No etiquetarás a nadie en vano. 26/01/2011 ANTONIO Aramayona Profesor de Filosofía Habrá que recordar que, a veces, solo por una reivindicación justa nos convierten en laicistas agresivos y ateos.
En los años 60 y primeros años de los 70 podía verse en los cuartos de algunos estudiantes alemanes un póster donde en grandes letras se leía: "Ein kluges Wort und schon ist man kommunist", que, traducido libremente, viene a decir: una palabra sensata o razonable y ya es uno comunista. No era un chiste o un mero chascarrillo, sino un fiel reflejo de lo que ocurría por aquel entonces en muchas partes del mundo.
Aplicado a España, cautiva por aquel entonces en pleno tardofranquismo, el mensaje de aquel póster alcanzaba un grado superlativo, pues todo lo que se opusiera o se desviase de los valores eternos del Movimiento y del nacionalcatolicismo era sospechoso inmediatamente de perversión comunista para las mentes celtibéricas. La clase trabajadora reivindicaba derechos laborales fundamentales y una buena parte de la ciudadanía reclamaba derechos humanos y libertades cívicas, pero la gente afín a la dictadura lo interpretaba como movimientos subversivos del comunismo, contubernios masónicos y ataques a los cimientos mismos de la Patria.
En los últimos años hemos asistido a un automatismo similar en nuestro país por parte de personas y grupos pertenecientes al conservadurismo tradicional "de toda la vida". El fantasma nacionalcatólico ha ido recorriendo España durante muchos siglos, pero muchos somos ya quienes decimos con firmeza que el nacionalcatolicismo debe acabar, que todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho a ejercer la inalienable libertad de conciencia, en completa igualdad de condiciones, sin privilegios para nadie. Y por ello se nos declara anticatólicos. Muchos reivindicamos que el Concordato franquista de 1953, así como los Acuerdos de 1976 y 1979 entre el Vaticano y el Estado español, deben acabar, e ipso facto somos tildados de laicistas agresivos. Hay incluso quienes tienen la cabeza tan pequeña, tan pequeña que además de no caberles la menor duda, nos encasillan como ateos por no coincidir con su ideología: si alguien afirma que determinadas ideas religiosas pertenecen a la superchería y la irracionalidad, es etiquetado de ateo. Con ello esa gente obvia, por cabeza pequeña o por ignorancia, que existen, entre otros, el agnosticismo, la indiferencia intelectual o la indiferencia de hecho, más sobre todo la ciencia y la razón.
Muchos reconocimos hace meses a Ratzinger el mismo derecho a visitar nuestro país que cualquier otra persona con tal de que los gastos de ese viaje no fuesen costeados por el dinero público, de todos los contribuyentes. Y se nos asoció con no sé qué persecución religiosa de la Segunda República. Y de paso, quedamos clasificados en la casilla del ateísmo.
Todos tenemos derecho a amar y ser amados, constituir una familia y decidir libre y responsablemente sobre nuestro propio cuerpo, independientemente de nuestras preferencias sexuales, pero se nos llamará de inmediato pervertidos, asesinos y contrarios a la ley natural y la ley divina. Decimos cosas sensatas y hablamos de forma razonable, y por ello mismo somos tachados de anticatólicos. Incluso hay quien dirá de nosotros que solo podemos ser ateos, dada nuestra fea conducta.
Hay gente en nuestro país que aún no se ha enterado de que vivimos en un país constitucionalmente aconfesional. Sigue creyendo que todo esto sigue siendo su cortijo, condenan el aborto, el matrimonio homosexual, la pareja de hecho, los anticonceptivos, y un largo etcétera más, todo ello aprobado democráticamente con sendas leyes por los órganos parlamentarios que representan a toda la ciudadanía. Esa gente añora privilegios seculares y patentes de corso en materia de moral y costumbres, defiende el dinero que perciben los suyos, sus exenciones fiscales, el complejo entramado de poder y privilegios que configuran con algunos sectores del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Pues bien, para esa gente, todo aquel que critique este estado de cosas es anticatólico, ateo y antipatriota (para ellos son términos equivalentes). Cumplen así lo que escribe Epicuro en su Carta a Meneceo: "no es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente". Y es que pocos son tan impíos como buena parte de la gente pía. Más aún, visto lo visto, estoy cada vez más convencido de que, si alguna suerte de divinidad existiera, ese dios sería poco religioso, a la vista de lo que generalmente se ha dicho o comentado de él en el transcurso de la historia del género humano. Más aún, incluso no habría que descartar la posibilidad de que ese dios se declarase ipso facto ateo.
Habrá que volver a poner en nuestras casas algún póster que recuerde que no solo por una reivindicación justa nos convierten en laicistas agresivos y ateos, sino sobre todo que buena parte de estos males confesionales proviene de que hasta ahora nuestros gobernantes y parlamentarios no se han atrevido a hacer realidad el artículo 16.3 de la Constitución: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal".
En los años 60 y primeros años de los 70 podía verse en los cuartos de algunos estudiantes alemanes un póster donde en grandes letras se leía: "Ein kluges Wort und schon ist man kommunist", que, traducido libremente, viene a decir: una palabra sensata o razonable y ya es uno comunista. No era un chiste o un mero chascarrillo, sino un fiel reflejo de lo que ocurría por aquel entonces en muchas partes del mundo.
Aplicado a España, cautiva por aquel entonces en pleno tardofranquismo, el mensaje de aquel póster alcanzaba un grado superlativo, pues todo lo que se opusiera o se desviase de los valores eternos del Movimiento y del nacionalcatolicismo era sospechoso inmediatamente de perversión comunista para las mentes celtibéricas. La clase trabajadora reivindicaba derechos laborales fundamentales y una buena parte de la ciudadanía reclamaba derechos humanos y libertades cívicas, pero la gente afín a la dictadura lo interpretaba como movimientos subversivos del comunismo, contubernios masónicos y ataques a los cimientos mismos de la Patria.
En los últimos años hemos asistido a un automatismo similar en nuestro país por parte de personas y grupos pertenecientes al conservadurismo tradicional "de toda la vida". El fantasma nacionalcatólico ha ido recorriendo España durante muchos siglos, pero muchos somos ya quienes decimos con firmeza que el nacionalcatolicismo debe acabar, que todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho a ejercer la inalienable libertad de conciencia, en completa igualdad de condiciones, sin privilegios para nadie. Y por ello se nos declara anticatólicos. Muchos reivindicamos que el Concordato franquista de 1953, así como los Acuerdos de 1976 y 1979 entre el Vaticano y el Estado español, deben acabar, e ipso facto somos tildados de laicistas agresivos. Hay incluso quienes tienen la cabeza tan pequeña, tan pequeña que además de no caberles la menor duda, nos encasillan como ateos por no coincidir con su ideología: si alguien afirma que determinadas ideas religiosas pertenecen a la superchería y la irracionalidad, es etiquetado de ateo. Con ello esa gente obvia, por cabeza pequeña o por ignorancia, que existen, entre otros, el agnosticismo, la indiferencia intelectual o la indiferencia de hecho, más sobre todo la ciencia y la razón.
Muchos reconocimos hace meses a Ratzinger el mismo derecho a visitar nuestro país que cualquier otra persona con tal de que los gastos de ese viaje no fuesen costeados por el dinero público, de todos los contribuyentes. Y se nos asoció con no sé qué persecución religiosa de la Segunda República. Y de paso, quedamos clasificados en la casilla del ateísmo.
Todos tenemos derecho a amar y ser amados, constituir una familia y decidir libre y responsablemente sobre nuestro propio cuerpo, independientemente de nuestras preferencias sexuales, pero se nos llamará de inmediato pervertidos, asesinos y contrarios a la ley natural y la ley divina. Decimos cosas sensatas y hablamos de forma razonable, y por ello mismo somos tachados de anticatólicos. Incluso hay quien dirá de nosotros que solo podemos ser ateos, dada nuestra fea conducta.
Hay gente en nuestro país que aún no se ha enterado de que vivimos en un país constitucionalmente aconfesional. Sigue creyendo que todo esto sigue siendo su cortijo, condenan el aborto, el matrimonio homosexual, la pareja de hecho, los anticonceptivos, y un largo etcétera más, todo ello aprobado democráticamente con sendas leyes por los órganos parlamentarios que representan a toda la ciudadanía. Esa gente añora privilegios seculares y patentes de corso en materia de moral y costumbres, defiende el dinero que perciben los suyos, sus exenciones fiscales, el complejo entramado de poder y privilegios que configuran con algunos sectores del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Pues bien, para esa gente, todo aquel que critique este estado de cosas es anticatólico, ateo y antipatriota (para ellos son términos equivalentes). Cumplen así lo que escribe Epicuro en su Carta a Meneceo: "no es impío el que desecha los dioses de la gente, sino quien atribuye a los dioses las opiniones de la gente". Y es que pocos son tan impíos como buena parte de la gente pía. Más aún, visto lo visto, estoy cada vez más convencido de que, si alguna suerte de divinidad existiera, ese dios sería poco religioso, a la vista de lo que generalmente se ha dicho o comentado de él en el transcurso de la historia del género humano. Más aún, incluso no habría que descartar la posibilidad de que ese dios se declarase ipso facto ateo.
Habrá que volver a poner en nuestras casas algún póster que recuerde que no solo por una reivindicación justa nos convierten en laicistas agresivos y ateos, sino sobre todo que buena parte de estos males confesionales proviene de que hasta ahora nuestros gobernantes y parlamentarios no se han atrevido a hacer realidad el artículo 16.3 de la Constitución: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal".
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