Dentro de algo más de un año y medio se cumplirán tres décadas de la firma de los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, que sustituyeron al concordato suscrito por el régimen de Franco y el papa Pío XII en 1953. A la luz de los acontecimientos y de la conflictividad que comportan algunos de sus puntos -léase, por ejemplo, la polémica sobre la idoneidad del profesorado de religión-, no sería irracional que el Gobierno se planteara la conveniencia de su revisión y adecuación a unas circunstancias bien distintas de las de la España de la transición. Si la Iglesia ha reclamado -y conseguido- un nuevo modelo de financiación más generoso para sus intereses, que sube del 0,5% al 0,7% del IRPF las aportaciones voluntarias de los contribuyentes, también el Estado debería obtener fórmulas más coherentes que las vigentes para impedir, entre otras cosas, que un profesor de religión sea despedido simplemente porque está divorciado o limar el rechazo eclesiástico a la asignatura de educación ciudadana.
En provecho de las dos partes, y por supuesto de los ciudadanos, sería conveniente encontrar unas reglas de juego más transparentes y menos ambiguas que las presentes. El fallo del Tribunal Constitucional el pasado 15 de febrero sobre el despido de una profesora de religión en un colegio público canario, que reconoce la potestad de los obispos para pronunciarse sobre la vida privada a la hora de contratar un enseñante de esa asignatura, es seguramente impecable desde un punto de vista jurídico. Sin embargo, suscita perplejidad por lo que representa de carga lesiva para los derechos laborales de cualquier español reconocidos por la Constitución.
Todo ello retrotrae la memoria a los efectos negativos que supuso el que los acuerdos entre España y el Vaticano fueran negociados antes de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna. Quizás por ello algunos de sus elementos no sean precisamente constitucionales, pese a haber sido suscritos poco después de la promulgación de la norma fundamental española en 1978. El Gobierno, que es quien sufraga la financiación, tendría algo más que decir en el asunto del profesorado de religión en los institutos públicos, más allá de respirar con indisimulada satisfacción después de este reciente fallo del Constitucional. El borrador de decreto que ha preparado el Ejecutivo socialista para regular su estatuto jurídico es considerado inaceptable por los obispos.
Con todo, debería luchar para persuadir a los obispos de que también ellos deben ceder en algunas parcelas y recordarles que España es un Estado aconfesional. En una primera fase, los responsables de la materia en los centros públicos podrían ser equiparados al resto de sus compañeros y estar sujetos al mismo régimen de selección que los demás. Pero el horizonte final no podría ser otro que plantear la supresión de la asignatura en la enseñanza pública.
En provecho de las dos partes, y por supuesto de los ciudadanos, sería conveniente encontrar unas reglas de juego más transparentes y menos ambiguas que las presentes. El fallo del Tribunal Constitucional el pasado 15 de febrero sobre el despido de una profesora de religión en un colegio público canario, que reconoce la potestad de los obispos para pronunciarse sobre la vida privada a la hora de contratar un enseñante de esa asignatura, es seguramente impecable desde un punto de vista jurídico. Sin embargo, suscita perplejidad por lo que representa de carga lesiva para los derechos laborales de cualquier español reconocidos por la Constitución.
Todo ello retrotrae la memoria a los efectos negativos que supuso el que los acuerdos entre España y el Vaticano fueran negociados antes de la entrada en vigor de nuestra Carta Magna. Quizás por ello algunos de sus elementos no sean precisamente constitucionales, pese a haber sido suscritos poco después de la promulgación de la norma fundamental española en 1978. El Gobierno, que es quien sufraga la financiación, tendría algo más que decir en el asunto del profesorado de religión en los institutos públicos, más allá de respirar con indisimulada satisfacción después de este reciente fallo del Constitucional. El borrador de decreto que ha preparado el Ejecutivo socialista para regular su estatuto jurídico es considerado inaceptable por los obispos.
Con todo, debería luchar para persuadir a los obispos de que también ellos deben ceder en algunas parcelas y recordarles que España es un Estado aconfesional. En una primera fase, los responsables de la materia en los centros públicos podrían ser equiparados al resto de sus compañeros y estar sujetos al mismo régimen de selección que los demás. Pero el horizonte final no podría ser otro que plantear la supresión de la asignatura en la enseñanza pública.
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+ Concordato ¿para qué? por Dionisio Llamazares
El Concordato de 1953 entre España y la Santa Sede se sustituyó (en 1979) por Acuerdos parciales sobre materias concretas, con la ilusa intención de facilitar su modificación sin afectar al conjunto. Pero en casi treinta años de democracia sólo ha habido un ligero retoque.
Los acuerdos con la Santa Sede frustran las pretensiones de nuestros constituyentes
Recientemente, por imperativo de la legislación comunitaria, la Iglesia ha dejado de beneficiarse de la exención del IVA y se ha puesto en marcha, con quince años de retraso, el nuevo modelo de asignación tributaria en sustitución de la dotación presupuestaria del Concordato de 1953, a cambio de un sustancioso incremento del porcentaje a favor de la Iglesia como compensación.
A los gobiernos les produce el mismo temor reverencial el sistema de Acuerdos parciales que el Concordato, dado el carácter internacional de ambos y la resistencia numantina de la Iglesia a la modificación a cambio de nada.
Inicialmente, los concordatos, en los Estados confesionalmente católicos, pretendieron delimitar competencias entre el poder religioso y el secular; después, intercambiar privilegios; evitar o dar fin al conflicto en ambos casos. En cuanto a los Estados confesionales con minoría católica, o los laicistas que valoran negativamente la religión, la Iglesia católica, apoyándose en la capacidad de presión que le da su difusión universal, utiliza el concordato para conseguir un respiro de tolerancia que, indirectamente, beneficiará a los ciudadanos católicos.
En ambos casos, el objetivo directo e inmediato de los concordatos no son los derechos de los súbditos o ciudadanos, ni los de los fieles, sino los de la Iglesia y los del Estado. Pero cumplen un importante cometido como instrumentos de superación de conflictos o de defensa de la libertad de la Iglesia.
Algunos acuerdos posteriores al Vaticano II, cuando más, aluden a la igualdad y a la libertad religiosa, no como contenido, sino como límites del contenido del acuerdo. ¿Pero tienen sentido estos acuerdos en un Estado social, democrático, de derecho y laico? ¿Son necesarios? ¿Son convenientes?
Debo hacer dos observaciones. Primera, se les considera tratados internacionales y, en realidad, son acuerdos, no entre dos Estados, sino entre un Estado y una organización confesional internacional; entre los primeros rige el principio de reciprocidad; no en el caso de los concordatos. Un ejemplo: el Estado reconoce eficacia civil al matrimonio canónico, pero la Iglesia no reconoce eficacia canónica al matrimonio civil. Segunda, el Derecho canónico medieval incorpora el principio romano de que el príncipe no está subordinado a la ley, del que derivará este otro: la Primera Sede por nadie puede ser juzgada, todavía proclamado en el Código vigente (can. 1404). No es asunto baladí. ¿Puede haber control jurisdiccional real del concordato si una de las partes rechaza la instancia superior?
La Constitución española proclama el derecho de libertad religiosa y establece un sistema de garantías eficaz, de su ejercicio individual y colectivo, tanto de los individuos como de los grupos en los que se integran. España ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio de Roma, sometiéndose a los correspondientes controles jurisdiccionales; algo que no ha hecho el Estado Vaticano. ¿Qué plus de garantía añaden al derecho de libertad religiosa el concordato y su carácter de tratado internacional?
El Estado español, como Estado social, promociona ese derecho siempre que sea necesario para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas o para eliminar los obstáculos que lo impidan. La cooperación con las confesiones es constitucionalmente legítima incluso para facilitar el ejercicio de esos derechos si no entra en contradicción con la laicidad. ¿Qué añade el concordato?
¿Se verían afectados los derechos de libertad de conciencia y de libertad religiosa de los católicos españoles si desaparecieran los Acuerdos vigentes y la Iglesia católica se sometiera, sin más, al Derecho común de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa?
En cambio, son muchos los inconvenientes de estos Acuerdos, dado su carácter internacional. Hipotecan la soberanía del Parlamento y convierten a los gobiernos en rehenes de la permanente acusación de incumplirlos con cada iniciativa legislativa que pueda afectarles. Por el contrario, los acuerdos con las otras confesiones, que no tienen carácter internacional, no entrañan tal riesgo. El Parlamento es soberano para aprobar leyes aunque los modifiquen, con la sola obligación del Gobierno de comunicárselo previamente a la confesión afectada, para que exprese su parecer.
Los Acuerdos han sido uno de los principales obstáculos para una más pronunciada y pronta adecuación de nuestro ordenamiento a las exigencias de la laicidad. La solución de las dudas sobre interpretación y aplicación de los acuerdos exige el mutuo consentimiento y la Iglesia veta dogmáticamente cualquier interpretación que no sea la propia, usurpando el papel de colegisladora.
Los Acuerdos están plagados de expresiones equívocas, conscientemente queridas, dada su negociación paralela a la discusión del texto constitucional. Recuérdese que se firman pocos días después de la promulgación de la Constitución: formalmente posteriores a la Constitución, pero materialmente anteriores.
Los Acuerdos han sido permanentemente fuente de tensión entre Estado e Iglesia, que ha tenido fiel reflejo en la opinión pública y se han convertido en signo de división entre los ciudadanos, frustrando las pretensiones de nuestros constituyentes al elaborar el artículo 16.3 de la Constitución: evitar que la diferencia de creencias religiosas pudiera volver a convertirse en factor de enfrentamiento político entre los españoles.
Los Acuerdos, finalmente, son un riesgo permanente de desigualdad y de privilegio, no sólo de la Iglesia católica con respecto a otras confesiones, sino también de todas ellas con respecto a quienes no tienen creencias religiosas.
En resumen, no son necesarios, ni convenientes. Quizá algún lector se sienta defraudado, si es que me ha hecho gracia de su tiempo hasta aquí. Pido disculpas por no haber aludido a la sospecha de inconstitucionalidad de algunas cláusulas de estos Acuerdos. El silencio ha sido consciente. Porque esa es otra historia que, como diría Michel Ende, debe ser contada en otra ocasión.
Dionisio Llamazares es catedrático emérito de la Universidad Complutense y director de la cátedra de Laicidad y Libertades Públicas de la Universidad Carlos III de Madrid.
Los acuerdos con la Santa Sede frustran las pretensiones de nuestros constituyentes
Recientemente, por imperativo de la legislación comunitaria, la Iglesia ha dejado de beneficiarse de la exención del IVA y se ha puesto en marcha, con quince años de retraso, el nuevo modelo de asignación tributaria en sustitución de la dotación presupuestaria del Concordato de 1953, a cambio de un sustancioso incremento del porcentaje a favor de la Iglesia como compensación.
A los gobiernos les produce el mismo temor reverencial el sistema de Acuerdos parciales que el Concordato, dado el carácter internacional de ambos y la resistencia numantina de la Iglesia a la modificación a cambio de nada.
Inicialmente, los concordatos, en los Estados confesionalmente católicos, pretendieron delimitar competencias entre el poder religioso y el secular; después, intercambiar privilegios; evitar o dar fin al conflicto en ambos casos. En cuanto a los Estados confesionales con minoría católica, o los laicistas que valoran negativamente la religión, la Iglesia católica, apoyándose en la capacidad de presión que le da su difusión universal, utiliza el concordato para conseguir un respiro de tolerancia que, indirectamente, beneficiará a los ciudadanos católicos.
En ambos casos, el objetivo directo e inmediato de los concordatos no son los derechos de los súbditos o ciudadanos, ni los de los fieles, sino los de la Iglesia y los del Estado. Pero cumplen un importante cometido como instrumentos de superación de conflictos o de defensa de la libertad de la Iglesia.
Algunos acuerdos posteriores al Vaticano II, cuando más, aluden a la igualdad y a la libertad religiosa, no como contenido, sino como límites del contenido del acuerdo. ¿Pero tienen sentido estos acuerdos en un Estado social, democrático, de derecho y laico? ¿Son necesarios? ¿Son convenientes?
Debo hacer dos observaciones. Primera, se les considera tratados internacionales y, en realidad, son acuerdos, no entre dos Estados, sino entre un Estado y una organización confesional internacional; entre los primeros rige el principio de reciprocidad; no en el caso de los concordatos. Un ejemplo: el Estado reconoce eficacia civil al matrimonio canónico, pero la Iglesia no reconoce eficacia canónica al matrimonio civil. Segunda, el Derecho canónico medieval incorpora el principio romano de que el príncipe no está subordinado a la ley, del que derivará este otro: la Primera Sede por nadie puede ser juzgada, todavía proclamado en el Código vigente (can. 1404). No es asunto baladí. ¿Puede haber control jurisdiccional real del concordato si una de las partes rechaza la instancia superior?
La Constitución española proclama el derecho de libertad religiosa y establece un sistema de garantías eficaz, de su ejercicio individual y colectivo, tanto de los individuos como de los grupos en los que se integran. España ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio de Roma, sometiéndose a los correspondientes controles jurisdiccionales; algo que no ha hecho el Estado Vaticano. ¿Qué plus de garantía añaden al derecho de libertad religiosa el concordato y su carácter de tratado internacional?
El Estado español, como Estado social, promociona ese derecho siempre que sea necesario para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas o para eliminar los obstáculos que lo impidan. La cooperación con las confesiones es constitucionalmente legítima incluso para facilitar el ejercicio de esos derechos si no entra en contradicción con la laicidad. ¿Qué añade el concordato?
¿Se verían afectados los derechos de libertad de conciencia y de libertad religiosa de los católicos españoles si desaparecieran los Acuerdos vigentes y la Iglesia católica se sometiera, sin más, al Derecho común de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa?
En cambio, son muchos los inconvenientes de estos Acuerdos, dado su carácter internacional. Hipotecan la soberanía del Parlamento y convierten a los gobiernos en rehenes de la permanente acusación de incumplirlos con cada iniciativa legislativa que pueda afectarles. Por el contrario, los acuerdos con las otras confesiones, que no tienen carácter internacional, no entrañan tal riesgo. El Parlamento es soberano para aprobar leyes aunque los modifiquen, con la sola obligación del Gobierno de comunicárselo previamente a la confesión afectada, para que exprese su parecer.
Los Acuerdos han sido uno de los principales obstáculos para una más pronunciada y pronta adecuación de nuestro ordenamiento a las exigencias de la laicidad. La solución de las dudas sobre interpretación y aplicación de los acuerdos exige el mutuo consentimiento y la Iglesia veta dogmáticamente cualquier interpretación que no sea la propia, usurpando el papel de colegisladora.
Los Acuerdos están plagados de expresiones equívocas, conscientemente queridas, dada su negociación paralela a la discusión del texto constitucional. Recuérdese que se firman pocos días después de la promulgación de la Constitución: formalmente posteriores a la Constitución, pero materialmente anteriores.
Los Acuerdos han sido permanentemente fuente de tensión entre Estado e Iglesia, que ha tenido fiel reflejo en la opinión pública y se han convertido en signo de división entre los ciudadanos, frustrando las pretensiones de nuestros constituyentes al elaborar el artículo 16.3 de la Constitución: evitar que la diferencia de creencias religiosas pudiera volver a convertirse en factor de enfrentamiento político entre los españoles.
Los Acuerdos, finalmente, son un riesgo permanente de desigualdad y de privilegio, no sólo de la Iglesia católica con respecto a otras confesiones, sino también de todas ellas con respecto a quienes no tienen creencias religiosas.
En resumen, no son necesarios, ni convenientes. Quizá algún lector se sienta defraudado, si es que me ha hecho gracia de su tiempo hasta aquí. Pido disculpas por no haber aludido a la sospecha de inconstitucionalidad de algunas cláusulas de estos Acuerdos. El silencio ha sido consciente. Porque esa es otra historia que, como diría Michel Ende, debe ser contada en otra ocasión.
Dionisio Llamazares es catedrático emérito de la Universidad Complutense y director de la cátedra de Laicidad y Libertades Públicas de la Universidad Carlos III de Madrid.
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