"Las empresas globales no tienen futuro si el planeta Tierra no tiene futuro" (Ryuzaburo Kaku)
El denominador común de la mayoría de nosotros es que trabajamos para sobrevivir, consumiendo los productos y servicios que nos venden las organizaciones que forman parte de nuestra sociedad. De hecho, dado que nuestras vidas se asientan y se desarrollan sobre un sistema monetario, las empresas no nos ven ni nos valoran ni nos tratan como seres humanos, sino como empleados, clientes y consumidores. Es decir, como medios para lograr la que en estos momentos es su finalidad última: garantizar su "supervivencia organizacional", incrementando año tras año sus beneficios económicos.
Y es precisamente esta acción de compraventa de bienes lo que permite que el sistema monetario se perpetúe. Si bien la cantidad y la calidad de nuestras compras están condicionadas por nuestra posición y nuestro salario, para que la economía no se desmorone es necesario que todos sigamos consumiendo. En otras palabras, el fin del consumo significaría el principio del colapso del sistema.
Pero ¿de dónde salen todas las cosas que compramos? Para responder a esta pregunta es necesario comprender cómo funciona la denominada "economía de los materiales", un proceso compuesto por varias fases. La primera es la extracción, que en realidad es un eufemismo, pues consiste en explotar los recursos naturales, que a su vez es una manera elegante de referirse a la destrucción de la naturaleza. Estamos talando, minando, agujereando y destruyendo el mundo tan rápido que algunos ecologistas sostienen que la humanidad es el cáncer del planeta Tierra.
La segunda fase es la producción. Y consiste en usar diferentes fuentes de energía para mezclar los recursos naturales extraídos con una serie de componentes tóxicos, a partir de los cuales se fabrican muchos de los productos que consumimos habitualmente. Y dado que a muchas empresas les trae sin cuidado el impacto que tienen estos químicos sobre nuestra salud y sobre el medio ambiente, siguen utilizando este tipo de sustancias dañinas, que en general suelen reducir notablemente sus costes de producción. De momento, el parche que el ámbito empresarial está poniendo a este asunto es trasladar sus fábricas a países en vías de desarrollo.
La tercera fase es la distribución, cuyo objetivo es vender todos estos productos manufacturados lo más deprisa posible. Al haber deslocalizado el sistema de producción -contratando mano de obra muy barata-, la logística mercantilista actual se ha convertido en uno de los procesos más contaminantes e insostenibles de nuestra economía.
Sea como fuere, da lugar a la cuarta fase: el consumo. Sin duda alguna, se trata del corazón que bombea la sangre que mantiene con vida al sistema monetario.
Con la finalidad de incrementar sus ventas y, por tanto, sus beneficios, las empresas suelen tomar decisiones movidas por su instinto de supervivencia, marginando la ética y la responsabilidad social corporativa. De hecho, muchas organizaciones cuentan con un departamento de diseño industrial, encargado de que todos sus productos se elaboren con materiales baratos y de mala calidad, de manera que tengan un tiempo de vida determinado. La consigna es "diseñado para ser desechado". Esto es obvio si pensamos en las bolsas de plástico o los tetrabriks de cartón. Sin embargo, también ocurre con muchas de las cosas que consumimos.
En estrecha complicidad y colaboración con los fabricantes, los objetos que compramos están diseñados y elaborados de forma intencionada para que se rompan, descompongan o dejen de funcionar rápidamente, coincidiendo con la expiración del periodo de garantía. En general, el hecho de que de pronto se nos estropee el móvil, el ordenador, la cámara digital o la televisión no es un accidente. Es el resultado de una estrategia de fabricación bien pensada, que en el ámbito empresarial se denomina "obsolescencia planificada".
Esta es la razón por la que la gente que lleva más tiempo viviendo se sorprende al constatar cómo los productos de hoy, supuestamente producidos mediante procesos y mecanismos alineados con los últimos avances tecnológicos, duren muchísimo menos que los fabricados hace cincuenta años. Es frecuente escuchar la comparación que se hace entre los coches contemporáneos y los automóviles de los años cincuenta, muchos de los cuales siguen transportando a personas en países como Cuba. A diferencia de antaño, el mundo de hoy se ha convertido en un negocio, en el que las empresas se las ingenian de todas las maneras posibles para conseguir que el ciclo del consumo se perpetúe.
Sin embargo, ni siquiera a través de esta estrategia el nivel de consumo alcanza los ratios necesarios para lograr la autopreservación de las organizaciones y, en consecuencia, del sistema económico sobre el que estas operan. De ahí que las empresas, por medio del marketing y la publicidad, motiven a la sociedad a comprar, desechar y reemplazar sus bienes de consumo a un ritmo cada vez más acelerado. El objetivo es infundir en los consumidores el deseo de poseer productos más nuevos, un poco mejores y un poco antes de lo necesario. A este fenómeno psicológico se le denomina "obsolescencia percibida".
Curiosamente, la propaganda de la sociedad de consumo actual ha llegado a convencernos de que, llegado el caso, desechemos objetos que todavía son perfectamente útiles. Es decir, de que tomemos decisiones alineadas con nuestros caprichos y deseos, dejando en un segundo plano el sentido común, que es el que nos permite utilizar el dinero para saciar nuestras verdaderas necesidades humanas. La paradoja es que el deseo nos enchufa a una ficción construida sobre lo que no tenemos, impidiéndonos valorar y disfrutar lo que sí está a nuestro alcance.
La quinta y última fase de la "economía de los materiales" es la eliminación. Es decir, el proceso de destrucción de las toneladas de basura que acumulamos cada día. Actualmente, lo más común es incinerarla o enterrarla, lo que a su vez contamina y daña gravemente la salud del planeta. Aunque el reciclaje está en auge, todavía está lejos de poder solucionar este problema. Más que nada porque se estima que de todos los materiales que intervienen en el proceso de extracción, producción, distribución y consumo, tan solo el 1% sigue estando en uso seis meses después de ser vendido. Es decir, que el 99% restante se transforma en basura, provocando que el mundo esté convirtiéndose, lenta pero paulatinamente, en un gran estercolero.
Dada la ineficiencia e insostenibilidad de esta "economía de los materiales", cada vez más sociólogos y economistas están alzando la voz para afirmar una verdad incómoda: que si bien el sistema monetario -a través de la necesidad de un consumo cíclico- genera crecimiento económico, lo está consiguiendo a costa de la insatisfacción de la sociedad y la destrucción del planeta. Sorprendentemente, cuanto más infelices somos, más consumimos. Y cuanto más consumimos, más infelices somos. Esta paradoja seguirá gobernando nuestro estilo de vida mientras no cuestionemos los fundamentos del "viejo paradigma económico", que nos vende la gran mentira de que el materialismo nos conduce hacia la felicidad.
En paralelo, uno de los grandes retos que propone el "nuevo paradigma económico" es que adoptemos la filosofía del "consumo consciente". Es decir, comprar lo que verdaderamente necesitamos (y no lo que la publicidad me hace desear), al tiempo que desarrollamos una mayor conciencia ecológica, informándonos acerca de si lo que consumimos se fabrica respetando el medio ambiente. Como consumidores, lo mejor que podemos hacer es apoyar el consumo ecológico en toda la gama de productos y servicios que ofrece en la actualidad.
Y es que para que las organizaciones trasciendan su instinto de supervivencia, primero hemos de cambiar individualmente nuestra manera de consumir. Es decir, dejando de hacerlo por impulsos y comenzando a movernos por valores. Y esto es algo que forma parte de una ley económica inmutable: las corporaciones empresariales no se preocupan hasta que lo hacen primero los consumidores. Cuanto más se despierte esta consciencia en la sociedad, más rápidamente deberán cambiar y evolucionar las organizaciones para adaptarse y sobrevivir económicamente. Lo queramos ver o no, la revolución está en nuestras manos.
El mérito para el que se lo gana . TRIBUNA: MILAGROS PÉREZ OLIVA DEFENSORA DEL LECTOR.
Más de 200 fotógrafos piden que el diario firme con el nombre del autor las fotos de agencia. Un profesor descubre plagio en un artículo sobre consumo sostenible
Entre los asuntos que los lectores me han planteado en los últimos días hay dos que tienen un punto en común: la falta de respeto por el trabajo ajeno. Y uno de ellos plantea además una derivada que considero importante: cómo y a quién concede este diario autoridad. El primer asunto está muy claro. Más de 200 fotógrafos me han escrito para reclamar que EL PAÍS ponga el nombre del autor en las fotografías de agencia. En este momento se firman únicamente con el nombre de la agencia. Del mismo modo que EL PAÍS respeta la autoría de sus fotógrafos o de los colaboradores que contrata, argumentan, debe respetar el trabajo de los que trabajan para una agencia. Muchos de estos fotógrafos son colaboradores que cobran por pieza, y la ausencia de firma no solo les resta oportunidades de reconocimiento profesional, sino que dificulta el control de sus derechos de autor. No quieren dramatizar, dicen, pero "al no firmar con el nombre del fotógrafo se ignora la existencia de estos profesionales que en muchos casos se juegan su vida para informarnos con sus imágenes de lo que ocurre en los lugares más peligrosos del planeta".
Tienen toda la razón. El diario incumple en este caso claramente el Libro de estilo, que obliga a firmar con el nombre del autor, seguido de la agencia entre paréntesis. Tanto Marisa Flórez, editora gráfica de EL PAÍS, como Ricardo Gutiérrez, redactor jefe de Fotografía, habían planteado ya esta cuestión en varias ocasiones.
Después de trasladar la queja de los fotógrafos a la Dirección, me complace anunciarles que a partir del lunes las fotografías de agencia se firmarán también con el nombre del autor.
El siguiente caso está relacionado con un artículo publicado el 20 de febrero en el suplemento Negocios a página entera y en un formato reservado a las grandes aportaciones. En ese artículo, Borja Vilaseca defiende que el actual modelo de consumo es insostenible y argumenta las razones, siguiendo las cinco fases de la economía de los materiales: extracción, producción, distribución, consumo y eliminación. En el texto no aparece ni una sola cita, de modo que cualquier lector puede pensar, con lógica, que lo allí expuesto es una formulación original del autor.
Pero el autor no es una autoridad en la materia. Carlos Ballesteros, profesor de la Universidad Pontificia de Comillas y coordinador del grupo de investigación El Consumidor y su Entorno, escribe: "Ayer me topé con un artículo titulado Consumo insostenible que obviamente decidí leer con mucha atención. Estaba firmado por Borja Vilaseca, del que no venía filiación alguna ni su conexión con el mundo de consumo responsable".
"Mi sorpresa fue", prosigue, "que al leer el artículo me encontré con una transcripción resumen, en algunos casos con expresiones idénticas, del vídeo de Annie Leonard La historia de las cosas, uno de los mejores audiovisuales que yo he visto explicando este tema". El lector tenía razón. Esta defensora se quedó estupefacta al comprobar no solo que el texto sigue fielmente el esquema del vídeo, sino que, como dice Carlos Ballesteros, "hay expresiones que son literalmente una transcripción de la traducción española que hay en YouTube".
Borja Vilaseca admite que el profesor Ballesteros tiene razón y lo hace en estos términos: "Aunque intento poner en práctica lo que predico en cada artículo que escribo, no soy ningún experto en la materia. Inspirado por el fenomenal documental La historia de las cosas, creado y narrado por la experta en desarrollo sostenible Annie Leonard, decidí leer su libro con la finalidad de democratizar dicha información mediante un artículo al alcance de cualquier lector. Tal como señala acertadamente el señor Ballesteros, el artículo no indica las fuentes de donde procede la información. Por eso, propongo que se publique que las fuentes son, además del documental de Annie Leonard y el libro de la misma autora, el documental Surplus, de Erik Gandini; el documental La hora 11, de Leila y Nadia Conners; el documental Comprar, usar, comprar, de Cosima Dannoritzer, así como el libro Dinero y conciencia, de Joan Antoni Melé. Reconozco haber cometido el error de no mencionar las fuentes que cito ahora. Si alguien se merece algún tipo de reconocimiento, sin duda alguna son todos estos expertos. Yo solo soy un simple divulgador al servicio de los lectores más ávidos de conocimiento".
Agradezco el esfuerzo del autor de extender la cita a todas las obras que han podido "inspirar" su artículo, pero en este caso, creo que lo apropiado es simplemente admitir que más del 80% de su contenido es una copia resumida pero literal del documental de Annie Leonard. En el restante 20% no caben tantas y tan densas obras. En la conversación que mantuve con él, Borja Vilaseca defendió que "el conocimiento no es propiedad de nadie" y añadió que su propósito en estos artículos no es otro que "democratizar la sabiduría".
En el trasfondo de este caso se plantean dos cuestiones relevantes: qué entendemos por divulgación y a quién concede el diario autoridad, en el sentido de auctoritas. "EL PAÍS debería tener más cuidado", escribe el profesor Ballesteros, "al publicar cosas que quizás para el público en general puedan resultar interesantes, y hacer pasar al autor como una autoridad en la materia, pero que para los iniciados, que esperábamos poder profundizar y aprender con la lectura del artículo, no solo no nos aporta nada, sino que nos sonroja. Entiendo que quien se sumerge en Negocios, lo hace llevado por las ganas de profundizar en determinados temas. Le agradecería que comprobara si lo que digo es cierto y, en su caso, dieran una respuesta contundente a esta embarazosa situación".
Atendiendo a su petición, aclararé que Borja Vilaseca es periodista. Comenzó a colaborar con el diario después de realizar el máster de la Escuela de Periodismo EL PAÍS-UAM y en los últimos años se ha especializado en temas de autoayuda y superación personal, sobre los que acaba de crear una consultora. Publica temas de psicología y autoayuda en El País Semanal y hace un tiempo propuso al redactor jefe de Economía, Miguel Jiménez, colaborar también en Negocios con artículos sobre gestión, liderazgo y desarrollo personal. "Nos propuso escribir una serie de artículos que encajaban más en el formato de opinión que en el de reportaje", explica Miguel Jiménez. "Borja ha publicado dos libros sobre la materia y es codirector de un máster de la Universidad de Barcelona, con lo que consideré que estaba capacitado para escribir columnas de opinión. Dicho eso, creo que cuando se utilizan los análisis y opiniones de otros para exponer la propia deben citarse las fuentes, sin ninguna duda".
Es difícil encajar el polémico texto en el género de opinión. El propio autor lo considera de divulgación. Pero divulgar no exige menos rigor. En esta sociedad en la que, gracias a la Red, es tan fácil copiar, divulgar con rigor exige algo más que cortar y pegar: exige respetar las fuentes. En la sociedad y en periodismo, necesitamos tener referentes, maestros a los que respetar. Lo dijo el jueves Juan Luis Cebrián en la conferencia de apertura del curso del máster de Periodismo EL PAÍS-UAM: "Un mundo sin maestros es un mundo de impostores".
No es, pues, una cuestión menor a quién concede autoridad un diario de referencia. La autoridad se confiere de dos formas: eligiendo a las personas que pueden hablar con propiedad de un tema y presentando sus aportaciones con un formato que denote esa autoridad. El artículo de Vilaseca aparecía con el mismo formato con que unas páginas antes habían sido presentados los artículos del premio Nobel Paul Krugman o el profesor de la Universidad de Columbia, Jeffrey Sachs.
Si el diario concede autoridad a quien no la tiene y formalmente lo presenta como si la tuviera, quien pierde autoridad es el propio diario.
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