JOACHIM el barrendero Kurt Baumann David McNee (Ed. Blume)
Hubo una vez un tiempo en que la gente empezó a comprar y comprar. Compraban todo lo que les gustaba. Y a veces compraban también cosas que no les gustaban, pero que sabían que la otra gente tenía. "La otra gente" -decían, mientras espiaban a sus vecinos a través de la ventana - "tiene ahora televisores de plástico. El plástico debe estar de moda. ¡Nos compraremos un televisor de plástico¡". Y se lo compraban.
Pero como la moda cambiaba cada dos por tres, y las casas estaban llenas hasta los topes, las calles y las plazas se llenaron de trastos y cachivaches que la gente tiraba.
Los ríos y los mares estaban llenos de latas de conserva, botellas de plástico, maletas, cajones, cochecitos de niño y televisores...
Las calles estaban que daban asco. Hacía tiempo que los coches pequeños no podían circular ya por encima de las montañas de basura, y la gente los abandonaba. Y como cada vez hacían falta coches más grandes y más potentes, y cada vez era mayor el número de coches abandonados, los montones de basura crecían sin cesar. Hasta que por fin el tráfico se paralizó por completo, y la gente tuvo que ir a pie, y con zapatos de montaña. Las autoridades no sabían qué hacer. Tuvieron reuniones y más reuniones, para ver si encontraban una solución. Y entonces colgaron en la puerta un cartel:
SE BUSCA UN BARRENDERO PARA QUE LIMPIE LA CIUDAD. SUELDO DE PRIMERA.
Pero no se presentó nadie, porque todos encontraban que el trabajo era demasiado sucio. Cuando los montones de basura llegaban hasta las ventanas, un hombre entró en el Ayuntamiento y se ofreció a resolver el problema. Se llamaba Joachim, y llevaba un gran bigote pelirrojo, que peinaba y cepillaba cuidadosamente todas las mañana, porque Joachim era un tipo muy limpio.
Los del ayuntamiento se pusieron contentísimos, pero quedaban algunas dudas que les preocupaban. ¿Cómo podría un sólo hombre terminar con tantas inmundicias? ¿Y cuánto le tendrían que pagar?
-No os preocupéis -dijo Joachim-. No cobraré nada. Lo único que quiero es que la basura quede de mi propiedad.
El alcalde y los prohombres de la ciudad quedaron atónitos. ¡Nunca hubieran esperado unas condiciones tan buenas!
Joachim se puso al trabajo. Primero buscó un tractor viejo entre los montones de desperdicios, repasó bien el motor, lo engrasó, y lo puso en marcha. Cargó el tractor con tantas lavadoras, televisores, ollas a presión y cunas de bebé, que casi no se veía que era un tractor. Pero Joachim se sentó muy decidido ante el volante Y condujo el tractor fuera de la ciudad, al vertedero de basura, que ahora era de su exclusiva propiedad. Tiró allí todos los cachivaches, y volvió a la ciudad.
En el barrio de los pescadores encontró pedazos de hierro y velas hechas jirones. Con las velas y los hierros hizo un gran paquete de basura y lo ató al tractor. El invento funcionaba de primera.
Las calles de la ciudad estaban cada día más limpias y la montaña de basura del vertedero de Joachim era cada día más alta. Joachim subía todas las tardes a la montaña, y construía torres, almenas y portalones con los desechos. Empezaron a surgir salas, bóvedas y ventanales, y al cabo de unos meses sobre el vertedero de basuras se alzaba un castillo maravilloso.
Joachim entraba y salía del castillo a través de un puente levadizo, que accionaba con un mecanismo oculto. Le bastaba marcar las cifras secretas de una vieja caja de caudales, para que el puente subiera o bajara a voluntad. Joachim se sentía libre y seguro.
La gente de la ciudad se alegraba mucho de que las calles volvieran a estar limpias. Algunos no tenían ya tantas ganas de comprar cosas nuevas, porque querían ahorrarle trabajo a Joachim. Pero la mayoría seguían comprando a tontas y a locas, y Joachim no tenía un minuto de descanso. Pero esto no le importaba. Recorría las calles canturreando, y recogía todo lo que la gente tiraba.
Un día los prohombres del Ayuntamiento fueron a visitarle, porque querían ver qué hacía Joachim con la basura. Cuando vieron la montaña, y en la cumbre de la montaña el castillo, quedaron de una pieza.
- Este tipo está loco -decían entre sí, y se llevaban un dedo a la sien.
Pero Joachim los invitó amablemente a tomar una copa y los condujo a través del puente levadizo.
La construcción era sólida. Salas y pasillos estaban cubiertos de alfombras, formadas por retales de tapices persas, indios y tibetanos. Con la madera de viejos armarios y cómodas Joachim había construido los muebles, y las paredes del castillo brillaban con pedacitos de cobre, latón, zinc y aluminio bien soldados. Era una preciosidad. Aunque la invitación consistió sólo en un pedazo de pan seco, con un vasito de vino rancio, los prohombres de la ciu¬dad quedaron impresionados. Cuando estuvieron otra vez al pie de la montaña, y miraron el castillo allí arriba, uno de ellos dijo:
-Fijaos en las murallas, ...
-Es inexpugnable- dijo otro
-Tenemos que andarnos con mucho ojo, no vayamos a tener un disgusto - dijo un tercero.
Entretanto en la ciudad surgían nuevos montones de desechos. Radios, ratoneras, relojes, regaderas, ruedas... Y Joachim se lo llevaba todo. A1 lado del castillo construyó un taller, y todas las noches, con un soldador enmohecido, unía trozos de motor, piezas de metal, hasta que tuvo listo un artefacto extrañísimo. Nadie sabía lo que era,
-El arca de Noé- murmuraban algunos, moviendo la cabeza. Y no estaban del todo equivocados.
Para poder limpiar los ríos y los mares, Joachim se había construido un submarino. Fuera del agua tenía una forma un poco rara, por¬que tenía una enormes tenazas, con las que agarraba todos los desechos. Un resorte automático lanzaba los montones de basura fuera del agua, y allí Joachim los recogía con el tractor. Era un invento formidable y Joachim estaba muy orgulloso de él.
Joachim colocó las vías del antiguo tranvía de la ciudad hasta el muelle. Colocó el submarino sobre una plataforma con ruedas y lo arrastró con su tractor a través de la ciudad. Cuando metió el submarino en el agua, toda la gente de la ciudad acudió allí para disfrutar del espectáculo. Felicitaban a Joachim y le daban golpecitos en la espalda. Pero los prohombres arrugaron la frente. -¿Cómo terminará todo esto? - se decían preocupados. - Primero se construyó un castillo de metal, con puente levadizo y torres, y ahora tiene un submarino con el que podrá dominar el mar. ¡No nos conviene tanto poder! ¡Dentro de nada se apoderará del gobierno de la ciudad! ¿Y qué será entonces de nosotros?
Joachim no tenía malas intenciones. Recorría en su submarino las aguas sucísimas y recogía la basura. La limpieza submarina llegó hasta otras ciudades de la costa.
Allí casi no había basura, porque la gente de aquellas ciudades era mucho menos rica y compraba y tiraba menos cosas. Pero Joachim quería asegurarse de que el mar quedaba limpio de veras.
Lo que más le gustaba a Joachim eran los peces. Acudían en grandes bandadas y le dedicaban sus mejores bailes acuáticos. Una vez nadaron en redondo, y tan aprisa, que parecía un ramo de flores. Y otra vez soltaron de repente miles de burbujas que subieron a la superficie del mar como una lluvia de perlas. Joachim estaba muy contento de que los peces agradecieran tanto su trabajo.
Después de unos días de intenso trabajo, el taller de Joachim volvió a estar lleno de materiales de desecho. Entre los trozos de metal, había también algunos sacos y redes. Joachim prensó que le servirían para filtrar el aire, pero primero tenía que construir un avión. Pasaron meses, y a base de latas, piezas de bicicleta y pedazos de máquina, Joachim construyó un aparato volador, provisto de alas.
Tenía un motor, que se accionaba con pedales de bicicleta, y podía elevarse en el aire y planear sobre los campos. Prendida a la cola, llevaba una gran bolsa hecha de pedacitos de saco, y de red, y a través de esta bolsa se filtraba el aire, y salía purificado.
Joachim sólo quería que la gente volviese a respirar bien y que los pájaros vivieran en un cielo más limpio. Pero los prohombres de la ciudad arrugaron la frente.
- Ahora tiene incluso un ejército aéreo, y dentro de nada lo utilizará contra nosotros. ¡Tenemos que hacer algo!
Mientras Joachim limpiaba el cielo, y el vapor de la chimenea de su avión dibujaba hermosos tréboles en el aire, los prohombres de la ciudad maquinaban qué podían hacer para acabar con su poder
- Muy sencillo - opinó uno de ellos - Joachim tiene que darnos su castillo, su submarino y su avión.
- Le diremos que es necesario para la defensa de nuestra ciudad - añadió otro
un tercero concluyó con aire astuto:
- Uno nunca sabe por dónde puede llegar el peligro
El alcalde mandó un mensajero a Joachim para que le comunicara la decisión que habían tomado los prohombres de la ciudad.
Necesitamos tu castillo, tu submarino y tu avión para la defensa de la ciudad - gritó el mensajero al pie del castillo - ¡El patriotismo es antes que la limpieza!
Pero a Joachim esto no le hizo ninguna gracia. El trato había sido que la basura era suya y que él podía hacer con ella lo que quisiera.
Y además él no había construido el castillo, ni el submarino, ni el avión con intenciones bélicas. A fin de cuentas él era sólo un barrendero y lo único que quería era que los hombres, los pájaros y los peces vivieran un poco mejor.
Joachim se subió a la torre más alta del castillo, para poder reflexionar en paz. Y, como estaba muy triste, se quedó días enteros allí arriba, mirando pensativo la ciudad.
Abajo, en la ciudad, los ánimos estaban muy movidos. Indignados por lo que había contado el mensajero, los prohombres llamaron a la población a las armas. Los ciudadanos desempolvaron sus uniformes, se metieren en ellos y corrieron a la plaza. La mayor parte de ellos no tenía idea de por qué se había declarado la guerra a Joachim. Pero como se pasaban el día entero delante del televisor, les pareció divertido cambiar un poco. Se alinearon en filas de a cuatro y desfilaron cantando marchas militares para darse valor.
Pero las calles y plazas de la ciudad volvían a estar llenas de basura, y fue imposible celebrar un desfile.
Los soldados tuvieron que escalar enormes montones de escombros, y, antes de llegar a los límites de la ciudad, estaban tan cansados de subir y de bajar que establecieron un campamento de noche. Se acomodaron como pudieron entre las montañas de coches, estufas, televisores, bicicletas, máquinas de afeitar, lámparas... y se durmieron tan contentos.
A la mañana siguiente, los prohombres enviaron al mensajero con una bandera blanca. Tardó tres días en atravesar las montañas de basura que lo separaban del castillo, y su bandera blanca se había vuelto negra de porquería.
-Los prohombres de la ciudad me envían para que te ofrezca la paz
-gritó el mensajero, mientras agitaba su bandera negra-. Puedes quedarte con todo. ¡Pero vuelve a limpiarnos la ciudad! Joachim baja el puente levadizo.
-Yo siempre he querido lo mejor para todos vosotros -dijo con tristeza-, pero no lo habéis comprendido. Por mí podéis quedaros el castillo, el submarino y el avión. Me da lo mismo. Pero yo no puedo quedarme entre vosotros. Me voy de aquí; quizá encuentre una ciudad donde sepan apreciar mejor mi trabajo.
El mensajero bajó la bandera negra y se fue cabizbajo. Joachim se subió a su tractor y cruzó el Puente levadizo, Cuanto más se alejaba de la ciudad, más contento se sentía.
Llegaron los pájaros en grandes bandadas y se posaron en el tractor. Había muchos pájaros y casi no podía verse qué era aquello que avanzaba por los caminos. Joachim estaba sentado allí, entre miles de plumas multicolores, y saludaba divertido con el sombrero.
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