La gran regresión
Bajo la apariencia plana que transmite la figura de Mariano Rajoy, el actual Gobierno es uno de los más ideológicos que ha conocido España
Los equilibrios de una sociedad en cuanto a niveles de desigualdad y distribución del poder han sido siempre fruto de una ética compartida más que de los factores materiales. Sin duda, las condiciones económicas y tecnológicas cuentan. La ética es función de factores culturales e ideológicos que tienen mucho que ver con ellas y deriva de las hegemonías sociales de cada momento. Pero el determinismo económico es siempre una coartada para justificar intereses y posiciones concretas. Bajo la apariencia plana que transmite la figura de Mariano Rajoy, el actual Gobierno es uno de los más ideológicos que ha conocido España. Vestido con un cierto desdén, escondido detrás de la incapacidad para construir un relato que movilice a la ciudadanía, el presidente está liderando un movimiento reformista que en vez de favorecer la redistribución del poder lo cierra y lo concentra, regresando en muchas cosas a niveles preconstitucionales. Lo que José María Aznar y Esperanza Aguirre proclaman a gritos, Rajoy lo hace a la chita callando, sin ni siquiera recurrir al populismo para encandilar a la ciudadanía.
He aquí algunos ítems de la gran regresión en curso. Elitismo: una acción legislativa orientada a reforzar los privilegios de los que más tienen y de los grupos de presión e influencia más tradicionales. Con la coartada del discurso de la meritocracia (todavía nadie me ha contado dónde está el mérito) se somete a los que menos tienen a pasar la prueba de la excelencia que nadie exige a los que tienen más. La filosofía de la ley Wert, expresada por el ministro en una frase inmortal, “los que no tengan un 6,5 mejor que dejen los estudios”, es una síntesis insuperable de la arrogancia de estos neoliberales que juran por la libertad, pero son insoportablemente intervencionistas. Desprecian al Estado, pero pretenden utilizarlo para moldear a la gente a su medida. ¿Dónde se ha visto un Gobierno decidiendo quién tiene que estudiar y quién no?
Si la ley Wert es símbolo de este aristocratismo rancio, la privatización masiva de servicios básicos de la que es beneficiaria el área de cercanías del partido, como se ha visto en Madrid, forma parte de la cultura de casta que está corrompiendo a la democracia española. Es el pasteleo entre unas élites que se olvidaron de que el país está repleto de ciudadanos: solo ven eventuales consumidores y productores. La ciudadanía asiste a la gran cabalgata de los Gürtel, Bárcenas y compañía, y se le invita a perder toda esperanza, porque el Gobierno hace todo lo posible para que estos casos mueran en las salas de los pasos perdidos de la justicia, utilizando todos los resortes del Estado en beneficio propio. La obligación de un Gobierno es esclarecer los hechos de corrupción que le afectan y no buscar formalismos legales para parar el golpe. La ciudadanía tiene derecho a saber qué pasó. En esta cultura de la irresponsabilidad, nadie nunca encuentra motivos para dimitir. Y se dan casos escandalosos de mal funcionamiento, como el informe sobre las falsas propiedades de la Infanta, sin que nadie se dé por aludido. Donde reina la impunidad, reina la sospecha.
¿A quién puede sorprender que la reforma de la justica busque mayor control del Ejecutivo sobre el poder judicial? Y que la renovación del Constitucional se haga con criterios descaradamente políticos colocando a algunas personas sin otro mérito que su hoja de servicios al partido. La politización de la justicia es letal para la democracia. Y el PP la viene practicando por partido doble: forzando al Constitucional e incluso al Supremo a tomar decisiones que solo deberían concernir a la política. Y marcando la composición de ambas instancias.
Evidentemente, ahí está la Iglesia católica, como cada vez que este país da un paso atrás, asomando para exigir que los niños hagan clase de religión y pretendiendo decidir por los ciudadanos en materias como el aborto o el matrimonio homosexual. Y el Gobierno dándole cancha. Así son nuestros liberales, aún no han llegado a la cultura laica.
En fin, la reforma de la Administración pública es una fuga hacia adelante para rehuir un tema político mayor: la crisis del Estado de las autonomías. Es un ejercicio de ficción que busca la recentralización al tiempo que pretende cargar sobre las comunidades el estigma del despilfarro. Otra contribución al choque de trenes entre Cataluña y España.
Elitismo, desigualdad, impunidad, irresponsabilidad, politización de la justicia, privatizaciones marcadas, retorno de los obispos, recentralización, estos son los hitos del programa reformista del PP. No es una reforma, es una gran regresión. Aviso a la oposición: hay consensos que matan.
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