¿EDUCAR A LOS ADOLESCENTES DE HOY?
Tomás García Muñoz.
Orientador del Instituto “Santiago Apóstol” (Almendralejo).
Hace algunos meses, un periódico de amplia tirada en el País Vasco constataba algo que los educadores llevamos observando con preocupación en las aulas, desde hace algunos años: el crecimiento del número de jóvenes que necesitan de atención psicológica y/o psiquiátrica. Paralelamente, un estudio de la universidad de Salamanca llamaba la atención sobre adolescentes que comienzan programas de desintoxicación a los 15 años. En Tenerife, las urgencias detectan a adolescentes con graves problemas neurológicos, causados por el consumo de “crack” -un derivado de la heroína-. La edad de inicio en el consumo del alcohol y tabaco, según un estudio realizado en colegios de la FERE, se aproxima a los 11,2 años de media, constatando, además, el consumo descontrolado en fines de semana.
La Psicología nos advierte que se heredan unos determinados “componentes de la personalidad”, que hacen que unos chicos/as tengan más probabilidad que otros de que se desencadene un proceso que trastorne su equilibrio social, emocional y mental; pero, son las variables del entorno, especialmente las relaciones con la familia y con los grupos sociales con los que está en contacto, las que desencadenan determinados procesos a medio y largo plazo. Es decir, todos nacemos con una “diana de peligro”; en unos, más pequeña y en otros, mayor. Si comenzamos a “lanzar dardos” (ausencia de “límites” en la educación familiar, carencia de referentes éticos –valores- en la actuación educativa para con los hijos, padres dimisionarios, relaciones familiares/sociales anárquicas, etc.) alguno de estos dardos termina acertando en la diana y “aparece el problema”: agresividad y violencia, a veces con los mismos padres; consumo de sustancias adictivas, pasotismo, depresión, fracaso escolar...
Por desgracia, los comportamientos sin límite de los adolescentes están hoy de moda. Como muestra, se pueden ver en las pantallas españolas dos películas americanas (“Thirteen” y “Elephant”) que ahondan en este tema. Sin salir de España, según la Fiscalía General del Estado, el año pasado 100.000 menores, que deberían estar estudiando, fueron detenidos por haber perpetrado más de 22.000 delitos violentos.
¿Cómo se vive este problema en las aulas? Los profesores nos encontramos con un porcentaje, cada vez mayor, de alumnos/as egoístas, caprichosos, descarados, provocativos y violentos; pero, a la vez, faltos de ambición, de esfuerzo, de autoexigencia, faltos de interés por aprender y por casi todo... Traemos, a continuación, el testimonio de una profesora que nos resulta demasiado cercano y frecuente a los que nos dedicamos a educar a nuestros “teenagers”[1] de Educación Secundaria Obligatoria.
“... es profesora de Lengua y nunca ha tomado tranquilizantes. Hasta ahora. El caso es que lleva casi dos semanas durmiendo muy mal; se nota agotada nada más comenzar el día [...] tiene su primera clase a las 8.30: un grupo normal de alumnos movidos, pero educados. No así el que tiene a la hora siguiente: cinco chavales no han traído libros ni cuadernos, diez los han traído pero no hay manera de que los saquen de la mochila...” (Marín, J., 2003)
En primer lugar, deseamos dejar sentado que los problemas de indisciplina escolar son un eco, amplificado, de la verdadera falta de autoridad que existe en el seno de la familia.
“... los problemas en el aula son, en primer lugar, problemas en la familia. Las dificultades que vivimos día a día en la escuela son un reflejo de lo que ocurre en el hogar [...] no hay autoridad porque los padres no la ejercen. [...] Los padres no mandan sobre sus hijos; y no mandan entre otras cosas porque no están con ellos. Y con el poco tiempo que están, ¿para qué complicarse la vida? Ejercer la autoridad exige demasiado sacrificio personal. En vez de ‹‹crisis de autoridad›› podríamos hablar de ‹‹síndrome de autoridad oxidada››”. (Fidalgo, J.M., 2004: 4)
¿CUÁNDO ES EL MOMENTO DE EDUCAR?
Si deseamos una juventud sana y equilibrada afectiva, social y psicológicamente, hemos de resignarnos a “ejercer de padres” (Savater, 1997) desde que nace el niño/a. Este hecho implica, por ejemplo: no ceder a sus caprichos o a sus “chantajes” para que le saquemos del “parque” o de la cuna y le tomemos en brazos, no comprarle la primera “chuchería” o juguete que se le antoje, a cualquier hora del día y cualquier día de la semana... De otra manera, el niño crecerá en el convencimiento de que el mundo le pertenece y que basta pedirlo, o exigirlo, para que se “cumpla su voluntad”, sea ésta una videoconsola, una motocicleta, una prenda “de marca”, una determinada cantidad de dinero para “salir, no asistir a clase, no hacer sus tareas de clase o los encargos domésticos asignados... Cediendo a sus caprichos abonamos y cultivamos su egoísmo, convertimos al niño, invariablemente, en un tirano y, más tarde, asistiremos –como parientes o profesores- a las quejas de los padres, cuando los hijos apenas cruzan el limite de la primera a la segunda infancia: -“no puedo con mi hijo”, “se encara conmigo”, “siempre hace lo que le da la gana”, “no obedece ni con castigos”... En realidad, el hijo fue quien llevó siempre “el bastón de mando” en esa relación asimétrica. Pero, no olvidemos que “lo que se hace o deja de hacer en la infancia influye en la mayor o menor resistencia de los chicos al ataque de todos los agentes negativos que van a tener que soportar”. (Aguiló, A.; 2003)
Cuentan los historiadores que Aníbal decidió atacar a los romanos en su propio terreno. Después de cruzar con su ejército los Pirineos y los Alpes los venció en Cannes. Pero, en vez de seguir hasta Roma, se quedó en Capua descansando. Entretanto, el ejército romano se reorganizó y derrotó a Aníbal. La historia atribuye al general cartaginés la siguiente frase: «Cuando podía, no quise; ahora que querría no puedo». Con la educación de los chicos y chicas sucede algo parecido:
“Cuando se puede actuar y sentar las bases de una buena formación, con escolares de menos de diez años, los padres se inhiben al ver a sus hijos activos, despreocupados y sin problemas aparentes. Pero, cuando se quiere actuar, cuando tienen ya 17 ó 20 años, es tarde” (Ramo, A., 2003: 4).
Hay que aprovechar los primeros años de la vida del niño y no dejar pasar el tiempo o ir archivando los problemas. Es necesario hacer que el chico/a vaya adquiriendo hábitos y actitudes personales y sociales, desde pequeño. La carencia de hábitos y defensas provocará un deterioro personal del joven en el futuro.
Si la familia no interviene, el niño o la niña llega a la escuela sin socializar. Pero, para esa fecha se ha perdido un tiempo irrecuperable. Los tres primeros años del niño son un “período esponja”, donde el niño es sumamente receptivo a toda la labor socializadora y educadora que le proporcionan los padres; especialmente, en el terreno de las actitudes y en el de los hábitos (higiene personal, limpieza, cumplimiento de horarios, exigencia, esfuerzo, solidaridad, cumplimiento de normas...). Si esta tarea no se ha realizado satisfactoriamente en el hogar, el maestro habrá de ocuparse –restando mucho tiempo a sus tareas docentes- a socializar y a educar, compitiendo en desigual lid contra la televisión, la sociedad, los amigos, el barrio, la calle y demasiadas veces contra los criterios “educativos” de la propia familia.
“Los profesores sufren la quiebra de la sociedad familiar tradicional, como nunca se había visto antes. [... ] los profesores en ocasiones han de ejercer de domadores de ganado salvaje” (Morán, G. 2003).
¿QUIÉN DEBE EDUCAR? ¿DÓNDE?
A esa pregunta hemos contestado, sobradamente, en otro lugar[2]. Exponemos sintéticamente algunas de las conclusiones allí señaladas:
Debe educar la familia, y sólo por delegación la escuela y el instituto. Es necesario aprovechar el vasto potencial educador que tiene el hogar, soportado por las cálidas e intensas relaciones afectivas que lo caracterizan, que permiten socializar y cimentar las bases de la futura educación del niño/a. Para ello, hay que señalar referentes y criterios de moralidad, ejercitar la voluntad mediante la práctica del esfuerzo en la adquisición de hábitos personales y sociales, corregir, poner límites y castigar, si fuera necesario. Y, todo ello, sin dejar de amar. Por otra parte, los padres no pueden desaprovechar el papel de modelo (“el tirón”) que tienen ante sus hijos/as pequeños; porque, lo que no hagan los padres lo están dejando “al albur” de la televisión, la calle, los amigos...
Los educadores apoyaremos siempre la tarea educadora de los padres. Por eso, es hoy más necesario que nunca el contacto permanente entre los padres y los profesores de sus hijos/as con objeto de aunar criterios y sumar esfuerzos. Si no hay coherencia entre lo que se hace en los dos lugares o entre lo que hace el padre y la madre dentro del hogar, al niño se le podrá, en el mejor de los casos, “amaestrar”. Educar implica coherencia, es algo más profundo y supone hacer crecer al chico/o como persona en todos los aspectos de su personalidad: físico, intelectual, afectivo, social, moral, trascendente...
¿CÓMO EDUCAR?
Hasta hace poco, en la familia, había otro concepto de cómo educar a los hijos. Estaba más centrado en los valores, en las normas de comportamiento social, en el respeto a la autoridad, en la importancia del esfuerzo, en la exigencia y en la firmeza. Había menos paternalismo proteccionista, ausente de todo criterio educativo, como ocurre ahora.
“Hoy se confunde el amparo a la infancia con no asignar deberes ni responsabilidades a los futuros ciudadanos, con lo que no se educa para la vida sino para un mundo feliz inexistente... nosotros éramos educados en el sentido del deber más que en la importancia del ser; en la espiritualidad más que en el materialismo” (Ladrón de Guevara, 2003: 2).
En otro lugar (García Muñoz, 2003) alertábamos acerca de una corriente psicológica muy difundida en España, en los años siguientes a la transición democrática, que ha resultado nefasta como referente educativo para los padres; en cuanto que les ha desarmado en sus principios y actuaciones educadoras con el miedo a “traumatizar” a los pequeños. Nos referimos a la “antipsiquiatría”. Esta corriente “para defender el desarrollo armónico de los niños, anima a los padres a que sean permisivos para evitar los famosos “complejos”; a pesar de las graves consecuencias que conlleva, hay que concederles todo”. (Santaché, 2003: 36)
Es necesario poner límites para educar.
Afortunadamente y, aunque tarde, se va abriendo camino otra corriente entre los psicólogos actuales que defiende todo lo contrario que la antipsiquiatría: la necesidad de normas y referentes para el desarrollo equilibrado de la personalidad del niño. Los que nos encontramos con la responsabilidad profesional de educar pensamos, con muchos autores, que nuestra generación no ha sido traumatizada por una educación, quizás demasiado exigente. A lo sumo, podríamos decir que se podía mejorar:
“Temerosos de aplicar la misma autoridad con que fuimos educados, en muchos casos, no hemos hallado una forma más tolerante de transmitir valores que el silencio absoluto” (Aulestia, 2000).
Para Gonzalo Aza, psicólogo especialista en intervención familiar, si no se ponen los límites a los chicos/as a tiempo habrá que ponerlos después, cuando es más difícil. “Si se les ha puesto de pequeñitos, la adolescencia transcurre con menos sobresaltos” (Aza, 2004: 5). De hecho, los comportamientos graves en la adolescencia se han hecho demasiado frecuentes. Han abandonado los barrios marginales y se han extendido en todas las clases sociales y, lo que pasa una familia con un problema así, sólo lo sabe otra familia que ha tenido el mismo problema: jóvenes egoístas, caprichosos, pasotas, incapaces de esfuerzo, violentos, menores en rehabilitación de todo tipo de adicciones, que se inician en su consumo cada a vez a menor edad... Cuando llegan al Instituto suelen plantear problemas de conducta, que advertimos con mucha facilidad: absentismo, comportamientos antisociales, falta de hábitos de cualquier tipo, fracaso escolar...
Estos comportamientos destructivos, que tienen su origen en la educación y circunstancias familiares, encuentran también la solución sólo en el seno de la misma familia. El Instituto, en estos casos, puede hacer poco más que hacer ver la realidad a los padres. No obstante, es necesario hacer una puntualización importante: los padres son los responsables primeros, pero no siempre principales.
“...hasta que un padre no invite a su hijo a drogarse, el máximo responsable será el adolescente, y, eso hay que dejárselo claro; pues, al no ser consciente del problema, tienden a culpabilizar a todo lo que le rodea, padres, sociedad... De hecho, si el adolescente no se responsabiliza, toda solución es inútil” (Lacasa, 2004: 2).
Pero las circunstancias familiares e ideológicas no ayudan. De una parte el crecimiento de las separaciones y divorcios (115.000 en España, en 2002). De otra, las modas ideológicas, a las que nos hemos referido más arriba, fuertemente arraigadas en muchas familias, que consideraban una aberración poner límites a los niños e, incluso, llegan a defender que la autoridad es antipedagógica.
Las circunstancias sociales tampoco son propicias: estamos ante la era de la telebasura, en la época de la superficialidad, de la frivolidad, del hedonismo, del “todo vale”, del culto a lo efímero, de la “cultura del pelotazo”... Muchas series televisivas, que gozan de gran audiencia entre los jóvenes, no se caracterizan precisamente por ser una escuela de valores para ellos. Algunas reproducen las mismas actitudes desafiantes y agresivas que muestran muchos jóvenes con sus padres, ante sus profesores o en la sociedad. A veces, se ensalzan o se hace apología encubierta de estas actitudes y comportamientos, apareciendo ante los ojos del joven como “modelos” a imitar. El único criterio “pedagógico” que guía a las cadenas de televisión, al emitir estos programas, es el de ganar “audiencia”.
“Durante siglos, la educación consistía en proponer modelos deseables a la juventud. Ahora, no los tenemos. Nuestros alumnos lanzan a la fama a una degradada fauna de personajillos de tres al cuarto” (Marina, J. A. 2004: 3).
En cualquier caso, la educación paterna ha alimentado la idea, en la mayoría de estos chicos, de que no existen límites a base de no haberlos puesto nunca. En cualquier caso, las consecuencias recaen al final en los propios jóvenes y los adultos que les rodean (padres y profesores, preferentemente).
“Catorce años de tolerancia y paciencia [...] convierten a un hijo encantador en un extraño muchas veces hostil... «Mi hijo es un extraño para mí»... «No nos habla. Come, coge dinero y se va. ¿Qué podemos hacer?» Sin embargo, según los manuales de psicología evolutiva, los que en realidad sufren son ellos: los adolescentes” (Chivite, 2003).
“Los profesores se encuentran indefensos e inermes ante los comportamientos de muchos escolares sedientos de referentes positivos que no reciben en la familia o en su entorno social. Está prohibido por ciertas convenciones sociales corregir, reñir, sancionar... Hay padres que consideran que sus hijos siempre tienen razón y desautorizan a los profesores ante la menor queja, diluyendo el papel asignado a éstos como preceptores de sus hijos y los referentes de prestigio que conlleva el rol del profesor” (Ladrón de Guevara, 2003: 2).
Es necesario que los padres tomen conciencia de este grave problema que tiene su expresión en la adolescencia, pero que se gesta desde el nacimiento del hijo. Es necesario que se den cuenta y rectifiquen y, sobre todo, que si advierten un problema grave en su hijo, pidan asesoramiento especializado (médico de familia, psicólogo u orientador escolar, tutor...), y no se escondan bajo los complejos de culpa. José Antonio Marina afirma que es un drama que los padres no hablen más con los profesores de Secundaria, porque son los que aún mantienen contacto con la realidad que viven los chicos, mientras que el padre suele estar engañado.
“Ante una sospecha, lo más importante es no esconderse, sino hacer averiguaciones, preguntar, buscar asesoramiento, saber exactamente en qué está metido el joven. Es imprescindible situar el problema, porque tan malo es preocuparse por un comportamiento normal sacado de quicio como minusvalorar una conducta de riesgo [...]”.
Acudir seguidamente a especialistas que puedan asesorar sobre qué hacer, saber a qué se pueden enfrentar, comenzar a tomar medidas y poner límites. Por mucho que cueste (y, a veces, cuesta mucho)... nunca es tarde para tomar medidas, pero si se ponen antes, todo es más fácil. (Lacasa, J.M., 2004: 2) .
En los límites está la clave de la solución al problema de los “adolescentes límite”:
El desarrollo de la personalidad se produce precisamente cuando el recién nacido, el niño o el joven vive en función del otro. Es precisamente en el otro donde encuentra su justa dimensión, los límites a sus caprichos primero y a su libertad, más tarde. El niño empieza a socializarse -a desprenderse de su egoísmo- cuando ha de compartir un juguete, su silla preferida, sus pasteles preferidos, las caricias de su abuela..., cuando descubre que todos los días no pueden comprar “chucherías” o “juguetes”, que todos sus caprichos no se pueden satisfacer...
Igual que ponemos límites para que un niño de dos años no se asome a una ventana de un cuarto piso o juege con la bici por una carretera, habrá que marcar otros muchos límites que no pueden ser negociables, convirtiéndose en normas de obligado cumplimiento: no agredir, no robar, no insultar, las horas mínimas de sueño, los programas de televisión que no debe ver, las horas mínimas de estudio, o TV., etc. Pero, no basta con poner las normas. Es tan importante como establecerlas, controlar su cumplimiento y es ahí donde fallan muchos padres; porque, eso implica una larga y constante exigencia, a los hijos, y hacia ellos mismos (García Muñoz, 2003: 38).
La necesidad de la autoridad (en forma de normas, referentes, límites y correcciones) es defendida por muchos psicólogos actuales como una condición necesaria, para que los chicos/as desarrollen una personalidad con un fuerte sentimiento de seguridad. Los jóvenes actuales sienten esa misma necesidad, a poco que comienzan a madurar. De hecho, en una encuesta reciente se decía que más de la mitad de los jóvenes considera a sus padres blandos y poco estrictos. “¿Poco estrictos? ¿Más tolerantes? ¿Menos autoritarios?, ¿Menos rígidos, más compresivos, más amables? Muchos padres y madres se sienten incapaces de enfrentarse a sus hijos, de intentar educarles [...] A veces me pregunto si en realidad no les estaremos estafando un poco. El mundo laboral es duro. La competitividad es despiadada hoy en día. Y las condiciones no parece que tiendan precisamente a suavizarse. Sin embargo, educamos a nuestros hijos en la blandura. Colmamos sus deseos, les descargamos de responsabilidades...”Chivite, F., 2003).
“Aquel, a quien no hayan puesto límites, tenderá a buscarlos hasta que los encuentre, de una manera u otra. El problema es cuando es la realidad la que pone esos límites, porque no hay maestro más duro” (Lacasa, J.M., 2004: 2).
¿Quiénes han de poner los límites? Los padres, con el asesoramiento adecuado cuando el tema les desborde. Pero, esa es su responsabilidad. Para ello, habrán de utilizar su autoridad, su ejemplo, una fluida comunicación con los hijos (“sentadas” periódicas para hablar), repartiendo responsabilidades (papel de los encargos y tareas en el hogar), exigencia en el cumplimiento de normas y obligaciones y todo sazonado con el amor.
Desde el punto de vista preventivo, para José M. Lacasa (2004), dejar a un lado las preocupaciones de los adultos y averiguar la de los niños es la mejor prevención. “Una educación con criterios, pendiente de las necesidades de los niños y no de lo que esperamos de ellos, ayudarán a nuestros hijos a elegir correctamente en las innumerables veces que las drogas o el alcohol se crucen en su camino [...] No dejarse llevar por la desilusión si el niño no alcanza lo que esperamos de él, puede ayudarle en el futuro. Y eso está en mano de cualquier padre”.
Este último punto enlaza con otro tema, que abordaremos en otro momento: los modelos erróneos de educación seguidos por muchas familias. La mayor parte de estos adolescentes “límite” han tenido un modelo educativo de excesivo proteccionismo (“que no sufra...”), a la vez muy permisivo (“¡Déjalo! Si no disfruta ahora, ...”) y donde les hemos dado (regalado) todo, antes de que lo necesiten o lo valoren (“como yo no pude...”). Los padres dimisionarios responden a esa concepción ideológica, que hemos señalado más arriba, por la cual las cortapisas pueden traumatizarlos, y sus progenitores tienen escrúpulos con respecto al ejercicio de la autoridad. (Aza, 2004: 5)
Como resumen, a modo de llamada de atención a padres y madres, nos parece oportuno traer aquí una cita que, a pesar de ser antigua, cada día tiene más vigencia:
“Las relaciones entre padres e hijos son irreversibles, y esto es lo que las distingue de las relaciones humano-sociales hoy día imperantes. Los padres han de existir para sus hijos, y no éstos para aquellos. Luego, para esos hijos surgirá el deber de existir, a su vez, para sus propios hijos, cosa que les será posible únicamente porque tuvieron unos padres que existieron para ellos. Esta relación irreversible entre padres e hijos es la fuente de la hominización; se experimenta el amor y se enseña a amar, uno es tratado responsablemente y enseña a ser responsable” (Groothoff, 1967: 101).
BIBLIOGRAFÍA:
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[1] En el ámbito sajón se conoce con este apelativo a los jóvenes, cuyas edades incluyen la partícula “teen” en el cardinal que corresponde a su edad. Es decir, adolescentes y jóvenes entre los trece (thirteen) y los diecinueve (nineteen).
[2] Recomendamos al lector el artículo “¿Educación o Enseñanza? ¿En la familia o en la Escuela?” (García Muñoz, 2002): La Bocina del Apóstol. Número 2. Mayo. Págs. 9 y ss.
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