Cuando me lo dijeron pensé que era una broma. En la Cámara de Representantes del Estado de la Florida se iba a discutir un proyecto de ley para vigilar el suministro de papel higiénico en los restaurantes. Es decir, los políticos, cuyos sueldos salen de los bolsillos de los contribuyentes, dedicarían parte de sus sesiones al dilema shakesperiano de "Papel higiénico o no. Esa es la cuestión''.
Resulta irónico que a la misma vez que en el Capitolio de Tallahassee se gastaban el per diem con temas de chirigota, The New York Times publicaba un reportaje sobre una pareja de neoyorquinos que se ha embarcado en la aventura de vivir durante un año alejada del progreso y sus numerosos cachivaches. El experimento quedará plasmado en un libro que se titulará No Impact Man, en el que Colin Beavan relata su nueva forma de vida: una en la que no hay ningún tipo de vehículos que funcionen con carbón. Ni televisores, neveras o el uso de ascensores. Beavan y su esposa, Michelle Conlin, han renunciado a comprar mercancías, excepto los alimentos naturales que cada día compran en un mercado orgánico de su barrio.
Bien, ¿pero qué tienen que ver los señores de Tallahassee con esta pareja de ''verdes''? La respuesta es sencilla. El artículo en cuestión se titula El año sin papel higiénico porque el matrimonio Conlin-Beavan y su hija de dos años se limpian el trasero a la antigua usanza: con una palangana y mucha agua. Por aquello de no llenar el planeta de más desperdicios que no sean, como la caca, orgánicos. En los últimos cuatro meses el portero del edificio no ha recogido una sola bolsa de basura en el rellano de su apartamento. Lo que no impide que se cruce en las escaleras frecuentemente con el señor Beavan, quien ya ha perdido 20 libras desde que sólo emplea las piernas como medio de locomoción en la Gran Manzana.
Qué formas más dispares de ver el mundo. Los políticos floridanos andan muy preocupados por la limpieza de los comensales y están dispuestos a crear un ejército de inspectores que tomen por asalto los baños de los establecimientos y hagan redadas allá donde no tengan un constante avituallamiento de rollos de papel. Aunque sea a costa de los árboles talados, el medio ambiente y el balance del ecosistema. En la otra esquina, la familia Conlin-Beavan juega a un más que improbable experimento social y cruza los dedos para que de éste salga un bestseller millonario cuyas ganancias les garantizarían una provisión considerable del mejor papel higiénico. O sea, el acolchado, perfumado y con dibujitos en relieve. Todo un lujo para una retaguardia castigada durante un año.
Confieso que estoy a medio camino entre la manía policiaco-sanitaria de nuestros políticos y la militancia del matrimonio alternativo. Lo cierto es que, a lo sumo, la ausencia de papel higiénico en los restaurantes me produce una suerte de melancolía y nunca indignación ciudadana. Y por mucho que ame este planeta --cosa que tampoco tengo claro-- no estoy dispuesta a renunciar a las comodidades que conlleva el avance tecnológico para congraciarme con Al Gore y sus amigos de Hollywood. Cuyas vidas disipadas y opulentas, por cierto, he subvencionado durante años en las taquillas de los cines. Además, ¿quién desea vivir sin celuloide? Esas quimeras de la imaginación hechas con retazos de progreso que ninguna palangana con agua puede erradicar de la sociedad de consumo. Construida, también, con lienzos, libros, películas, CD's. Objetos bellos. Hijos de la modernidad. No todos biodegradables. Ni animales ni vegetales. Pero vivos a su manera y necesarios.
Crecí en Europa, donde todavía no impera la obsesión por el aseo que tienen los norteamericanos. Inventores de los desinfectantes para las manos, los insólitos desodorantes íntimos con olor a frutas del bosque y todo género de toallitas sanitarias. Allí aprendí a convivir con el estupor que ocasiona un lavabo público sin papel higiénico. Sentimiento que desarrollé aún más en Marruecos, Turquía o la India. Países con gastronomías que harían las delicias de los impolutos señores de Tallahassee y el matrimonio condenado a comer hierbajos durante un año. Ojalá todos los dilemas fueran en torno al papel higiénico. Shakespeare se quedaría de una pieza. © Firmas Press
Resulta irónico que a la misma vez que en el Capitolio de Tallahassee se gastaban el per diem con temas de chirigota, The New York Times publicaba un reportaje sobre una pareja de neoyorquinos que se ha embarcado en la aventura de vivir durante un año alejada del progreso y sus numerosos cachivaches. El experimento quedará plasmado en un libro que se titulará No Impact Man, en el que Colin Beavan relata su nueva forma de vida: una en la que no hay ningún tipo de vehículos que funcionen con carbón. Ni televisores, neveras o el uso de ascensores. Beavan y su esposa, Michelle Conlin, han renunciado a comprar mercancías, excepto los alimentos naturales que cada día compran en un mercado orgánico de su barrio.
Bien, ¿pero qué tienen que ver los señores de Tallahassee con esta pareja de ''verdes''? La respuesta es sencilla. El artículo en cuestión se titula El año sin papel higiénico porque el matrimonio Conlin-Beavan y su hija de dos años se limpian el trasero a la antigua usanza: con una palangana y mucha agua. Por aquello de no llenar el planeta de más desperdicios que no sean, como la caca, orgánicos. En los últimos cuatro meses el portero del edificio no ha recogido una sola bolsa de basura en el rellano de su apartamento. Lo que no impide que se cruce en las escaleras frecuentemente con el señor Beavan, quien ya ha perdido 20 libras desde que sólo emplea las piernas como medio de locomoción en la Gran Manzana.
Qué formas más dispares de ver el mundo. Los políticos floridanos andan muy preocupados por la limpieza de los comensales y están dispuestos a crear un ejército de inspectores que tomen por asalto los baños de los establecimientos y hagan redadas allá donde no tengan un constante avituallamiento de rollos de papel. Aunque sea a costa de los árboles talados, el medio ambiente y el balance del ecosistema. En la otra esquina, la familia Conlin-Beavan juega a un más que improbable experimento social y cruza los dedos para que de éste salga un bestseller millonario cuyas ganancias les garantizarían una provisión considerable del mejor papel higiénico. O sea, el acolchado, perfumado y con dibujitos en relieve. Todo un lujo para una retaguardia castigada durante un año.
Confieso que estoy a medio camino entre la manía policiaco-sanitaria de nuestros políticos y la militancia del matrimonio alternativo. Lo cierto es que, a lo sumo, la ausencia de papel higiénico en los restaurantes me produce una suerte de melancolía y nunca indignación ciudadana. Y por mucho que ame este planeta --cosa que tampoco tengo claro-- no estoy dispuesta a renunciar a las comodidades que conlleva el avance tecnológico para congraciarme con Al Gore y sus amigos de Hollywood. Cuyas vidas disipadas y opulentas, por cierto, he subvencionado durante años en las taquillas de los cines. Además, ¿quién desea vivir sin celuloide? Esas quimeras de la imaginación hechas con retazos de progreso que ninguna palangana con agua puede erradicar de la sociedad de consumo. Construida, también, con lienzos, libros, películas, CD's. Objetos bellos. Hijos de la modernidad. No todos biodegradables. Ni animales ni vegetales. Pero vivos a su manera y necesarios.
Crecí en Europa, donde todavía no impera la obsesión por el aseo que tienen los norteamericanos. Inventores de los desinfectantes para las manos, los insólitos desodorantes íntimos con olor a frutas del bosque y todo género de toallitas sanitarias. Allí aprendí a convivir con el estupor que ocasiona un lavabo público sin papel higiénico. Sentimiento que desarrollé aún más en Marruecos, Turquía o la India. Países con gastronomías que harían las delicias de los impolutos señores de Tallahassee y el matrimonio condenado a comer hierbajos durante un año. Ojalá todos los dilemas fueran en torno al papel higiénico. Shakespeare se quedaría de una pieza. © Firmas Press
El Superhéroe verde. BARBARA CELIS EL PAIS SEMANAL - 20-09-2009
Hay productos que en Estados Unidos son sagrados. Uno de ellos es el aire acondicionado. Otro, la televisión. Otro, el coche. Y otro, el café para llevar y beber por la calle; por supuesto, en vaso gigante de papel o plástico. Intentar arrancarle alguno de estos placeres cotidianos a un estadounidense es un acto heroico. Así que autoimponerse vivir voluntariamente sin ellos puede considerarse como algo parecido a la autoflagelación. Colin Beavan no sólo decidió flagelarse por propia voluntad durante todo un año, sino que llevó al extremo su tortura renunciando también a la electricidad en su casa, a la comida a domicilio, a los pañales de usar y tirar para su hija pequeña y hasta al papel higiénico. Lo único que consumió fue comida producida localmente. Y quizá lo más sorprendente es que no lo hizo encerrándose en una granja en medio de ninguna parte. Lo hizo en Nueva York, donde viven ocho millones de personas, a las que quiso servir de ejemplo al convertirse en lo que él mismo bautizó como “No impact man”.
Ha pasado más de un año desde que Beavan, de 42 años, concluyó un experimento al que también arrastró a su familia –su mujer, Michelle, y su hija Isabella, de tres años– y cuyo objetivo inicial era descubrir si es posible vivir reduciendo al mínimo la cantidad de residuos y efectos nocivos para el medio ambiente generados por el consumo personal. El reto –narrado en directo por el propio Beavan a través de un blog– no fue fácil, pero quizá lo más importante no haya sido superarlo, sino los efectos colaterales del experimento. Su mujer, una periodista que se definía a sí misma como una consumidora compulsiva, adicta a la comida basura, a los cafés de Starbucks y a los reality shows, le apoyó. Al principio, a regañadientes, pero a medida que el experimento avanzaba fue comprendiendo que renunciar a algunas de sus debilidades la convertía de hecho en una persona más feliz y más sana. Se talibanizó hasta tal punto que fue ella misma quien quiso deshacerse de la tele.
Beavan también se transformó. “Nos educan pensando que la felicidad consiste en acumular cosas. Pero el día a día del experimento me enseñó que son las relaciones humanas lo que realmente me hace sentir bien. Además, comencé a leer sobre psicología de la felicidad. Una vez que tienes tus necesidades básicas cubiertas, cuando tu salario llega a unos 35.000 euros al año, todo lo que le añadas no aumenta tu calidad de vida. Pero, claro, eso nadie te lo dice. Te convencen para que trabajes sin parar para que ganes más dinero para poder seguir consumiendo, y resulta que lo realmente importante, estar con familia y amigos, lo descuidas”.
Beavan lo explica mientras paseamos por la Quinta Avenida neoyorquina, camino de su casa, en cuya puerta está aparcado otro efecto colateral de su experimento: una bicicleta con una especie de sidecar trasero acoplado con la que comenzó a viajar por la ciudad en su intento por no generar ningún tipo de emisiones que contribuyeran a producir gases de efecto invernadero. Durante un año no hubo trenes, ni aviones, ni coches, ni taxis, ni siquiera transporte público. Impacto cero, ésa era la consigna. “La bici sigue siendo mi principal medio de transporte. El metro sólo lo uso si llueve, y los taxis, en casos de extrema necesidad”, explica una tarde de septiembre sentado junto a su perro Frankie en el salón de su apartamento, lleno de libros y sin televisión. “Nuestra calidad de vida mejoró sustancialmente cuando la regalamos durante el experimento. Y no la hemos echado de menos”. La ausencia del electrodoméstico por excelencia se colmó, entre otras cosas, con más tiempo dedicado a su hija y con más horas de sexo con su mujer, confiesa. Beavan se convirtió en la envidia de su círculo de amigos casados.
Los detalles sobre su experiencia los recoge ahora un documental dirigido por Laura Gabbert y Justin Schein y un libro, que 451 Editores publica en octubre en España, escrito por el propio Beavan y titulado No impact man. Su larguísimo subtítulo ayuda a contextualizar a un hombre que antes de convertirse en aspirante a superhéroe verde era un neófito absoluto en cuestiones ecológicas que escribía libros de historia: Las aventuras de un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta. Editado en tapas de cartón y papel reciclado, sus páginas constituyen un diario-confesión de la conversión ecológica de un estadounidense medio. Beavan creció pensando, como muchos de sus compatriotas, que la libertad de un país se mide en función de la cantidad de productos a elegir en el supermercado, pero un año después del experimento es un activista con una especie de misión evangelizadora al estilo Al Gore, pero sin aura presidencial. Eso sí, al contrario que el célebre político, Beavan no sólo predica con los datos en la mano, sino con el ejemplo, y aunque se le puedan poner muchos peros a su experimento – qué fácil es ir a la compra a un mercado pijo y pasarse tres horas cocinando o lavando a mano cuando vives en la Quinta Avenida y no estás obligado a tener tres trabajos diferentes porque no llegas a fin de mes–, resulta que sus propuestas están cargadas de sentido común.
“Yo no tenía muy claro si un individuo en solitario podía tener algún impacto en el medio ambiente, pero ahora sé que es esencial que la gente dé pasos individuales para salvar al planeta. Lo único que tenemos para contrarrestar el poder de la industria energética que quiere mantener el statu quo es gente. Todos los grandes movimientos sociales han empezado con la unión entre individuos. Feminismo, derechos civiles, movimiento gay. Primero viene la gente, empujando, y sólo cuando la presión es insoportable los políticos entran en acción. Ambas cosas no son autoexcluyentes en absoluto. El planeta está al borde de un cataclismo y no es posible dejar toda la responsabilidad en manos de empresas y gobiernos. Cada uno de nosotros tiene que contribuir al cambio, lo que pasa es que somos muy autocomplacientes”.
Sólo la ciudad de Nueva York produce cuatro millones de toneladas de basura anuales, lo que arroja una media de media tonelada por habitante y año. El problema es cómo convencer a toda esa gente, y, por supuesto, también a los cientos de millones de europeos o asiáticos cuyo estilo de vida cada vez emula más al de los estadounidenses, de que el coche o los pañuelos de papel son lujos que deberíamos aprender a tratar como tales y no como artículos de uso diario e imprescindible. “Hay que demostrarles que consumir no les hace más felices. Es una cuestión cultural, así que hay que comenzar por cambiar nuestra cultura de consumo. Mi hija tiene ahora cuatro años y no quiere consumir. Creo que las personas no tenemos ese instinto de acumular cosas. Nos lo enseñan porque nuestras economías dependen del consumo”.
No espera que quienes disfrutan de una lavadora o luz eléctrica vuelvan a lavar a mano o a vivir con velas como hizo él durante su experimento. Es más, Beavan ha vuelto a usar ambas cosas, pero su conciencia ecológica pesa más que hace un año, así que consume con mucha más mesura, el tamaño de su basura se ha reducido a la mitad, no tiene aire acondicionado y sigue yendo a un huerto local a cultivar verduras. “Es posible ser feliz y vivir consumiendo menos, pero la gente no renunciará a ciertas cosas que nos hacen la vida más fácil, como la lavadora. En cambio, pasar cada día dos horas en un atasco no te hace más feliz”. Pero tampoco es fácil renunciar al coche si no existe un medio alternativo, como ocurre en la mayoría de ciudades estadounidenses. “Ésa es una de las partes más difíciles: tratar de vivir de forma sostenible y ver que el sistema sólo te pone trabas. Eso es lo que tenemos que cambiar”.
El diario The New York Times le hizo célebre con un reportaje sobre su experimento que subrayaba, sobre todo, la decisión de no usar papel higiénico. Beavan cree que no hay mal que por bien no venga: “Pura ignorancia. Medio planeta vive sin papel higiénico. Se lavan con agua. Aquel artículo estúpido banalizó el proyecto, pero gracias a él miles de personas se interesaron por la propuesta, y eso me ayudó a entender el impacto que una sola persona puede tener”.
Es posible que algunos aspectos y conclusiones del libro, para europeos que crecieron comiendo y cenando en casa, acostumbrados a largas sobremesas y a sudar en verano porque el aire acondicionado era un lujo reservado a unos pocos, resulten muy obvios. Pone mucho énfasis en lo importante que es cocinar de forma sana, algo que supuestamente las culturas mediterráneas aún no han perdido. ¿O sí? “Es cierto, los estadounidenses contaminamos más que nadie y comemos peor, pero también los europeos tienen que reducir urgentemente su impacto medioambiental. Estamos todos en el mismo barco”, opina Beavan. Su teoría es que si la gente se implica una vez, sus conciencias quedarán tocadas y el movimiento será imparable. Por eso acaba de lanzar la web No Impact Project, que invita a los internautas a tratar de vivir una semana siguiendo las mismas pautas que siguió él durante un año. Ahora sólo necesita valientes dispuestos a apagar la luz, a subirse a una bici y a renunciar al papel higiénico. Cualquiera con un currículo un poco viajero habrá probado alguna de las tres cosas, así que tampoco suena tan descabellado, ¿no?
Hay productos que en Estados Unidos son sagrados. Uno de ellos es el aire acondicionado. Otro, la televisión. Otro, el coche. Y otro, el café para llevar y beber por la calle; por supuesto, en vaso gigante de papel o plástico. Intentar arrancarle alguno de estos placeres cotidianos a un estadounidense es un acto heroico. Así que autoimponerse vivir voluntariamente sin ellos puede considerarse como algo parecido a la autoflagelación. Colin Beavan no sólo decidió flagelarse por propia voluntad durante todo un año, sino que llevó al extremo su tortura renunciando también a la electricidad en su casa, a la comida a domicilio, a los pañales de usar y tirar para su hija pequeña y hasta al papel higiénico. Lo único que consumió fue comida producida localmente. Y quizá lo más sorprendente es que no lo hizo encerrándose en una granja en medio de ninguna parte. Lo hizo en Nueva York, donde viven ocho millones de personas, a las que quiso servir de ejemplo al convertirse en lo que él mismo bautizó como “No impact man”.
Ha pasado más de un año desde que Beavan, de 42 años, concluyó un experimento al que también arrastró a su familia –su mujer, Michelle, y su hija Isabella, de tres años– y cuyo objetivo inicial era descubrir si es posible vivir reduciendo al mínimo la cantidad de residuos y efectos nocivos para el medio ambiente generados por el consumo personal. El reto –narrado en directo por el propio Beavan a través de un blog– no fue fácil, pero quizá lo más importante no haya sido superarlo, sino los efectos colaterales del experimento. Su mujer, una periodista que se definía a sí misma como una consumidora compulsiva, adicta a la comida basura, a los cafés de Starbucks y a los reality shows, le apoyó. Al principio, a regañadientes, pero a medida que el experimento avanzaba fue comprendiendo que renunciar a algunas de sus debilidades la convertía de hecho en una persona más feliz y más sana. Se talibanizó hasta tal punto que fue ella misma quien quiso deshacerse de la tele.
Beavan también se transformó. “Nos educan pensando que la felicidad consiste en acumular cosas. Pero el día a día del experimento me enseñó que son las relaciones humanas lo que realmente me hace sentir bien. Además, comencé a leer sobre psicología de la felicidad. Una vez que tienes tus necesidades básicas cubiertas, cuando tu salario llega a unos 35.000 euros al año, todo lo que le añadas no aumenta tu calidad de vida. Pero, claro, eso nadie te lo dice. Te convencen para que trabajes sin parar para que ganes más dinero para poder seguir consumiendo, y resulta que lo realmente importante, estar con familia y amigos, lo descuidas”.
Beavan lo explica mientras paseamos por la Quinta Avenida neoyorquina, camino de su casa, en cuya puerta está aparcado otro efecto colateral de su experimento: una bicicleta con una especie de sidecar trasero acoplado con la que comenzó a viajar por la ciudad en su intento por no generar ningún tipo de emisiones que contribuyeran a producir gases de efecto invernadero. Durante un año no hubo trenes, ni aviones, ni coches, ni taxis, ni siquiera transporte público. Impacto cero, ésa era la consigna. “La bici sigue siendo mi principal medio de transporte. El metro sólo lo uso si llueve, y los taxis, en casos de extrema necesidad”, explica una tarde de septiembre sentado junto a su perro Frankie en el salón de su apartamento, lleno de libros y sin televisión. “Nuestra calidad de vida mejoró sustancialmente cuando la regalamos durante el experimento. Y no la hemos echado de menos”. La ausencia del electrodoméstico por excelencia se colmó, entre otras cosas, con más tiempo dedicado a su hija y con más horas de sexo con su mujer, confiesa. Beavan se convirtió en la envidia de su círculo de amigos casados.
Los detalles sobre su experiencia los recoge ahora un documental dirigido por Laura Gabbert y Justin Schein y un libro, que 451 Editores publica en octubre en España, escrito por el propio Beavan y titulado No impact man. Su larguísimo subtítulo ayuda a contextualizar a un hombre que antes de convertirse en aspirante a superhéroe verde era un neófito absoluto en cuestiones ecológicas que escribía libros de historia: Las aventuras de un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta. Editado en tapas de cartón y papel reciclado, sus páginas constituyen un diario-confesión de la conversión ecológica de un estadounidense medio. Beavan creció pensando, como muchos de sus compatriotas, que la libertad de un país se mide en función de la cantidad de productos a elegir en el supermercado, pero un año después del experimento es un activista con una especie de misión evangelizadora al estilo Al Gore, pero sin aura presidencial. Eso sí, al contrario que el célebre político, Beavan no sólo predica con los datos en la mano, sino con el ejemplo, y aunque se le puedan poner muchos peros a su experimento – qué fácil es ir a la compra a un mercado pijo y pasarse tres horas cocinando o lavando a mano cuando vives en la Quinta Avenida y no estás obligado a tener tres trabajos diferentes porque no llegas a fin de mes–, resulta que sus propuestas están cargadas de sentido común.
“Yo no tenía muy claro si un individuo en solitario podía tener algún impacto en el medio ambiente, pero ahora sé que es esencial que la gente dé pasos individuales para salvar al planeta. Lo único que tenemos para contrarrestar el poder de la industria energética que quiere mantener el statu quo es gente. Todos los grandes movimientos sociales han empezado con la unión entre individuos. Feminismo, derechos civiles, movimiento gay. Primero viene la gente, empujando, y sólo cuando la presión es insoportable los políticos entran en acción. Ambas cosas no son autoexcluyentes en absoluto. El planeta está al borde de un cataclismo y no es posible dejar toda la responsabilidad en manos de empresas y gobiernos. Cada uno de nosotros tiene que contribuir al cambio, lo que pasa es que somos muy autocomplacientes”.
Sólo la ciudad de Nueva York produce cuatro millones de toneladas de basura anuales, lo que arroja una media de media tonelada por habitante y año. El problema es cómo convencer a toda esa gente, y, por supuesto, también a los cientos de millones de europeos o asiáticos cuyo estilo de vida cada vez emula más al de los estadounidenses, de que el coche o los pañuelos de papel son lujos que deberíamos aprender a tratar como tales y no como artículos de uso diario e imprescindible. “Hay que demostrarles que consumir no les hace más felices. Es una cuestión cultural, así que hay que comenzar por cambiar nuestra cultura de consumo. Mi hija tiene ahora cuatro años y no quiere consumir. Creo que las personas no tenemos ese instinto de acumular cosas. Nos lo enseñan porque nuestras economías dependen del consumo”.
No espera que quienes disfrutan de una lavadora o luz eléctrica vuelvan a lavar a mano o a vivir con velas como hizo él durante su experimento. Es más, Beavan ha vuelto a usar ambas cosas, pero su conciencia ecológica pesa más que hace un año, así que consume con mucha más mesura, el tamaño de su basura se ha reducido a la mitad, no tiene aire acondicionado y sigue yendo a un huerto local a cultivar verduras. “Es posible ser feliz y vivir consumiendo menos, pero la gente no renunciará a ciertas cosas que nos hacen la vida más fácil, como la lavadora. En cambio, pasar cada día dos horas en un atasco no te hace más feliz”. Pero tampoco es fácil renunciar al coche si no existe un medio alternativo, como ocurre en la mayoría de ciudades estadounidenses. “Ésa es una de las partes más difíciles: tratar de vivir de forma sostenible y ver que el sistema sólo te pone trabas. Eso es lo que tenemos que cambiar”.
El diario The New York Times le hizo célebre con un reportaje sobre su experimento que subrayaba, sobre todo, la decisión de no usar papel higiénico. Beavan cree que no hay mal que por bien no venga: “Pura ignorancia. Medio planeta vive sin papel higiénico. Se lavan con agua. Aquel artículo estúpido banalizó el proyecto, pero gracias a él miles de personas se interesaron por la propuesta, y eso me ayudó a entender el impacto que una sola persona puede tener”.
Es posible que algunos aspectos y conclusiones del libro, para europeos que crecieron comiendo y cenando en casa, acostumbrados a largas sobremesas y a sudar en verano porque el aire acondicionado era un lujo reservado a unos pocos, resulten muy obvios. Pone mucho énfasis en lo importante que es cocinar de forma sana, algo que supuestamente las culturas mediterráneas aún no han perdido. ¿O sí? “Es cierto, los estadounidenses contaminamos más que nadie y comemos peor, pero también los europeos tienen que reducir urgentemente su impacto medioambiental. Estamos todos en el mismo barco”, opina Beavan. Su teoría es que si la gente se implica una vez, sus conciencias quedarán tocadas y el movimiento será imparable. Por eso acaba de lanzar la web No Impact Project, que invita a los internautas a tratar de vivir una semana siguiendo las mismas pautas que siguió él durante un año. Ahora sólo necesita valientes dispuestos a apagar la luz, a subirse a una bici y a renunciar al papel higiénico. Cualquiera con un currículo un poco viajero habrá probado alguna de las tres cosas, así que tampoco suena tan descabellado, ¿no?
No Impact Man y otras tomaduras de pelo
MEDIO AMBIENTE | Colin Beavan El hombre del 'impacto cero'. foto: Colin Beavan, junto a su mujer e hija, a bordo de su triciclo. | Paul Dunn/Yes Magazine
* Un ecologista pasa un año sin electricidad para reducir su huella ambiental
* Se define como "un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta"
* Durante el experimento su familia dejó de producir más de 1.000 kilos de basura
* Comieron sólo alimentos de su entorno cercano y cultivaron una huerta
Carlos Fresneda | Nueva York 16/09/2009
"¿Dónde está tu bicicleta?", nos pregunta Colin Beavan, más conocido como el 'No Impact Man'. Acabamos de ver su película y no podemos ocultar cierto complejo de culpabilidad. Nos olvidamos del taxi de vuelta y optamos por una larga caminata. Nada más volver a casa, completamos el último cambio de bombillas. Al día siguiente, hacemos la compra en el mercado local de granjeros y nos proponemos volver a compostar. Repasamos mentalmente nuestros pecados y hacemos propósito de enmienda...
"¿Dónde está tu bicicleta?", nos increpa casi el 'No Impact Man', aferrado al manillar. Su triciclo familiar, compartido con su mujer Michelle y su hija Isabella, se ha convertido en su seña de identidad en la Gran Manzana. Pero cazarle al vuelo es una misión tan imposible como la de pillar in fraganti a Superman. Llevamos más de un año siguiéndole la pista por las calles del barrio, y ahora que se publica su libro en medio mundo ('No Impact Man', 451 Editores) ha llegado por fin la oportunidad. El propio Beavan admite que su experimento literario e íntimo -cómo reducir al máximo el impacto ecológico de una famila en la gran ciudad- se ha desbordado hasta convertirse en una avalancha mediática de imprevisibles consecuencias.
Antes de reencarnarse en el 'No Impact Man', Beavan se ganaba la vida como escritor especializado en historia. Su primer libro fue un viaje a los orígenes de las huellas dactilares, y tuvo un relativo éxito con Operación Jedburgh. Pero su inmersión en el Día D le dejó totalmente desfondado. A la crisis de los 40, y al nacimiento de su hija, Isabella, se añadió una creciente procupación: "Mi problema era la total falta de acción".
El 'No Impact Man' se define a sí mismo como "un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta". Con Obama en la Casa Blanca y Michelle haciendo surcos en el huerto ecológico, cualquiera diría que Beavan llega en el momento justo. Pero hasta la prensa progre -léase el New York Times- ha disparado bajo su línea de flotación con titulares como éste: "El año en que vivimos sin papel higiénico".
En el año que duró el experimento, el 'No Impact Man' y su familia dejaron de producir más de 1.000 kilos de basura, incluidos 2.184 pañales desechables. De paso ahorraron 572 bolsas de plástico, 1.248 recipientes de comida para llevar y 2.190 vasos de papel. Estuvieron seis meses sin electricidad y usaron una nevera de camping (el hielo se lo prestaba la vecina). Comieron exclusivamente alimentos producidos en 250 kilómetros a la redonda y cultivaron su propia huerta en un jardín comunitario.
A su manera, el 'No Impact Man' sudó lo suyo para poder embarcar en la odisea ecológica a su mujer, Michelle, adicta al café y devoradora de carne, obligada a renunciar a su deporte favorito -el 'shopping'- y a cambiar a la bicicleta y el patinete como medios de transporte urbano.
Sin temor a que nos llamen 'socialistas', le preguntamos al 'No Impact Man' que cuándo veremos plasmar su ejemplo en una 'acción colectiva' en EEUU. "La acción política es muy importante, y tengo esperanzas de que la Ley del Cambio Climático salga reforzada del Senado y que Obama mande un mensaje muy claro por todos nosotros en Copenhague", reponde Beavan. "Pero no podemos esperar a que el sistema cambie: nosotros, los individuos, somos el sistema".
El 'No Impact Man' reta a cualquiera a que emulemos su experimento, comprimido en una semana, y a que calibremos por nosotros mismos los cambios. "¿Cuál es propósito de nuestra vida? ¿Qué nos hace más felices y plenos?", se pregunta. Su ejercicio de la simplicidad extrema -incluidos los seis meses a la luz de las velas- le acercó no sólo a la respuesta, sino a la eterna gran pregunta que nos lanza desde el sillín de su bicicleta: "¿Y tú qué vas a hacer por el bien del planeta?".
* Un ecologista pasa un año sin electricidad para reducir su huella ambiental
* Se define como "un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta"
* Durante el experimento su familia dejó de producir más de 1.000 kilos de basura
* Comieron sólo alimentos de su entorno cercano y cultivaron una huerta
Carlos Fresneda | Nueva York 16/09/2009
"¿Dónde está tu bicicleta?", nos pregunta Colin Beavan, más conocido como el 'No Impact Man'. Acabamos de ver su película y no podemos ocultar cierto complejo de culpabilidad. Nos olvidamos del taxi de vuelta y optamos por una larga caminata. Nada más volver a casa, completamos el último cambio de bombillas. Al día siguiente, hacemos la compra en el mercado local de granjeros y nos proponemos volver a compostar. Repasamos mentalmente nuestros pecados y hacemos propósito de enmienda...
"¿Dónde está tu bicicleta?", nos increpa casi el 'No Impact Man', aferrado al manillar. Su triciclo familiar, compartido con su mujer Michelle y su hija Isabella, se ha convertido en su seña de identidad en la Gran Manzana. Pero cazarle al vuelo es una misión tan imposible como la de pillar in fraganti a Superman. Llevamos más de un año siguiéndole la pista por las calles del barrio, y ahora que se publica su libro en medio mundo ('No Impact Man', 451 Editores) ha llegado por fin la oportunidad. El propio Beavan admite que su experimento literario e íntimo -cómo reducir al máximo el impacto ecológico de una famila en la gran ciudad- se ha desbordado hasta convertirse en una avalancha mediática de imprevisibles consecuencias.
Antes de reencarnarse en el 'No Impact Man', Beavan se ganaba la vida como escritor especializado en historia. Su primer libro fue un viaje a los orígenes de las huellas dactilares, y tuvo un relativo éxito con Operación Jedburgh. Pero su inmersión en el Día D le dejó totalmente desfondado. A la crisis de los 40, y al nacimiento de su hija, Isabella, se añadió una creciente procupación: "Mi problema era la total falta de acción".
El 'No Impact Man' se define a sí mismo como "un progre con complejo de culpa que intenta salvar el planeta". Con Obama en la Casa Blanca y Michelle haciendo surcos en el huerto ecológico, cualquiera diría que Beavan llega en el momento justo. Pero hasta la prensa progre -léase el New York Times- ha disparado bajo su línea de flotación con titulares como éste: "El año en que vivimos sin papel higiénico".
En el año que duró el experimento, el 'No Impact Man' y su familia dejaron de producir más de 1.000 kilos de basura, incluidos 2.184 pañales desechables. De paso ahorraron 572 bolsas de plástico, 1.248 recipientes de comida para llevar y 2.190 vasos de papel. Estuvieron seis meses sin electricidad y usaron una nevera de camping (el hielo se lo prestaba la vecina). Comieron exclusivamente alimentos producidos en 250 kilómetros a la redonda y cultivaron su propia huerta en un jardín comunitario.
A su manera, el 'No Impact Man' sudó lo suyo para poder embarcar en la odisea ecológica a su mujer, Michelle, adicta al café y devoradora de carne, obligada a renunciar a su deporte favorito -el 'shopping'- y a cambiar a la bicicleta y el patinete como medios de transporte urbano.
Sin temor a que nos llamen 'socialistas', le preguntamos al 'No Impact Man' que cuándo veremos plasmar su ejemplo en una 'acción colectiva' en EEUU. "La acción política es muy importante, y tengo esperanzas de que la Ley del Cambio Climático salga reforzada del Senado y que Obama mande un mensaje muy claro por todos nosotros en Copenhague", reponde Beavan. "Pero no podemos esperar a que el sistema cambie: nosotros, los individuos, somos el sistema".
El 'No Impact Man' reta a cualquiera a que emulemos su experimento, comprimido en una semana, y a que calibremos por nosotros mismos los cambios. "¿Cuál es propósito de nuestra vida? ¿Qué nos hace más felices y plenos?", se pregunta. Su ejercicio de la simplicidad extrema -incluidos los seis meses a la luz de las velas- le acercó no sólo a la respuesta, sino a la eterna gran pregunta que nos lanza desde el sillín de su bicicleta: "¿Y tú qué vas a hacer por el bien del planeta?".
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