¿Se pueden hacer caricaturas de Dios? Sí, contestaron una docena de diarios europeos, quienes, para mostrar su solidaridad con su colega danés Jyllands-Posten, reprodujeron estos últimos días los 12 dibujos que éste publicó en su edición del pasado 30 de septiembre. Uno de ellos representaba a Mahoma con un turbante en forma de bomba a punto de explotar. Por su parte, Le Monde publicó el 3 de febrero un retrato del profeta en portada. Lo que se ha dado en llamar el asunto Mahoma se está convirtiendo en un asunto de estados, así, en plural.
El dibujo puede gustar o no, se puede considerar provocador o no para los musulmanes que rechazan la idea misma de representación del profeta, pero aquí se trata de la relación entre un eventual lector y un órgano de prensa privado. Y los tribunales están para reprimir una infracción de la ley, suponiendo que se hubiera cometido. Pero, hasta que se demuestre lo contrario, la blasfemia no es delito en ningún Estado de Europa.
En una situación normal, las cosas hubieran tenido que quedar así, y es lo que pasó durante cuatro meses. Pero, reaccionando con efectos retardados, unos dignatarios religiosos de Arabia Saudí, seguidos por los de otros países, sacaron de nuevo el asunto a finales de enero y llamaron al boicot de los productos daneses. A continuación, el conflicto alcanzó a los gobiernos: Arabia Saudí, Libia y Siria ya han convocado a sus embajadores en Copenhague para consultas, y nadie sabe hasta dónde llegará esta escalada.
Más allá de las posiciones de circunstancia, el asunto Mahoma plantea graves cuestiones de fondo sobre la presencia del islam en Europa y, en general, sobre el estatuto de las religiones y su inserción en el ámbito público. Y las fronteras no son tan claras, ya que los adversarios cuentan con embarazosos compañeros de viaje. Que capitales como Riad, Trípoli y Damasco, donde detentan el poder dictaduras opuestas a toda noción de derecho, se coloquen en primera línea, desacredita seriamente la causa de los adversarios de la blasfemia. Por el otro lado, que los grupos de extrema derecha, y sobre todo los daneses, se conviertan de repente en los defensores de la libertad de la prensa sólo puede ser un estorbo para los demócratas.
Lo que más debe preocupar es que, intentando favorecer esta cuestión, las autoridades religiosas (y no solamente las musulmanas) intenten replantear la cuestión de la separación de la esfera privada --incluyendo la religión-- de la esfera pública, fundamento constitutivo de la Europa moderna heredera de la de las Luces. Se pudo observar en Francia en el 2004, cuando fue adoptada casi por unanimidad del Parlamento la ley que prohíbe hacer ostentación de signos religiosos en el interior de los establecimientos escolares. Designando formalmente todos los signos (particularmente las kipas de los judíos, las grandes cruces de los católicos y los turbantes de los sijs), el texto se refería en primer lugar a los velos islámicos llevados por las jóvenes musulmanas.
En aquella ocasión vimos nacer una extraña coalición en contra del texto. Por un lado, todas las jerarquías religiosas lo criticaron, cada una esperando sacar alguna cuota de mercado en un ámbito escolar hasta entonces a salvo de todo proselitismo. Por el otro lado, grupos y personalidades de izquierda y de extrema izquierda --a menudo ateos y ¡hasta feministas!-- se erigieron en campeones de la supuesta libertad de las jóvenes afectadas. ¡Como si estas últimas fueran liberadas de las presiones familiares y sobre todo comunitarias que intentan encerrarlas en la concepción más patriarcal del islam! Contrariamente a las previsiones alarmistas de estos grupos, y más precisamente del llamado Una escuela para todas y todos, que finalmente perdieron toda credibilidad, la ley fue masivamente respetada en todas partes.
Ordenando a los gobiernos europeos sancionar a empresas de prensa, algunos gobiernos y grupos árabes eluden deliberadamente la frontera impermeable entre lo público y lo privado. Aunque no llegan hasta este punto, algunas autoridades religiosas católicas, particularmente en Francia, en solidaridad con sus homólogas musulmanas, mandan, sin embargo, señales sigilosas a los políticos para que den a conocer su posición.
Lo que está en juego es el estatuto de las religiones en la sociedad: ¿están o no sus preceptos y dogmas, de los que tendríamos que hacer una recopilación, por encima de la ley común? La pregunta es más válida para el islam, ya que éste no separa verdaderamente la esfera pública de la privada. Claro está que la gran mayoría de los musulmanes de Europa viven tranquilamente su fe en el ámbito de las instituciones de su país, pero no es igual para las organizaciones que se arrogan el derecho de representarles y que, en Francia, se sumaron a la laicidad republicana sólo de puertas afuera.
Hasta ahora, los gobiernos han aguantado. Ojalá se sintieran animados por las palabras del ilustrador palestino Baha Bujari, publicadas en el diario católico La Croix en su número del 2 de febrero: "¡El jaleo que surgió de estas caricaturas fue una vergüenza! Estoy seguro de que la mayoría de los musulmanes que se manifiestan ni siquiera las vieron. Siguiendo la propaganda de un puñado de extremistas, corren el riesgo de estropear nuestras relaciones con Europa. Si yo estuviera en el poder, presentaría mis disculpas al Gobierno danés". Traducción de Caroline Rouquet
El dibujo puede gustar o no, se puede considerar provocador o no para los musulmanes que rechazan la idea misma de representación del profeta, pero aquí se trata de la relación entre un eventual lector y un órgano de prensa privado. Y los tribunales están para reprimir una infracción de la ley, suponiendo que se hubiera cometido. Pero, hasta que se demuestre lo contrario, la blasfemia no es delito en ningún Estado de Europa.
En una situación normal, las cosas hubieran tenido que quedar así, y es lo que pasó durante cuatro meses. Pero, reaccionando con efectos retardados, unos dignatarios religiosos de Arabia Saudí, seguidos por los de otros países, sacaron de nuevo el asunto a finales de enero y llamaron al boicot de los productos daneses. A continuación, el conflicto alcanzó a los gobiernos: Arabia Saudí, Libia y Siria ya han convocado a sus embajadores en Copenhague para consultas, y nadie sabe hasta dónde llegará esta escalada.
Más allá de las posiciones de circunstancia, el asunto Mahoma plantea graves cuestiones de fondo sobre la presencia del islam en Europa y, en general, sobre el estatuto de las religiones y su inserción en el ámbito público. Y las fronteras no son tan claras, ya que los adversarios cuentan con embarazosos compañeros de viaje. Que capitales como Riad, Trípoli y Damasco, donde detentan el poder dictaduras opuestas a toda noción de derecho, se coloquen en primera línea, desacredita seriamente la causa de los adversarios de la blasfemia. Por el otro lado, que los grupos de extrema derecha, y sobre todo los daneses, se conviertan de repente en los defensores de la libertad de la prensa sólo puede ser un estorbo para los demócratas.
Lo que más debe preocupar es que, intentando favorecer esta cuestión, las autoridades religiosas (y no solamente las musulmanas) intenten replantear la cuestión de la separación de la esfera privada --incluyendo la religión-- de la esfera pública, fundamento constitutivo de la Europa moderna heredera de la de las Luces. Se pudo observar en Francia en el 2004, cuando fue adoptada casi por unanimidad del Parlamento la ley que prohíbe hacer ostentación de signos religiosos en el interior de los establecimientos escolares. Designando formalmente todos los signos (particularmente las kipas de los judíos, las grandes cruces de los católicos y los turbantes de los sijs), el texto se refería en primer lugar a los velos islámicos llevados por las jóvenes musulmanas.
En aquella ocasión vimos nacer una extraña coalición en contra del texto. Por un lado, todas las jerarquías religiosas lo criticaron, cada una esperando sacar alguna cuota de mercado en un ámbito escolar hasta entonces a salvo de todo proselitismo. Por el otro lado, grupos y personalidades de izquierda y de extrema izquierda --a menudo ateos y ¡hasta feministas!-- se erigieron en campeones de la supuesta libertad de las jóvenes afectadas. ¡Como si estas últimas fueran liberadas de las presiones familiares y sobre todo comunitarias que intentan encerrarlas en la concepción más patriarcal del islam! Contrariamente a las previsiones alarmistas de estos grupos, y más precisamente del llamado Una escuela para todas y todos, que finalmente perdieron toda credibilidad, la ley fue masivamente respetada en todas partes.
Ordenando a los gobiernos europeos sancionar a empresas de prensa, algunos gobiernos y grupos árabes eluden deliberadamente la frontera impermeable entre lo público y lo privado. Aunque no llegan hasta este punto, algunas autoridades religiosas católicas, particularmente en Francia, en solidaridad con sus homólogas musulmanas, mandan, sin embargo, señales sigilosas a los políticos para que den a conocer su posición.
Lo que está en juego es el estatuto de las religiones en la sociedad: ¿están o no sus preceptos y dogmas, de los que tendríamos que hacer una recopilación, por encima de la ley común? La pregunta es más válida para el islam, ya que éste no separa verdaderamente la esfera pública de la privada. Claro está que la gran mayoría de los musulmanes de Europa viven tranquilamente su fe en el ámbito de las instituciones de su país, pero no es igual para las organizaciones que se arrogan el derecho de representarles y que, en Francia, se sumaron a la laicidad republicana sólo de puertas afuera.
Hasta ahora, los gobiernos han aguantado. Ojalá se sintieran animados por las palabras del ilustrador palestino Baha Bujari, publicadas en el diario católico La Croix en su número del 2 de febrero: "¡El jaleo que surgió de estas caricaturas fue una vergüenza! Estoy seguro de que la mayoría de los musulmanes que se manifiestan ni siquiera las vieron. Siguiendo la propaganda de un puñado de extremistas, corren el riesgo de estropear nuestras relaciones con Europa. Si yo estuviera en el poder, presentaría mis disculpas al Gobierno danés". Traducción de Caroline Rouquet
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