ANATXU ZABALBEASCOA
EL PAIS SEMANAL - 15-05-2011
Cumplidos los setenta, la arquitecta chilena Joan MacDonald viaja por el planeta tratando de arreglar las viviendas más pobres de África, Asia y América del Sur. Fue durante la dictadura de Pinochet cuando decidió trabajar en los tugurios. Con la llegada de la democracia se convirtió en viceministra de la vivienda y hoy, como presidenta de la organización laica SELAVIP -sustentada con los intereses que produce la herencia del jesuita belga Josse van der Rest-, decide qué proyectos de asentamientos urbanos urge ayudar. Se trata de dar tiza para marcar el territorio, plásticos para resguardarse de la lluvia o la primera letrina para mejorar un campamento. Los 1.000 millones de pobres del mundo son los clientes de esta arquitecta que, frente a la concesión de un subsidio de vivienda para los necesitados, defiende la autoconstrucción que mantiene la dignidad humana.
¿Qué porcentaje del mundo no tiene casa? No hay gente sin casa. Todos viven debajo de algo, un plástico, un cartón. En tugurios hay 1.000 millones de personas. Además están los desplazados, los refugiados y los allegados, que son los que no tienen casa y duermen en las de familiares. ¿Allegados? Eso destruye las familias. Uno se aferra a sus hijos, al progreso y a la educación que les quiere dar. Eso hace que necesitemos independencia y espacio. En los ambientes en los que la preocupación es sobrevivir, la familia extensa es una posibilidad. Pero en las grandes ciudades las familias son núcleos cerrados competitivos hacia los demás y solidarios hacia el interior.¿La gente va a seguir yendo a las ciudades aunque la vida sea dura? La ciudad es el vehículo que encuentran los pobres para salir de la pobreza. Cuando sube la organización, baja la pobreza. Las posibilidades están también en ciudades medianas. Hay más pobreza en el campo que en la ciudad.
¿Por qué? El mito de la gallinita que va a evitar que el pobre se muera de hambre no es cierto. Gran parte de los bienes y servicios que requerimos para sobrevivir hay que adquirirlos. No te sirve la gallinita para pagar el colegio. Y el dinero no está en el campo.
¿No hay vuelta atrás? En América Latina, el límite entre lo rural y lo urbano se desdibuja. Pero mientras exista, las ciudades ofrecen más oportunidades. Son el escenario para combatir la pobreza.
¿Cómo? En América Latina no lo hemos hecho muy bien. Sigue habiendo pobreza y aceleración de la injusticia. Al vivir juntos, se hace más doloroso vivir de forma muy pobre observando a quien lo tiene todo. Eso genera resentimiento del que tiene menos hacia quien tiene más, y miedo, muchas veces infundado, del que tiene más, que teme que se lo roben. Nuestras clases medias y altas tienen la paranoia de que los pobres son malos por definición. Y al revés. Y eso se traduce urbanísticamente en condominios cercados con vallas eléctricas.
¿Cómo solucionarlo? Se puede actuar donde está todo por hacer. Hay que evitar que se perpetúen esos patrones de segregación. Pero intentar hacerlo en Santiago con una periferia de pobreza profunda y un sector rico duro es muy difícil. Los mismos poderes inmobiliarios refuerzan ese proceso: expulsan a los pobres. En América Latina, el poder de los más débiles para permanecer en las ciudades es poco. Hay una escasísima tolerancia a la diversidad. ¿A partir de qué se puede hablar de casa? Casa es donde se vive, un plástico bajo el que vive una familia. Los arquitectos lo usan para describir un edificio y eso ha distorsionado lo que es una vivienda. Lo que hay que hacer es tomar ese lugar al que da sentido una familia y tratar de ver con ellos cómo mejorarlo. De ahí arrancamos. Partimos del hecho humano, del grupo. A esos es a los que hay que apoyar para que lleguen a tener una vivienda mejor.
¿Cómo deciden en su organización, selavip.org, qué proyectos apoyar? Hacemos una convocatoria a los países en desarrollo. Llegan peticiones y elegimos proyectos que parten de algo concreto: una letrina, un jardín infantil... Las acciones reivindicativas no sirven si no llegan a soluciones concretas.
Les piden plásticos. Sí. Los refugiados de Sudán que están regresando al área sur nos piden eso: poder volver a los terrenos donde los echaron para plantar cuatro postes, un plástico y quizá un par de planchas de zinc.
También les piden tierra, pero el fundador de SELAVIP, Josse van der Rest, está en contra de comprar tierra... Y tiene razón. Sentimos que la tierra es una responsabilidad del gobierno. Apoyamos que la gente incluso... invada terrenos. Josse lo explica muy claro. La tierra está tan cara porque los mismos pobres han pagado sus impuestos y con eso se han hecho las infraestructuras y ha aumentado el coste de la tierra. Los pobres han financiado una plusvalía que ahora les impide ocupar la tierra. Es muy injusto que no puedan acceder a ella. No tenemos ningún problema moral en que se produzca la toma de tierra. Pero somos conscientes de que en muchas ciudades vivir en un terreno ilegal pone a los pobres en una situación de vulnerabilidad. Como dice Josse, "el pobre o vive fuera de la ley o muere dentro de la ley".
Poca elección... En tierra no gastamos un euro. O la ponen los Gobiernos o la toma la gente. Pero una vez la consiguen, todo es rápido. En Fortaleza (Brasil) pusieron ladrillos por la noche. Mejoraron el lugar y por eso ya solo podían expulsarlos con un juicio. Si hubieran puesto cañas, el dueño habría podido quitarlas. Pero con material sólido ya no puede intervenir. Con un juicio por delante hay tiempo para que se movilicen personas y políticos. Hay posibilidad de negociación.
¿Los dueños de los terrenos los suelen ceder temporalmente? En Tailandia se negocia 15 años de estancia. A todos les conviene resolver los problemas de forma pacífica. Los pobres saben que en todo ese tiempo no van a llegar las excavadoras por la noche para tirar el poblado. Los ricos saben que recuperarán las tierras. ¿Hablan con los políticos de los lugares donde trabajan? Sí. Nos escuchan. Nuestra fuerza son los 1.000 millones sin casa. Si están organizados, se hacen oír. En general, los Gobiernos, en las grandes ciudades asiáticas donde hay mucho, mucho tugurio, están abiertos al diálogo. Por otro lado está la fuerza inmobiliaria, que es potente, engañosa y terrible. Los engañan con lo que les van a ofrecer. Se aprovechan de ellos. Pero ahí es donde aparecen profesionales y gente comprometida que les advierte: ojo, les están prometiendo algo que no va a poder ser. ¿Cómo contactan con gente de cada país? Somos una especie de banco de segundo piso. No hacemos casas por el mundo. Apoyamos a los de cada lugar. Cuando uno llega a un país no llega a decir cómo tienen que ser las cosas. Uno se sienta a escuchar.
¿De dónde obtienen el dinero? De una fundación belga que montó el padre Josse van der Rest con un fondo donde puso el dinero que heredó de su familia. Nuestro fuerte es ese, pero también estar en contacto con la gente, viajando y respondiendo en Internet.
¿Recaudan dinero? No. Trabajamos con los intereses del fondo. Pero cada proyecto crece.
¿Selavip es una organización religiosa? Es absolutamente laica. Nos interesa que quede claro. Que no haya ningún sesgo en ese sentido.
¿Tienen que dar explicaciones a cúpulas religiosas? En absoluto. El fundador es un jesuita, un religioso de acción. Yo también soy de acción, por eso me siento cómoda con ellos. Me motiva la vocación que tienen de buscar la parte más difícil. Yo me he arrastrado por el Congo con la guerrilla hace dos años. Ellos buscan las fronteras físicas, pero también las del conocimiento. Quieren darle otra vuelta a las cosas. Y eso es fundamental.
¿Qué es "El fondo de los pobres decentes"? Empezaron en Tailandia. Ellos se pusieron el nombre. "No nos gusta que quienes no son pobres digan quiénes lo son. Vamos a tomar la responsabilidad social de echar adelante a nuestros más pobres", decían. Son todos pobres. Pero hay una señora que quedó viuda, otro al que le cortaron la pierna. Hay gente más vulnerable que otra aunque todos tengan problemas. La idea es que cuando lleguen los proyectos de vivienda -en los que el pobre siempre debe poner algo- nadie deba ser expulsado por no poder contribuir. Con el poco dinero van a hacerse cargo de quien no puede. Pero su criterio no va a ser solo la necesidad. Tendrá ayuda aquel que la merezca porque a veces la pobreza puede ser pereza y no se le puede dar un premio adicional. Ellos querían premiar a los pobres decentes. A la señora que, a pesar de sus dificultades, cuida a sus chicos.
¿Es usted religiosa? Sí, puede ser... sí.
¿Fue eso importante para iniciar su trabajo? No. Soy católica, pero empecé luterana porque mi familia es de origen alemán y anglicano. Pero no fue eso. Desde que entré en la escuela de arquitectura fui buscando por ese lado. Cuando ejercí como docente, me decían que lo que yo enseñaba no era arquitectura, que parecía trabajo social.
¿Qué hace que una arquitecta se interese por quien no podrá pagar una casa? Es que a mí no me interesan las casas. Me interesan las personas. Una vez en Burundi apoyamos unas casas de adobe. Llegamos a visitarlas y estaba una señora fuera con un bebito. Me dijo: "Este chico nació anoche". Y me lo pasa. "¿Nació anoche en esta casa que acaban de terminar?". Una semana antes habría nacido debajo de una palmera. Pero ahora tenía techo. Esa satisfacción no la obtienes haciendo un rascacielos.
¿Qué la convirtió en el tipo de arquitecta que es hoy? La formación no me caló hasta que encontré al profesor Fernando Castillo Velasco y me apoyó. La mitad de los profesores no entendieron mi proyecto de final de carrera, una vivienda social. La encontraron chica, fea y precaria. Pero la otra mitad sí. Luego empecé a hacer investigación. Cuando llegó la dictadura a Chile me expulsaron de la universidad, así es que me fui al terreno, a los tugurios de la periferia de Santiago.
Fue vicesecretaria de Vivienda en el primer Gobierno democrático de Patricio Aylwin. Pensé que si creía en eso, debía pasar a la política. Armé el programa de vivienda. Eso me abrió la mente a las distintas posiciones. Cuando iba a los tugurios, ¿cómo reaccionaba la gente? Yo viví siempre en las minas. Mi padre era ingeniero, y en los enclaves mineros mis amigos eran los hijos de los mineros. Ahí crecí. Los estratos no pesaban. No eran tema. Pero luego se formó en el colegio alemán. Mis padres tuvieron una visión muy rara. Para que las dos familias, escocesa y alemana, estuvieran contentas nos dividieron. Mis dos hermanos estudiaron en colegio inglés y a mí me tocó el alemán.
¿Cuántas casas tiene? Una desde hace 40 años. Y espero mantenerla porque el esquema en Chile es que a partir de cierta edad una tiene que irse a un apartamento. Me gusta mi casa. La disfruto. Mis hijos ya no viven conmigo.
¿Cuántos tiene? Cuatro. El mayor es veterinario; el segundo, ingeniero metalúrgico; el tercero, sí, arquitecto, me está coordinando África, y el cuarto, ingeniero forestal.
¿Su paso no ofrece vuelta atrás? Lo que uno va acumulando en la vida permite comprender a todos los sectores. Entender sus reglas. Aunque no esté de acuerdo, sé dialogar con ellos. Cuando estoy con un ministro sé dónde tengo que apretar el botón para que responda.
¿Dónde aprieta? No ofrezco caminos sin salida. Debes ofrecer una salida que le convenga políticamente. Yo busco que no siempre pierdan los mismos. Y en ese sentido, rescato mi parte académica.
¿Cómo? No es real que el mejor práctico es el que baja al barro. Solo en el barro no se ve bien. Hay que conocer la película desde muchos ángulos. Es importante pensar qué está pensando el Banco Mundial, conocer las cifras... La investigación o los números ofrecen certezas útiles para el trabajo en el terreno.
¿Cuántos viajes hace al año? Como mínimo, dos a cada continente más los extra.
¿Le queda poco tiempo en casa? Ahora que soy abuela no tengo obligaciones y me puedo dedicar.
¿Cómo conoció Selavip? El padre Josse dio una charla en la escuela de arquitectura. Sintonizamos. Y desde entonces trabajamos juntos.
¿Por qué es importante tomarse un vaso de agua -que puede estar contaminada- con alguien? El idioma corporal es fuerte. Tengo gran facilidad para conectarme, sobre todo con los africanos. Y si supiera bailar, aún sería mejor. Me demoro dos segundos para reírme con una mujer africana. Me conmueve ver, en uno de los proyectos que tenemos para gente con sida, cómo ha desaparecido toda una generación de adultos. Está la abuela, que casi no se mueve de la cama, y sus nietos. Familias de niños que son como pandillas, porque ya no tienen padres. Andan vagando, y el que manda, que es el más fuerte, tiene a veces doce años. Cuando usted ve eso ya sabe que tiene que seguir. ¿Nunca se ha sentido hundida ante tanta miseria? Al contrario. Siempre me levanta porque soy muy porfiada. ¿Viaja sola? Sí. Es caro. Soy como el doctor que mira la cara y diagnostica. No necesito mucho tiempo. Hago mucho ruido y si me quedo más de un día, la gente se molesta, se preguntan cuándo se irá esta vieja para seguir trabajando. No me llevo una visión completa, pero sí amplia.
¿Tiene marido? Falleció hace dos años. Era arquitecto también. Pero se quedaba en casa.
Fue política durante cuatro años. ¿Por qué no se solucionan las cosas desde la política? La concepción de la política de la vivienda es complicada. La vivienda social nace de un interés de las empresas constructoras por meterse en un campo donde antes no hacían negocio. Lo que hacen es bajar los estándares, pero siguen con sus mismos preconceptos de clase media. Está enfocado desde la oferta, no desde la necesidad, a diferencia de lo que sucede en medicina, donde el enfermo es el que genera las políticas a partir de sus enfermedades. La vivienda digna, como la entienden los arquitectos, es muy cara. No está al alcance de los pobres. Se hacen pocas y el tema no se resuelve. Mientras tanto, la gente vive y arregla sus casas, y eso es un potencial fabuloso. Creo que esa es la clave.
Pero los políticos no inauguran bolsas de plástico convertidas en casas. ¿El ministro de Salud se luce por tener lindos hospitales o por sus cifras de curados...? Con la vivienda debería suceder lo mismo.
¿Cuál es la relación entre negocio y miseria? Hay dos que hacen la ciudad: el negocio inmobiliario y los pobres. El interés inmobiliario es el que moviliza a los Gobiernos y a las grandes empresas internacionales. Y es el que hace la vivienda desde su perspectiva de maximizar la utilidad. Por el otro lado están los pobres tratando de sobrevivir y de mejorar su calidad de vida. La única posibilidad es que no se molesten y que se respeten mutuamente. Por mucho que quieran las inmobiliarias hacerlas perfectas, una ciudad no va a funcionar bien mientras los pobres sigan ahí. El conflicto encarece las ciudades que gastan más dinero en poner vigilancias y fomentar la segregación que en tratar de solucionarla. A nadie le conviene una mala ciudad. ¿Por qué no encontrar una fórmula para hacer negocios con restricciones?
El presidente chileno actual, Sebastián Piñera, es empresario. ¿Qué opina de él? En Chile, el sistema de subsidios ha permitido hacer muchas casas. Le ha convenido a los constructores. Pero no le ha hecho bien a la gente. Se ha convertido en un premio a la pobreza. Hoy los pobres son muy exigentes, pero nada autoexigentes.
¿La actitud paternalista genera casas pero hunde a las personas? ¿Por qué esforzarse si te lo dan? Tras el último seísmo de Chile, ocurrido en una zona rural con gran capacidad de la gente para la autoconstrucción, nadie se puso a trabajar. La gente comenzó a esperar. Hoy el 50% de las personas vive en tiendas. Esperando.
¿Le ha movido más su ideología o su educación? La sensación de que en esto puedo servir para algo. Si hubiera sido académica, hoy estaría llena de publicaciones, pero aburrida y fuera de la realidad. Tras cuatro años de política sentí que ese espacio era muy rígido para hacer lo que quería.
¿Qué ocurrirá en el momento en que no pueda viajar? Me he dado un plazo de cinco años para tener el equipo armado. Estoy entregando las coordinaciones de los proyectos. Pero hay que ver... Cambian las condiciones y cambian los momentos. Avanzamos con la idea de que el mundo está cambiando. Dejemos que sea la gente la que haga el cambio, no la élite.
¿Ha sacrificado mucho para hacer lo que hace? No lo siento como un coste. Hemos pasado momentos difíciles porque cuatro hijos... -cinco, porque uno falleció-, pero al final uno termina por mirar atrás y piensa: bueno, la vida no se la dieron a uno para estar sentado. La vida se la dieron para jugársela, y si uno se la puede jugar para hacer un cambio en el mundo...
Arquitecta atípica | ||||
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