Confundir la discrepancia con la desobediencia y el disentir con la heterodoxia engendra malentendidos y reacciones exageradas que dividen innecesariamente la opinión pública dentro de la iglesia. En el caso de nuestro país estas dificultades se acentúan, a causa de la tendencia a los extremismos.
Cuando se publica un documento eclesiástico oficial como, por ejemplo, la opinión de una instancia del magisterio de la Iglesia acerca de cuestiones cientítifico-éticas controvertidas, habría que evitar dos lecturas opuestas, la excesivamente infantil y la excesivamente adolescente.
La primera lee sin pensar y acepta a ciegas “todo el paquete” sin distinguir ganga y mena, paja y grano. La segunda critica a la ligera y descalifica, descartando hasta los principios al rechazar las conclusiones. ¿No habrá una vía media entre el fundamentalismo de la primera y el relativismo de la segunda? ¿No podremos ganar la partida a las siete y media sin pasarnos ni quedarnos cortos?
El secreto para ello es la vía media que recomiendan los grandes maestros de caminos sapienciales para la humanidad: Gautama el Buda y Confucio, Sócrates y Jesús de Nazaret enseñaron el arte de no exagerar. Pagaron, claro está, el precio de recibir pedradas desde los dos extremos.
En el caso de la recepción crítica del magisterio en la iglesia, más allá del asentimiento infantil a ciegas y la crítica adolescente a la ligera, existe una tradición, no por olvidada menos importante, de disentir dentro de la iglesia (no disentir “de”, sino disentir “en” la iglesia), pero sin crispación. La podríamos definir como la “discrepancia cariñosa y el disentir responsable”.
Cuanto más concretos son los problemas, menos tajante y dogmáticamente se puede hablar; hay más margen para la discrepancia razonada y razonable, crítica y responsable. Si se le añade lo que en latín se llamaba cum mica salis, es decir, con la chispita de sal del buen humor, esta discrepancia puede convertirse en una terapia oportuna para personas o comunidades afectadas por virus de dogmatismos, fanatismos o fundamentalismos, así como para evitar la tentación de convertir ideológicamente en tema político o religioso algunas cuestiones científicas y éticas.
Dicho esto, parece pertinente recordar, en el contexto de situaciones anómalas de “alguna iglesia en algún país” las siguientes consideraciones sobre la discrepancia.
Decía el Papa Pío XII el 17 de febrero de 1950, en una alocución sobre la importancia de la prensa, que “en las batallas decisivas, suele ser de la primera línea del frente de donde parten las mejores iniciativas” (Acta Apostolicae Sedis, vol. 42, p.256). Estas palabras las citó el Concilio Vaticano II para recordar el derecho y deber de los laicos competentes a la opinión pública en la iglesia: “En la medida de los conocimientos, de la competencia y del prestigio que poseen, tienen el derecho y, en algún caso, la obligación de manifestar su parecer sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la iglesia” (Lumen gentium, n.37).
Con más fuerza aún, la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual concluyó su capítulo segundo sobre el progreso cultural diciendo: “Debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la debida libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer, humilde y valerosamente, su manera de ver en el campo de su competencia (Gaudium et spes, n. 62).
Así lo entendía el arzobispo John R. Quinn cuando en el Sínodo de Obispos de 1980, tras constatar una amplia discrepancia con relación a las enseñanzas de la encíclica Humanae vitae sobre la anticoncepción, señalaba que ese disentir no ocurría a la ligera o irresponsablemente, sino que se daba “entre teólogos y obispos cuya preparación competente, discreción y dedicación a la Iglesia estaban fuera de toda duda”. Por eso proponía Quinn “un diálogo a escala mundial entre la Santa Sede y los teólogos acerca del sentido de dicha discrepancia” (Véase “Un nuevo contexto para la enseñanza sobre contracepción”, en: Origins, 10, 1980, p. 263-267).
Este mismo arzobispo, en el debate que siguió a su famosa conferencia en Oxford en 1996 (pulicada luego como libro, del que hay traducción castellana en la editorial Herder: La reforma del Papado) decía así: “Creo que sería conveniente tener un concilio en un futuro cercano. Hay varios temas que la Iglesia debe documentar y que son de suma importancia en muchas partes del mundo. Como ejemplos puedo citar, el rol de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, el celibato del clérigo, la administración de sacramentos en personas divorciadas y casadas nuevamente fuera de la Iglesia, métodos anticonceptivos, un cuerpo de obispos efectivo, un sentido real de la filiación en la Iglesia, la preservación de la vida desde la concepción hasta la muerte, el uso responsable y discriminado de los recursos naturales, la justa distribución de la riqueza; inculturación del evangelio y de la liturgia de la Iglesia, además de una adecuada libertad de los teólogos”.
Al recordar estas palabras, mientras leemos notas y declaraciones recientes de instancias eclesiásticas de nuestro país, se nos quita el miedo al disentir responsable y nos animamos a la discrepancia, a la vez cariñosa y crítica.
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