El ocaso del alcornocal MALÉN AZNÁREZ EL PAIS SEMANAL - 05-11-2006
Los bosques de alcornoques están amenazados de muerte. España es la segunda productora de corcho del mundo, pero los tapones sintéticos atacan el producto estrella de estos ecosistemas mediterráneos con flora milenaria y fauna protegida
Comienza a amanecer en el bosque y el día promete calor, pero a las 6.30 los restos del frescor nocturno invitan a caminar. El silencio es total, y entre la luz que empieza a filtrarse se adivinan los perfiles de grandes árboles a izquierda y derecha del carril forestal en el que los faros del coche acaban de deslumbrar a una jineta despistada. Es hora ésta, como el atardecer, de ver animales en el bosque; pero en la zona del parque natural Los Alcornocales en que nos encontramos, a caballo entre los pueblos gaditanos de Alcalá de los Gazules y Castellar de la Frontera, no se ven hoy corzos, ciervos ni muflones. Alrededor sólo vislumbramos los magníficos alcornoques que dan nombre al parque que algunos ecologistas consideran el más valioso de Europa. Una gran masa verde oscura; sólidos, frondosos y de corteza rugosa. Algunos tienen el tronco a dos colores, la parte inferior rosácea o anaranjada. Son los que ya están pelados. Cuando están agrupados y el pelado se ha transformado ya en un naranja oxidado, la belleza del conjunto es espectacular.
A las siete de la mañana, una cuadrilla de 15 hombres y 4 mulas se acerca hasta un claro, a la vera del camino, donde se apila una pirámide de cortezas de alcornoque. Es el patio de corcho, y ellos son los corcheros que hacen la pela o descorche, un trabajo centenario con herramientas, habla y rituales que son ya pura antropología.
Los golpes de hacha empiezan a resonar en el bosque, y en menos de diez minutos Miguel Castro y José Correro, manos con guantes y protectores en las piernas, han pelado el primer alcornoque dejando al descubierto su tronco rosáceo. La cuadrilla –una media de 20 años en el corcho– se dispersa en parejas, escalera en mano, por la ladera de un barranco enzarzado. Cada alcornoque es atacado por dos corcheros o hachas. Uno de ellos se sube al árbol y con su compañero, al pie, empiezan a descorchar. Con golpes de hacha contundentes y precisos cortan grandes tiras que luego separan del tronco utilizando el mango de ésta. Si el árbol tiene su punto justo de humedad, la corteza se desprende fácilmente; si, por el contrario, está demasiado seco, ésta se pega al tronco y la capa madre del árbol puede desprenderse y quedar dañado. La pericia de estos hombres está en saber elegir los chaparros o alcornoques en el momento justo. “Trabajar en pendiente es muy duro, esto está muy barrancoso y hay que hacer fuerza con el hacha y las piernas para no caerse”, dice Correro, mientras su colega Luis Ortega murmura en andaluz cerrado: “Cuando llego a casa por la noche me duelen todos los huesos”.
En veinte minutos queda pelada una ladera del barranco. “Niño, trae una cuerda pa’cá”, gritan a uno de los arrecogeores, dos chavales que levantan el corcho del suelo y lo llevan hasta las mulas, donde se carga y ata. De allí se lo llevan a la cabría, una especie de balanza romana donde esperan los fieles, dos corcheros que anotan el peso en quintales (cada pesada, tres quintales; un quintal, 46 kilos). Manolo Acosta, vecino de Los Barrios, con su gran sombrero de ala ancha y su hablar sentencioso de andaluz fino, es uno de ellos. “Hacemos cada día una media de 130 quintales, pero luego hay que pesarlo otra vez porque esto tiene un 15% o un 20% de enjugue [pérdida de peso al secar el corcho]”.
Acosta, de 47 años, lleva toda su vida en el monte: recogiendo, fumigando, pelando, y ahora al peso –“esto es más cómodo que la saca”–. No echa en falta los viejos tiempos, cuando pasaban 15 días sin volver por casa y tenían que dormir debajo de un árbol, pero deja escapar alguna añoranza. “Antes íbamos con un campamento, con cocineros; poníamos una colchoneta en el suelo y dormíamos bajo el cielo. Por la noche echábamos las cartas, y siempre había alguno que cantaba. Entonces se podía beber un cubata, ahora no nos dejan y tenemos que ir con la coca-cola…”.
Una escena centenaria que quizá tenga los días contados, porque el alcornocal, el bosque mediterráneo por excelencia, fuente de riqueza ecológica y humana, está hoy gravemente amenazado. Las causas son múltiples: cambio climático, plagas, cotos de caza, exceso de herbívoros, especulación de fincas, latifundio, abandono de los usos tradicionales… Pero entre todas destaca una: la sustitución de los tapones de corcho por tapones sintéticos. ¿Es posible que el plástico se lleve estos bosques por delante? Es posible. La producción del tapón de corcho supone el 85% del volumen total de negocios de la industria corchera en el mundo.
España, con 725.000 hectáreas de alcornoques, es el segundo productor de corcho del mundo después de Portugal. Árbol típico del Mediterráneo (2,5 millones de hectáreas distribuidas entre Argelia, España, Italia, Francia, Marruecos, Portugal y Túnez), el Quercus suber requiere un clima con cierto grado de humedad y buena orientación para recibir la corriente atlántica. Los mayores alcornocales españoles están en Andalucía, Cataluña y Extremadura, donde las zonas arboladas alternan con otras de pasto y matorral.
Y dentro de Andalucía, el parque natural Los Alcornocales –provincia de Cádiz y una pequeña franja en Málaga–, con sus 168.000 hectáreas de montes públicos y fincas privadas, es una de las principales áreas corcheras de la Península y del mundo. “Es un espacio emblemático de la España peninsular, un sistema moldeado por el hombre con una enorme y rica diversidad biológica. En su sotobosque hemos identificado hasta 140 especies de plantas aromáticas, medicinales y culinarias”, dice Felipe Oliveros, ex director del parque y que lo conoce como la palma de su mano. “Aquí, los alcornoques, quejigos, olivos y acebuches conviven con reliquias de otras épocas y climas como el ojaranzo [Rhododendron ponticum subsp.baeticum], endemismos y plantas en peligro de extinción”, añade Oliveros, que también señala la riqueza de su fauna: el águila imperial ibérica –una de las aves de presa más amenazadas del mundo– alterna con la cigüeña negra, el buitre negro, ciervos, jinetas, meloncillos, y hasta con el amenazadísimo lince ibérico.
Corcho y vino son una pareja inseparable, aunque ahora hay quienes apuestan, y juegan fuerte, por su divorcio. De momento han conseguido introducir un tercero en discordia: el tapón sintético. En 2005, los sintéticos le pellizcaron al corcho 4.500 millones de tapones en una producción de 22.000 millones de botellas de vino. Una cifra que provocaba sonrisas de incredulidad hace sólo cuatro años, pero que va en aumento, ya que países como EE UU, Australia y el Reino Unido están imponiendo el tapón sintético en el mercado internacional.
“La próxima vez que abras una botella, tras ese sugerente ¡plop! que te traerá tantos recuerdos de buenos momentos, cierra tu mano sobre el tapón, siente la lisa calidez del corcho y reflexiona un momento. Estás tocando una verdadera arca de vida, un mensajero de los legendarios bosques y dehesas de alcornoques”. Es sólo una frase, una sugerencia para cavilar un instante sobre un acto tan rutinario como el descorche de una botella de vino. Una llamada a la conciencia de consumidores responsables. Una idea del programa internacional Corcho sí, alcornocales vivos, de WWF/Adena, que coordina Raquel Gómez, dedicado a promover una gestión forestal sostenible del corcho.
Gómez repite la frase mientras alerta, con el sonido del hacha como música de fondo, de la importancia del tapón de corcho para la supervivencia de estos ecosistemas mediterráneos, y de las 600 empresas que trabajan con este material en España, que dan empleo a 3.000 personas. “De las múltiples amenazas que tiene el alcornocal, una de las más claras, acuciantes y potencialmente determinantes es la sustitución del tapón de corcho por otros materiales artificiales. Hemos visto que era muy importante y urgente actuar, ya que el sector corchero no está reaccionando suficientemente rápido”.
El alcornocal, dice Gómez, llega al ciudadano, al consumidor final, a través del corcho, y eso les facilita tener visibilidad e impacto en la opinión pública para ayudarse en su objetivo de conservación. “Puedo dar varias razones para conservar estos bosques: el alcornocal protege contra la erosión y la desertificación; si desaparecieran los del norte de África y el sur de la península Ibérica, el desierto avanzaría; recarga los acuíferos, controla la escorrentía y fija el CO2. El corcho es un producto natural idóneo para secuestrar CO2 durante largos periodos de tiempo, y se comparte con la flora, la fauna y la ganadería. Y un escenario no muy pesimista prevé para el año 2020 una disminución en los tapones de corcho que conllevaría que más de un millón de hectáreas hoy productivas podrían abandonarse o pasar a otros usos”.
Corcho sí, natural es el eslogan que WWW/Adena ha escogido para defender este tipo de tapón, una campaña a la que se han sumado ya algunas importantes bodegas; más de una veintena de cocineros de postín internacional como Arzak, Subijana, Arola, Hofman y Berasategui –que han prestado su cara y firma para promocionarlo–, y algunas fábricas del ramo. “Es indispensable que el sector vinícola siga apostando por este material, y que la restauración apoye y promueva el vino tapado con corcho”, añade Raquel Gómez.
Tan antiguo que Plutarco y Plinio el Viejo ya escribían sobre sus propiedades para tapar ánforas, el producto estrella del alcornoque, el corcho, es un material liviano, flexible, impermeable e incorruptible, por lo que no es extraño que en el siglo XVIII se comenzara a utilizar industrialmente para tapamiento, después de que el célebre monje Pierre Perignon comenzara a usarlo, bastante antes, en sus botellas de champaña. Pero su producción no es precisamente rápida.
Son necesarios 40 años para sacar el primer tapón de corcho de un alcornoque. “El descorche inicial tiene lugar cuando el árbol ha superado los 25 años de vida, y el corcho virgen que se obtiene, el bornizo, no tiene aplicación útil. Hay que esperar otros 12 años, cuando el árbol es ya casi cuarentón, para que la corteza se pueda convertir en tapón. Luego los descorches se hacen cada 9 o 10 años”, explica Blas J. Molano, responsable internacional de Manufactura Española de Corcho (SAMEC), con sede en Sevilla. Un alcornoque vive entre 170 y 200 años, por lo que puede dar corcho para tapones unas 15 veces. No es lo que se dice un negocio de pelotazo.
Entre grandes pilas de corcho en el patio de la fábrica –donde se seca durante meses al aire libre, con frío, lluvia o calor, antes de pasar a la cocción–, Molano señala la fuerte competencia que empiezan a sentir con el plástico. “Notamos el mismo pellizco que todos los fabricantes; los tapones sintéticos y los de rosca son ya una amenaza real. Un caso claro es Australia, donde el mercado del tapón sintético tiene gran fuerza; la presión para los cierres alternativos viene de ese país. Allí, una botella de cada tres lleva tapón sintético”.
No sólo es Australia. En EE UU, Robert Moldavi, el mayor productor de vino de California, ha estado probando los tapones sintéticos desde 1995, aunque la decisión de lanzarlos al mercado se retrasaba por miedo al rechazo de los consumidores. Pero después del 11-M, con la exagerada respuesta nacionalista ante los productos franceses, las cosas cambiaron, y 80 millones de tapones pasaron a ser sintéticos… “El sintético no es competencia para los vinos de calidad, pero en los vinos jóvenes es donde tenemos el problema, porque es el vino que elige a diario el consumidor normal. Si se reserva el corcho sólo para los vinos de calidad nos quedaríamos sin mercado”, afirma Molano.
Cónicos, cilíndricos o con corona. Naturales de una pieza de corcho, colmatados de dos o cuatro piezas, aglomerados, uno más uno, con arandela o sin arandela (más de 6.000 millones de botellas de vino en el mundo utilizan tapones aglomerados), son tipos de tapones de corcho que se utilizan para cavas, champañas, espumosos, licores, coñacs y vinos, y todos ellos se están viendo afectados por el plástico.
Los defensores del tapón sintético –mejor imitación cada día de los naturales en tacto y color– se han centrado, con una agresiva campaña, en la llamada “contaminación del corcho”. Así han bautizado la contaminación que puede sufrir el vino por los cloroanisoles (hongos y otros microorganismos que, en contacto con los pesticidas, desarrollan una reacción: los haloanisoles), especialmente el conocido por las siglas TCA, que confiere al vino ese penetrante sabor u olor a moho con el que todos nos hemos topado alguna vez al abrir una botella. La industria corchera negó en principio el problema del TCA, pero finalmente ha acabado admitiéndolo, aunque no como exclusivo suyo.
“Nuestra filosofía es defender el tapón de corcho, proteger el medio ambiente y la naturaleza, pero también está la perspectiva empresarial. Y cada día los clientes nos presionan más… Los ingleses están imponiendo los tapones de plástico en sus pedidos. Pero nosotros siempre suministramos corcho”, dice Alfonso de la Calle, director gerente de Torrent Miranda, una fábrica de corcho, pequeña pero muy especializada, de Jerez de la Frontera, que presume de taponar “las bebidas más selectas del mundo”. “Pero los sintéticos no son la solución. A partir de los 18 meses tienen una subida de oxidación brutal, y también puede haber TCA en ellos, porque es una molécula que puede estar en el ambiente, en la embotelladora, en la bodega”.
Fabricantes y bodegas tienen muy presente el TCA en estos momentos, pero no conviene olvidar otro aspecto de la nueva competencia: el precio. Los tapones sintéticos son más baratos que el corcho, y cambiar de un producto a otro puede suponer millones de dólares para una bodega. “En todo el mundo se intenta frenar los plásticos, y aquí apostamos por un producto sintético y abandonamos otro natural y una industria artesanal. Es como caminar al revés”, se queja Molano.
En Andalucía abunda el latifundio, y en Los Alcornocales (un 75% de fincas privadas frente al 25% de terreno público) algunos propietarios renuncian al descorche por no resultar rentable, pese a que la compra de fincas, a precio prohibitivo, va en aumento. Y el del abandono es otro de los problemas que aquejan a estos bosques, además de la famosa seca, las plagas y el exceso de herbívoros introducidos para la caza (la Junta de Andalucía, gestora del parque, ha implantado cercados cinegéticos y un control de las especies más agresivas: ciervos, muflones y gamos).
“La seca, un síndrome más que una plaga, tiene su origen en un conjunto heterogéneo y todavía bastante desconocido de causas, y se manifiesta con un decaimiento del alcornocal y muerte del arbolado”, explica Ángel Carrasco, ingeniero de montes de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta. La seca puede causar la muerte súbita del alcornoque en cuestión de semanas, o matarlo lentamente en un decaimiento progresivo de meses hasta desaparecer la masa alcornocal. “Es un cúmulo de causas que pueden ir desde el cambio climático hasta el envejecimiento de la masa forestal, pasando por los cambios de uso del terreno. Hay muchos investigadores trabajando en ello, y no está claro”, asegura Carrasco. En cuanto a la otra gran amenaza, la lagarta peluda, como vulgarmente se conoce a la Lymantria dispar –un lepidóptero cuyas larvas se alimentan de las yemas y hojas tiernas de los árboles–, se combate con actuaciones preventivas.
“Aquí vienen muchos a ver, y a mí no me importa dar explicaciones, pero que no vengan a darme lecciones… El campo lo hace el que vive y trabaja en él, y yo he nacido aquí, debajo de un árbol”, se explaya Luis Ortega, capataz de la cuadrilla de corcheros y en la saca desde los 16 años.
A sus 60 años, Ortega cree que aunque el trabajo no está mal pagado –110 euros diarios por siete horas al día y una media de 40 días al año–, tiene los días contados tal y como se hace en Andalucía, a la manera tradicional y sin máquinas. “El oficio no va a desaparecer, pero caerá más del 50%; dentro de poco van a tener que hacer la saca con inmigrantes… Hay muchos problemas, pero es la vivencia de uno, debajo de un árbol siempre”.
Los bosques de alcornoques están amenazados de muerte. España es la segunda productora de corcho del mundo, pero los tapones sintéticos atacan el producto estrella de estos ecosistemas mediterráneos con flora milenaria y fauna protegida
Comienza a amanecer en el bosque y el día promete calor, pero a las 6.30 los restos del frescor nocturno invitan a caminar. El silencio es total, y entre la luz que empieza a filtrarse se adivinan los perfiles de grandes árboles a izquierda y derecha del carril forestal en el que los faros del coche acaban de deslumbrar a una jineta despistada. Es hora ésta, como el atardecer, de ver animales en el bosque; pero en la zona del parque natural Los Alcornocales en que nos encontramos, a caballo entre los pueblos gaditanos de Alcalá de los Gazules y Castellar de la Frontera, no se ven hoy corzos, ciervos ni muflones. Alrededor sólo vislumbramos los magníficos alcornoques que dan nombre al parque que algunos ecologistas consideran el más valioso de Europa. Una gran masa verde oscura; sólidos, frondosos y de corteza rugosa. Algunos tienen el tronco a dos colores, la parte inferior rosácea o anaranjada. Son los que ya están pelados. Cuando están agrupados y el pelado se ha transformado ya en un naranja oxidado, la belleza del conjunto es espectacular.
A las siete de la mañana, una cuadrilla de 15 hombres y 4 mulas se acerca hasta un claro, a la vera del camino, donde se apila una pirámide de cortezas de alcornoque. Es el patio de corcho, y ellos son los corcheros que hacen la pela o descorche, un trabajo centenario con herramientas, habla y rituales que son ya pura antropología.
Los golpes de hacha empiezan a resonar en el bosque, y en menos de diez minutos Miguel Castro y José Correro, manos con guantes y protectores en las piernas, han pelado el primer alcornoque dejando al descubierto su tronco rosáceo. La cuadrilla –una media de 20 años en el corcho– se dispersa en parejas, escalera en mano, por la ladera de un barranco enzarzado. Cada alcornoque es atacado por dos corcheros o hachas. Uno de ellos se sube al árbol y con su compañero, al pie, empiezan a descorchar. Con golpes de hacha contundentes y precisos cortan grandes tiras que luego separan del tronco utilizando el mango de ésta. Si el árbol tiene su punto justo de humedad, la corteza se desprende fácilmente; si, por el contrario, está demasiado seco, ésta se pega al tronco y la capa madre del árbol puede desprenderse y quedar dañado. La pericia de estos hombres está en saber elegir los chaparros o alcornoques en el momento justo. “Trabajar en pendiente es muy duro, esto está muy barrancoso y hay que hacer fuerza con el hacha y las piernas para no caerse”, dice Correro, mientras su colega Luis Ortega murmura en andaluz cerrado: “Cuando llego a casa por la noche me duelen todos los huesos”.
En veinte minutos queda pelada una ladera del barranco. “Niño, trae una cuerda pa’cá”, gritan a uno de los arrecogeores, dos chavales que levantan el corcho del suelo y lo llevan hasta las mulas, donde se carga y ata. De allí se lo llevan a la cabría, una especie de balanza romana donde esperan los fieles, dos corcheros que anotan el peso en quintales (cada pesada, tres quintales; un quintal, 46 kilos). Manolo Acosta, vecino de Los Barrios, con su gran sombrero de ala ancha y su hablar sentencioso de andaluz fino, es uno de ellos. “Hacemos cada día una media de 130 quintales, pero luego hay que pesarlo otra vez porque esto tiene un 15% o un 20% de enjugue [pérdida de peso al secar el corcho]”.
Acosta, de 47 años, lleva toda su vida en el monte: recogiendo, fumigando, pelando, y ahora al peso –“esto es más cómodo que la saca”–. No echa en falta los viejos tiempos, cuando pasaban 15 días sin volver por casa y tenían que dormir debajo de un árbol, pero deja escapar alguna añoranza. “Antes íbamos con un campamento, con cocineros; poníamos una colchoneta en el suelo y dormíamos bajo el cielo. Por la noche echábamos las cartas, y siempre había alguno que cantaba. Entonces se podía beber un cubata, ahora no nos dejan y tenemos que ir con la coca-cola…”.
Una escena centenaria que quizá tenga los días contados, porque el alcornocal, el bosque mediterráneo por excelencia, fuente de riqueza ecológica y humana, está hoy gravemente amenazado. Las causas son múltiples: cambio climático, plagas, cotos de caza, exceso de herbívoros, especulación de fincas, latifundio, abandono de los usos tradicionales… Pero entre todas destaca una: la sustitución de los tapones de corcho por tapones sintéticos. ¿Es posible que el plástico se lleve estos bosques por delante? Es posible. La producción del tapón de corcho supone el 85% del volumen total de negocios de la industria corchera en el mundo.
España, con 725.000 hectáreas de alcornoques, es el segundo productor de corcho del mundo después de Portugal. Árbol típico del Mediterráneo (2,5 millones de hectáreas distribuidas entre Argelia, España, Italia, Francia, Marruecos, Portugal y Túnez), el Quercus suber requiere un clima con cierto grado de humedad y buena orientación para recibir la corriente atlántica. Los mayores alcornocales españoles están en Andalucía, Cataluña y Extremadura, donde las zonas arboladas alternan con otras de pasto y matorral.
Y dentro de Andalucía, el parque natural Los Alcornocales –provincia de Cádiz y una pequeña franja en Málaga–, con sus 168.000 hectáreas de montes públicos y fincas privadas, es una de las principales áreas corcheras de la Península y del mundo. “Es un espacio emblemático de la España peninsular, un sistema moldeado por el hombre con una enorme y rica diversidad biológica. En su sotobosque hemos identificado hasta 140 especies de plantas aromáticas, medicinales y culinarias”, dice Felipe Oliveros, ex director del parque y que lo conoce como la palma de su mano. “Aquí, los alcornoques, quejigos, olivos y acebuches conviven con reliquias de otras épocas y climas como el ojaranzo [Rhododendron ponticum subsp.baeticum], endemismos y plantas en peligro de extinción”, añade Oliveros, que también señala la riqueza de su fauna: el águila imperial ibérica –una de las aves de presa más amenazadas del mundo– alterna con la cigüeña negra, el buitre negro, ciervos, jinetas, meloncillos, y hasta con el amenazadísimo lince ibérico.
Corcho y vino son una pareja inseparable, aunque ahora hay quienes apuestan, y juegan fuerte, por su divorcio. De momento han conseguido introducir un tercero en discordia: el tapón sintético. En 2005, los sintéticos le pellizcaron al corcho 4.500 millones de tapones en una producción de 22.000 millones de botellas de vino. Una cifra que provocaba sonrisas de incredulidad hace sólo cuatro años, pero que va en aumento, ya que países como EE UU, Australia y el Reino Unido están imponiendo el tapón sintético en el mercado internacional.
“La próxima vez que abras una botella, tras ese sugerente ¡plop! que te traerá tantos recuerdos de buenos momentos, cierra tu mano sobre el tapón, siente la lisa calidez del corcho y reflexiona un momento. Estás tocando una verdadera arca de vida, un mensajero de los legendarios bosques y dehesas de alcornoques”. Es sólo una frase, una sugerencia para cavilar un instante sobre un acto tan rutinario como el descorche de una botella de vino. Una llamada a la conciencia de consumidores responsables. Una idea del programa internacional Corcho sí, alcornocales vivos, de WWF/Adena, que coordina Raquel Gómez, dedicado a promover una gestión forestal sostenible del corcho.
Gómez repite la frase mientras alerta, con el sonido del hacha como música de fondo, de la importancia del tapón de corcho para la supervivencia de estos ecosistemas mediterráneos, y de las 600 empresas que trabajan con este material en España, que dan empleo a 3.000 personas. “De las múltiples amenazas que tiene el alcornocal, una de las más claras, acuciantes y potencialmente determinantes es la sustitución del tapón de corcho por otros materiales artificiales. Hemos visto que era muy importante y urgente actuar, ya que el sector corchero no está reaccionando suficientemente rápido”.
El alcornocal, dice Gómez, llega al ciudadano, al consumidor final, a través del corcho, y eso les facilita tener visibilidad e impacto en la opinión pública para ayudarse en su objetivo de conservación. “Puedo dar varias razones para conservar estos bosques: el alcornocal protege contra la erosión y la desertificación; si desaparecieran los del norte de África y el sur de la península Ibérica, el desierto avanzaría; recarga los acuíferos, controla la escorrentía y fija el CO2. El corcho es un producto natural idóneo para secuestrar CO2 durante largos periodos de tiempo, y se comparte con la flora, la fauna y la ganadería. Y un escenario no muy pesimista prevé para el año 2020 una disminución en los tapones de corcho que conllevaría que más de un millón de hectáreas hoy productivas podrían abandonarse o pasar a otros usos”.
Corcho sí, natural es el eslogan que WWW/Adena ha escogido para defender este tipo de tapón, una campaña a la que se han sumado ya algunas importantes bodegas; más de una veintena de cocineros de postín internacional como Arzak, Subijana, Arola, Hofman y Berasategui –que han prestado su cara y firma para promocionarlo–, y algunas fábricas del ramo. “Es indispensable que el sector vinícola siga apostando por este material, y que la restauración apoye y promueva el vino tapado con corcho”, añade Raquel Gómez.
Tan antiguo que Plutarco y Plinio el Viejo ya escribían sobre sus propiedades para tapar ánforas, el producto estrella del alcornoque, el corcho, es un material liviano, flexible, impermeable e incorruptible, por lo que no es extraño que en el siglo XVIII se comenzara a utilizar industrialmente para tapamiento, después de que el célebre monje Pierre Perignon comenzara a usarlo, bastante antes, en sus botellas de champaña. Pero su producción no es precisamente rápida.
Son necesarios 40 años para sacar el primer tapón de corcho de un alcornoque. “El descorche inicial tiene lugar cuando el árbol ha superado los 25 años de vida, y el corcho virgen que se obtiene, el bornizo, no tiene aplicación útil. Hay que esperar otros 12 años, cuando el árbol es ya casi cuarentón, para que la corteza se pueda convertir en tapón. Luego los descorches se hacen cada 9 o 10 años”, explica Blas J. Molano, responsable internacional de Manufactura Española de Corcho (SAMEC), con sede en Sevilla. Un alcornoque vive entre 170 y 200 años, por lo que puede dar corcho para tapones unas 15 veces. No es lo que se dice un negocio de pelotazo.
Entre grandes pilas de corcho en el patio de la fábrica –donde se seca durante meses al aire libre, con frío, lluvia o calor, antes de pasar a la cocción–, Molano señala la fuerte competencia que empiezan a sentir con el plástico. “Notamos el mismo pellizco que todos los fabricantes; los tapones sintéticos y los de rosca son ya una amenaza real. Un caso claro es Australia, donde el mercado del tapón sintético tiene gran fuerza; la presión para los cierres alternativos viene de ese país. Allí, una botella de cada tres lleva tapón sintético”.
No sólo es Australia. En EE UU, Robert Moldavi, el mayor productor de vino de California, ha estado probando los tapones sintéticos desde 1995, aunque la decisión de lanzarlos al mercado se retrasaba por miedo al rechazo de los consumidores. Pero después del 11-M, con la exagerada respuesta nacionalista ante los productos franceses, las cosas cambiaron, y 80 millones de tapones pasaron a ser sintéticos… “El sintético no es competencia para los vinos de calidad, pero en los vinos jóvenes es donde tenemos el problema, porque es el vino que elige a diario el consumidor normal. Si se reserva el corcho sólo para los vinos de calidad nos quedaríamos sin mercado”, afirma Molano.
Cónicos, cilíndricos o con corona. Naturales de una pieza de corcho, colmatados de dos o cuatro piezas, aglomerados, uno más uno, con arandela o sin arandela (más de 6.000 millones de botellas de vino en el mundo utilizan tapones aglomerados), son tipos de tapones de corcho que se utilizan para cavas, champañas, espumosos, licores, coñacs y vinos, y todos ellos se están viendo afectados por el plástico.
Los defensores del tapón sintético –mejor imitación cada día de los naturales en tacto y color– se han centrado, con una agresiva campaña, en la llamada “contaminación del corcho”. Así han bautizado la contaminación que puede sufrir el vino por los cloroanisoles (hongos y otros microorganismos que, en contacto con los pesticidas, desarrollan una reacción: los haloanisoles), especialmente el conocido por las siglas TCA, que confiere al vino ese penetrante sabor u olor a moho con el que todos nos hemos topado alguna vez al abrir una botella. La industria corchera negó en principio el problema del TCA, pero finalmente ha acabado admitiéndolo, aunque no como exclusivo suyo.
“Nuestra filosofía es defender el tapón de corcho, proteger el medio ambiente y la naturaleza, pero también está la perspectiva empresarial. Y cada día los clientes nos presionan más… Los ingleses están imponiendo los tapones de plástico en sus pedidos. Pero nosotros siempre suministramos corcho”, dice Alfonso de la Calle, director gerente de Torrent Miranda, una fábrica de corcho, pequeña pero muy especializada, de Jerez de la Frontera, que presume de taponar “las bebidas más selectas del mundo”. “Pero los sintéticos no son la solución. A partir de los 18 meses tienen una subida de oxidación brutal, y también puede haber TCA en ellos, porque es una molécula que puede estar en el ambiente, en la embotelladora, en la bodega”.
Fabricantes y bodegas tienen muy presente el TCA en estos momentos, pero no conviene olvidar otro aspecto de la nueva competencia: el precio. Los tapones sintéticos son más baratos que el corcho, y cambiar de un producto a otro puede suponer millones de dólares para una bodega. “En todo el mundo se intenta frenar los plásticos, y aquí apostamos por un producto sintético y abandonamos otro natural y una industria artesanal. Es como caminar al revés”, se queja Molano.
En Andalucía abunda el latifundio, y en Los Alcornocales (un 75% de fincas privadas frente al 25% de terreno público) algunos propietarios renuncian al descorche por no resultar rentable, pese a que la compra de fincas, a precio prohibitivo, va en aumento. Y el del abandono es otro de los problemas que aquejan a estos bosques, además de la famosa seca, las plagas y el exceso de herbívoros introducidos para la caza (la Junta de Andalucía, gestora del parque, ha implantado cercados cinegéticos y un control de las especies más agresivas: ciervos, muflones y gamos).
“La seca, un síndrome más que una plaga, tiene su origen en un conjunto heterogéneo y todavía bastante desconocido de causas, y se manifiesta con un decaimiento del alcornocal y muerte del arbolado”, explica Ángel Carrasco, ingeniero de montes de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta. La seca puede causar la muerte súbita del alcornoque en cuestión de semanas, o matarlo lentamente en un decaimiento progresivo de meses hasta desaparecer la masa alcornocal. “Es un cúmulo de causas que pueden ir desde el cambio climático hasta el envejecimiento de la masa forestal, pasando por los cambios de uso del terreno. Hay muchos investigadores trabajando en ello, y no está claro”, asegura Carrasco. En cuanto a la otra gran amenaza, la lagarta peluda, como vulgarmente se conoce a la Lymantria dispar –un lepidóptero cuyas larvas se alimentan de las yemas y hojas tiernas de los árboles–, se combate con actuaciones preventivas.
“Aquí vienen muchos a ver, y a mí no me importa dar explicaciones, pero que no vengan a darme lecciones… El campo lo hace el que vive y trabaja en él, y yo he nacido aquí, debajo de un árbol”, se explaya Luis Ortega, capataz de la cuadrilla de corcheros y en la saca desde los 16 años.
A sus 60 años, Ortega cree que aunque el trabajo no está mal pagado –110 euros diarios por siete horas al día y una media de 40 días al año–, tiene los días contados tal y como se hace en Andalucía, a la manera tradicional y sin máquinas. “El oficio no va a desaparecer, pero caerá más del 50%; dentro de poco van a tener que hacer la saca con inmigrantes… Hay muchos problemas, pero es la vivencia de uno, debajo de un árbol siempre”.
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