A las ocho en punto, en el solar contiguo al edificio en el que vivo, con una puntualidad de bomba de neutrones, comienzan las labores de desescombro y cimentación: una sinfonía de taladros y martillos neumáticos acaricia mis orejas somnolientas y hace vibrar las paredes y el suelo de mi habitación, infundiendo a mi cama un tembleque característico que relaja y tonifica los músculos, ahorrándome los ejercicios de gimnasia matutina. No son, sin embargo, los ruidos de la obra colindante los que me arrebatan del sueño, sino los conductores empantanados que, a eso de las siete y media, hacen sonar sus cláxones con una contagiosa unanimidad, como bebés en la incubadora que reclaman su dieta láctea. A esa hora infalible irrumpe en mi calle, con la lentitud aparatosa y exasperante de los dinosaurios, una excavadora encargada de vaciar los escombros del solar contiguo; como la calle en la que vivo es muy angosta y empinada, la excavadora tiene que esmerarse en unas maniobras que más bien parecen ejercicios de contorsionista y que, al menos durante media hora, obturan el tráfico. Invariablemente, cada mañana se organiza en mi calle un tapón ecuménico que se anuncia con un estrépito de bocinas y exabruptos. Lo más chocante de esta liturgia horrísona es que siempre la ofician los mismos conductores legañosos, que supuestamente eligen mi calle para soslayar el embotellamiento de otras calles más concurridas. Sorprende la insistencia con que, día tras día, ejecutan el mismo itinerario, a sabiendas de que se tropezarán con la misma excavadora, y sorprende también que día tras día atruenen la mañana con sus accesos de iracundia, enzarzándose en un guirigay de bocinazos e intercambio de vituperios. He deducido que este subidón de adrenalina los ayuda a afrontar sus rutinas laborales y les infunde un talante belicoso que compensa las pullas y humillaciones que luego su jefe les infligirá en la oficina.
Los cláxones, los resoplidos congestionados de la excavadora, el simulacro de terremoto que incorporan los taladros neumáticos serían males llevaderos si por las noches, al acostarme, no tuviera que afrontar la musiquita chirriante con que el dueño del bar de abajo alimenta a su clientela oligofrénica. La musiquita trepa por las vigas de mi edificio y, cuando llega a mi apartamento, ha extraviado por el camino toda pretensión melódica, hasta adelgazarse en una percusión machacona, una especie de taquicardia sorda y convulsa que se desliza como una insidia en mi insomnio (pumba, pumba, pumba) y me obliga a seguir su diapasón enfermizo. A las tres o cuatro de la madrugada, cuando las ordenanzas municipales exigen al dueño del bar clausurar su establecimiento, una clientela beoda invade la calle, la riega con sus vomitonas y, una vez liberada de enojosos lastres gástricos, ensaya un repertorio de canciones desafinadas y gorgoritos patibularios que me deja a un punto de las lágrimas, con el alma en los zancajos y la indeclinable certeza de que habré de resignarme a otra noche en blanco.
Si los ruidos de la noche me transforman en un hombre derruido, los ruidos diurnos acaban de rematarme. A través de las paredes de mi casa, diseñadas por un fabricante frustrado de papel de fumar, me llega el rumor de las abluciones de mis vecinos, el estruendo de susdesalojos intestinales, el eco confuso y exasperado de sus discusiones conyugales, también el escándalo de sus trifulcas venéreas. Me he convertido en una especie de oreja hipertrofiada que recolecta los ruidos y los clasifica con paciencia de herbolario; una oreja desquiciada que, a falta de ruidos reales, se inventa ruidos imaginarios y se desliza peligrosamente por los pasadizos de la locura. Me amordazo los oídos con tapones de silicona, entierro la cabeza entre almohadones que amortiguan mi obsesión, me zambullo cada tres por cuatro en la bañera, para que la inmersión repentina en el agua me aturda los tímpanos y me los averíe para siempre, pero todos mis esfuerzos resultan infructuosos: el ruido ya habita dentro de mí, como un huésped que carcome mi cordura.
Soy un hombre habitado de ruidos que aguarda con resignada paciencia el florecimiento de sus primeros comportamientos psicopáticos.
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