lunes, enero 16, 2006

La guerra fría y la guerra contra el terrorismo

NORMAN BIRNBAUM EL PAÍS - Opinión - 08-01-2006
Cuando Henry Kissinger dirigía la política norteamericana en Vietnam, aseguraba que su prioridad era conservar la "credibilidad" de Estados Unidos. Estados Unidos no estaba dispuesto a conceder nada a sus enemigos, sino que pretendía infligirles un castigo destructor, casi aniquilador, por haberse opuesto a nuestra voluntad imperial. Sin embargo, había un inconveniente. Sabía que en Vietnam estábamos derrotados, y su diplomacia permitió que transcurriera un intervalo decente antes de abandonar a nuestros aliados vietnamitas a su suerte. Una generación después, Kissinger ha explicado al país que nuestra credibilidad vuelve a estar en duda. No podemos abandonar a Irak a su suerte (o, al menos, todavía no) sin sufrir una total pérdida de prestigio. Como erudito y diplomático, sugiere que los vecinos de Irak deben estar involucrados en cualquier solución, pero, como gran realista, evita mencionar a Irán. En cuanto a lo más evidente, el hecho de que la invasión de Irak ya ha destruido nuestra credibilidad con su brutalidad homicida, su incompetencia manifiesta y su hipocresía generalizada, el doctor Kissinger prefiere la discreción.
No obstante, su aparición, como la del espectro de Hamlet, nos trae recuerdos del pasado. La guerra contra el terrorismo es la heredera bastarda de la guerra fría. Como ocurrió con la guerra fría, sus protagonistas estadounidenses la han convertido en elemento central de la política nacional e intentan imponer sus obsesiones al resto del mundo. Como la guerra fría, la guerra contra el terrorismo es un gigantesco programa de obras públicas que ofrece trabajo a expertos, ideólogos y charlatanes y constituye la justificación para un gasto civil y militar sin fin, en una búsqueda quimérica de la "seguridad".
La movilización del país para la guerra otorga al Gobierno estadounidense un tinte cada vez más autoritario. La adhesión de otros países nos da, al menos, una soberanía parcial sobre ellos. Y muchos de nuestros periodistas, que carecen de conocimientos o de un distanciamiento crítico del poder, obtienen así los medios para interpretar una realidad que no saben dominar de otra manera.
En 1889, Jacob Burckhardt censuraba a "les terribles simplificateurs". ¿Qué diría ahora de nuestro mundo? En la lucha contra el comunismo, gran parte del pensamiento político occidental perdió su capacidad de diferenciación, incluso su sentido de la realidad. ¿El enemigo era el expansionismo ruso o la tiranía estalinista? La lucha geopolítica entre Estados Unidos y la Unión Soviética se intensificó tras la desestalinización y el comienzo del conflicto chino-soviético. Las ofertas soviéticas de distensión militar y política se encontraron con el rechazo. La Unión Soviética apoyaba a regímenes represivos y rebeliones en el Tercer Mundo con arreglo a lo que le convenía, pero Estados Unidos respaldaba a Gobiernos dictatoriales y explotadores. La imagen de un enemigo de agresividad despiadada e ideología absolutista persistió hasta que, con Gorbachov, se derrumbó el edificio. En grandes zonas de Europa occidental ya estaba deteriorado, por un justificable escepticismo de la opinión pública.
Hace unas semanas, un funcionario estadounidense declaró que Bin Laden había perdido la capacidad de coordinar y dirigir sus fuerzas en todo el mundo. De ser así, ya no tiene fuerzas repartidas por el planeta, si bien es cierto que existen numerosos grupos afines, islámicos y de otro tipo, que consideran enemigo a Estados Unidos. Del mismo modo que los anticomunistas de hace unas décadas ignoraban las tensiones internas de los Estados comunistas (y la falta de celo revolucionario de muchos sectores del movimiento), los que tanto ruido hacen sobre la existencia de una amenaza islamista ignoran los problemas y las divisiones del mundo islámico. La idea de que hay una campaña para crear un nuevo califato que vaya desde Indonesia hasta Marruecos es absurda. En medio de la ignorancia y la mentira inspiradas por Estados Unidos, resulta sorprendente hasta qué punto han perdido algunos europeos su sentido crítico y de la historia.
La ideología de la guerra contra el terrorismo tiene su utilidad. Desde luego, desvía la atención del comportamiento moral y político poco sublime de nuestros nuevos maniqueos. En la guerra fría, Estados Unidos trataba de no lanzar acusaciones demasiado fuertes sobre violaciones de los derechos humanos contra la URSS, por miedo a la actitud de la ONU ante la segregación racial que siguió siendo legal en el país hasta hace 40 años. Hoy, la campaña a favor de la democracia tiene sus limitaciones: los votos de Hamás -coincide Estados Unidos con Israel- no deben contar. Nuestro propio sistema de recuento tiene fallos estructurales. La lucha constante de muchos ciudadanos estadounidenses para proteger nuestras libertades constitucionales de la rapiña de nuestro Gobierno ocupa un lugar cada vez más importante en nuestra política.
La guerra fría la dirigieron grupos de intereses ideológicos y materiales, fabricantes de armas, un aparato político-militar que monopolizaba inmensos recursos, y, en Europa, quienes habían sido anticomunistas -en Italia, entre 1923 y 1945; en Alemania, entre 1933 y 1945; en España, entre 1936 y 1975- y buscaban una legitimidad de efectos retroactivos.
Hace unos años, la opinión general sobre la actuación del presidente Bush era bastante mala, hasta que el 11 de septiembre le dio la oportunidad de ofrecer una imagen de líder nacional, una imagen que ahora está desintegrándose. Mientras tanto, Israel, con su poderoso lobby en Estados Unidos, está claramente interesado en subrayar la amenaza islámica. Tiene experiencia en deformar la política estadounidense, puesto que ya utilizó el asunto de la emigración judía procedente de la URSS para minar los intentos de distensión de Nixon, Ford y Kissinger. En Europa, la guerra contra el terrorismo ha logrado la adhesión de quienes ven a Estados Unidos como un benévolo hermano mayor o un pagador fiable. En el resto del mundo, unos cuantos clientes conocidos de Estados Unidos -tiranos árabes, generales indonesios y paquistaníes, matones latinoamericanos- han hecho una transición perfecta del anticomunismo a la hostilidad contra el terrorismo. El hecho de que sigan disfrutando del dinero y la protección norteamericanos da una idea de lo serio que es el compromiso de Estados Unidos con la democracia.
La guerra contra el terror ha adquirido unas dimensiones teológicas. Los cristianos estadounidenses creen que están llevando a cabo una reconquista mundial contra el islam. Su visión de la historia es siempre apocalíptica, y el atentado contra las Torres Gemelas fue un regalo en ese sentido. Las locuras nacionalistas subsiguientes son reminiscentes de la guerra fría. Un país que libra un conflicto cultural y económico se une, aunque sea en una comunidad que no es genuina. La definición de terrorismo (como la acusación de falta de vigor frente a él), muchas veces, es tan vaga como las acusaciones de comunismo, colaboración con él o debilidad frente a él que se emplearon contra Arbenz, Mossadegh y Nasser, Quadros y Allende, o grandes figuras como Nehru, Brandt y Mandela. En Estados Unidos se escuchan a diario, en los enfrentamientos políticos internos, acusaciones de complicidad con el enemigo; el otro día, el presidente volvió a utilizarlas para difamar a quienes han calificado de abuso de poder las escuchas clandestinas.
Es indudable que Estados Unidos ha sufrido ataques, en casa y en el extranjero, y que las bombas de Bali, Londres, Madrid y, previamente, París demuestran la magnitud de un problema que también abarca los conflictos de Tierra Santa y Cachemira, Chechenia y Sinkiang, así como los graves problemas internos de Afganistán, Argelia, Egipto, Marruecos, Arabia Saudí, Siria y Túnez. La lista, por sí sola, pese a estar incompleta (podrían figurar también Irán y Turquía), es una prueba prima facie de que una expresión tan indistinta como terrorismo no nos dice nada. Del mismo modo que, ahora que vemos luchar a China y Rusia con sus problemas, las antiguas repúblicas soviéticas, Cuba y Vietnam, los antiguos Estados de la Federación Yugoslava, podemos comprender lo insustancial que era el término "comunista" para describirlos hace sólo dos décadas.
No hay nada que pueda sustituir al conocimiento histórico, la reflexión y la sensatez política, y la trayectoria que sigue la élite de nuestra política exterior para llegar a la cumbre no siempre premia esas características. La política estadounidense no siempre fomenta la integridad: no hay más que ver la cínica actuación de la senadora Hillary Clinton en relación con Oriente Próximo. Habla en favor de los norteamericanos el hecho de que, tanto en el Congreso como en el aparato de política exterior, se percibe cierta rebelión por parte de algunos que no son totalmente ignorantes ni se han perdido el respeto a sí mismos. Cuanto antes rechace el resto del mundo la idea de una Guerra contra el Terrorismo, más posibilidades tendrá Estados Unidos de recobrar el sentido común.
Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. Norman Birnbaum es profesor emérito en la Facultad de Derecho de Georgetown. Autor, entre otros libros, de Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX.

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