EXPO ZARAGOZA 2008. Somos agua. LUIS MIGUEL ARIZA. EL PAIS SEMANAL - 08-06-2008
La franja de Gaza es uno de los lugares más densamente poblados del mundo. Más de un millón y medio de palestinos conviven en un pasillo de tierra árida que tiene apenas 40 kilómetros de largo y entre 6 y 12 de ancho. El agua vital de la que dependen desde tiempos bíblicos corre debajo de sus pies gracias a un acuífero subterráneo que se extiende unos 120 kilómetros a lo largo de la costa mediterránea. Gaza es una zona en permanente conflicto, pero hay quizá un aspecto más desconocido de la vida de los palestinos. “En términos de contaminación de agua, su situación es probablemente de las peores del mundo”, explica a El País Semanal Andy Vengosh, profesor asociado de la División de Ciencias de la Tierra y el Océano de la Universidad norteamericana de Duke, en Durham (Carolina del Norte). Vengosh ha diagnosticado sobre el terreno la salud de las aguas subterráneas en esa franja, y, aparte de algunos pozos contaminados por nitratos o residuos, ha llegado a la conclusión de que la mayoría escupen agua cada vez más salada. Los más viejos del lugar recuerdan tiempos en los que el agua sabía mucho más dulce. En un trabajo publicado en la revista Ground Water, Vengosh concluye que menos del 10% de las aguas subterráneas que se beben en Gaza son aptas para la salud para una población en la que más de la mitad son menores de 15 años.
En Gaza, como en Israel y todo Oriente Próximo, llueve poco; más gente significa más agua. A la larga, los recursos subterráneos se ven condenados a la sobreexplotación. Los palestinos extraen cada año 150 millones de metros cúbicos de estos pozos insalubres, una cantidad que es 10 veces mayor que la que bombean los israelíes de la parte más suroriental del acuífero. Lo cierto es que la hidrogeología le ha jugado además una mala pasada a Gaza. La conclusión a la que ha llegado Vengosh es que la salinidad de los pozos no se debe a las intrusiones del Mediterráneo, sino que se produce debido a un flujo de aguas saladas subterráneas que fluyen fundamentalmente desde Israel hasta la costa. “El origen es natural”, asegura este experto. “No se debe a contaminación humana hecha en Israel ni a ninguna otra actividad. Lo que propusimos en este estudio fue la creación de una línea de pozos que bombeasen esta agua salina para enviarla a una planta desaladora, de forma que se pudiera revertir este proceso y hacer que llegue más purificada a la franja de Gaza”.
Una planta así, funcionando en el borde entre Israel y los territorios palestinos y gestionada por ambos, podría cambiar totalmente la vida diaria de los palestinos, que disfrutarían de un agua de una calidad sin precedentes. “Algunos creen que el agua puede ser una causa para los conflictos, ya que, al ser escasa, se organizan guerras en torno a sus recursos”, dice Vengosh. “Otros pensamos que el agua puede servir como un instrumento para establecer la cooperación”.
Los conflictos por el agua no son nada nuevo, nos recuerda Michael Coe, profesor del Instituto Oceanográfico Woods Hole, en Massachusetts (EE UU): basta recordar la disputa entre Turquía y sus vecinos Irak y Siria por la presa turca de Ataturk para controlar el flujo del Éufrates, o “las amenazas de Egipto sobre los planes de Sudán de construir una presa en el Nilo para regadíos, lo que reduciría de forma significativa el flujo de agua a Egipto”. Ahí están también las conversaciones por la paz que iniciaron el mes pasado Israel y Siria, y que se centran en los altos del Golán y en el acceso al agua. Gaza no es más que un exponente –dramático– de una crisis mundial. Las cifras dan pinceladas temibles: más de 1.200 millones de personas no tienen acceso a agua potable, y unos 2.400 millones sufren enfermedades al beber agua insalubre. En la próxima media hora morirán 180 niños en países en desarrollo precisamente por culpa del agua contaminada.
La comida y el agua son otro asunto grave. El 10% de todos los alimentos en el mundo, el ganado y las cosechas, se consigue extrayendo aguas subterráneas de acuíferos que se están agotando a un ritmo más rápido del que se pueden recuperar. El regadío en agricultura consume el 75% del agua en el mundo y proporciona el 40% de los alimentos, explica Coe. Pero en el norte de China, India, el norte de África, Asia central, la parte central de Estados Unidos, el norte de México y Australia, los niveles freáticos bajan entre uno y dos metros cada año. “En ciertas partes de India central pueden quedarse sin agua subterránea en la próxima década o en la siguiente. Es un caso crítico”, dice Coe. En las escuelas se nos ha enseñado que el agua de nuestro planeta se renueva, y algunos cálculos sugieren que cada año los océanos evaporan la inconcebible cantidad de 495.000 kilómetros cúbicos a la atmósfera; pero prácticamente nada se pierde en el espacio, y esa agua retorna para incorporarse a un circuito sin fin: el siguiente vaso de agua puede en teoría contener moléculas de agua que en su día fueron bebidas por Napoleón.
Los mares cubren las dos terceras partes de la superficie planetaria –un 97% del agua es salada–, y el resto es agua dulce, contenida en los casquetes polares, las aguas subterráneas, los ríos y los lagos. El problema es que los seres humanos tenemos ac-ceso a menos de un 1% de toda el agua dulce existente. Según el Consejo Mundial del Agua, en el siglo pasado, la humanidad se triplicó, pero el uso de aguas renovables se ha multiplicado por seis. Stephen Carpenter, profesor de Zoología de la Universidad de Wisconsin, en Madison, y presidente de la Sociedad Ecológica de América, lo explica así: “Ahora hay muchas más personas que nunca y, además, la media de consumo por cada individuo nunca ha sido tan alta”. Si añadimos que ahora no hay más agua disponible que en el pasado, y que la contaminación está arruinando muchos recursos hídricos y reservas de agua dulce que antes sí estaban disponibles, la conclusión es evidente. “Lo que estamos experimentando es una escasez mundial sin precedentes”.
La tecnología de tratamiento de aguas en los países desarrollados permite paliar en parte el problema, haciendo potables aguas contaminadas o desalando el agua marina. Ocurre en Europa, en Estados Unidos y en los países más prósperos de Oriente Próximo, que pueden dedicar los recursos financieros derivados del petróleo a este fin. “El problema es más acuciante en los países pobres, ya que no disponen de esta tecnología para producir agua potable. Hay un buen número de organizaciones que trabajan en estos países para desarrollar procedimientos de potabilización de bajo coste, pero la situación es complicada”, asegura Kenneth Reckhow, profesor de Recursos Hídricos de la Universidad de Duke.
En España, el estrés por falta de agua afecta sobre todo al sur de la Península, Levante y la costa catalana. Los números dicen que España es un país lluvioso en comparación con otros, lo que resulta a priori chocante. “La media de lluvias en España es de las más altas, de unos 660 litros por metro cuadrado”, dice Fermín Villarroya, profesor de Hidrogeología de la Universidad Complutense de Madrid. “Lo que ocurre es que es una media engañosa, que resulta de dividir los muchos litros que caen en la cornisa cantábrica y los pocos que llegan al sureste”. Esta desigualdad pluviométrica podría explicar la costumbre histórica del Estado español de trasvasar aguas de un lugar a otro. La radiografía hidrológica presenta a España como el tercer país en el mundo en número de embalses (unos 1.300), un devorador anual de alrededor de 30.000 hectómetros cúbicos de agua dulce –no necesariamente potable– y cuya agricultura se lleva el 85% de los recursos.
La gran asignatura pendiente, asegura Villarroya, es la gestión de las aguas subterráneas, que riegan un tercio de los cultivos españoles. No hay un control suficiente sobre los pozos; hay casos evidentes de sobreexplotación, como el del acuífero 23 de La Mancha, que ha puesto al borde del abismo el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. Además, en España, el agua sigue resultando barata. “En la actualidad, es más rentable bombear un metro cúbico de agua subterránea a la superficie que comprar un metro cúbico a una planta desaladora”. La Directiva Europea del Agua del año 2000 establece que, a partir de 2010, los españoles tendremos que empezar a pagar el precio real del agua que usamos y bebemos –actualmente es de un euro por mil litros–, lo que supondrá probablemente duplicar o triplicarlo en el futuro. Ahora, el precio mínimo del agua está subvencionado por la mayoría de los ayuntamientos. Villarroya cree que un agua más cara, junto con medidas de reutilización y fomento del ahorro, nos conducirá hacia el uso sostenible.
Y hoy ese camino pasa, cómo no, por Zaragoza, que atraerá la atención del mundo gracias a la Exposición Internacional Agua y Desarrollo Sostenible, a partir del próximo 14 de junio. Durante 93 días, sus organizadores pretenden mantener lo que anuncian como “la mayor fiesta del agua del mundo”: una reunión internacional de artistas, científicos e intelectuales que debatirán en torno a este elemento y que irá acompañada de 4.500 espectáculos, entre los cuales, los visitantes podrán experimentar la fuerza de las aguas extremas en la simulación de un tsunami. La exposición va a ser un termómetro para comprobar cuál es la sensibilidad real de los españoles respecto al agua. Su director, el mexicano Eduardo Mestre, rebosa optimismo. Señala que estamos lejos de gestionar el agua como en Finlandia o Canadá, países que tienen más recursos hídricos (los canadienses tienen un sentido más estricto del ahorro a pesar de que disponen de 60.000 metros cúbicos al año por habitante, veinte veces más que por cada español). Sin embargo, “el español no es un derrochador”, asegura este experto, que ha participado en proyectos de gestión del agua en Nepal, Sri Lanka, Costa de Marfil y varios países de Suramérica. Incluso no salimos mal comparados con California, cuna del movimiento conservacionista en el mundo. “Un habitante de Madrid emplea al día 125 litros; un californiano llega a los 450”.
El agua no sólo es el elemento esencial sobre el que se vertebró la vida en nuestro planeta. Representa un factor emocional, significa comercio y también es cultura, ha sido origen de conflictos y también de alianzas. Mestre prefiere inclinarse hacia el lado más positivo. “El agua une a los pueblos”, asegura. La reflexión histórica está llena de ejemplos como el que nos muestra Ángel Poveda, profesor de Historia Económica de la Universidad de Alicante, siglos atrás: “En Al Ándalus, a través del califato, el agua fue un elemento vertebrador y de progreso tecnológico. Sirvió para convertir a España en un vergel”.
* Fotos de Expo Zaragoza 2008
La franja de Gaza es uno de los lugares más densamente poblados del mundo. Más de un millón y medio de palestinos conviven en un pasillo de tierra árida que tiene apenas 40 kilómetros de largo y entre 6 y 12 de ancho. El agua vital de la que dependen desde tiempos bíblicos corre debajo de sus pies gracias a un acuífero subterráneo que se extiende unos 120 kilómetros a lo largo de la costa mediterránea. Gaza es una zona en permanente conflicto, pero hay quizá un aspecto más desconocido de la vida de los palestinos. “En términos de contaminación de agua, su situación es probablemente de las peores del mundo”, explica a El País Semanal Andy Vengosh, profesor asociado de la División de Ciencias de la Tierra y el Océano de la Universidad norteamericana de Duke, en Durham (Carolina del Norte). Vengosh ha diagnosticado sobre el terreno la salud de las aguas subterráneas en esa franja, y, aparte de algunos pozos contaminados por nitratos o residuos, ha llegado a la conclusión de que la mayoría escupen agua cada vez más salada. Los más viejos del lugar recuerdan tiempos en los que el agua sabía mucho más dulce. En un trabajo publicado en la revista Ground Water, Vengosh concluye que menos del 10% de las aguas subterráneas que se beben en Gaza son aptas para la salud para una población en la que más de la mitad son menores de 15 años.
En Gaza, como en Israel y todo Oriente Próximo, llueve poco; más gente significa más agua. A la larga, los recursos subterráneos se ven condenados a la sobreexplotación. Los palestinos extraen cada año 150 millones de metros cúbicos de estos pozos insalubres, una cantidad que es 10 veces mayor que la que bombean los israelíes de la parte más suroriental del acuífero. Lo cierto es que la hidrogeología le ha jugado además una mala pasada a Gaza. La conclusión a la que ha llegado Vengosh es que la salinidad de los pozos no se debe a las intrusiones del Mediterráneo, sino que se produce debido a un flujo de aguas saladas subterráneas que fluyen fundamentalmente desde Israel hasta la costa. “El origen es natural”, asegura este experto. “No se debe a contaminación humana hecha en Israel ni a ninguna otra actividad. Lo que propusimos en este estudio fue la creación de una línea de pozos que bombeasen esta agua salina para enviarla a una planta desaladora, de forma que se pudiera revertir este proceso y hacer que llegue más purificada a la franja de Gaza”.
Una planta así, funcionando en el borde entre Israel y los territorios palestinos y gestionada por ambos, podría cambiar totalmente la vida diaria de los palestinos, que disfrutarían de un agua de una calidad sin precedentes. “Algunos creen que el agua puede ser una causa para los conflictos, ya que, al ser escasa, se organizan guerras en torno a sus recursos”, dice Vengosh. “Otros pensamos que el agua puede servir como un instrumento para establecer la cooperación”.
Los conflictos por el agua no son nada nuevo, nos recuerda Michael Coe, profesor del Instituto Oceanográfico Woods Hole, en Massachusetts (EE UU): basta recordar la disputa entre Turquía y sus vecinos Irak y Siria por la presa turca de Ataturk para controlar el flujo del Éufrates, o “las amenazas de Egipto sobre los planes de Sudán de construir una presa en el Nilo para regadíos, lo que reduciría de forma significativa el flujo de agua a Egipto”. Ahí están también las conversaciones por la paz que iniciaron el mes pasado Israel y Siria, y que se centran en los altos del Golán y en el acceso al agua. Gaza no es más que un exponente –dramático– de una crisis mundial. Las cifras dan pinceladas temibles: más de 1.200 millones de personas no tienen acceso a agua potable, y unos 2.400 millones sufren enfermedades al beber agua insalubre. En la próxima media hora morirán 180 niños en países en desarrollo precisamente por culpa del agua contaminada.
La comida y el agua son otro asunto grave. El 10% de todos los alimentos en el mundo, el ganado y las cosechas, se consigue extrayendo aguas subterráneas de acuíferos que se están agotando a un ritmo más rápido del que se pueden recuperar. El regadío en agricultura consume el 75% del agua en el mundo y proporciona el 40% de los alimentos, explica Coe. Pero en el norte de China, India, el norte de África, Asia central, la parte central de Estados Unidos, el norte de México y Australia, los niveles freáticos bajan entre uno y dos metros cada año. “En ciertas partes de India central pueden quedarse sin agua subterránea en la próxima década o en la siguiente. Es un caso crítico”, dice Coe. En las escuelas se nos ha enseñado que el agua de nuestro planeta se renueva, y algunos cálculos sugieren que cada año los océanos evaporan la inconcebible cantidad de 495.000 kilómetros cúbicos a la atmósfera; pero prácticamente nada se pierde en el espacio, y esa agua retorna para incorporarse a un circuito sin fin: el siguiente vaso de agua puede en teoría contener moléculas de agua que en su día fueron bebidas por Napoleón.
Los mares cubren las dos terceras partes de la superficie planetaria –un 97% del agua es salada–, y el resto es agua dulce, contenida en los casquetes polares, las aguas subterráneas, los ríos y los lagos. El problema es que los seres humanos tenemos ac-ceso a menos de un 1% de toda el agua dulce existente. Según el Consejo Mundial del Agua, en el siglo pasado, la humanidad se triplicó, pero el uso de aguas renovables se ha multiplicado por seis. Stephen Carpenter, profesor de Zoología de la Universidad de Wisconsin, en Madison, y presidente de la Sociedad Ecológica de América, lo explica así: “Ahora hay muchas más personas que nunca y, además, la media de consumo por cada individuo nunca ha sido tan alta”. Si añadimos que ahora no hay más agua disponible que en el pasado, y que la contaminación está arruinando muchos recursos hídricos y reservas de agua dulce que antes sí estaban disponibles, la conclusión es evidente. “Lo que estamos experimentando es una escasez mundial sin precedentes”.
La tecnología de tratamiento de aguas en los países desarrollados permite paliar en parte el problema, haciendo potables aguas contaminadas o desalando el agua marina. Ocurre en Europa, en Estados Unidos y en los países más prósperos de Oriente Próximo, que pueden dedicar los recursos financieros derivados del petróleo a este fin. “El problema es más acuciante en los países pobres, ya que no disponen de esta tecnología para producir agua potable. Hay un buen número de organizaciones que trabajan en estos países para desarrollar procedimientos de potabilización de bajo coste, pero la situación es complicada”, asegura Kenneth Reckhow, profesor de Recursos Hídricos de la Universidad de Duke.
En España, el estrés por falta de agua afecta sobre todo al sur de la Península, Levante y la costa catalana. Los números dicen que España es un país lluvioso en comparación con otros, lo que resulta a priori chocante. “La media de lluvias en España es de las más altas, de unos 660 litros por metro cuadrado”, dice Fermín Villarroya, profesor de Hidrogeología de la Universidad Complutense de Madrid. “Lo que ocurre es que es una media engañosa, que resulta de dividir los muchos litros que caen en la cornisa cantábrica y los pocos que llegan al sureste”. Esta desigualdad pluviométrica podría explicar la costumbre histórica del Estado español de trasvasar aguas de un lugar a otro. La radiografía hidrológica presenta a España como el tercer país en el mundo en número de embalses (unos 1.300), un devorador anual de alrededor de 30.000 hectómetros cúbicos de agua dulce –no necesariamente potable– y cuya agricultura se lleva el 85% de los recursos.
La gran asignatura pendiente, asegura Villarroya, es la gestión de las aguas subterráneas, que riegan un tercio de los cultivos españoles. No hay un control suficiente sobre los pozos; hay casos evidentes de sobreexplotación, como el del acuífero 23 de La Mancha, que ha puesto al borde del abismo el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. Además, en España, el agua sigue resultando barata. “En la actualidad, es más rentable bombear un metro cúbico de agua subterránea a la superficie que comprar un metro cúbico a una planta desaladora”. La Directiva Europea del Agua del año 2000 establece que, a partir de 2010, los españoles tendremos que empezar a pagar el precio real del agua que usamos y bebemos –actualmente es de un euro por mil litros–, lo que supondrá probablemente duplicar o triplicarlo en el futuro. Ahora, el precio mínimo del agua está subvencionado por la mayoría de los ayuntamientos. Villarroya cree que un agua más cara, junto con medidas de reutilización y fomento del ahorro, nos conducirá hacia el uso sostenible.
Y hoy ese camino pasa, cómo no, por Zaragoza, que atraerá la atención del mundo gracias a la Exposición Internacional Agua y Desarrollo Sostenible, a partir del próximo 14 de junio. Durante 93 días, sus organizadores pretenden mantener lo que anuncian como “la mayor fiesta del agua del mundo”: una reunión internacional de artistas, científicos e intelectuales que debatirán en torno a este elemento y que irá acompañada de 4.500 espectáculos, entre los cuales, los visitantes podrán experimentar la fuerza de las aguas extremas en la simulación de un tsunami. La exposición va a ser un termómetro para comprobar cuál es la sensibilidad real de los españoles respecto al agua. Su director, el mexicano Eduardo Mestre, rebosa optimismo. Señala que estamos lejos de gestionar el agua como en Finlandia o Canadá, países que tienen más recursos hídricos (los canadienses tienen un sentido más estricto del ahorro a pesar de que disponen de 60.000 metros cúbicos al año por habitante, veinte veces más que por cada español). Sin embargo, “el español no es un derrochador”, asegura este experto, que ha participado en proyectos de gestión del agua en Nepal, Sri Lanka, Costa de Marfil y varios países de Suramérica. Incluso no salimos mal comparados con California, cuna del movimiento conservacionista en el mundo. “Un habitante de Madrid emplea al día 125 litros; un californiano llega a los 450”.
El agua no sólo es el elemento esencial sobre el que se vertebró la vida en nuestro planeta. Representa un factor emocional, significa comercio y también es cultura, ha sido origen de conflictos y también de alianzas. Mestre prefiere inclinarse hacia el lado más positivo. “El agua une a los pueblos”, asegura. La reflexión histórica está llena de ejemplos como el que nos muestra Ángel Poveda, profesor de Historia Económica de la Universidad de Alicante, siglos atrás: “En Al Ándalus, a través del califato, el agua fue un elemento vertebrador y de progreso tecnológico. Sirvió para convertir a España en un vergel”.
* Fotos de Expo Zaragoza 2008
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