Cinco razones por las que Europa se resquebraja JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA DOMINGO - 15-05-2011
Dinamarca reintroduce los controles fronterizos con la excusa de una criminalidad inexistente. Con ello, el país que fue un modelo de democracia, tolerancia y justicia social se sitúa en la avanzadilla de la rendición europea ante el miedo y la xenofobia. Grecia lleva más de un año al borde del precipicio sin que parezca que haya muchos Gobiernos que lamentaran su eventual salida de la zona euro; algunos incluso azuzan secretamente a los mercados contra Atenas. Finlandia se resiste hasta el último minuto, a la zaga de Eslovaquia, a financiar el rescate de Portugal. Francia e Italia aprovechan la crisis tunecina para, en periodo electoral, limitar la libertad de circulación dentro de la Unión Europea. Y qué decir de Alemania, que no contenta con gestionar la crisis del euro a golpe de elecciones regionales, rompe filas con Francia y Reino Unido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se desentiende de la crisis libia y revienta diez años de política de seguridad europea.
Con el futuro del euro en entredicho y el mundo árabe en erupción, los líderes europeos gobiernan a golpe de encuestas y procesos electorales, aferrándose al poder por cualquier vía, aunque para ello tengan que deshacer la Europa que tanto tiempo y sacrificios ha costado construir. Pocas veces el proyecto europeo ha estado tan en entredicho y sus vergüenzas tan públicamente expuestas. Pareciera que en esta Europa de hoy, tener un gran partido xenófobo fuera obligado. El hecho es que Europa se resquebraja. De no mediar un cambio radical, el proceso de integración podría colapsarse, dejando en el aire el futuro de Europa como entidad económica y políticamente relevante.
1. Un proyecto sin fuelle
Esta crisis no es coyuntural ni pasajera: no estamos ante una mala racha, ni somos víctimas de un pesimismo infundado. Para darnos cuenta de hasta qué punto el proyecto de integración está en peligro no hace falta más que rebobinar una década. Si lo hiciéramos, el contraste con la situación actual no podría ser más revelador. Después de lanzar el euro el 1 de enero de 1999, la Unión Europea aprobaba la Estrategia de Lisboa, que prometía convertir a la UE en la economía más dinámica, competitiva y sostenible del mundo. También se comprometía a ampliar el espacio de libertad, seguridad y justicia, llevando la integración europea a los ámbitos policiales, judiciales y de inmigración, que hasta entonces habían quedado al margen de la construcción europea. Y para culminar ese proceso y darse a sí misma una verdadera unión política que le permitiera ser un actor globalmente relevante en el mundo del siglo XXI, ponía en marcha el proceso de elaboración de la Constitución Europea.
Pero la UE no se completaba solo hacia dentro, sino también hacia fuera: lanzaba el proceso de ampliación más ambicioso de la historia, que incorporaría en su seno a 10 países de Europa Central y Oriental además de Chipre y Malta y, en un acto repleto de visión estratégica y de futuro, se comprometía a abrir negociaciones de adhesión con Turquía, tendiendo así unos puentes de máximo valor con el mundo árabe y musulmán. Al mismo tiempo, asentaba los pilares de una auténtica política exterior y de seguridad: después de años de impotencia y humillaciones en la pequeña Bosnia, franceses y británicos acordaban coordinar su defensa de forma más estrecha. Mientras, los europeos se unían, Alemania incluida, para parar en seco los intentos de Milosevic de limpiar étnicamente Kosovo y se comprometían a poner en marcha una fuerza de reacción rápida de 60.000 soldados que fuera capaz de desplegarse fuera del territorio europeo para actuar en misiones de gestión de crisis y mantenimiento de la paz. Acostumbrados hoy al ninguneo de las grandes potencias sorprende recordar cómo, por entonces, con el euro en la mano, las ampliaciones en marcha, una Constitución a la vuelta de la esquina y una política exterior y de seguridad rebosante del liderazgo provisto por Javier Solana, Europa no provocaba hastío ni indiferencia, sino admiración, e incluso, en Washington, Pekín o Moscú, indisimulados recelos.
Una década más tarde, esa brillante lista de logros y optimistas promesas se encuentra más que en entredicho: en lugar de esa Europa exitosa y abierta al mundo que nos prometimos, nos encontramos con una Europa que pese a las ampliaciones se ha empequeñecido; que a pesar del euro se ha vuelto egoísta e insolidaria y que ha dejado de creer y practicar sus valores para encerrarse en el miedo al extranjero y el temor a la pérdida de identidad. Muchos se arrepienten de haber hecho las ampliaciones y no quieren volver a oír hablar de ellas; ni se plantean cumplir las promesas de adhesión a Turquía y ni siquiera son capaces de vislumbrar la adhesión de los países de los Balcanes. Los más de veinte años transcurridos desde la caída del muro de Berlín suponen un margen de tiempo más que razonable para que Europa se hubiera completado, hacia dentro y hacia fuera. Pero la realidad es bien distinta: tras las ampliaciones, hablamos de fatiga de ampliación; tras el fallido proceso constitucional, de fatiga de integración política; tras la crisis del euro, de fatiga económica y financiera. Tras diez años de reformas institucionales y de introspección institucional, el Tratado de Lisboa, que iba a salvar a Europa de la parálisis e introducirla en el siglo veintiuno, es un perfecto desconocido y sus logros, invisibles.
2. Crisis de valores y miopía política
La gravedad de la actual crisis europea se origina en la confluencia de varias fuerzas centrífugas: el auge de la xenofobia, la crisis del euro, el déficit de la política exterior y la ausencia de liderazgo. Sus temáticas son paralelas, pero se entrecruzan peligrosamente bajo un mismo denominador común: la ausencia de una visión a largo plazo. La consecuencia de ello es que cada diferencia entre los socios, sea del carácter que sea, se convierte en un juego de suma cero, en una feroz pelea donde todo vale con tal de obtener una victoria con la que presumir una vez de vuelta en la capital nacional, por pequeña y dañina para el proyecto común que sea.
Hace ahora casi tres años que el humo de los campamentos gitanos que ardieron en Italia nos puso sobre aviso de lo que se avecinaba. Desde entonces, elección tras elección, los xenófobos han ido ganando fuerza en nuevos países (Suecia, Finlandia, Reino Unido, Hungría) y consolidándose en los sitios donde ya contaban con una presencia significativa (Italia, Francia, Países Bajos, Dinamarca). Como un cáncer, han capturado el discurso y la agenda política en todos los Estados, endureciendo los controles fronterizos, imponiendo restricciones a la inmigración, dificultando la reunificación familiar y restringiendo el acceso a los servicios sociales, sanitarios y educativos. Lo que es peor, como en el caso de Thilo Sarrazin en Alemania, algunos ya han cruzado la línea de la xenofobia para adentrarse plenamente en un discurso racista sobre la inferioridad de la inteligencia de los musulmanes, algo que recuerda peligrosamente a la caracterización que los nazis hicieron de judíos, negros y eslavos como "untermenschen" (seres humanos inferiores). El resultado es que, hoy en día, en medio de la crisis económica, los valores de tolerancia y apertura, que constituyen el patrimonio más importante del que disponemos, están en cuestión o se baten en retirada.
Toda esta aversión al extranjero sorprende en una Europa cuyos problemas en absoluto pueden ser atribuidos a los inmigrantes. Más bien al contrario, de no mediar un cambio en las tendencias demográficas, además del suicido moral que suponen las actitudes hacia la inmigración dominantes hoy en día en casi toda Europa, los europeos se dirigen hacia el suicidio económico, pues con las actuales tasas de natalidad su población en edad de trabajar será cada vez menor y tendrán que hacer frente a mayores gastos sociales para sostener a una población dependiente y envejecida. Europa debería mirarse en el espejo estadounidense, capaz de integrar a inmigrantes de todas partes del mundo y conseguir que contribuyan al bienestar común a la vez que al propio, pero en lugar de eso prefiere crear un falso problema y, en torno a él, construir soluciones que no harán sino acelerar su declive.
A mucha gente de bien, las bufonadas y simplezas mentales de los racistas y xenófobos les impide tomárselos en serio. Sin embargo, su capacidad de condicionar a los partidos tradicionales es más que notable y va en aumento. Cada vez que uno de ellos captura el Gobierno de algún Estado miembro, su agenda deslegitimadora, racista y antieuropea impacta de lleno en las instituciones europeas y se las lleva por delante. Para impedirlo, al igual que se quiere sancionar a los que incumplan los criterios de déficit, el resto de Gobiernos debería atreverse a recurrir a los Tratados y sancionar a los xenófobos y a los autoritarios. Pero desgraciadamente, la tibia respuesta de las instituciones y Gobiernos europeos ante la expulsión de gitanos rumanos en Francia, frente a los excesos con la libertad de prensa de la Constitución húngara o en relación con el acoso a los inmigrantes irregulares en Italia anticipan cuán poco debemos esperar de ellos cuando se trata de enfrentarse a otros Gobiernos.
3. El fin de la solidaridad
Se dice que la crisis económica es la culpable, pero no es del todo cierto. El principal riesgo de ruptura del proyecto europeo no proviene de la crisis en sí misma: al fin y al cabo, Europa ya ha estado en crisis en otras ocasiones y ha salido reforzada de ellas. Ante la crisis de los años ochenta, presionados por la pujanza tecnológica de Estados Unidos y Japón, los Gobiernos europeos decidieron dar un salto cualitativo en la integración. Entonces, los líderes europeos visualizaron de forma clara lo que entonces se denominó "el coste de la no-Europa", es decir, la riqueza y bienestar que se podría crear eliminando el conjunto de trabas que ralentizaban el crecimiento económico.
Hoy, con todo lo serios y difíciles de solucionar que son los desafíos que penden sobre la economía europea (especialmente en cuanto al envejecimiento de la población y la pérdida de competitividad), existe un amplio consenso sobre cómo superar dichos problemas. La cuestión debe entonces buscarse en otro sitio: en la existencia de lecturas irreconciliables sobre cómo entramos en la crisis del euro y, en consecuencia, cómo saldremos de ella. Para unos, liderados por Alemania, estamos ante una crisis que se origina en la irresponsabilidad fiscal de algunos Estados. Ello supone que para salir de la crisis, dichos Estados simplemente tienen que cumplir las reglas de austeridad que estaban en vigor y que ahora han sido reforzadas. Todo ello se acompaña de un sermoneo moralizante y condescendiente, como si el déficit o el superávit de un país reflejara la superioridad o inferioridad moral de todo un colectivo humano. Muchos desean una Europa a dos velocidades, pero no basada en el mérito, sino en los estereotipos culturales y religiosos: en la primera clase, los virtuosos ahorradores de religión protestante; en la segunda, católicos gastosos de los cuales uno no se puede fiar y a los que hay que mantener a raya o, incluso, si es necesario, poner de patitas en la calle.
Esa narrativa de la crisis, que va camino de acabar con Europa, debe ser contestada. Que países tan diferentes como la pobre Grecia y la rica Irlanda, la primera campeona del dirigismo corporativista y la segunda del neoliberalismo y la desregulación, se encuentren en situaciones parecidas obliga a explicaciones algo más sofisticadas. Estamos ante una crisis de crecimiento, lógica en un proceso de construcción de una unión monetaria donde la existencia de una única política monetaria, no complementada adecuadamente por políticas fiscales y de regulación del sector financiero, va generando desequilibrios que se van acumulando hasta provocar los problemas que vemos actualmente. Ante esa tesitura, dado que la unión monetaria se diseñó sin tener en cuenta los mecanismos necesarios para que pudiera capear crisis como la actual, lo lógico parecería discutir cómo perfeccionar dicha unión para que funcionara de forma equilibrada y, como parece necesario, mejorar su gobernanza dotándola de nuevos instrumentos y reforzando la autoridad de sus instituciones.
Pero en lugar de tomar el camino de la profundización de la unión, lo que estamos viendo es la aplicación de una lógica de vencedores y vencidos en la que unos aprovechan la coyuntura para imponer a otros su modelo económico, como si todos los países tuvieran las mismas condiciones y pudieran funcionar bajo los mismos supuestos. La consecuencia de todo ello es que, en ausencia de medidas más ambiciosas, nos instalaremos en un sistema de crisis permanente. Mientras tanto, los ajustes y recortes asociados a los actuales planes de rescate agravarán la crisis que sufren algunos países en lugar de ayudarles a salir de ella. Por esa senda, el deterioro será inevitable, pues si el crecimiento y el empleo no aparecen pronto, las sociedades se rebelarán contra los ajustes y la excesiva carga de la deuda o, alternativamente, los mercados y Gobiernos acreedores se coordinarán para expulsar de la zona euro o poner en cuarentena a los países con problemas de insolvencia. De seguir así, la Unión Europea acabará siendo para muchos europeos lo que el Fondo Monetario Internacional fue para muchos países asiáticos y latinoamericanos en los años ochenta y noventa: un instrumento para la imposición de una ideología económica que carecerá de legitimidad alguna, pero al que se obedecerá en ausencia de otra alternativa. Puede incluso que funcione, pero esa Europa no será un proyecto político, económico o social, sino simplemente una agencia reguladora encargada de velar por la estabilidad macroeconómica que, con toda razón, sufrirá un grave déficit democrático y de identidad.
4. Ausente del mundo
Tan grave como la ruptura de los consensos internos es la incapacidad europea de hablar y actuar con una sola voz en el mundo del siglo veintiuno. A pesar de ser el primer bloque económico y comercial del mundo, el mayor donante de ayuda al desarrollo del mundo, e incluso, pese a los recortes, de seguir disponiendo de un muy considerable aparato militar y de seguridad, Europa sigue ejerciendo su poder de forma fragmentada y, en consecuencia, como vemos todos los días, desde las relaciones con Estados Unidos, Rusia o China hasta su actuación en la más inmediata vecindad mediterránea, de una forma sumamente inefectiva. Claro está que ni el poder de Europa es comparable al de una gran potencia ni esta quiere ejercerlo de la manera que lo hacen ellas. El problema está en que Europa no es capaz de actuar unida y ser decisiva ni siquiera en aquellas áreas geográficas más próximas, como el Mediterráneo, donde su peso es o debería ser abrumador, y que tampoco sea influyente ni efectiva en instituciones como la ONU, el G-20, el FMI donde su peso político y económico es enorme. En todas esas instituciones multilaterales, hay muchos europeos, pero poca Europa, y lo que es peor, muy pocas políticas que coincidan con sus intereses.
Transcurrido más de un año de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que nos prometió una nueva y más efectiva política exterior, la parálisis de la acción exterior europea es completa. La respuesta a las revoluciones árabes ha sido sin duda la gota que ha colmado el vaso. Durante décadas, a cambio de poner a salvo sus intereses migratorios, energéticos y de seguridad, Europa ha apoyado la perpetuación de una serie de regímenes autoritarios y corruptos, obviando de buen grado la promoción de los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos. Pero cuando, por fin, sin ningún apoyo exterior, los pueblos de la región han tomado su destino en sus manos, la respuesta de Europa ha sido lenta, tímida y rácana, mostrándose mucho más preocupados los líderes por salvaguardar sus intereses económicos y controlar los flujos migratorios que por apoyar el cambio democrático. Aquí también se ha impuesto la miopía, pues en caso de triunfar las revoluciones árabes, el dividendo económico de la democratización será tan inmenso que oscurecerá cualquier cálculo sobre los costes de la turbulencia.
Cierto que Europa ha evitado el abismo que hubiera supuesto dejar que Gadafi asaltara Bengasi. Ello hubiera hecho retroceder el reloj europeo a los tiempos de Sbrenica y provocado una crisis moral y política irreparable. Pero no nos engañemos, en la crisis libia, como en la crisis del euro, después de evitar el abismo queda absolutamente todo por hacer: además de lograr una paz que no sea una rendición fáctica que perpetúe el régimen de Gadafi, Europa debe restaurar la credibilidad de su capacidad militar, que ha quedado en entredicho, así como sus instituciones de seguridad y política exterior, que han quedado maltrechas. La frustración con esas nuevas instituciones de política exterior, en especial con el papel del presidente permanente del Consejo, Herman Van Rompuy, la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, y el nuevo Servicio de Acción Exterior Europeo (SEAE), es tan completa que las capitales europeas han comenzado a desengancharse de esas instituciones y a coordinarse y a trabajar por su cuenta. Paradójicamente, donde esperábamos una fusión de los intereses europeos y los nacionales, de Bruselas y las capitales, ahora tenemos una fractura cada vez más completa: por un lado, una política exterior europea meramente declaratoria y sin ninguna fuerza; por otro, una serie de políticas que funcionan a trompicones sobre la base de coaliciones de voluntarios y con recursos exclusivamente nacionales.
Si la primavera árabe hubiera concluido de forma rápida y feliz, las carencias de Europa hubieran terminado por ser invisibles. Pero si lo que tenemos por delante, como parece que es el caso, es un camino hacia la democracia sumamente bacheado, con victorias y derrotas parciales, idas y vueltas y bastante inestabilidad e incertidumbre, esta Europa se dividirá, será incapaz de influir y quedará abocada a la irrelevancia exterior. Con un nulo papel en Oriente Próximo, una Turquía humillada por el bloqueo de su adhesión y un Mediterráneo abandonado a su suerte, Europa dejará de ser un actor de política exterior creíble.
5. La rebelión de las élites
Durante años, el proyecto europeo ha avanzado sobre la base de un consenso implícito entre ciudadanos y élites acerca de las bondades del proceso de integración. Ese consenso se ha roto por los dos lados. Por un lado, los ciudadanos han retirado el cheque en blanco que habían concedido a las instituciones europeas para que gobernaran, a la manera del despotismo ilustrado, "para el pueblo pero sin el pueblo". Con el tiempo, el proceso de integración ha tocado las fibras más sensibles de la identidad nacional, especialmente en lo referido al Estado de bienestar y las políticas sociales. El sesgo económico, liberal y desregulador de la construcción europea ha terminado por politizar e ideologizar un proceso que antes se consideraba que debía estar en manos de expertos y burócratas. Pero de forma más sorprendente e inesperada, a esta rebelión de las masas se ha añadido lo que podríamos denominar como "la rebelión de las élites".
Alemania es quizá el ejemplo más claro de este fenómeno. Según las últimas encuestas, un 63% de los alemanes ha dejado de confiar en Europa y un 53% no ve el futuro de Alemania vinculada a ella. Pero del lado de la élite, las cosas no son muy distintas: mientras que las exportaciones a China están a punto de superar las exportaciones a Francia, el sur de Europa es visto como una rémora que lastra su crecimiento. La memoria del compromiso europeo se desvanece con el cambio generacional: solo 38 de los 662 miembros del Parlamento ocupaban sus escaños en 1989. Sin duda alguna, estamos ante una nueva Alemania. Dado su peso e importancia, cualquier cambio en Alemania tiene un profundísimo impacto sobre construcción europea. Sin embargo, como la característica clave de la nueva Alemania es la desconfianza hacia la Unión Europea, en lugar de, como hizo en el pasado, exportar su confianza a los demás, lo que está haciendo es exportar su desconfianza. Una pieza esencial del motor europeo está pues gripada, sin que exista ninguna otra alternativa para sustituirlo. Francia puede sobrevivir económicamente a la falta de fe alemana, e incluso tapar con Reino Unido los agujeros que Alemania deje en materia de política exterior, pero es evidente que Europa no avanzará sin una Alemania plenamente comprometida con la integración europea.
En ausencia de liderazgo alemán y de alternativas a este, el proceso de integración se deshilacha. Los presidentes de la Comisión, José Manuel Barroso; del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, vagan perdidos entre la bruma europea, incapaces de articular un mínimo discurso que les ponga en contacto con los europeístas que todavía creen en este proyecto. Solo el Parlamento Europeo se erige ocasionalmente en conciencia moral, levanta diques contra los excesos populistas y xenófobos e intenta hacer avanzar el proceso de integración. Sin embargo, solo unos pocos eurodiputados tienen una voz propia y están dispuestos a volverse contra sus Gobiernos y partidos nacionales cuando es necesario. En Alemania, Francia e Italia, pero también en otros muchos sitios, nos encontramos ante la generación de líderes más miope y entregada al electoralismo: entre ellos, ninguno habla por Europa ni para Europa.
EPÍLOGO: ¿Se puede romper Europa?
Cada día que pasa, la sensación de que Europa se resquebraja es más real y está más justificada. ¿Se puede romper Europa? La respuesta es evidente: sí, por supuesto que puede. Al fin y al cabo, la Unión Europea es una construcción humana, no un cuerpo celestial. Que sea necesaria y beneficiosa justifica su existencia, pero no impedirá que desaparezca. Igual que un conjunto de circunstancias favorables llevaron de forma bastante azarosa a la puesta en marcha de este gran proyecto, el encadenamiento de una serie de circunstancias adversas muy bien pudiera hacerla desaparecer, especialmente si aquellos que tienen la responsabilidad de defenderla dejan de ejercer sus responsabilidades. Muchos europeístas comprometidos son conscientes de que el peligro de que Europa se deshaga es real, y están sumamente preocupados por el rumbo de los acontecimientos. Sin embargo, al mismo tiempo, temen que alimentar el pesimismo con advertencias de este tipo pudiera acelerar el proceso de ruptura. Pero cuando día tras día vemos cómo las líneas rojas de la decencia y de los valores que Europa encarna son cruzadas por políticos chovinistas que alientan sin escrúpulos los miedos de los ciudadanos, es imposible seguir mirando hacia otro lado. Viendo la claridad de ideas y la determinación con la que los antieuropeos persiguen sus objetivos, cuesta pensar que el mero optimismo será suficiente por sí solo para salvar a Europa de los fantasmas de la cerrazón, el egoísmo, la solidaridad y la xenofobia que la acechan estos días. Sin una determinación y claridad de ideas equivalente de este lado, Europa fracasará.
Dinamarca reintroduce los controles fronterizos con la excusa de una criminalidad inexistente. Con ello, el país que fue un modelo de democracia, tolerancia y justicia social se sitúa en la avanzadilla de la rendición europea ante el miedo y la xenofobia. Grecia lleva más de un año al borde del precipicio sin que parezca que haya muchos Gobiernos que lamentaran su eventual salida de la zona euro; algunos incluso azuzan secretamente a los mercados contra Atenas. Finlandia se resiste hasta el último minuto, a la zaga de Eslovaquia, a financiar el rescate de Portugal. Francia e Italia aprovechan la crisis tunecina para, en periodo electoral, limitar la libertad de circulación dentro de la Unión Europea. Y qué decir de Alemania, que no contenta con gestionar la crisis del euro a golpe de elecciones regionales, rompe filas con Francia y Reino Unido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se desentiende de la crisis libia y revienta diez años de política de seguridad europea.
Con el futuro del euro en entredicho y el mundo árabe en erupción, los líderes europeos gobiernan a golpe de encuestas y procesos electorales, aferrándose al poder por cualquier vía, aunque para ello tengan que deshacer la Europa que tanto tiempo y sacrificios ha costado construir. Pocas veces el proyecto europeo ha estado tan en entredicho y sus vergüenzas tan públicamente expuestas. Pareciera que en esta Europa de hoy, tener un gran partido xenófobo fuera obligado. El hecho es que Europa se resquebraja. De no mediar un cambio radical, el proceso de integración podría colapsarse, dejando en el aire el futuro de Europa como entidad económica y políticamente relevante.
1. Un proyecto sin fuelle
Esta crisis no es coyuntural ni pasajera: no estamos ante una mala racha, ni somos víctimas de un pesimismo infundado. Para darnos cuenta de hasta qué punto el proyecto de integración está en peligro no hace falta más que rebobinar una década. Si lo hiciéramos, el contraste con la situación actual no podría ser más revelador. Después de lanzar el euro el 1 de enero de 1999, la Unión Europea aprobaba la Estrategia de Lisboa, que prometía convertir a la UE en la economía más dinámica, competitiva y sostenible del mundo. También se comprometía a ampliar el espacio de libertad, seguridad y justicia, llevando la integración europea a los ámbitos policiales, judiciales y de inmigración, que hasta entonces habían quedado al margen de la construcción europea. Y para culminar ese proceso y darse a sí misma una verdadera unión política que le permitiera ser un actor globalmente relevante en el mundo del siglo XXI, ponía en marcha el proceso de elaboración de la Constitución Europea.
Pero la UE no se completaba solo hacia dentro, sino también hacia fuera: lanzaba el proceso de ampliación más ambicioso de la historia, que incorporaría en su seno a 10 países de Europa Central y Oriental además de Chipre y Malta y, en un acto repleto de visión estratégica y de futuro, se comprometía a abrir negociaciones de adhesión con Turquía, tendiendo así unos puentes de máximo valor con el mundo árabe y musulmán. Al mismo tiempo, asentaba los pilares de una auténtica política exterior y de seguridad: después de años de impotencia y humillaciones en la pequeña Bosnia, franceses y británicos acordaban coordinar su defensa de forma más estrecha. Mientras, los europeos se unían, Alemania incluida, para parar en seco los intentos de Milosevic de limpiar étnicamente Kosovo y se comprometían a poner en marcha una fuerza de reacción rápida de 60.000 soldados que fuera capaz de desplegarse fuera del territorio europeo para actuar en misiones de gestión de crisis y mantenimiento de la paz. Acostumbrados hoy al ninguneo de las grandes potencias sorprende recordar cómo, por entonces, con el euro en la mano, las ampliaciones en marcha, una Constitución a la vuelta de la esquina y una política exterior y de seguridad rebosante del liderazgo provisto por Javier Solana, Europa no provocaba hastío ni indiferencia, sino admiración, e incluso, en Washington, Pekín o Moscú, indisimulados recelos.
Una década más tarde, esa brillante lista de logros y optimistas promesas se encuentra más que en entredicho: en lugar de esa Europa exitosa y abierta al mundo que nos prometimos, nos encontramos con una Europa que pese a las ampliaciones se ha empequeñecido; que a pesar del euro se ha vuelto egoísta e insolidaria y que ha dejado de creer y practicar sus valores para encerrarse en el miedo al extranjero y el temor a la pérdida de identidad. Muchos se arrepienten de haber hecho las ampliaciones y no quieren volver a oír hablar de ellas; ni se plantean cumplir las promesas de adhesión a Turquía y ni siquiera son capaces de vislumbrar la adhesión de los países de los Balcanes. Los más de veinte años transcurridos desde la caída del muro de Berlín suponen un margen de tiempo más que razonable para que Europa se hubiera completado, hacia dentro y hacia fuera. Pero la realidad es bien distinta: tras las ampliaciones, hablamos de fatiga de ampliación; tras el fallido proceso constitucional, de fatiga de integración política; tras la crisis del euro, de fatiga económica y financiera. Tras diez años de reformas institucionales y de introspección institucional, el Tratado de Lisboa, que iba a salvar a Europa de la parálisis e introducirla en el siglo veintiuno, es un perfecto desconocido y sus logros, invisibles.
2. Crisis de valores y miopía política
La gravedad de la actual crisis europea se origina en la confluencia de varias fuerzas centrífugas: el auge de la xenofobia, la crisis del euro, el déficit de la política exterior y la ausencia de liderazgo. Sus temáticas son paralelas, pero se entrecruzan peligrosamente bajo un mismo denominador común: la ausencia de una visión a largo plazo. La consecuencia de ello es que cada diferencia entre los socios, sea del carácter que sea, se convierte en un juego de suma cero, en una feroz pelea donde todo vale con tal de obtener una victoria con la que presumir una vez de vuelta en la capital nacional, por pequeña y dañina para el proyecto común que sea.
Hace ahora casi tres años que el humo de los campamentos gitanos que ardieron en Italia nos puso sobre aviso de lo que se avecinaba. Desde entonces, elección tras elección, los xenófobos han ido ganando fuerza en nuevos países (Suecia, Finlandia, Reino Unido, Hungría) y consolidándose en los sitios donde ya contaban con una presencia significativa (Italia, Francia, Países Bajos, Dinamarca). Como un cáncer, han capturado el discurso y la agenda política en todos los Estados, endureciendo los controles fronterizos, imponiendo restricciones a la inmigración, dificultando la reunificación familiar y restringiendo el acceso a los servicios sociales, sanitarios y educativos. Lo que es peor, como en el caso de Thilo Sarrazin en Alemania, algunos ya han cruzado la línea de la xenofobia para adentrarse plenamente en un discurso racista sobre la inferioridad de la inteligencia de los musulmanes, algo que recuerda peligrosamente a la caracterización que los nazis hicieron de judíos, negros y eslavos como "untermenschen" (seres humanos inferiores). El resultado es que, hoy en día, en medio de la crisis económica, los valores de tolerancia y apertura, que constituyen el patrimonio más importante del que disponemos, están en cuestión o se baten en retirada.
Toda esta aversión al extranjero sorprende en una Europa cuyos problemas en absoluto pueden ser atribuidos a los inmigrantes. Más bien al contrario, de no mediar un cambio en las tendencias demográficas, además del suicido moral que suponen las actitudes hacia la inmigración dominantes hoy en día en casi toda Europa, los europeos se dirigen hacia el suicidio económico, pues con las actuales tasas de natalidad su población en edad de trabajar será cada vez menor y tendrán que hacer frente a mayores gastos sociales para sostener a una población dependiente y envejecida. Europa debería mirarse en el espejo estadounidense, capaz de integrar a inmigrantes de todas partes del mundo y conseguir que contribuyan al bienestar común a la vez que al propio, pero en lugar de eso prefiere crear un falso problema y, en torno a él, construir soluciones que no harán sino acelerar su declive.
A mucha gente de bien, las bufonadas y simplezas mentales de los racistas y xenófobos les impide tomárselos en serio. Sin embargo, su capacidad de condicionar a los partidos tradicionales es más que notable y va en aumento. Cada vez que uno de ellos captura el Gobierno de algún Estado miembro, su agenda deslegitimadora, racista y antieuropea impacta de lleno en las instituciones europeas y se las lleva por delante. Para impedirlo, al igual que se quiere sancionar a los que incumplan los criterios de déficit, el resto de Gobiernos debería atreverse a recurrir a los Tratados y sancionar a los xenófobos y a los autoritarios. Pero desgraciadamente, la tibia respuesta de las instituciones y Gobiernos europeos ante la expulsión de gitanos rumanos en Francia, frente a los excesos con la libertad de prensa de la Constitución húngara o en relación con el acoso a los inmigrantes irregulares en Italia anticipan cuán poco debemos esperar de ellos cuando se trata de enfrentarse a otros Gobiernos.
3. El fin de la solidaridad
Se dice que la crisis económica es la culpable, pero no es del todo cierto. El principal riesgo de ruptura del proyecto europeo no proviene de la crisis en sí misma: al fin y al cabo, Europa ya ha estado en crisis en otras ocasiones y ha salido reforzada de ellas. Ante la crisis de los años ochenta, presionados por la pujanza tecnológica de Estados Unidos y Japón, los Gobiernos europeos decidieron dar un salto cualitativo en la integración. Entonces, los líderes europeos visualizaron de forma clara lo que entonces se denominó "el coste de la no-Europa", es decir, la riqueza y bienestar que se podría crear eliminando el conjunto de trabas que ralentizaban el crecimiento económico.
Hoy, con todo lo serios y difíciles de solucionar que son los desafíos que penden sobre la economía europea (especialmente en cuanto al envejecimiento de la población y la pérdida de competitividad), existe un amplio consenso sobre cómo superar dichos problemas. La cuestión debe entonces buscarse en otro sitio: en la existencia de lecturas irreconciliables sobre cómo entramos en la crisis del euro y, en consecuencia, cómo saldremos de ella. Para unos, liderados por Alemania, estamos ante una crisis que se origina en la irresponsabilidad fiscal de algunos Estados. Ello supone que para salir de la crisis, dichos Estados simplemente tienen que cumplir las reglas de austeridad que estaban en vigor y que ahora han sido reforzadas. Todo ello se acompaña de un sermoneo moralizante y condescendiente, como si el déficit o el superávit de un país reflejara la superioridad o inferioridad moral de todo un colectivo humano. Muchos desean una Europa a dos velocidades, pero no basada en el mérito, sino en los estereotipos culturales y religiosos: en la primera clase, los virtuosos ahorradores de religión protestante; en la segunda, católicos gastosos de los cuales uno no se puede fiar y a los que hay que mantener a raya o, incluso, si es necesario, poner de patitas en la calle.
Esa narrativa de la crisis, que va camino de acabar con Europa, debe ser contestada. Que países tan diferentes como la pobre Grecia y la rica Irlanda, la primera campeona del dirigismo corporativista y la segunda del neoliberalismo y la desregulación, se encuentren en situaciones parecidas obliga a explicaciones algo más sofisticadas. Estamos ante una crisis de crecimiento, lógica en un proceso de construcción de una unión monetaria donde la existencia de una única política monetaria, no complementada adecuadamente por políticas fiscales y de regulación del sector financiero, va generando desequilibrios que se van acumulando hasta provocar los problemas que vemos actualmente. Ante esa tesitura, dado que la unión monetaria se diseñó sin tener en cuenta los mecanismos necesarios para que pudiera capear crisis como la actual, lo lógico parecería discutir cómo perfeccionar dicha unión para que funcionara de forma equilibrada y, como parece necesario, mejorar su gobernanza dotándola de nuevos instrumentos y reforzando la autoridad de sus instituciones.
Pero en lugar de tomar el camino de la profundización de la unión, lo que estamos viendo es la aplicación de una lógica de vencedores y vencidos en la que unos aprovechan la coyuntura para imponer a otros su modelo económico, como si todos los países tuvieran las mismas condiciones y pudieran funcionar bajo los mismos supuestos. La consecuencia de todo ello es que, en ausencia de medidas más ambiciosas, nos instalaremos en un sistema de crisis permanente. Mientras tanto, los ajustes y recortes asociados a los actuales planes de rescate agravarán la crisis que sufren algunos países en lugar de ayudarles a salir de ella. Por esa senda, el deterioro será inevitable, pues si el crecimiento y el empleo no aparecen pronto, las sociedades se rebelarán contra los ajustes y la excesiva carga de la deuda o, alternativamente, los mercados y Gobiernos acreedores se coordinarán para expulsar de la zona euro o poner en cuarentena a los países con problemas de insolvencia. De seguir así, la Unión Europea acabará siendo para muchos europeos lo que el Fondo Monetario Internacional fue para muchos países asiáticos y latinoamericanos en los años ochenta y noventa: un instrumento para la imposición de una ideología económica que carecerá de legitimidad alguna, pero al que se obedecerá en ausencia de otra alternativa. Puede incluso que funcione, pero esa Europa no será un proyecto político, económico o social, sino simplemente una agencia reguladora encargada de velar por la estabilidad macroeconómica que, con toda razón, sufrirá un grave déficit democrático y de identidad.
4. Ausente del mundo
Tan grave como la ruptura de los consensos internos es la incapacidad europea de hablar y actuar con una sola voz en el mundo del siglo veintiuno. A pesar de ser el primer bloque económico y comercial del mundo, el mayor donante de ayuda al desarrollo del mundo, e incluso, pese a los recortes, de seguir disponiendo de un muy considerable aparato militar y de seguridad, Europa sigue ejerciendo su poder de forma fragmentada y, en consecuencia, como vemos todos los días, desde las relaciones con Estados Unidos, Rusia o China hasta su actuación en la más inmediata vecindad mediterránea, de una forma sumamente inefectiva. Claro está que ni el poder de Europa es comparable al de una gran potencia ni esta quiere ejercerlo de la manera que lo hacen ellas. El problema está en que Europa no es capaz de actuar unida y ser decisiva ni siquiera en aquellas áreas geográficas más próximas, como el Mediterráneo, donde su peso es o debería ser abrumador, y que tampoco sea influyente ni efectiva en instituciones como la ONU, el G-20, el FMI donde su peso político y económico es enorme. En todas esas instituciones multilaterales, hay muchos europeos, pero poca Europa, y lo que es peor, muy pocas políticas que coincidan con sus intereses.
Transcurrido más de un año de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, que nos prometió una nueva y más efectiva política exterior, la parálisis de la acción exterior europea es completa. La respuesta a las revoluciones árabes ha sido sin duda la gota que ha colmado el vaso. Durante décadas, a cambio de poner a salvo sus intereses migratorios, energéticos y de seguridad, Europa ha apoyado la perpetuación de una serie de regímenes autoritarios y corruptos, obviando de buen grado la promoción de los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos. Pero cuando, por fin, sin ningún apoyo exterior, los pueblos de la región han tomado su destino en sus manos, la respuesta de Europa ha sido lenta, tímida y rácana, mostrándose mucho más preocupados los líderes por salvaguardar sus intereses económicos y controlar los flujos migratorios que por apoyar el cambio democrático. Aquí también se ha impuesto la miopía, pues en caso de triunfar las revoluciones árabes, el dividendo económico de la democratización será tan inmenso que oscurecerá cualquier cálculo sobre los costes de la turbulencia.
Cierto que Europa ha evitado el abismo que hubiera supuesto dejar que Gadafi asaltara Bengasi. Ello hubiera hecho retroceder el reloj europeo a los tiempos de Sbrenica y provocado una crisis moral y política irreparable. Pero no nos engañemos, en la crisis libia, como en la crisis del euro, después de evitar el abismo queda absolutamente todo por hacer: además de lograr una paz que no sea una rendición fáctica que perpetúe el régimen de Gadafi, Europa debe restaurar la credibilidad de su capacidad militar, que ha quedado en entredicho, así como sus instituciones de seguridad y política exterior, que han quedado maltrechas. La frustración con esas nuevas instituciones de política exterior, en especial con el papel del presidente permanente del Consejo, Herman Van Rompuy, la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, y el nuevo Servicio de Acción Exterior Europeo (SEAE), es tan completa que las capitales europeas han comenzado a desengancharse de esas instituciones y a coordinarse y a trabajar por su cuenta. Paradójicamente, donde esperábamos una fusión de los intereses europeos y los nacionales, de Bruselas y las capitales, ahora tenemos una fractura cada vez más completa: por un lado, una política exterior europea meramente declaratoria y sin ninguna fuerza; por otro, una serie de políticas que funcionan a trompicones sobre la base de coaliciones de voluntarios y con recursos exclusivamente nacionales.
Si la primavera árabe hubiera concluido de forma rápida y feliz, las carencias de Europa hubieran terminado por ser invisibles. Pero si lo que tenemos por delante, como parece que es el caso, es un camino hacia la democracia sumamente bacheado, con victorias y derrotas parciales, idas y vueltas y bastante inestabilidad e incertidumbre, esta Europa se dividirá, será incapaz de influir y quedará abocada a la irrelevancia exterior. Con un nulo papel en Oriente Próximo, una Turquía humillada por el bloqueo de su adhesión y un Mediterráneo abandonado a su suerte, Europa dejará de ser un actor de política exterior creíble.
5. La rebelión de las élites
Durante años, el proyecto europeo ha avanzado sobre la base de un consenso implícito entre ciudadanos y élites acerca de las bondades del proceso de integración. Ese consenso se ha roto por los dos lados. Por un lado, los ciudadanos han retirado el cheque en blanco que habían concedido a las instituciones europeas para que gobernaran, a la manera del despotismo ilustrado, "para el pueblo pero sin el pueblo". Con el tiempo, el proceso de integración ha tocado las fibras más sensibles de la identidad nacional, especialmente en lo referido al Estado de bienestar y las políticas sociales. El sesgo económico, liberal y desregulador de la construcción europea ha terminado por politizar e ideologizar un proceso que antes se consideraba que debía estar en manos de expertos y burócratas. Pero de forma más sorprendente e inesperada, a esta rebelión de las masas se ha añadido lo que podríamos denominar como "la rebelión de las élites".
Alemania es quizá el ejemplo más claro de este fenómeno. Según las últimas encuestas, un 63% de los alemanes ha dejado de confiar en Europa y un 53% no ve el futuro de Alemania vinculada a ella. Pero del lado de la élite, las cosas no son muy distintas: mientras que las exportaciones a China están a punto de superar las exportaciones a Francia, el sur de Europa es visto como una rémora que lastra su crecimiento. La memoria del compromiso europeo se desvanece con el cambio generacional: solo 38 de los 662 miembros del Parlamento ocupaban sus escaños en 1989. Sin duda alguna, estamos ante una nueva Alemania. Dado su peso e importancia, cualquier cambio en Alemania tiene un profundísimo impacto sobre construcción europea. Sin embargo, como la característica clave de la nueva Alemania es la desconfianza hacia la Unión Europea, en lugar de, como hizo en el pasado, exportar su confianza a los demás, lo que está haciendo es exportar su desconfianza. Una pieza esencial del motor europeo está pues gripada, sin que exista ninguna otra alternativa para sustituirlo. Francia puede sobrevivir económicamente a la falta de fe alemana, e incluso tapar con Reino Unido los agujeros que Alemania deje en materia de política exterior, pero es evidente que Europa no avanzará sin una Alemania plenamente comprometida con la integración europea.
En ausencia de liderazgo alemán y de alternativas a este, el proceso de integración se deshilacha. Los presidentes de la Comisión, José Manuel Barroso; del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, vagan perdidos entre la bruma europea, incapaces de articular un mínimo discurso que les ponga en contacto con los europeístas que todavía creen en este proyecto. Solo el Parlamento Europeo se erige ocasionalmente en conciencia moral, levanta diques contra los excesos populistas y xenófobos e intenta hacer avanzar el proceso de integración. Sin embargo, solo unos pocos eurodiputados tienen una voz propia y están dispuestos a volverse contra sus Gobiernos y partidos nacionales cuando es necesario. En Alemania, Francia e Italia, pero también en otros muchos sitios, nos encontramos ante la generación de líderes más miope y entregada al electoralismo: entre ellos, ninguno habla por Europa ni para Europa.
EPÍLOGO: ¿Se puede romper Europa?
Cada día que pasa, la sensación de que Europa se resquebraja es más real y está más justificada. ¿Se puede romper Europa? La respuesta es evidente: sí, por supuesto que puede. Al fin y al cabo, la Unión Europea es una construcción humana, no un cuerpo celestial. Que sea necesaria y beneficiosa justifica su existencia, pero no impedirá que desaparezca. Igual que un conjunto de circunstancias favorables llevaron de forma bastante azarosa a la puesta en marcha de este gran proyecto, el encadenamiento de una serie de circunstancias adversas muy bien pudiera hacerla desaparecer, especialmente si aquellos que tienen la responsabilidad de defenderla dejan de ejercer sus responsabilidades. Muchos europeístas comprometidos son conscientes de que el peligro de que Europa se deshaga es real, y están sumamente preocupados por el rumbo de los acontecimientos. Sin embargo, al mismo tiempo, temen que alimentar el pesimismo con advertencias de este tipo pudiera acelerar el proceso de ruptura. Pero cuando día tras día vemos cómo las líneas rojas de la decencia y de los valores que Europa encarna son cruzadas por políticos chovinistas que alientan sin escrúpulos los miedos de los ciudadanos, es imposible seguir mirando hacia otro lado. Viendo la claridad de ideas y la determinación con la que los antieuropeos persiguen sus objetivos, cuesta pensar que el mero optimismo será suficiente por sí solo para salvar a Europa de los fantasmas de la cerrazón, el egoísmo, la solidaridad y la xenofobia que la acechan estos días. Sin una determinación y claridad de ideas equivalente de este lado, Europa fracasará.
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