Creía Tomás de Aquino que el sexo no está en el alma, que era algo así como un accidente que sobrevenía en un estado avanzado de la gestación. Convenía, libros sagrados en mano, crear dos sexos porque hubo una combinatoria ejemplar en la generación de los humanos. Algo así: Adán, el primer hombre, fue concebido sin varón ni mujer; Eva nació del varón sin concurso de mujer; Cristo, de una mujer sin concurso de varón, y el resto, ya se sabe: todos con padre y madre. ¡Familias!
Mejor dicho, sexo. En la antigüedad, el sexo era una cuestión sin complicaciones, y la mujer aparece en los primeros libros sagrados con toda brillantez y simpatía. Algún desliz debió producirse, y el sexo y la mujer empiezan de pronto a producir miedo, o desprecio, en algunos pánico (atormentado Agustín, el de Hipona). ¿De quién la culpa? Este libro de la historiadora Maria Àngels Filella, de título sólo en apariencia frívolo, ofrece muy sabias, atinadas y documentadas respuestas, aunque le pese mucho a la Iglesia romana.
El eje sobre el que se mueve es sencillo: poner al alcance del lector corriente (quién no lo es) el sentido profundo de dos o tres tonterías de libro. Primero: el Paraíso terrenal, que aún se empeñan muchos en ver al pie de la letra, tal como fue descrito en tiempos del rey Salomón (ni que decir tiene que semejante lectura -Eva, curiosa, tentadora y desobediente; Adán, pobre víctima, y los dos, arrojados por culpa de Eva fuera de un paraíso colmado, adonde hay rechinar de dientes, dolor, incluso muerte- sigue causando graves perjuicios a las mujeres). Segundo: el Pecado: el hombre, un ser empecatado por culpa de Eva: y ya se sabe lo repugnante que es el pecado según los eclesiásticos. Filella i Castells desmonta con rigor y gracia esos mitos, describe la impronta que han dejado, y se acerca con severidad al presente eclesiástico, documentando debates como el del celibato con ejemplos atronadores (el caso del valeroso obispo Jerónimo Podestá y su viuda Clelia, por ejemplo).
Mujeres católicas, la mayoría aplastada
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