Pablo fue desde pequeño un niño seductor. Inteligente, simpático, decidido e independiente. El pequeño de una familia bien avenida, con dos hermanas mayores y unos padres, Lucía Hernández y Enrique López, que admiten que quizá le consintieron un poco más que a sus hermanas por eso de ser el benjamín de la casa. A los 11 años comenzó a dar muestras de rebeldía, de no querer acatar autoridad alguna, ni profesores ni adultos en general. Empezó a ejercer de líder en su colegio, un centro privado y laico. Arrastraba a la clase con sus ocurrencias, las contestaciones a los profesores y sus dotes de “listillo”. Nada de violencias. Se hizo muy popular, una influencia que, según los profesores, no era buena para sus compañeros. En sexto de primaria le expulsaron del colegio. Empezó en otro -privado y laico- de donde también se tuvo que ir. Terminó en un centro de enseñanza pública. Vivía en las afueras de Madrid y con 12 años se escapaba al centro de la capital. Empezó a consumir droga: tripis, marihuana, hachís. “De todo, menos pincharme”, decía en actitud provocadora. Envalentonado y desafiante, empezó a enfrentarse a sus padres. Le expulsaron del instituto, se iniciaron los episodios de violencia familiar. Pedía dinero, desaparecía y la familia no sabía por dónde ni con quién estaba. Después de un fin de semana sin aparecer, intentó echar abajo la puerta de la casa, golpeó con una barra las ventanas y el coche de sus padres, mientras les insultaba a gritos. Fue el primer enfrentamiento directo. El siguiente fue destrozar su habitación porque no le habían dado suficiente dinero. Su padre le amenazó con echarle de casa y él le denunció en la comisaría. A las once de la noche se presentó con la policía, que les aconsejó, después de ver la habitación, que le denunciaran. No lo hicieron. “Al principio siempre crees que es algo que se arreglará, no te imaginas que pueda acabar derivando en problemas tan graves. Estábamos perdidos, había sido un hijo muy deseado y no fuimos capaces de adivinar tantas dobleces en un niño pequeño”, dice Lucía.
Pablo empezó a consumir marihuana en casa y a negarse a estudiar. No quería levantarse de la cama. Le llevaron al psiquiatra, quien dio a los padres una pauta de conducta: hacer un frente unido, no dejarse envolver por su palabrería ni sus mentiras, intentar mantener la relación con él aunque fuera costosa, que se sintiera querido, tratar de evitar que cometiera un delito o tuviera algún accidente mortal. Fue el primer cara a cara brutal con una realidad dura de admitir: no era un caso de adolescencia difícil y debían buscar ayuda. Fueron a un psicólogo, y Pablo, a otro. Poco después, a los 13 años, golpeó a su padre y empezó a zarandear a la madre repetidamente para quitarle el bolso. Quería dinero para comprar marihuana. Consumía mucho y tenía arrebatos violentos. En uno de ellos, los padres tuvieron que avisar a la policía, que se presentó con una ambulancia de psiquiatría y lo internó en un centro de desintoxicación de menores. Los padres iban a visitarle los días permitidos. Regresó a casa muy cambiado física y mentalmente, más maduro. Aprobó tercero de ESO. A los 15 años cumplidos amenazó a sus padres con cortarles el cuello mientras dormían, después de dejarles toda la habitación salpicada de sangre. Empezaron a tener miedo. A los 16 años se marchó de casa, buscó un trabajo y empezó a hacer una vida casi independiente. “Ahora quiere volver a casa, pero su padre le ha puesto condiciones: estudiar o trabajar y someterse al sistema familiar. Mi marido es partidario de que se independice totalmente, dice que si ya es mayor, como él asegura, lo es para todo”.
Hijos que pegan a los padres, les maltratan física o psíquicamente, les insultan, empujan, roban y amenazan, en ocasiones incluso de muerte. En su mayoría son sólo adolescentes de entre 12 y 17 años, pero los hay menores, incluso muy pequeños, que se convierten en auténticos tiranos de la casa y tienen atemorizada a toda la familia, que, en ocasiones, acaba rompiéndose.
El caso de Lucía y Enrique (nombres supuestos como todos los de los padres e hijos que aparecen en este reportaje) es sólo uno entre los miles de padres españoles que ante una situación insostenible han acabado denunciando a sus hijos a la policía o en los juzgados el último año. Casi 5.000 padres lo hicieron en 2005, cifra que, aún sin cerrar la estadística del año, es casi seguro que será superada en 2006 (en septiembre rozaban los 4.000, según datos del Ministerio del Interior). Denuncias que son sólo la punta del iceberg de un problema que hasta hace muy poco ha sido un tabú en nuestra sociedad: el de los hijos que maltratan a sus padres.
Una situación que, sin dramatizar ni generalizar porque es minoritaria, ha empezado a preocupar seriamente a la Fiscalía General del Estado, que prepara una instrucción para que los fiscales puedan enfrentarse a un fenómeno que les ha cogido desprevenidos. “Nos preocupa que los fiscales actúen con unidad de criterio en esta cuestión. Por eso, en conexión con la fiscalía específica de Violencia de Género, trabajamos en unas pautas de tratamiento del problema. Estamos asimilando lo que nos trasladan los fiscales de a pie de toda España, sobre todo los de menores: que cada vez hay más chicos, entre 12 y 18 años, que son protagonistas en casos de violencia familiar”, afirma Luis Navajas, coordinador general de la Fiscalía de Menores. Navajas reconoce que no es un problema nuevo, pero que es ahora cuando empieza a inquietarles de verdad.
Sólo en Granada, 165 padres denunciaron a sus hijos en 2005, y según el juez de menores Emilio Calatayud, conocido por sus originales sentencias, serán más en 2006. “Van en aumento, y además es el único delito en el que veo que chicos y chicas estarían casi igualados en edades y sexos, 16-17 años. Pero todavía hay muchos padres que no denuncian por vergüenza. En Granada estamos concienciándoles de que es mejor que lo hagan, porque hay situaciones verdaderamente conflictivas, pero muchos tapan la situación”.
Sin querer ser alarmista, el psicólogo Vicente Garrido, profesor de la Universidad de Valencia, consultor de Naciones Unidas, y uno de los investigadores que más han profundizado en la violencia familiar (su libro Los hijos tiranos. El síndrome del emperador se ha convertido en un manual-guía para muchos padres), habla del aumento de esta conflictividad. “A diario me escriben o llaman padres desesperados con la violencia de sus hijos adolescentes, casi siempre chicos. Y sí, me sorprende el número importante de hijos que pegan o maltratan a los padres, porque en los años noventa no lo hubiéramos previsto, pero todavía me sorprende más que éstos los denuncien. Pero cuando lo hacen es que, a veces, es el único camino que tienen para proteger a los hermanos”.
Se ha roto el tabú, un tabú esencial en nuestra especie, algo en lo que insisten tanto Garrido como la psiquiatra María Jesús Mardomingo, jefa de Psiquiatría Infantil del hospital Gregorio Marañón de Madrid y presidenta de la Asociación madrileña de Psiquiatría Infantil. “Los comportamientos violentos de los niños siempre han existido, pero en los últimos años se han acrecentado, y lo detectan los padres, los médicos y los profesores. Ha habido una frase hecha en nuestra sociedad: “es más malo que pegar a un padre”, para definir a alguien como lo peor de lo peor, y ese tabú se ha roto”.
Algunos expertos mantienen que el de los hijos violentos que se revuelven contra los padres hasta llegar al maltrato físico es un conflicto de sociedades desarrolladas que empieza a aflorar en diversos países, entre ellos España. Pero no todos se ponen de acuerdo en las causas. Mientras unos sostienen que es un problema de mala educación, de excesiva permisividad, tanto familiar como social, que hace que algunos niños consentidos y caprichosos se conviertan en poco tiempo en auténticos dictadores, otros afirman que la causa es doble, y que, aunque el ambiente es importante, hay que contar con una predisposición genética. Una incapacidad de estos niños (que no hay que confundir con los diagnosticados de déficit de atención e hiperactividad) para desarrollar emociones morales auténticas -empatía, amor, compasión-, lo que desemboca en una gran dificultad para mostrar culpa y arrepentimiento por las malas acciones.
Es la tesis que mantiene el psicólogo Vicente Garrido. “La causa es mixta, tanto biológica -chicos que tienen mayor dificultad en desarrollar emociones morales y una conciencia- como sociológica: ahora se desprestigia el sentimiento de culpa y se alienta la gratificación inmediata y el hedonismo. La familia y la escuela han perdido capacidad de educación y esto favorece que chicos con esa predisposición biológica, que antes eran contenidos por la sociedad, tengan mucha más facilidad para exhibir la violencia”.
“La insensibilidad es una característica de estos niños”, dice Mardomingo. “Veo pequeños que desde los tres años tienen unas rabietas tremendas. No obedecen, son agresivos y ya en la guardería pegan y no pueden jugar si no es desde la imposición y la violencia. Por fortuna, las conductas verdaderamente agresivas y peligrosas, como retar a los padres y pegarles, suponen un porcentaje menor y se producen a partir de los 13 o 14 años. Y si hay una predisposición genética, para mí, sin ningún género de dudas, lo que facilita que afloren estos trastornos de conducta son los factores ambientales”.
“Estamos ante chavales que lo tienen todo, que no se han puesto límites. Yo creo que hay que recuperar los principios de autoridad, paterna y de la escuela, pero sobre todo de los padres. No hemos sabido poner límites a nuestros hijos, es la ley del péndulo, nos hemos pasado de un extremo al otro. La próxima generación estará más preparada para educar con cierta autoridad y al tiempo con flexibilidad”, sostiene el juez Emilio Calatayud, de 51 años, y que en su infancia pasó por un colegio con fama de correccional.
Que un chaval intente ejercer el dominio sometiendo a los adultos es muy llamativo, pero no está pasando sólo en España, reflexiona la catedrática de Psicología de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, María José Díaz-Aguado, autora de varios libros sobre violencia escolar, el más reciente Del acoso escolar a la cooperación en las aulas. “Creo que es un problema general de violencia con los adultos que se ejerce contra profesores y familias. En un estudio con adolescentes conflictivos hemos detectado distintas actitudes familiares comunes. Una, que las familias habían utilizado el castigo físico cuando el niño era pequeño, aportando un modelo autoritario, de dominio-sumisión, para intentar controlarlo. Otra, donde se combinaban los métodos coercitivos, utilizados en el franquismo, con una permisividad excesiva. Una permisividad que se convierte en violencia cuando el niño intenta salirse con la suya, desobedecer y someter al adulto, y entonces se vuelve un pequeño tirano. Y también existe una mezcla de ambas”.
El caso de Fernando no encaja en ninguna de estas situaciones, según explica su madre, la madrileña Teresa Fuentes. “Fue un niño muy querido y le he dedicado mucha atención. Miro hacia atrás y creo que no he sido una madre consentidora, le exigía porque era un niño inteligente, a lo mejor demasiado... Me pregunto, ¿en qué me he equivocado?”.
Fernando, que ahora tiene 17 años, fue desde la cuna un niño nervioso y propenso al llanto. Inquieto y de poco dormir, “muy revoleras”. Cuando se enfadaba tiraba con rabia los juguetes, o lo que pescara a mano, contra las paredes. Cuando quería una cosa “la quería ya mismo”. Si le gustaban las peras quería comer cinco. Superinteligente, aunque no superdotado, a los siete años empezó a contestar a los padres y a llamar tonta a su madre. El padre no le dio importancia, la madre, acostumbrada a educar niños, no quiso permitírselo. En el colegio sacaba buenas notas sin dar un palo al agua y pronto se destacó como líder. A los 12 años empezó a frecuentar la calle y envalentonarse. No quería hacer deberes, y cuando su madre le cerraba el paso a la calle, Fernando la apartaba sin contemplaciones de un empujón. Era un chico deportista, un buen nadador, fuerte y alto -enseguida alcanzaría 1,80 metros-. Cuando sus padres se separaron tenía 14 años. Él y su hermana se quedaron con la madre, y a partir de ese momento tuvo una actitud mucho más violenta con ella. La culpaba de todos los males y empezó el ataque frontal. La insultaba, la empujaba, le hacía moratones, la trataba “como una basura”. Tras la muerte de su abuelo y un amigo empezó a fumar porros y a faltar a clase. No iba, pero quería que su madre le justificara las faltas, lo que no conseguía. Un día, después de tirarla al suelo y robarle 200 euros, se fue de casa. Teresa fue a la comisaría del barrio, donde le aconsejaron que lo denunciara, llamó a la Fiscalía de Menores para informarse... No quiso denunciarle. “Es tu hijo y nadie lo entiende, toda la familia se pone en contra, es luchar contra corriente”. Ella y su ex marido fueron a terapia psicológica en un centro municipal. A Fernando le quedan seis meses para cumplir la mayoría de edad, tiene un trabajo temporal y va a casa cuando quiere. “Soy como un rehén en mi propia casa. Es como tener un marido violento, pero con un hijo. Duele mucho, pero no se puede vivir así, siempre con miedo”, dice Teresa.
¿Cómo detectar a un pequeño tirano en ciernes cuando no hablamos de casos claramente patológicos?, ¿qué síntomas avisan de que ese niño o niña, generalmente inteligente y seductor, puede convertirse en un déspota que amargará la vida a toda la familia? “Estos chicos coinciden con la personalidad del psicópata. La mayoría no lo son, pero tienen rasgos típicos de este trastorno, como una gran impulsividad, profundo egocentrismo e incapacidad para sentirse culpables y mostrar arrepentimiento. Ante la desesperación de los padres no sirven las regañinas, conversaciones y castigos. Tienen conductas habituales de desafío, mentiras, e incluso actos crueles hacia los hermanos y amistades”, explica Garrido.
“Aparte de la insensibilidad hacia los demás, son muy fríos y tienen una visión de la vida terriblemente narcisista: empieza en ellos y termina en ellos”, añade Mardomingo.
Tanto Pablo como Fernando consumían droga desde niños, ¿es la droga un detonante de estos trastornos de conducta? No opinan así la mayoría de los expertos consultados, para quienes la droga es una consecuencia, pero no un desencadenante. “Es una manifestación más”, dice Mardomingo,“son niños que cuando empiezan a faltar al colegio, a fugarse, a beber alcohol en pandilla, entran también en contacto con la droga, generalmente hachís o marihuana, y eso es un síntoma más de un comportamiento que ya es grave. Pero también hay chicos que consumen drogas porque les sirve para mitigar la tristeza, el desánimo o la depresión, o porque tienen un problema de ansiedad y sirve para mitigarla, y ciertas drogas les ayudan a equilibrar las relaciones que tienen con el entorno”.
Muchos descargan en la familia la culpa de estos trastornos de conducta, ¿existe un perfil familiar que favorece este tipo de hijos agresivos? Los expertos en contacto directo con el problema aseguran que, en general, no se trata de familias desestructuradas o marginadas en las que los niños han vivido agresiones y violencia desde pequeños -que también existen-, sino familias de las consideradas “normales”. A ellas se suman familias monoparentales -por lo general, madres separadas- y otras de origen inmigrante o con hijos adoptados. “Son familias de clase media o media alta. Un denominador común es que son las madres las que dan el primer paso, porque tienen una actitud más abierta y decidida. Y otro, que lo hacen cuando ya es una situación insoportable y degradante, porque para las familias es una historia de las más ocultas. Cuando hablamos de acoso escolar se dicen los nombres, pero esto es parecido al abuso sexual, una vergüenza para la familia, algo que procura mantener en secreto”, explica el psicólogo José Luis Calvo, presidente de la asociación Pro Derechos del Niño y la Niña (Prodeni), que, sin entrar en su cometido, recibe peticiones de ayuda de padres de toda España que no saben adónde acudir.
Calvo sostiene que suelen ser familias en las que los hijos han crecido con carencias de comunicación, abundancia de cosas materiales y cierta permisividad. “Típicas de una sociedad en la que los padres no tienen mucho tiempo para dedicar a los hijos, pero a los que no puede culpabilizárseles de todo”. “Lo que yo denomino síndrome del emperador se caracteriza por que el hijo abusa de los padres (de la madre más habitualmente) cuando éstos no han sido negligentes y sin que haya causas sociales que lo expliquen. Es decir, que, aunque no hayan sido unos padres “perfectos”, le han tratado con un amor y una atención que bastarían para que niños sin tal síndrome crecieran como personas no violentas”, explica Garrido.
El psicólogo Manuel Córdoba, que trabaja con chicos de entre 14 y 18 años, con delitos de violencia, en uno de los centros de menores de la Comunidad de Madrid (El Laurel, 22 plazas, siempre ocupadas), se encuentra con dos tipos de familias. “Las que han sido incapaces de imponer un límite, y eso al chico le causa sensación de abandono, porque cuando se relaciona con otros chicos ve que tienen límites y se pregunta si a él no le quieren (casos frecuentes de inmigrantes latinoamericanos y magrebíes). Y aquellas familias, más ligadas a una clase media, en las que sucede todo lo contrario: han intentado desde el principio marcar a los hijos unas directrices muy claras y exhaustivas, un modelo de relación muy autoritario, y entonces el chico busca la individualización a través del conflicto”.
Psicólogos y psiquiatras hablan de los casos, en aumento, de hijos adoptivos violentos que llegan a sus consultas. “Son situaciones muy dramáticas”, asegura el juez Emilio Calatayud, “porque, a veces, han luchado durante años con la Administración para adoptarlos, y resulta tremendo”.
¿Puede desvincularse esta violencia de la que se origina contra los propios compañeros o profesores en las aulas, en la calle entre bandas de adolescentes, o en los apaleamientos, e incluso asesinatos, que algunos jóvenes cometen por pura diversión? No, según la catedrática Díaz Aguado, para quien la elevada exposición a la violencia que tienen los niños a través de la televisión y las nuevas tecnologías hace que se hayan habituado a ella como un juego. “Pero hay que dejar muy claro que estos casos de violencia son extremos y excepcionales, la punta del iceberg de algo muy grave que está pasando, pero que hay que contextualizar sin ofrecer una visión distorsionada. La novedad es que, como la violencia en las aulas, son conductas que antes se ocultaban”.
Mardomingo subraya un aspecto importante a considerar: el consumo desatado como nuevo “valor” dominante y favorecedor de las tendencias de estos niños a la gratificación inmediata. “El extraordinario desarrollo económico español ha creado una especie de sacralización de todo lo material, que los padres transmiten a los hijos diciéndoles que tienen que tener mucha seguridad en sí mismos porque lo tienen todo. El individuo deja de valer lo que es para pasar a valer lo que tiene, o un paso más, lo que los demás ven que tiene... Y eso, que se transmite, es malo”.
Pero el psicólogo Vicente Garrido insiste en que aunque los padres son ahora más permisivos que hace 20 años, porque no son inmunes al tipo de sociedad en la que viven, no se les puede culpabilizar con carácter general. “Muchos padres lo podrían haber hecho mejor, no han afrontado la realidad cuando el problema era manejable, simplemente no han estado a la altura de las circunstancias. Pero hay otros que lo han hecho muy bien y están destrozados. Los casos en los que los padres sólo se han preocupado de ganar dinero y dejar a los hijos ante el televisor, ésos, para mí, son padres incompetentes y, en cierto sentido, maltratadores”.
“Nos echan la culpa a los padres porque no sabemos educar a los hijos, pero lo que nos falta es información. Te pueden llamar mal padre cuando tienes la información necesaria y no la pones en práctica, pero no cuando lo haces lo mejor que puedes”, dice Rosa Álvarez, madre de un hijo “tirano”. Rosa, un ama de casa vivaracha y animosa, dulcifica con su acento andaluz el horror de un relato plagado de malos tragos que ha logrado superar.
Pedro fue muy travieso, un trasto desde que echó a andar. A los tres años hacía la vida imposible a su hermano menor, al que llevaba 14 meses, y Rosa, que pensó que aquello era excesivo, acabó llevándole al psicólogo. Diagnóstico: sólo eran celos. Pero a los nueve años Pedro tenía un montón de problemas en el colegio: se metía en todos los jaleos, se peleaba continuamente con compañeros y profesores. Nuevo psicólogo, y esta vez el diagnóstico fue para la madre: era muy agobiante y no debía de protegerlo tanto. “Lo único que hacía era llevarlo y traerlo del colegio para que no se metiera en peleas, sólo tenía nueve años...”. Cuando Pedro cumplió 10 años, los puñetazos, riñas y castigos le obligaron a cambiar de colegio, pero las cosas fueron a peor. Empezaron las agresiones en casa. Insultaba a su madre, pegaba a su padre y a su hermano.
“Primero insultaba y amenazaba, luego pegaba”. Empezaron las denuncias y los recorridos de Rosa: primero, al médico de guardia para el parte de lesiones; de allí, a la Guardia civil, y después, la denuncia al juzgado. Diez años de broncas continuas “porque no le dábamos dinero, porque no poníamos en la televisión el programa que quería o, simplemente, porque le mirábamos”. La primera denuncia la puso cuando Pedro tenía 15 años, después vinieron muchas más. “Todo se quedaba en un juicio de faltas, le ponían una multa y listo... A nadie le importaba que estuviera maltratando a sus hermanos menores”. Cuando finalmente Rosa pudo llegar al psiquiatra infantil de la Seguridad Social, Pedro tenía 16 años, pero la vida empezó a cambiar. Alguien le escuchaba y, además, le daba pautas de conducta. Ya no estaba sola. Pedro, ahora independizado, y con 24 años, reconoce que no se portaba bien con sus padres, pero “ellos se lo buscaban”.
Tanto Lucía, como Teresa o Rosa han vivido a lo largo de sus conflictivas relaciones con los hijos situaciones que son generales: no saber adónde acudir; culpabilizarse; avergonzarse de la situación y ocultarla a familiares y amigos; no atreverse a denunciarla porque, como asegura Lucía, la culpabilidad esta siempre presente. “Al principio no contábamos nada al entorno ni a la familia, pero es una situación que tiene que salir a la luz para que los padres veamos que no somos el único caso”.
“Hay que desarrollar una conciencia sólida en el chico”, dice Garrido, “aplicar castigos razonables y explicar las razones morales y prácticas que supone su acción. El problema de los niños con síndrome del emperador es que es mucho más difícil de lograr, pero hay que empezar desde la cuna”.
Pablo empezó a consumir marihuana en casa y a negarse a estudiar. No quería levantarse de la cama. Le llevaron al psiquiatra, quien dio a los padres una pauta de conducta: hacer un frente unido, no dejarse envolver por su palabrería ni sus mentiras, intentar mantener la relación con él aunque fuera costosa, que se sintiera querido, tratar de evitar que cometiera un delito o tuviera algún accidente mortal. Fue el primer cara a cara brutal con una realidad dura de admitir: no era un caso de adolescencia difícil y debían buscar ayuda. Fueron a un psicólogo, y Pablo, a otro. Poco después, a los 13 años, golpeó a su padre y empezó a zarandear a la madre repetidamente para quitarle el bolso. Quería dinero para comprar marihuana. Consumía mucho y tenía arrebatos violentos. En uno de ellos, los padres tuvieron que avisar a la policía, que se presentó con una ambulancia de psiquiatría y lo internó en un centro de desintoxicación de menores. Los padres iban a visitarle los días permitidos. Regresó a casa muy cambiado física y mentalmente, más maduro. Aprobó tercero de ESO. A los 15 años cumplidos amenazó a sus padres con cortarles el cuello mientras dormían, después de dejarles toda la habitación salpicada de sangre. Empezaron a tener miedo. A los 16 años se marchó de casa, buscó un trabajo y empezó a hacer una vida casi independiente. “Ahora quiere volver a casa, pero su padre le ha puesto condiciones: estudiar o trabajar y someterse al sistema familiar. Mi marido es partidario de que se independice totalmente, dice que si ya es mayor, como él asegura, lo es para todo”.
Hijos que pegan a los padres, les maltratan física o psíquicamente, les insultan, empujan, roban y amenazan, en ocasiones incluso de muerte. En su mayoría son sólo adolescentes de entre 12 y 17 años, pero los hay menores, incluso muy pequeños, que se convierten en auténticos tiranos de la casa y tienen atemorizada a toda la familia, que, en ocasiones, acaba rompiéndose.
El caso de Lucía y Enrique (nombres supuestos como todos los de los padres e hijos que aparecen en este reportaje) es sólo uno entre los miles de padres españoles que ante una situación insostenible han acabado denunciando a sus hijos a la policía o en los juzgados el último año. Casi 5.000 padres lo hicieron en 2005, cifra que, aún sin cerrar la estadística del año, es casi seguro que será superada en 2006 (en septiembre rozaban los 4.000, según datos del Ministerio del Interior). Denuncias que son sólo la punta del iceberg de un problema que hasta hace muy poco ha sido un tabú en nuestra sociedad: el de los hijos que maltratan a sus padres.
Una situación que, sin dramatizar ni generalizar porque es minoritaria, ha empezado a preocupar seriamente a la Fiscalía General del Estado, que prepara una instrucción para que los fiscales puedan enfrentarse a un fenómeno que les ha cogido desprevenidos. “Nos preocupa que los fiscales actúen con unidad de criterio en esta cuestión. Por eso, en conexión con la fiscalía específica de Violencia de Género, trabajamos en unas pautas de tratamiento del problema. Estamos asimilando lo que nos trasladan los fiscales de a pie de toda España, sobre todo los de menores: que cada vez hay más chicos, entre 12 y 18 años, que son protagonistas en casos de violencia familiar”, afirma Luis Navajas, coordinador general de la Fiscalía de Menores. Navajas reconoce que no es un problema nuevo, pero que es ahora cuando empieza a inquietarles de verdad.
Sólo en Granada, 165 padres denunciaron a sus hijos en 2005, y según el juez de menores Emilio Calatayud, conocido por sus originales sentencias, serán más en 2006. “Van en aumento, y además es el único delito en el que veo que chicos y chicas estarían casi igualados en edades y sexos, 16-17 años. Pero todavía hay muchos padres que no denuncian por vergüenza. En Granada estamos concienciándoles de que es mejor que lo hagan, porque hay situaciones verdaderamente conflictivas, pero muchos tapan la situación”.
Sin querer ser alarmista, el psicólogo Vicente Garrido, profesor de la Universidad de Valencia, consultor de Naciones Unidas, y uno de los investigadores que más han profundizado en la violencia familiar (su libro Los hijos tiranos. El síndrome del emperador se ha convertido en un manual-guía para muchos padres), habla del aumento de esta conflictividad. “A diario me escriben o llaman padres desesperados con la violencia de sus hijos adolescentes, casi siempre chicos. Y sí, me sorprende el número importante de hijos que pegan o maltratan a los padres, porque en los años noventa no lo hubiéramos previsto, pero todavía me sorprende más que éstos los denuncien. Pero cuando lo hacen es que, a veces, es el único camino que tienen para proteger a los hermanos”.
Se ha roto el tabú, un tabú esencial en nuestra especie, algo en lo que insisten tanto Garrido como la psiquiatra María Jesús Mardomingo, jefa de Psiquiatría Infantil del hospital Gregorio Marañón de Madrid y presidenta de la Asociación madrileña de Psiquiatría Infantil. “Los comportamientos violentos de los niños siempre han existido, pero en los últimos años se han acrecentado, y lo detectan los padres, los médicos y los profesores. Ha habido una frase hecha en nuestra sociedad: “es más malo que pegar a un padre”, para definir a alguien como lo peor de lo peor, y ese tabú se ha roto”.
Algunos expertos mantienen que el de los hijos violentos que se revuelven contra los padres hasta llegar al maltrato físico es un conflicto de sociedades desarrolladas que empieza a aflorar en diversos países, entre ellos España. Pero no todos se ponen de acuerdo en las causas. Mientras unos sostienen que es un problema de mala educación, de excesiva permisividad, tanto familiar como social, que hace que algunos niños consentidos y caprichosos se conviertan en poco tiempo en auténticos dictadores, otros afirman que la causa es doble, y que, aunque el ambiente es importante, hay que contar con una predisposición genética. Una incapacidad de estos niños (que no hay que confundir con los diagnosticados de déficit de atención e hiperactividad) para desarrollar emociones morales auténticas -empatía, amor, compasión-, lo que desemboca en una gran dificultad para mostrar culpa y arrepentimiento por las malas acciones.
Es la tesis que mantiene el psicólogo Vicente Garrido. “La causa es mixta, tanto biológica -chicos que tienen mayor dificultad en desarrollar emociones morales y una conciencia- como sociológica: ahora se desprestigia el sentimiento de culpa y se alienta la gratificación inmediata y el hedonismo. La familia y la escuela han perdido capacidad de educación y esto favorece que chicos con esa predisposición biológica, que antes eran contenidos por la sociedad, tengan mucha más facilidad para exhibir la violencia”.
“La insensibilidad es una característica de estos niños”, dice Mardomingo. “Veo pequeños que desde los tres años tienen unas rabietas tremendas. No obedecen, son agresivos y ya en la guardería pegan y no pueden jugar si no es desde la imposición y la violencia. Por fortuna, las conductas verdaderamente agresivas y peligrosas, como retar a los padres y pegarles, suponen un porcentaje menor y se producen a partir de los 13 o 14 años. Y si hay una predisposición genética, para mí, sin ningún género de dudas, lo que facilita que afloren estos trastornos de conducta son los factores ambientales”.
“Estamos ante chavales que lo tienen todo, que no se han puesto límites. Yo creo que hay que recuperar los principios de autoridad, paterna y de la escuela, pero sobre todo de los padres. No hemos sabido poner límites a nuestros hijos, es la ley del péndulo, nos hemos pasado de un extremo al otro. La próxima generación estará más preparada para educar con cierta autoridad y al tiempo con flexibilidad”, sostiene el juez Emilio Calatayud, de 51 años, y que en su infancia pasó por un colegio con fama de correccional.
Que un chaval intente ejercer el dominio sometiendo a los adultos es muy llamativo, pero no está pasando sólo en España, reflexiona la catedrática de Psicología de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, María José Díaz-Aguado, autora de varios libros sobre violencia escolar, el más reciente Del acoso escolar a la cooperación en las aulas. “Creo que es un problema general de violencia con los adultos que se ejerce contra profesores y familias. En un estudio con adolescentes conflictivos hemos detectado distintas actitudes familiares comunes. Una, que las familias habían utilizado el castigo físico cuando el niño era pequeño, aportando un modelo autoritario, de dominio-sumisión, para intentar controlarlo. Otra, donde se combinaban los métodos coercitivos, utilizados en el franquismo, con una permisividad excesiva. Una permisividad que se convierte en violencia cuando el niño intenta salirse con la suya, desobedecer y someter al adulto, y entonces se vuelve un pequeño tirano. Y también existe una mezcla de ambas”.
El caso de Fernando no encaja en ninguna de estas situaciones, según explica su madre, la madrileña Teresa Fuentes. “Fue un niño muy querido y le he dedicado mucha atención. Miro hacia atrás y creo que no he sido una madre consentidora, le exigía porque era un niño inteligente, a lo mejor demasiado... Me pregunto, ¿en qué me he equivocado?”.
Fernando, que ahora tiene 17 años, fue desde la cuna un niño nervioso y propenso al llanto. Inquieto y de poco dormir, “muy revoleras”. Cuando se enfadaba tiraba con rabia los juguetes, o lo que pescara a mano, contra las paredes. Cuando quería una cosa “la quería ya mismo”. Si le gustaban las peras quería comer cinco. Superinteligente, aunque no superdotado, a los siete años empezó a contestar a los padres y a llamar tonta a su madre. El padre no le dio importancia, la madre, acostumbrada a educar niños, no quiso permitírselo. En el colegio sacaba buenas notas sin dar un palo al agua y pronto se destacó como líder. A los 12 años empezó a frecuentar la calle y envalentonarse. No quería hacer deberes, y cuando su madre le cerraba el paso a la calle, Fernando la apartaba sin contemplaciones de un empujón. Era un chico deportista, un buen nadador, fuerte y alto -enseguida alcanzaría 1,80 metros-. Cuando sus padres se separaron tenía 14 años. Él y su hermana se quedaron con la madre, y a partir de ese momento tuvo una actitud mucho más violenta con ella. La culpaba de todos los males y empezó el ataque frontal. La insultaba, la empujaba, le hacía moratones, la trataba “como una basura”. Tras la muerte de su abuelo y un amigo empezó a fumar porros y a faltar a clase. No iba, pero quería que su madre le justificara las faltas, lo que no conseguía. Un día, después de tirarla al suelo y robarle 200 euros, se fue de casa. Teresa fue a la comisaría del barrio, donde le aconsejaron que lo denunciara, llamó a la Fiscalía de Menores para informarse... No quiso denunciarle. “Es tu hijo y nadie lo entiende, toda la familia se pone en contra, es luchar contra corriente”. Ella y su ex marido fueron a terapia psicológica en un centro municipal. A Fernando le quedan seis meses para cumplir la mayoría de edad, tiene un trabajo temporal y va a casa cuando quiere. “Soy como un rehén en mi propia casa. Es como tener un marido violento, pero con un hijo. Duele mucho, pero no se puede vivir así, siempre con miedo”, dice Teresa.
¿Cómo detectar a un pequeño tirano en ciernes cuando no hablamos de casos claramente patológicos?, ¿qué síntomas avisan de que ese niño o niña, generalmente inteligente y seductor, puede convertirse en un déspota que amargará la vida a toda la familia? “Estos chicos coinciden con la personalidad del psicópata. La mayoría no lo son, pero tienen rasgos típicos de este trastorno, como una gran impulsividad, profundo egocentrismo e incapacidad para sentirse culpables y mostrar arrepentimiento. Ante la desesperación de los padres no sirven las regañinas, conversaciones y castigos. Tienen conductas habituales de desafío, mentiras, e incluso actos crueles hacia los hermanos y amistades”, explica Garrido.
“Aparte de la insensibilidad hacia los demás, son muy fríos y tienen una visión de la vida terriblemente narcisista: empieza en ellos y termina en ellos”, añade Mardomingo.
Tanto Pablo como Fernando consumían droga desde niños, ¿es la droga un detonante de estos trastornos de conducta? No opinan así la mayoría de los expertos consultados, para quienes la droga es una consecuencia, pero no un desencadenante. “Es una manifestación más”, dice Mardomingo,“son niños que cuando empiezan a faltar al colegio, a fugarse, a beber alcohol en pandilla, entran también en contacto con la droga, generalmente hachís o marihuana, y eso es un síntoma más de un comportamiento que ya es grave. Pero también hay chicos que consumen drogas porque les sirve para mitigar la tristeza, el desánimo o la depresión, o porque tienen un problema de ansiedad y sirve para mitigarla, y ciertas drogas les ayudan a equilibrar las relaciones que tienen con el entorno”.
Muchos descargan en la familia la culpa de estos trastornos de conducta, ¿existe un perfil familiar que favorece este tipo de hijos agresivos? Los expertos en contacto directo con el problema aseguran que, en general, no se trata de familias desestructuradas o marginadas en las que los niños han vivido agresiones y violencia desde pequeños -que también existen-, sino familias de las consideradas “normales”. A ellas se suman familias monoparentales -por lo general, madres separadas- y otras de origen inmigrante o con hijos adoptados. “Son familias de clase media o media alta. Un denominador común es que son las madres las que dan el primer paso, porque tienen una actitud más abierta y decidida. Y otro, que lo hacen cuando ya es una situación insoportable y degradante, porque para las familias es una historia de las más ocultas. Cuando hablamos de acoso escolar se dicen los nombres, pero esto es parecido al abuso sexual, una vergüenza para la familia, algo que procura mantener en secreto”, explica el psicólogo José Luis Calvo, presidente de la asociación Pro Derechos del Niño y la Niña (Prodeni), que, sin entrar en su cometido, recibe peticiones de ayuda de padres de toda España que no saben adónde acudir.
Calvo sostiene que suelen ser familias en las que los hijos han crecido con carencias de comunicación, abundancia de cosas materiales y cierta permisividad. “Típicas de una sociedad en la que los padres no tienen mucho tiempo para dedicar a los hijos, pero a los que no puede culpabilizárseles de todo”. “Lo que yo denomino síndrome del emperador se caracteriza por que el hijo abusa de los padres (de la madre más habitualmente) cuando éstos no han sido negligentes y sin que haya causas sociales que lo expliquen. Es decir, que, aunque no hayan sido unos padres “perfectos”, le han tratado con un amor y una atención que bastarían para que niños sin tal síndrome crecieran como personas no violentas”, explica Garrido.
El psicólogo Manuel Córdoba, que trabaja con chicos de entre 14 y 18 años, con delitos de violencia, en uno de los centros de menores de la Comunidad de Madrid (El Laurel, 22 plazas, siempre ocupadas), se encuentra con dos tipos de familias. “Las que han sido incapaces de imponer un límite, y eso al chico le causa sensación de abandono, porque cuando se relaciona con otros chicos ve que tienen límites y se pregunta si a él no le quieren (casos frecuentes de inmigrantes latinoamericanos y magrebíes). Y aquellas familias, más ligadas a una clase media, en las que sucede todo lo contrario: han intentado desde el principio marcar a los hijos unas directrices muy claras y exhaustivas, un modelo de relación muy autoritario, y entonces el chico busca la individualización a través del conflicto”.
Psicólogos y psiquiatras hablan de los casos, en aumento, de hijos adoptivos violentos que llegan a sus consultas. “Son situaciones muy dramáticas”, asegura el juez Emilio Calatayud, “porque, a veces, han luchado durante años con la Administración para adoptarlos, y resulta tremendo”.
¿Puede desvincularse esta violencia de la que se origina contra los propios compañeros o profesores en las aulas, en la calle entre bandas de adolescentes, o en los apaleamientos, e incluso asesinatos, que algunos jóvenes cometen por pura diversión? No, según la catedrática Díaz Aguado, para quien la elevada exposición a la violencia que tienen los niños a través de la televisión y las nuevas tecnologías hace que se hayan habituado a ella como un juego. “Pero hay que dejar muy claro que estos casos de violencia son extremos y excepcionales, la punta del iceberg de algo muy grave que está pasando, pero que hay que contextualizar sin ofrecer una visión distorsionada. La novedad es que, como la violencia en las aulas, son conductas que antes se ocultaban”.
Mardomingo subraya un aspecto importante a considerar: el consumo desatado como nuevo “valor” dominante y favorecedor de las tendencias de estos niños a la gratificación inmediata. “El extraordinario desarrollo económico español ha creado una especie de sacralización de todo lo material, que los padres transmiten a los hijos diciéndoles que tienen que tener mucha seguridad en sí mismos porque lo tienen todo. El individuo deja de valer lo que es para pasar a valer lo que tiene, o un paso más, lo que los demás ven que tiene... Y eso, que se transmite, es malo”.
Pero el psicólogo Vicente Garrido insiste en que aunque los padres son ahora más permisivos que hace 20 años, porque no son inmunes al tipo de sociedad en la que viven, no se les puede culpabilizar con carácter general. “Muchos padres lo podrían haber hecho mejor, no han afrontado la realidad cuando el problema era manejable, simplemente no han estado a la altura de las circunstancias. Pero hay otros que lo han hecho muy bien y están destrozados. Los casos en los que los padres sólo se han preocupado de ganar dinero y dejar a los hijos ante el televisor, ésos, para mí, son padres incompetentes y, en cierto sentido, maltratadores”.
“Nos echan la culpa a los padres porque no sabemos educar a los hijos, pero lo que nos falta es información. Te pueden llamar mal padre cuando tienes la información necesaria y no la pones en práctica, pero no cuando lo haces lo mejor que puedes”, dice Rosa Álvarez, madre de un hijo “tirano”. Rosa, un ama de casa vivaracha y animosa, dulcifica con su acento andaluz el horror de un relato plagado de malos tragos que ha logrado superar.
Pedro fue muy travieso, un trasto desde que echó a andar. A los tres años hacía la vida imposible a su hermano menor, al que llevaba 14 meses, y Rosa, que pensó que aquello era excesivo, acabó llevándole al psicólogo. Diagnóstico: sólo eran celos. Pero a los nueve años Pedro tenía un montón de problemas en el colegio: se metía en todos los jaleos, se peleaba continuamente con compañeros y profesores. Nuevo psicólogo, y esta vez el diagnóstico fue para la madre: era muy agobiante y no debía de protegerlo tanto. “Lo único que hacía era llevarlo y traerlo del colegio para que no se metiera en peleas, sólo tenía nueve años...”. Cuando Pedro cumplió 10 años, los puñetazos, riñas y castigos le obligaron a cambiar de colegio, pero las cosas fueron a peor. Empezaron las agresiones en casa. Insultaba a su madre, pegaba a su padre y a su hermano.
“Primero insultaba y amenazaba, luego pegaba”. Empezaron las denuncias y los recorridos de Rosa: primero, al médico de guardia para el parte de lesiones; de allí, a la Guardia civil, y después, la denuncia al juzgado. Diez años de broncas continuas “porque no le dábamos dinero, porque no poníamos en la televisión el programa que quería o, simplemente, porque le mirábamos”. La primera denuncia la puso cuando Pedro tenía 15 años, después vinieron muchas más. “Todo se quedaba en un juicio de faltas, le ponían una multa y listo... A nadie le importaba que estuviera maltratando a sus hermanos menores”. Cuando finalmente Rosa pudo llegar al psiquiatra infantil de la Seguridad Social, Pedro tenía 16 años, pero la vida empezó a cambiar. Alguien le escuchaba y, además, le daba pautas de conducta. Ya no estaba sola. Pedro, ahora independizado, y con 24 años, reconoce que no se portaba bien con sus padres, pero “ellos se lo buscaban”.
Tanto Lucía, como Teresa o Rosa han vivido a lo largo de sus conflictivas relaciones con los hijos situaciones que son generales: no saber adónde acudir; culpabilizarse; avergonzarse de la situación y ocultarla a familiares y amigos; no atreverse a denunciarla porque, como asegura Lucía, la culpabilidad esta siempre presente. “Al principio no contábamos nada al entorno ni a la familia, pero es una situación que tiene que salir a la luz para que los padres veamos que no somos el único caso”.
“Hay que desarrollar una conciencia sólida en el chico”, dice Garrido, “aplicar castigos razonables y explicar las razones morales y prácticas que supone su acción. El problema de los niños con síndrome del emperador es que es mucho más difícil de lograr, pero hay que empezar desde la cuna”.
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