectado cada semana. Según el doctor Nogué, en los últimos años ha crecido exponencialmente el número de pacientes. «Atendemos a unos 60 enfermos al año, pero, al ritmo que vamos, para el año que viene serán más de cien», adelanta Nogué.
Elvira acaba de regresar de Dallas, en EE.UU., donde pasó nueve meses en el Environmental Health Center, la clínica más famosa del mundo en SSQM. Su caso saltó hace semanas a los medios cuando su familia, incapaz de costearse el viaje de vuelta en un avión privado –«en Dallas nos dijeron que, si regresaba en un vuelo comercial, podía morir», cuenta su madre–, hizo un llamamiento a las autoridades, desde la Generalitat hasta al Rey, pasando por Exteriores y el presidente del Gobierno. Al final, el empresario Francisco Hernando, El Pocero, les ofreció su avión privado y Elvira pudo regresar a su casa en Valencia.
Para el viaje de ida, la familia Roda contó con la ayuda de la doctora Pilar Muñoz Calero, presidenta de la Fundación Alborada, dedicada a la batalla contra el síndrome. Pilar tiene 52 años y hace 12 que padece SSQM. Al igual que Elvira, intentó sobreponerse al dolor para seguir con su vida. No pudo ser y en septiembre de 2007 se le puso a tiro un avión privado para viajar a Dallas y se llevó a Elvira con ella. «Yo pesaba 20 kilos menos –recuerda Pilar–, sufría unos espasmos impresionantes, el intestino no me funcionaba, necesitaba gotero, tenía basculitis, inflamación en los vasos… llegué muy grave.» Su compañera de viaje no le andaba a la zaga. Según la descripción de su madre, «Elvira estaba anoréxica, se caía, le dolía todo y el ardor de ojos le resultaba insoportable».
Nada más llegar a la clínica analizaron su carga tóxica. «Me asusté de la cantidad de mierda que había en mi cuerpo –cuenta Pilar–: pesticidas, cadmio, níquel, plomo, mercurio…, ¡una locura!» Elvira, por su parte estaba llena de pesticidas. «También metales pesados, plomo, mercurio, incluso arsénico –subraya–. ¡Una barbaridad!»
Pilar y Elvira ya están de nuevo en España. Han ganado peso y su cuerpo ha eliminado numerosos tóxicos. Se las ve más sanas. Ahora bien, en cuanto su organismo detecta algún químico vuelven a las andadas. «En Dallas no curan a nadie –afirma, escéptico, el doctor Nogué–. Los que vienen de allí viven una recuperación momentánea, pero el único tratamiento válido consiste en evitar la exposición repetida a los agentes precipitantes. Si al volver siguen viviendo en las condiciones de antes, el viaje y el dinero [15.000 euros al mes] no les servirán de nada.»
Eso es, precisamente, lo que Pilar y Elvira intentan evitar. La primera lo tiene más fácil. Ahora vive en una finca de su propiedad en Madrid, donde tiene su sede la Fundación Alborada. Un pequeño paraíso del cual están desterrados los químicos e, incluso, los móviles. Pilar no puede siquiera usar el ordenador sin sentir dolor de cabeza. Aun así, no siempre consigue evitar que las amenazas del mundo exterior irrumpan en su refugio. Cuando el viento trae olores de hidrocarburos, herbicidas y demás, la doctora se encierra en una urna de cristal que se ha hecho construir en el jardín para esquivar a sus enemigos.
Hoy es un día especial, la hija de Pilar acaba de llegar de EE.UU. Hace un año que no se ven. Apenas han podido hablar en ese tiempo. «Unos segundos de vez en cuando, por escuchar su voz», comenta. En el jardín de la finca, madre e hija se abrazan. Un abrazo intenso, pero breve, interrumpido por la tos de Pilar, que se separa bruscamente. «Llevas algo en la ropa, detergente, suavizante, no sé», acusa, resignada, a través de una mascarilla de algodón. Ahora se observan, compungidas, a cuatro metros de distancia. «Los abrazos, eso se echa en falta –dice Pilar, triste–. Ya no puedo abrazar a nadie sin tomar precauciones.» Tantas que se llevaron por delante su matrimonio.
Como Elvira. Su novio y ella ya pensaban en casarse, pero las limitaciones que el síndrome impuso en su vida destrozaron sus ilusiones. Ahora, la Generalitat ha prometido atenderla, pero en el mundo de la sensibilidad química múltiple las promesas no bastan. «Para tratar a mi hermana se deben seguir unas reglas de higiene, pero a los médicos de aquí les da igual –se queja Carmel Roda–. Deben ducharse y lavar la ropa con bicarbonato, no usar cosméticos... El primer día, Elvira se puso fatal. Ya no les abre la puerta, les huele con ella cerrada. ¡Es increíble!»
El aumento de los casos de SSQM, dicen los médicos, es un aviso. El doctor Nogué cree que esto puede ser el inicio de algo muy peligroso en un mundo cada vez más contaminado. «Esto le puede pasar a cualquiera –advierte la doctora Pilar Muñoz–. Muchos nos quieren esconder, pero si no hacemos algo, detrás llegarán los demás». Fernando Goitia

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