Saber beber RAY LORIGA EL PAIS SEMANAL - 14-02-2010
Los borrachos andan rectos, son los sobrios los que se tambalean. El otro día me quedé mirando a un hombre embriagado y volvió a sorprenderme la elegancia de sus pasos, esa línea recta imaginaria que se instala en la cabeza de quien se sabe a punto de caer, esa extraña y conmovedora dignidad de quien sólo desea ya que termine la noche larga sin mayor daño. De los borrachos del cine, mi preferido es Albert Finney en Bajo el volcán, la película de otro borracho ejemplar, John Huston, sobre un tercer aficionado a la bebida, Malcolm Lowry. Podría decirse que hacen falta tres grandes borrachos para construir la pequeña dignidad de uno solo. Jack Lemmon, tan gran actor como es, no daba en cambio la sensación de saber beber en Días de vino y rosas, se le veía siempre agobiado o excesivamente eufórico, sin la sorprendente compostura de un Dean Martin, o un Peter O’Toole. Quedaba claro, en el retrato de Lemmon, que beber no es algo que sepa hacer cualquiera.
Me contó una vez la mujer más elegante que he conocido, Geraldine Chaplin, que su buen amigo Peter O’Toole, obligado a dejar de beber por su médico, se obligó a su vez a dar vueltas sobre sí mismo para recuperar el mareo que le llevaba antaño a una postura forzadamente recta y adecuada. Espero que a la preciosa Geraldine no le importe demasiado que cuente este pequeño secreto. Otra mujer elegante, Dorothy Parker contaba con toda naturalidad cuál era la medida exacta a la hora de beber Dry Martinis: uno no es suficiente y tres son demasiados. Una sensata teoría que aplicaba a su vez a los hombres...
En la sociedad de no se puede y está prohibido seguramente resulte malsonante este elogio de la elegancia de algunos y algunas bebedoras, pero el caso es que hay quien sabe beber y andar derecho y quien no. También hay quien se dedicaba a beber en la cama, como Onetti, y a escribir prodigiosamente sin molestar demasiado a nadie.
Es curioso que nos vayamos volviendo cada vez más pacatos según nos aproximamos al límite de nuestras libertades, como si una vez que se avanza hubiese que retroceder en la misma medida para conseguir que el balance de la represión vuelva a cuadrar. En la nueva sociedad cualquier prohibición se celebra como una victoria, los justos, al parecer, van ganando terreno. El Dios laico de la salud se viene mostrando recientemente en todo su cruel esplendor, cargado de vacunas y remedios, como esos viejos farfulleros que vendían por los pueblos elixires milagrosos. Supongo que acabar con un Dios conlleva inventar otros muchos. Dentro de nada no se podrá fumar ya en ningún sitio y tendremos que viajar al Tercer Mundo para satisfacer nuestras insignificantes aficiones. Mejor para ellos, los siempre castigados habitantes del Tercer Mundo, que pueden beneficiarse de un nuevo turismo no sexual y casi inofensivo.
Beber, por ahora, está permitido, siempre que uno no vulnere la lengua natural de cada territorio, aunque a qué negarlo, cada vez está peor visto. Sorprende comprobar desde este futuro perfecto que en las viejas películas blancas, las de Rock Hudson y Doris Day, rara vez se vea a nadie pasado el mediodía sin una copa en la mano. Jimmy Stewart, hombre cabal donde los haya, casi nunca caminaba por un plano sin su scotch. Claro está que Jimmy, en su mejor interpretación, estaba enamorado de la muerte, y hasta vencía su propio vértigo para besar a Kim Novak.
Es evidente que la nueva moral ha impuesto nuevos códigos de apreciación, sin ir más lejos al infame George Bush se le acusaba más de haber bebido que de ser imbécil.
En fin, las cosas son como son y van como van y Holden Caulfield se ha muerto y con él todas sus chicas achispadas y ahora, en este triste y sobrio mundo de ahora, el que quiera andar derecho tendrá que hacerlo porque le obligan y no como antes, porque se lo imaginaba.
Los borrachos andan rectos, son los sobrios los que se tambalean. El otro día me quedé mirando a un hombre embriagado y volvió a sorprenderme la elegancia de sus pasos, esa línea recta imaginaria que se instala en la cabeza de quien se sabe a punto de caer, esa extraña y conmovedora dignidad de quien sólo desea ya que termine la noche larga sin mayor daño. De los borrachos del cine, mi preferido es Albert Finney en Bajo el volcán, la película de otro borracho ejemplar, John Huston, sobre un tercer aficionado a la bebida, Malcolm Lowry. Podría decirse que hacen falta tres grandes borrachos para construir la pequeña dignidad de uno solo. Jack Lemmon, tan gran actor como es, no daba en cambio la sensación de saber beber en Días de vino y rosas, se le veía siempre agobiado o excesivamente eufórico, sin la sorprendente compostura de un Dean Martin, o un Peter O’Toole. Quedaba claro, en el retrato de Lemmon, que beber no es algo que sepa hacer cualquiera.
Me contó una vez la mujer más elegante que he conocido, Geraldine Chaplin, que su buen amigo Peter O’Toole, obligado a dejar de beber por su médico, se obligó a su vez a dar vueltas sobre sí mismo para recuperar el mareo que le llevaba antaño a una postura forzadamente recta y adecuada. Espero que a la preciosa Geraldine no le importe demasiado que cuente este pequeño secreto. Otra mujer elegante, Dorothy Parker contaba con toda naturalidad cuál era la medida exacta a la hora de beber Dry Martinis: uno no es suficiente y tres son demasiados. Una sensata teoría que aplicaba a su vez a los hombres...
En la sociedad de no se puede y está prohibido seguramente resulte malsonante este elogio de la elegancia de algunos y algunas bebedoras, pero el caso es que hay quien sabe beber y andar derecho y quien no. También hay quien se dedicaba a beber en la cama, como Onetti, y a escribir prodigiosamente sin molestar demasiado a nadie.
Es curioso que nos vayamos volviendo cada vez más pacatos según nos aproximamos al límite de nuestras libertades, como si una vez que se avanza hubiese que retroceder en la misma medida para conseguir que el balance de la represión vuelva a cuadrar. En la nueva sociedad cualquier prohibición se celebra como una victoria, los justos, al parecer, van ganando terreno. El Dios laico de la salud se viene mostrando recientemente en todo su cruel esplendor, cargado de vacunas y remedios, como esos viejos farfulleros que vendían por los pueblos elixires milagrosos. Supongo que acabar con un Dios conlleva inventar otros muchos. Dentro de nada no se podrá fumar ya en ningún sitio y tendremos que viajar al Tercer Mundo para satisfacer nuestras insignificantes aficiones. Mejor para ellos, los siempre castigados habitantes del Tercer Mundo, que pueden beneficiarse de un nuevo turismo no sexual y casi inofensivo.
Beber, por ahora, está permitido, siempre que uno no vulnere la lengua natural de cada territorio, aunque a qué negarlo, cada vez está peor visto. Sorprende comprobar desde este futuro perfecto que en las viejas películas blancas, las de Rock Hudson y Doris Day, rara vez se vea a nadie pasado el mediodía sin una copa en la mano. Jimmy Stewart, hombre cabal donde los haya, casi nunca caminaba por un plano sin su scotch. Claro está que Jimmy, en su mejor interpretación, estaba enamorado de la muerte, y hasta vencía su propio vértigo para besar a Kim Novak.
Es evidente que la nueva moral ha impuesto nuevos códigos de apreciación, sin ir más lejos al infame George Bush se le acusaba más de haber bebido que de ser imbécil.
En fin, las cosas son como son y van como van y Holden Caulfield se ha muerto y con él todas sus chicas achispadas y ahora, en este triste y sobrio mundo de ahora, el que quiera andar derecho tendrá que hacerlo porque le obligan y no como antes, porque se lo imaginaba.
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