Solo o a solas XAVIER GUIX EL PAIS SEMANAL - 05-12-2010
Hace cinco años, una noticia llamó mi atención: por primera vez, la cifra de hogares unipersonales, al menos en las grandes ciudades, estaba a punto de superar a la de las viviendas ocupadas por dos personas. La vida en solitario se está convirtiendo en una elección posible, lejos de los estigmas que han colgado inmerecidamente a las personas enviudadas, las desafortunadas en el amor, las almas místicas, las raras o sospechosas de esconder quién sabe si una doble vida.
Los solitarios gozan hoy de prestigio social, con apelativo incluido, y en inglés, que hace más fashion (singles). Añaden a todo ello las excelencias de poder hacer la vida que quieren, de sentirse almas libres, sin pasar por el trámite de dar explicaciones. Cabe añadir nuevos modelos de convivencia, como el living apart together, algo así como “juntos, pero no revueltos”, y una mayor autosuficiencia psicológica. No obstante, una cosa es vivir solo, y otra, sentirse solo. Puede ser un gozo y puede ser un pozo.
Encuentro con uno mismo El hombre solitario es una bestia o un dios (Aristóteles)
Afirma el filósofo Francesc Torralba que la soledad buscada es un bien para el alma. Mientras que el aislamiento es una noción física, la soledad es una experiencia emocional. Lo dijo también el marqués de Vauvenargues, moralista francés, al proclamar que la soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo. No cabe duda de que el estar a solas, ese encuentro con nosotros mismos es una conveniencia más que un inconveniente.
No obstante, tememos la soledad. Tememos que se convierta en un agujero negro que nos engulla. Entristece sentirse solo. Y aún entristece más sentirse solo en medio de una relación, de una familia o de masas enteras de individuos. Es entonces cuando entendemos, como profetizó Schopenhauer, que el instinto social de los humanos no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad.
No haber aprendido a estar a solas, o a vivir alguna etapa de la vida en solitario, acarrea la complicada tarea de estar rellenando todos los espacios vacíos que quedan entre horas, entre semanas, entre el día y la noche. Por eso hay quien vive sin una línea en blanco en su agenda; Quien habita siempre en las vidas ajenas, quien prefiere malas compañías que el gozo a solas. Mientras la soledad sea la peor alternativa a un malvivir, seguiremos malviviendo.
Buscadores de unidad La soledad es muy hermosa… cuando se tiene alguien a quien decírselo (Gustavo Adolfo Bécquer)
Como el vaso medio lleno o medio vacío, podemos plantearnos esta dualidad: siempre estamos solos, del mismo modo que nunca estamos solos. Según se mire, nacer y morir son un ejercicio solitario al que nos pueden acompañar pero no resolver por nosotros. Somos principio y fin. Todo nace y acaba muriendo en nosotros mismos, o sea, en nuestra soledad interior.
En este mundo, pocas experiencias van a convertirse en una fusión suficiente como para permanecer en una inacabable plenitud. Más allá de esos momentos de comunión, la vida y sus personajes vuelven a estar frente a nuestra nariz. Será por eso por lo que vamos como locos buscando esas horas felices en un amor, en una vocación, en un encuentro místico, en una contemplación estética. Somos buscadores de unidad, nostálgicos de lo absoluto, porque nos sabemos partidos, separados y solos en nuestra experiencia material en este mundo.
Sin embargo, a la vez, nunca estamos solos. Nos rodea la vida. Pero además habitamos en nuestra mente, esa fiel compañera que nunca nos abandona por peleona que sea. Pensar, aunque lo parezca, no es un acto solitario. Pensamos en relación con; pensamos sujetos a otros sujetos. En nuestra mente danzan imparablemente imágenes, palabras, voces y experiencias que, además, podemos reelaborar. Incluso solos, estamos con los demás.
El miedo a terminar aislados Estoy solo y no hay nadie en el espejo (Jorge Luis Borges)
Todos los planteamientos referidos a la soledad parten de la misma base: considerar que deberíamos estar acompañados o solos. Nos sentimos solos cuando creemos que no deberíamos estarlo. Deseamos estar solos cuando no podemos estarlo. Cuesta aceptar el presente cuando nos sume en la insatisfacción: Ahora, solos, quisiéramos estar acompañados. Ahora, acompañados, quisiéramos estar solos.
El miedo mayor es la incertidumbre. Al no saber qué puede ocurrir en el futuro se añade el que ocurra mientras se está en soledad. Entonces es cuando aparece el fantasma de la insuficiencia, de necesitar ayuda y cuidados. Muchas relaciones se sostienen bajo este principio, que puede basarse en un amor compasivo en el mejor de los casos, o en una mera compañía que cubra el desasosiego de acabar aislados.
Todo ocurre por mirar a un futuro del que nunca sabemos lo que va a suceder; por la insatisfacción del presente y por el miedo al miedo. Temer lo desconocido no tiene ningún sentido, precisamente porque lo desconocemos. En cambio, sí conocemos lo que causa aflicción: la enfermedad, la impotencia, la depresión. El miedo a quedarnos solos es el miedo a que nos ocurra lo peor, sin nadie que lo remedie. Una paradoja ante todo el sistema de salud y bienestar del que disponemos, con atención incluida a las personas dependientes.
Vivir como la playa y el mar La virtud no habita en la soledad: debe tener vecinos (Confucio)
Veamos la metáfora de la playa y el mar. Es una extraordinaria relación en la que el mar toca suavemente, a veces tormentosamente, a la playa, para volver de nuevo a su espacio. Es un vaivén, un encuentro impreciso y cambiante, a la vez que predecible y eterno. Así son también nuestras relaciones. Alcanzamos a los otros, rozamos ese encuentro, a veces los asaltamos emocionalmente, para acabar de nuevo volviendo cada uno a lo que es.
Nuestras vidas son vividas en esa doble condición, cerca y lejos, juntos y separados, mezclados a veces aunque sin llegar a disolvernos. Eso es, somos únicos y somos uno a la vez. Podemos vivir en solitario o acompañados. Podemos ser mar o playa. Lo importante es no perder de vista que no existe lo uno sin lo otro. La ceguera de un aislamiento interior o un individualismo feroz es perder la conexión con la realidad.
No creo demasiado en los planteamientos de si es mejor vivir solos o acompañados. La vida está en tránsito continuo y nunca sabemos por qué contextos acabaremos pasando. Son solo eso, espacios y tiempos existenciales que tienen función y sentido. Al final, lo importante no es dónde, cuándo y cómo, sino que no falte la capacidad de amar y ser amados. Lo contrario nos zambulle en la peor de las soledades.
PISTAS PARA SABER MÁS
1. Libros — ‘Sobre el amor y la soledad’, de Jiddu Krishnamurti (Ed. Kairós). — ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez (Ed. Mondadori). — ‘L’art d’estar sol’, de Francesc Torralba (Pagès Editors).
2. Películas — ‘Solas’, de Benito Zambrano. 1999. — ‘Hable con ella’, de Pedro Almodóvar. 2002. — ‘Barcelona’ (un mapa)’, de Ventura Pons. 2007.
Hace cinco años, una noticia llamó mi atención: por primera vez, la cifra de hogares unipersonales, al menos en las grandes ciudades, estaba a punto de superar a la de las viviendas ocupadas por dos personas. La vida en solitario se está convirtiendo en una elección posible, lejos de los estigmas que han colgado inmerecidamente a las personas enviudadas, las desafortunadas en el amor, las almas místicas, las raras o sospechosas de esconder quién sabe si una doble vida.
Los solitarios gozan hoy de prestigio social, con apelativo incluido, y en inglés, que hace más fashion (singles). Añaden a todo ello las excelencias de poder hacer la vida que quieren, de sentirse almas libres, sin pasar por el trámite de dar explicaciones. Cabe añadir nuevos modelos de convivencia, como el living apart together, algo así como “juntos, pero no revueltos”, y una mayor autosuficiencia psicológica. No obstante, una cosa es vivir solo, y otra, sentirse solo. Puede ser un gozo y puede ser un pozo.
Encuentro con uno mismo El hombre solitario es una bestia o un dios (Aristóteles)
Afirma el filósofo Francesc Torralba que la soledad buscada es un bien para el alma. Mientras que el aislamiento es una noción física, la soledad es una experiencia emocional. Lo dijo también el marqués de Vauvenargues, moralista francés, al proclamar que la soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo. No cabe duda de que el estar a solas, ese encuentro con nosotros mismos es una conveniencia más que un inconveniente.
No obstante, tememos la soledad. Tememos que se convierta en un agujero negro que nos engulla. Entristece sentirse solo. Y aún entristece más sentirse solo en medio de una relación, de una familia o de masas enteras de individuos. Es entonces cuando entendemos, como profetizó Schopenhauer, que el instinto social de los humanos no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad.
No haber aprendido a estar a solas, o a vivir alguna etapa de la vida en solitario, acarrea la complicada tarea de estar rellenando todos los espacios vacíos que quedan entre horas, entre semanas, entre el día y la noche. Por eso hay quien vive sin una línea en blanco en su agenda; Quien habita siempre en las vidas ajenas, quien prefiere malas compañías que el gozo a solas. Mientras la soledad sea la peor alternativa a un malvivir, seguiremos malviviendo.
Buscadores de unidad La soledad es muy hermosa… cuando se tiene alguien a quien decírselo (Gustavo Adolfo Bécquer)
Como el vaso medio lleno o medio vacío, podemos plantearnos esta dualidad: siempre estamos solos, del mismo modo que nunca estamos solos. Según se mire, nacer y morir son un ejercicio solitario al que nos pueden acompañar pero no resolver por nosotros. Somos principio y fin. Todo nace y acaba muriendo en nosotros mismos, o sea, en nuestra soledad interior.
En este mundo, pocas experiencias van a convertirse en una fusión suficiente como para permanecer en una inacabable plenitud. Más allá de esos momentos de comunión, la vida y sus personajes vuelven a estar frente a nuestra nariz. Será por eso por lo que vamos como locos buscando esas horas felices en un amor, en una vocación, en un encuentro místico, en una contemplación estética. Somos buscadores de unidad, nostálgicos de lo absoluto, porque nos sabemos partidos, separados y solos en nuestra experiencia material en este mundo.
Sin embargo, a la vez, nunca estamos solos. Nos rodea la vida. Pero además habitamos en nuestra mente, esa fiel compañera que nunca nos abandona por peleona que sea. Pensar, aunque lo parezca, no es un acto solitario. Pensamos en relación con; pensamos sujetos a otros sujetos. En nuestra mente danzan imparablemente imágenes, palabras, voces y experiencias que, además, podemos reelaborar. Incluso solos, estamos con los demás.
El miedo a terminar aislados Estoy solo y no hay nadie en el espejo (Jorge Luis Borges)
Todos los planteamientos referidos a la soledad parten de la misma base: considerar que deberíamos estar acompañados o solos. Nos sentimos solos cuando creemos que no deberíamos estarlo. Deseamos estar solos cuando no podemos estarlo. Cuesta aceptar el presente cuando nos sume en la insatisfacción: Ahora, solos, quisiéramos estar acompañados. Ahora, acompañados, quisiéramos estar solos.
El miedo mayor es la incertidumbre. Al no saber qué puede ocurrir en el futuro se añade el que ocurra mientras se está en soledad. Entonces es cuando aparece el fantasma de la insuficiencia, de necesitar ayuda y cuidados. Muchas relaciones se sostienen bajo este principio, que puede basarse en un amor compasivo en el mejor de los casos, o en una mera compañía que cubra el desasosiego de acabar aislados.
Todo ocurre por mirar a un futuro del que nunca sabemos lo que va a suceder; por la insatisfacción del presente y por el miedo al miedo. Temer lo desconocido no tiene ningún sentido, precisamente porque lo desconocemos. En cambio, sí conocemos lo que causa aflicción: la enfermedad, la impotencia, la depresión. El miedo a quedarnos solos es el miedo a que nos ocurra lo peor, sin nadie que lo remedie. Una paradoja ante todo el sistema de salud y bienestar del que disponemos, con atención incluida a las personas dependientes.
Vivir como la playa y el mar La virtud no habita en la soledad: debe tener vecinos (Confucio)
Veamos la metáfora de la playa y el mar. Es una extraordinaria relación en la que el mar toca suavemente, a veces tormentosamente, a la playa, para volver de nuevo a su espacio. Es un vaivén, un encuentro impreciso y cambiante, a la vez que predecible y eterno. Así son también nuestras relaciones. Alcanzamos a los otros, rozamos ese encuentro, a veces los asaltamos emocionalmente, para acabar de nuevo volviendo cada uno a lo que es.
Nuestras vidas son vividas en esa doble condición, cerca y lejos, juntos y separados, mezclados a veces aunque sin llegar a disolvernos. Eso es, somos únicos y somos uno a la vez. Podemos vivir en solitario o acompañados. Podemos ser mar o playa. Lo importante es no perder de vista que no existe lo uno sin lo otro. La ceguera de un aislamiento interior o un individualismo feroz es perder la conexión con la realidad.
No creo demasiado en los planteamientos de si es mejor vivir solos o acompañados. La vida está en tránsito continuo y nunca sabemos por qué contextos acabaremos pasando. Son solo eso, espacios y tiempos existenciales que tienen función y sentido. Al final, lo importante no es dónde, cuándo y cómo, sino que no falte la capacidad de amar y ser amados. Lo contrario nos zambulle en la peor de las soledades.
PISTAS PARA SABER MÁS
1. Libros — ‘Sobre el amor y la soledad’, de Jiddu Krishnamurti (Ed. Kairós). — ‘Cien años de soledad’, de Gabriel García Márquez (Ed. Mondadori). — ‘L’art d’estar sol’, de Francesc Torralba (Pagès Editors).
2. Películas — ‘Solas’, de Benito Zambrano. 1999. — ‘Hable con ella’, de Pedro Almodóvar. 2002. — ‘Barcelona’ (un mapa)’, de Ventura Pons. 2007.
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