jueves, junio 12, 2008

Pena de muerte, versión vasca. Ian Gibson

Pena de muerte, versión vasca. Ian Gibson

Me deprime que, en una UE que ha abolido la pena capital, los etarras y su entorno sigan imponiéndola. No puede haber discrepancias entre los demócratas a la hora de condenar la violencia

La abolición de la pena de muerte en la Unión Europea ha supuesto un gigantesco paso adelante de la humanidad, tal vez solo comparable en grandeza con la abo­lición de la esclavitud. Sospecho que nos olvidamos de ello con demasia­da frecuencia y que no nos congra­tulamos lo suficientemente de tan magnífica gesta. No oigo al Papa ha­blar de ella, por cierto, ni a sus obispos, siempre tan ambiguos en sus re­ferencias a la pena capital pero tan seguros de sí mismos a la hora de anatemizar a abortistas, homose­xuales y demás indeseables.

El apego a la brutalidad justiciera del Estado no cede fácilmente, desde luego. Recuerdo los interminables debates sobre el tema en Gran Bre­taña de la década de los 50, y ahí están los muchos estados de EEUU que siguen hoy con el mismo brutal sistema. Los conservadores británi­cos de entonces machacaban sin des­canso con el pretendido valor disua­sorio de la máxima pena, para ellos su principal justificación, y razona­ban que, si se abolía, habría un in­cremento notable de crímenes vio­lentos. Sus oponentes no daban el brazo a torcer y utilizaban un argu­mento moral que a mí siempre me ha parecido impecable.

O SEA, que la pena de muerte (y todo castigo físico) sería inadmisi­ble incluso si se pudiera demostrar su fuerza disuasoria. Y ello por obs­cena, por repugnante y por absolu­tamente reñida con la caridad, tam­bién con los encargados de ejecutar la pena y la sociedad misma, forzada, de algún modo, a con­templar el horror co­metido en su nom­bre. Ser ciudadano de una Europa que ha hecho posible tal pro­hibición, dando con ello un ejemplo de dignidad al resto del mundo -en primer lugar a Estados Uni­dos- a mí me produ­ce un inmenso orgu­llo. Y ser ciudadano de una España donde nadie, cuando ocu­rrió la bestialidad de Atocha, expresó año­ranza, al menos públicamente, del vie­jo sistema bíblico de la ley de talión, del ojo por ojo y del dien­te por diente.

Por todo ello me están obsesionando y deprimiendo especialmente estos días los vascos (y las vascas) del en­torno etarra, los únicos que en Euro­pa siguen abogando por -e impo­niendo- la pena de muerte, aunque solo unos pocos aprieten el gatillo. Lo terrible es que lo hacen en nom­bre de una patria que dicen amar, como si tal pretensión fuera compa­tible con destrozar vidas inocentes y arruinar familias. Los asesinos de ETA saben -no fue el caso con Fran­co- que el Estado español, si logra detenerlos, no los va a matar, sean cuales sean las barbaridades cometi­das. La cobardía, así, es mayor. Vien­do las imágenes de los políticos de ANV en Mondragón, tomando nota de su torva mirada amenazadora, tengo que reconocer que me cuesta trabajo practicar la caridad a la cual me acabo de referir y en la cual creo.

Hace 16 años me tocó pasar va­rios días en dicha localidad con un equipo de la BBC que preparaba una serie documental sobre la nueva Es­paña democrática. No olvidaré nun­ca la experiencia. Fuimos por tierras vascas con el propósito de entender y contar las raíces del problema se­paratista, y lo que vimos y oímos en Mondragón, donde el terror casi ad­quiría solidez física, nos convenció de que la evolución del fanatismo aberztale hacia un nacionalismo ra­zonable y no violento iba a ser traba­jo de muchos años, tal vez décadas.

Porque de fanatismo se trataba, sin lugar a dudas. No nos equivocá­bamos. La cerrazón de aquellas men­tes solo era equiparable a la de los protestantes que yo había conocido -¡y tanto!- en Irlanda del Norte. La determinación tajante de no ceder nunca un milímetro, la convic­ción inquebrantable de poseer to­da la razón y de tener el deber sa­grado de luchar por ella hasta el final, y -aunque no todos estuvie­sen dispuestos a admitirlo- la complicidad tácita, al no conde­nar la violencia, con el trabajo sucio de los asesinos... Era lo mis­mo. El pistolero en potencia de Mondragón era el pistolero en po­tencia de Belfast. La misma jerga. Los mismos ademanes. No me puede sorprender que una de las personas que ha destacado como mediador, y apóstol del diálogo, en Euskadi, sea un cura irlandés familiarizado con el odio en su propio país.

Y QUÉ bochorno ahora las abstenciones de Ezker Batua-IU en las mociones de censura éticas de Mondragón y Hernani, y ello en contra de su propia dirección federal, que había exigido su apo­yo. Ante tal empecinamiento, la reacción de Gaspar Llamazares ha sido modélica y contundente: tales concejales tienen «la sensibi­lidad de una almeja». Es dificil no estar de acuerdo. En cambio, la abstención de la diputada del PP en Mondragón, que dijo conside­rar el texto de la moción dema­siado suave, recibió en seguida el apoyo de su partido, con Rajoy a la cabeza, pese a que en Hernani respaldaron la misma formula­ción. Se comprende que la vice­presidenta del Gobierno haya ca­lificado de «indigno» tal proceder. En un asunto de vida y muerte no puede haber discrepancias en­tre los demócratas a la hora de votar una moción contra los que se niegan a condenar la violen­cia. ¡Un respeto por la sangre re­ciente de Isaías Carrasco! Ian Gibson *Escritor (dibujante MARTIN TOGNOLA)


No hay comentarios:

.

Archivo del blog

.