domingo, octubre 29, 2006

La mujer que plantaba árboles: Wangari Maathai ya NO defiende la ablación genital femenina

La keniata Wangari Maathai ha ganado el Premio Nobel de la Paz. Fue la primera mujer de Africa oriental que consiguió un doctorado en Biología. Tuvo que elegir entre la investigación y el activismo ecológico, y escogió esto último. Luchó contra la privatización de los campos comunales y consiguió fondos para financiar viveros, cuidados por mujeres necesitadas. Ha plantado 30 millones de árboles.
Otro aspecto no muy conocido de esta admirable mujer es su defensa de la práctica de la ablación del clítoris y la infibulación como parte de la cultura tradicional de su país. Nadie es perfecto. Puedes hacer mucho bien y mucho mal simultáneamente.

La Premio Nobel 2004 Wangari Maathai, defensora y propulsora de la ablación del clítoris (excision en inglés) en su país, pero galardonada por su lucha ecológica.

Al respecto transcribo un artículo del filósofo y escritor español Gabriel Albiac:

El navegante que busca en Internet verá asociarse en su buscador dos vocablos: Maathai y excisión. Sabedor de que Wangari Maathai debe su reputación a la lucha contra la tala (excision, en inglés) de la selva africana, nada llamativo le aparecerá en ello. Se equivoca el navegante. Excision tiene dos usos semánticos muy distintos (aun cuando no metafóricamente extraños): el forestal, al cual toda la prensa alude; el genital (amputación ritual del clítoris), acerca del cual la prensa europea, tras la otorgación del Premio Nobel de la Paz a la ministra keniata, está siendo muy discreta.Y, sin embargo, las dos excisiones se cruzan en la biografía política de Maathai. Lucha contra la deforestación, en un país brutalmente desertizado: primero, mediante el fallido intento de repoblación con especies no autóctonas; luego, bajo el “abandono de la tierra a sí misma”, ancestral práctica sagrada de sus Kikuyu natales: “En mi etnia, la rebelión es natural. En el fondo, yo no soy más que una kikuyu”.Y, como tal kikuyu, la otra excisión, la que exige que la amputación del clítoris ritualice el paso de las niñas a la edad adulta, es parte de esa defensa de la identidad étnica reivindicada por la ministra. “La excisión está en el corazón de los kikuyus. Todos nuestros valores están edificados sobre esta práctica”, declarará en 2001, al apoyar la campaña de castración femenina forzosa, promovida por los Mungiki, clan secreto en el cual Maathai saludaba la verdadera esencia de los “hijos de la selva”.
No es algo nuevo. Yomo Kenyata, el padre de la patria, había teorizado lo mismo en 1959: “Ningún kikuyu puro aceptará desposar a una mujer que no haya sido excindida… Es imposible, para un miembro de la tribu imaginar una iniciación sin cliteridectomía”.¿Las consecuencias de esa ablación del clítoris y de los labios menores (que, en la variante “fara
ónica”, se completa con la suturación de la vulva hasta no dejar más que un estrecho canal para las deyecciones, que el marido deberá abrir, a punta de cuchillo, en el momento de la desfloración)? Devastadoras. La anulación definitiva del placer sexual no es la más grave de ellas; el cuerpo de la mujer, si sobrevive a las infecciones, queda trocado en una máquina perenne de dolor, cuya descripción por sus víctimas es espeluznante.
Las duras condenas dictadas por los tribunales franceses, tras el proceso Hawa Greou en 1999, trataron de poner coto a la más cruel de las mutilaciones
ejercidas hoy sobre el cuerpo femenino. Y a su continuidad tribal. Incluso entre quienes emigraron a Europa. A ese amable pintoresquismo han concedido el Nobel de la Paz los señores de Oslo. Siempre tan previsibles.

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