La asfixia infantil no es un juego. NUEVOS CASOS DE VIOLENCIA EN LA ESCUELA. LAURA ROSSELL BARCELONA 19 MAY 2008 (EL PERIODICO) ANÁLISIS· · Psicóloga infantil y periodista.
La mayoría de niños que participan en el desafío de dejar de respirar desconocen las consecuencias. Los adultos que ocultan lo peor de los deportes de riesgo son un mal referente para los adolescentes.
Se han retirado las toallas de los lavabos en el colegio de Montgat en el que el pasado martes un niño de 9 años fue encontrado en situación de asfixia completa. Otra medida preventiva, en este centro y en otros, será la de no dejar ir al lavabo a más de un alumno a la vez. Pero el hecho es que este juego de asfixiarse tiene más de noventa denominaciones (toalla, pañuelo, ahorcado, sueño californiano, ruleta del sofoco, etcétera), se utilizan varios objetos para asfixiar al otro --incluso simplemente la mano-- y se practica no solo en los lavabos.
En Francia, la asociación Apeas (Asociación de Padres de Niños Accidentados por Estrangulamiento) realiza desde hace años un trabajo de prevención en las escuelas y denuncia que estas prácticas peligrosas existen desde hace 50 años, con un auge desde el 2000 en centros escolares de todo el mundo, que afecta a niños y jóvenes de entre 3 y 18 años, y que los adultos no las conocen hasta que se produce un accidente, tal y como ha ocurrido en Catalunya.
Resulta paradójico llamar juego a este tipo de práctica, ya no solo porque parece imposible atribuirle cualquier connotación lúdica o divertida, sino porque confunde. No es lo mismo sufrir un accidente practicando cualquier deporte que ahogándose hasta el límite de la pérdida de conciencia, para, parece ser, vivir sensaciones fuertes. Como dice una niña de primaria, compañera del niño accidentado, "no entiendo cómo puede salir esto en la tele con la palabra juego, ¡más niños querrán probarlo!".
La frontera entre la actividad de ver quién aguanta más sin respirar y la muerte, o las graves secuelas neurológicas posibles, es muy fina y la mayoría de niños que participan no saben lo que realmente les podría ocurrir. Suelen jugar, según los casos, para sentirse poderosos, para impresionar a los demás, por simple curiosidad, o por presión del grupo para no sentirse marginados con el "no eres capaz".
El coqueteo con el riesgo no es algo privativo de los niños. Los deportes de riesgo y, a otro nivel, la conducción temeraria, son solo dos ejemplos en el mundo adulto. Forma parte de la naturaleza humana el jugar con la muerte y el dejar de existir, como un medio de sentirnos controladores, aunque sea por un instante, de lo incontrolable. El problema es que los niños lo imitan sin saber lo que se juegan.
No se puede pedir a los profesores que lo controlen todo pero ellos mismos son los primeros en advertir que falta personal especializado de vigilancia en los patios y en los comedores, que sean capaces de detectar conductas de riesgo y poder evitarlas. No se trata de pretender un patio sin conflictos --evidentemente imposible--, pero sí de no dejar que se traspasen los límites.
Del personal de vigilancia, que suele estar poco formado y mal pagado, y también de los maestros y de las familias depende discernir entre un acto agresivo --que se penaliza a veces de forma exagerada porque la agresividad es instintiva, y bien contenida no tiene porqué desencadenar conductas peligrosas-- de uno claramente violento, una conducta sana de una patológica, o un juego de un acto claramente peligroso. Los educadores deberían estar atentos a las necesidades y circunstancias de los niños y detectar lo más tempranamente posible situaciones de riesgo para poderles derivar a profesionales (psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales) si es conveniente.
En el colegio es importante trabajar la anticipación de situaciones de riesgo (no solo de actos violentos enmascarados en juegos, sino también del consumo de drogas, de la sexualidad irresponsable, de los trastornos alimenticios) a través de la prevención no específica, es decir, trabajando con los niños y los jóvenes la autoestima, la certeza, el diálogo la comunicación y el respeto a los demás.
Todo esto es lo que realmente hará que los niños puedan relacionarse de forma sana, también a través del juego, con recursos personales, y que sean capaces de saber pararse a tiempo.
Los niños necesitan un modelo adulto, amable y firme a la vez, que interactúe con ellos en la escuela, no desde la censura y la falta de atención (no-escucha), pero sí desde el diálogo y la comprensión, y que pueda llegar a actuar rápidamente si un juego se acaba convirtiendo en el abuso hacia alguien. Los niños pueden y deben expresar su agresividad, y no deben temerla, pero eso no quiere decir que la puedan ejercer sin contención alguna y sin tener en cuenta hacia quien la dirigen, como si de alguna manera estuvieran protagonizando un videojuego, en el que todo es posible (en algunos casos con contenidos muy discutibles relacionados, por ejemplo, con el acoso escolar) pero en el que a fin de cuentas nadie se muere de verdad.
HAY QUE DEJAR experimentar lo más libremente posible a los niños y a los adolescentes, pero siempre que esta libertad no atente contra su salud física ni mental. Es de agradecer el interés de los políticos por el caso de este niño, aunque el mal llamado juego de la asfixia no debería tapar otros problemas relacionados con la seguridad y la salud en los centros escolares como, por citar dos ejemplos, el consumo de drogas o la normativa sobre transporte escolar que sólo obliga a usar cinturones de seguridad en autobuses de nueva fabricación y no en los viejos, que son la mayoría.
La mayoría de niños que participan en el desafío de dejar de respirar desconocen las consecuencias. Los adultos que ocultan lo peor de los deportes de riesgo son un mal referente para los adolescentes.
Se han retirado las toallas de los lavabos en el colegio de Montgat en el que el pasado martes un niño de 9 años fue encontrado en situación de asfixia completa. Otra medida preventiva, en este centro y en otros, será la de no dejar ir al lavabo a más de un alumno a la vez. Pero el hecho es que este juego de asfixiarse tiene más de noventa denominaciones (toalla, pañuelo, ahorcado, sueño californiano, ruleta del sofoco, etcétera), se utilizan varios objetos para asfixiar al otro --incluso simplemente la mano-- y se practica no solo en los lavabos.
En Francia, la asociación Apeas (Asociación de Padres de Niños Accidentados por Estrangulamiento) realiza desde hace años un trabajo de prevención en las escuelas y denuncia que estas prácticas peligrosas existen desde hace 50 años, con un auge desde el 2000 en centros escolares de todo el mundo, que afecta a niños y jóvenes de entre 3 y 18 años, y que los adultos no las conocen hasta que se produce un accidente, tal y como ha ocurrido en Catalunya.
Resulta paradójico llamar juego a este tipo de práctica, ya no solo porque parece imposible atribuirle cualquier connotación lúdica o divertida, sino porque confunde. No es lo mismo sufrir un accidente practicando cualquier deporte que ahogándose hasta el límite de la pérdida de conciencia, para, parece ser, vivir sensaciones fuertes. Como dice una niña de primaria, compañera del niño accidentado, "no entiendo cómo puede salir esto en la tele con la palabra juego, ¡más niños querrán probarlo!".
La frontera entre la actividad de ver quién aguanta más sin respirar y la muerte, o las graves secuelas neurológicas posibles, es muy fina y la mayoría de niños que participan no saben lo que realmente les podría ocurrir. Suelen jugar, según los casos, para sentirse poderosos, para impresionar a los demás, por simple curiosidad, o por presión del grupo para no sentirse marginados con el "no eres capaz".
El coqueteo con el riesgo no es algo privativo de los niños. Los deportes de riesgo y, a otro nivel, la conducción temeraria, son solo dos ejemplos en el mundo adulto. Forma parte de la naturaleza humana el jugar con la muerte y el dejar de existir, como un medio de sentirnos controladores, aunque sea por un instante, de lo incontrolable. El problema es que los niños lo imitan sin saber lo que se juegan.
No se puede pedir a los profesores que lo controlen todo pero ellos mismos son los primeros en advertir que falta personal especializado de vigilancia en los patios y en los comedores, que sean capaces de detectar conductas de riesgo y poder evitarlas. No se trata de pretender un patio sin conflictos --evidentemente imposible--, pero sí de no dejar que se traspasen los límites.
Del personal de vigilancia, que suele estar poco formado y mal pagado, y también de los maestros y de las familias depende discernir entre un acto agresivo --que se penaliza a veces de forma exagerada porque la agresividad es instintiva, y bien contenida no tiene porqué desencadenar conductas peligrosas-- de uno claramente violento, una conducta sana de una patológica, o un juego de un acto claramente peligroso. Los educadores deberían estar atentos a las necesidades y circunstancias de los niños y detectar lo más tempranamente posible situaciones de riesgo para poderles derivar a profesionales (psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales) si es conveniente.
En el colegio es importante trabajar la anticipación de situaciones de riesgo (no solo de actos violentos enmascarados en juegos, sino también del consumo de drogas, de la sexualidad irresponsable, de los trastornos alimenticios) a través de la prevención no específica, es decir, trabajando con los niños y los jóvenes la autoestima, la certeza, el diálogo la comunicación y el respeto a los demás.
Todo esto es lo que realmente hará que los niños puedan relacionarse de forma sana, también a través del juego, con recursos personales, y que sean capaces de saber pararse a tiempo.
Los niños necesitan un modelo adulto, amable y firme a la vez, que interactúe con ellos en la escuela, no desde la censura y la falta de atención (no-escucha), pero sí desde el diálogo y la comprensión, y que pueda llegar a actuar rápidamente si un juego se acaba convirtiendo en el abuso hacia alguien. Los niños pueden y deben expresar su agresividad, y no deben temerla, pero eso no quiere decir que la puedan ejercer sin contención alguna y sin tener en cuenta hacia quien la dirigen, como si de alguna manera estuvieran protagonizando un videojuego, en el que todo es posible (en algunos casos con contenidos muy discutibles relacionados, por ejemplo, con el acoso escolar) pero en el que a fin de cuentas nadie se muere de verdad.
HAY QUE DEJAR experimentar lo más libremente posible a los niños y a los adolescentes, pero siempre que esta libertad no atente contra su salud física ni mental. Es de agradecer el interés de los políticos por el caso de este niño, aunque el mal llamado juego de la asfixia no debería tapar otros problemas relacionados con la seguridad y la salud en los centros escolares como, por citar dos ejemplos, el consumo de drogas o la normativa sobre transporte escolar que sólo obliga a usar cinturones de seguridad en autobuses de nueva fabricación y no en los viejos, que son la mayoría.
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