Somos las únicas criaturas que lloran de emoción y, al contrario de lo que creíamos, nuestras lágrimas están más asociadas con la cultura y con la educación recibida que con lo que estamos sintiendo. Saquen el pañuelo.
De la cuna a la tumba lloramos. A veces con alivio, a veces con rabia, a veces sin tregua, a veces con plenitud o con ternura, porque descubrimos por primera vez el rostro de nuestro hijo o porque escuchamos el adagio de Barber. Lloramos porque hemos fracasado o porque nos niegan el amor; a veces con ganas y otras sin más voluntad que el puro abandono. En definitiva, lloramos porque somos humanos y forma parte de nuestra condición física, psicológica, social y cultural. Y aunque Charles Darwin dijo haber detectado lágrimas de tristeza en elefantes africanos, somos el único animal que llora por razones emocionales; lo demás es mito o truco. En la antigua Persia, la muerte de un gran hombre se acreditaba haciendo que su caballo llorase durante las exequias, pero se conseguía introduciendo mostaza en su nariz. Es cierto que los cocodrilos también lloran, pero lo hacen para expulsar de su cuerpo el exceso de agua salada, no por emoción.
La lágrima, compuesta por un 85 por ciento de agua, tiene una capa grasa, una acuosa y una mucosa, y cualquier alteración de sus componentes influye en la agudeza visual. Así, en función de nuestras necesidades, segregamos tres tipos de lágrimas. Las más habituales son las lubricantes; luego están las defensivas –como reacción a una partícula de polvo o al humo– y, en último lugar, las emocionales, que nos hacen únicos en el reino animal y están compuestas con una fórmula más compleja que las anteriores: no sólo tienen más proteínas; también encefalina leucina, que modula el dolor, y prolactina y ACTH, relacionadas con el estrés.
Algunos investigadores creen que estas sustancias, expulsadas a través de los ojos, son toxinas producidas por los sentimientos y que, al liberarlas, nos alivian equilibrando nuestro nivel de angustia. Estas teorías confirmarían la visión popular de que el llanto es «un desahogo», una catarsis de sentimientos reprimidos que nos hace sentir mejor y nos regenera. «El jabón es al cuerpo lo que el llanto al alma», dicen los judíos, pero nuevas investigaciones vienen a cuestionar que el sollozo sea realmente una liberación. Por lo que se cree, el llanto parece más catártico en una mirada retrospectiva de lo que en verdad es, y todos aquellos con un elevado nivel de angustia se sintieron peor tras el episodio de lágrimas.
«¿Lloramos porque estamos tristes o estamos tristes porque lloramos?» se preguntaba ya en el siglo XIX William James, hermano de Henry James y uno de los padres fundadores de la psicología. Y es que las lágrimas nos pueden limpiar, pero, al igual que sucede en una inundación, también pueden hacer que una persona se sienta desamparada, empapada y desorientada.
Judith Kay Nelson, psicóloga y profesora de la Universidad de Berkeley (California), afirma en su libro Ver a través de las lágrimas: el llanto y el apego que la experiencia del llanto está enraizada en la infancia temprana y la relación con el primer cuidador: «Los que tuvieron unos padres atentos, aliviando sus gritos cuando era necesario, tienden a vivir el llanto como una forma de consuelo durante la edad adulta, pero aquellos cuyos padres se sentían molestos o irritados por su llanto tienen más dificultades para calmarse a sí mismos cuando han crecido».
Los estudios han demostrado a su vez que el llanto es tremendamente contagioso, ya sea en un pequeño grupo o en una gran comunidad, y que puede provocar verdaderos efectos de histeria de masas, como en el funeral de Lady Di, en 1997. Sin embargo, este tipo de llanto solidario y empático tiene raíces más personales que la tristeza por la muerte de un famoso, ya que, según la doctora Nelson, «todas las crisis de llanto que experimentamos a lo largo de la vida, incluso en los momentos felices, reeditan nuestras auténticas pérdidas».
A pesar de los cambios que ha habido en nuestra sociedad, tendentes a la igualdad entre los sexos, parece ser que el llanto sigue siendo algo muy femenino. Una mujer llora más de 50 veces al año, mientras que los hombres sólo 11. ¿Por qué? «Desde edades muy tempranas los padres castigan verbalmente las expresiones de llanto de los hijos, pero no de las niñas —dice el psicólogo Carmelo Vázquez–. Históricamente, la capacidad para llorar en las mujeres se ha interpretado como hipersensibilidad y falta de control, cuando en realidad están demostrando que tienen más inteligencia emocional y habilidad para expresar sus sentimientos.»
Ocho de cada diez hombres afirman sentirse incómodos llorando delante de otro hombre. De hecho, a un hombre que llora se lo ridiculiza o se lo ve más débil (para la posteridad queda la célebre condena de la madre de Boabdil, cuando éste contempló por última vez Granada: «Llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre»).
La mayor parte de los medios de comunicación describió el derrumbe emocional del tenista Roger Federer, durante la entrega de premios del Open de Australia, en febrero pasado, diciendo que «lloraba como un niño», una comparación condescendiente que no suele aplicarse en su versión femenina. Sin embargo, la paradoja del tópico es que hasta los cinco años los niños lloran más que las niñas y después se invierte la tendencia. La frecuencia de llanto femenino suele aumentar durante la menstruación, pero uno de los resultados más llamativos del Estudio internacional de llanto en adultos es que este fenómeno sólo se da en Occidente, ya que en países como Kenia o Indonesia el ciclo menstrual no parece afectar lo más mínimo al estado de ánimo de las mujeres.
En todos los países donde se realizó el estudio, los funerales y los eventos trágicos encabezaron la lista como motor del llanto, pero en algunas zonas destacaron otras razones. Por ejemplo, en Lituania lloran porque «se sienten impotentes»; en Nepal, cuando enferman; mientras que en Indonesia y Nigeria, durante los rituales religiosos.
Y es que al final, no llora quien tiene más motivos, sino quien se lo puede permitir. En Ghana casi no se llora, las anoréxicas tampoco lo hacen y, pese a que las lágrimas se asocian a la tristeza, el llanto no es un indicador de la depresión, ya que la sequedad emocional de una persona deprimida le quita la fuerza hasta para llorar. Así, el hecho de que en Japón haya surgido la moda de crear bares para llorones y de que en Londres hayan creado su propia versión no puede menos que resultar una frivolidad propia de sociedades anhelantes de sentimientos extremos.
Todos los fines de semana el club de llorones Loss (`Pérdida´, en inglés), situado en Regent’s Street, abre sus puertas a cientos de personas dispuestas a vivir una noche «de tristeza, miseria, melancolía, duelo, ausencia y pérdida», según rezan los anuncios. El dueño del local, Victor Wynd, explica que la idea del club surgió de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, donde aparece un «bar de la cebolla» en el que la gente se cita para llorar.
Mucho más sofisticado que su inspirador, en Loss hay una cantante de fado para embriagar al público con la saudade y, a las 12 de la noche, sacan las cebollas para que todo el mundo pueda tener una pequeña ayuda que desencadene la catarsis. Como era de esperar, algunos lloran sobre el gin-tonic, pero a la mayoría le da más la risa que otra cosa. Seguramente les cuesta porque, como dice el dueño del local, «los ingleses sólo se permiten llorar de verdad en los partidos de fútbol».
Isabel Navarro
De la cuna a la tumba lloramos. A veces con alivio, a veces con rabia, a veces sin tregua, a veces con plenitud o con ternura, porque descubrimos por primera vez el rostro de nuestro hijo o porque escuchamos el adagio de Barber. Lloramos porque hemos fracasado o porque nos niegan el amor; a veces con ganas y otras sin más voluntad que el puro abandono. En definitiva, lloramos porque somos humanos y forma parte de nuestra condición física, psicológica, social y cultural. Y aunque Charles Darwin dijo haber detectado lágrimas de tristeza en elefantes africanos, somos el único animal que llora por razones emocionales; lo demás es mito o truco. En la antigua Persia, la muerte de un gran hombre se acreditaba haciendo que su caballo llorase durante las exequias, pero se conseguía introduciendo mostaza en su nariz. Es cierto que los cocodrilos también lloran, pero lo hacen para expulsar de su cuerpo el exceso de agua salada, no por emoción.
La lágrima, compuesta por un 85 por ciento de agua, tiene una capa grasa, una acuosa y una mucosa, y cualquier alteración de sus componentes influye en la agudeza visual. Así, en función de nuestras necesidades, segregamos tres tipos de lágrimas. Las más habituales son las lubricantes; luego están las defensivas –como reacción a una partícula de polvo o al humo– y, en último lugar, las emocionales, que nos hacen únicos en el reino animal y están compuestas con una fórmula más compleja que las anteriores: no sólo tienen más proteínas; también encefalina leucina, que modula el dolor, y prolactina y ACTH, relacionadas con el estrés.
Algunos investigadores creen que estas sustancias, expulsadas a través de los ojos, son toxinas producidas por los sentimientos y que, al liberarlas, nos alivian equilibrando nuestro nivel de angustia. Estas teorías confirmarían la visión popular de que el llanto es «un desahogo», una catarsis de sentimientos reprimidos que nos hace sentir mejor y nos regenera. «El jabón es al cuerpo lo que el llanto al alma», dicen los judíos, pero nuevas investigaciones vienen a cuestionar que el sollozo sea realmente una liberación. Por lo que se cree, el llanto parece más catártico en una mirada retrospectiva de lo que en verdad es, y todos aquellos con un elevado nivel de angustia se sintieron peor tras el episodio de lágrimas.
«¿Lloramos porque estamos tristes o estamos tristes porque lloramos?» se preguntaba ya en el siglo XIX William James, hermano de Henry James y uno de los padres fundadores de la psicología. Y es que las lágrimas nos pueden limpiar, pero, al igual que sucede en una inundación, también pueden hacer que una persona se sienta desamparada, empapada y desorientada.
Judith Kay Nelson, psicóloga y profesora de la Universidad de Berkeley (California), afirma en su libro Ver a través de las lágrimas: el llanto y el apego que la experiencia del llanto está enraizada en la infancia temprana y la relación con el primer cuidador: «Los que tuvieron unos padres atentos, aliviando sus gritos cuando era necesario, tienden a vivir el llanto como una forma de consuelo durante la edad adulta, pero aquellos cuyos padres se sentían molestos o irritados por su llanto tienen más dificultades para calmarse a sí mismos cuando han crecido».
Los estudios han demostrado a su vez que el llanto es tremendamente contagioso, ya sea en un pequeño grupo o en una gran comunidad, y que puede provocar verdaderos efectos de histeria de masas, como en el funeral de Lady Di, en 1997. Sin embargo, este tipo de llanto solidario y empático tiene raíces más personales que la tristeza por la muerte de un famoso, ya que, según la doctora Nelson, «todas las crisis de llanto que experimentamos a lo largo de la vida, incluso en los momentos felices, reeditan nuestras auténticas pérdidas».
A pesar de los cambios que ha habido en nuestra sociedad, tendentes a la igualdad entre los sexos, parece ser que el llanto sigue siendo algo muy femenino. Una mujer llora más de 50 veces al año, mientras que los hombres sólo 11. ¿Por qué? «Desde edades muy tempranas los padres castigan verbalmente las expresiones de llanto de los hijos, pero no de las niñas —dice el psicólogo Carmelo Vázquez–. Históricamente, la capacidad para llorar en las mujeres se ha interpretado como hipersensibilidad y falta de control, cuando en realidad están demostrando que tienen más inteligencia emocional y habilidad para expresar sus sentimientos.»
Ocho de cada diez hombres afirman sentirse incómodos llorando delante de otro hombre. De hecho, a un hombre que llora se lo ridiculiza o se lo ve más débil (para la posteridad queda la célebre condena de la madre de Boabdil, cuando éste contempló por última vez Granada: «Llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre»).
La mayor parte de los medios de comunicación describió el derrumbe emocional del tenista Roger Federer, durante la entrega de premios del Open de Australia, en febrero pasado, diciendo que «lloraba como un niño», una comparación condescendiente que no suele aplicarse en su versión femenina. Sin embargo, la paradoja del tópico es que hasta los cinco años los niños lloran más que las niñas y después se invierte la tendencia. La frecuencia de llanto femenino suele aumentar durante la menstruación, pero uno de los resultados más llamativos del Estudio internacional de llanto en adultos es que este fenómeno sólo se da en Occidente, ya que en países como Kenia o Indonesia el ciclo menstrual no parece afectar lo más mínimo al estado de ánimo de las mujeres.
En todos los países donde se realizó el estudio, los funerales y los eventos trágicos encabezaron la lista como motor del llanto, pero en algunas zonas destacaron otras razones. Por ejemplo, en Lituania lloran porque «se sienten impotentes»; en Nepal, cuando enferman; mientras que en Indonesia y Nigeria, durante los rituales religiosos.
Y es que al final, no llora quien tiene más motivos, sino quien se lo puede permitir. En Ghana casi no se llora, las anoréxicas tampoco lo hacen y, pese a que las lágrimas se asocian a la tristeza, el llanto no es un indicador de la depresión, ya que la sequedad emocional de una persona deprimida le quita la fuerza hasta para llorar. Así, el hecho de que en Japón haya surgido la moda de crear bares para llorones y de que en Londres hayan creado su propia versión no puede menos que resultar una frivolidad propia de sociedades anhelantes de sentimientos extremos.
Todos los fines de semana el club de llorones Loss (`Pérdida´, en inglés), situado en Regent’s Street, abre sus puertas a cientos de personas dispuestas a vivir una noche «de tristeza, miseria, melancolía, duelo, ausencia y pérdida», según rezan los anuncios. El dueño del local, Victor Wynd, explica que la idea del club surgió de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, donde aparece un «bar de la cebolla» en el que la gente se cita para llorar.
Mucho más sofisticado que su inspirador, en Loss hay una cantante de fado para embriagar al público con la saudade y, a las 12 de la noche, sacan las cebollas para que todo el mundo pueda tener una pequeña ayuda que desencadene la catarsis. Como era de esperar, algunos lloran sobre el gin-tonic, pero a la mayoría le da más la risa que otra cosa. Seguramente les cuesta porque, como dice el dueño del local, «los ingleses sólo se permiten llorar de verdad en los partidos de fútbol».
Isabel Navarro
No hay comentarios:
Publicar un comentario