Intercambio de parejas. El sexo por el sexo. GUILLERMO ABRIL EL PAIS SEMANAL - 13-02-2011
La noche empieza en una discoteca de la zona financiera de Madrid en la que abundan los ejecutivos maduros. Clara y Miguel, un matrimonio de 35 y 33 años, suele dejarse caer por allí hacia las once. Cada jueves, como un ritual. Ella exhibe un vestido mini palabra de honor negro que deja el tatuaje de su espalda al descubierto; él viste pantalón y camisa oscuros. Dos botones desabrochados. Pelo húmedo, ropa de marca. Sexy y elegante. Forma parte del teatro: no suelen vestir así más que en esta otra parte de su vida que casi nadie conoce. Noches de mucho sexo y poco sueño. De intercambio de parejas y relaciones en grupo. Clara y Miguel son swingers, una expresión que se podría traducir por los que se columpian. Abiertos a todo. A ella, por ejemplo, le gustan los hombres "grandes y algo mayores" (su chico es de estatura media y fibroso). Y por eso se encuentran aquí, en la barra. Un paso previo antes de adentrarse en un local de intercambio. Un coqueteo para ponerse a tono. Puro juego.
Es Clara quien suele dar el primer paso. Si alguien le atrae, se acerca, le acaricia el brazo. Entabla conversación. Y comienzan a besarse. Entonces, Miguel aparece y saluda. El tercer sujeto suele preguntar: "¿Has venido con un amigo?". Y Clara responde: "No. Es mi marido". Si no hay un rechazo explícito, Clara vuelve a besar al sujeto, al que no le importa la compañía, mientras Miguel le acaricia la espalda a su mujer y roza sin querer la mano del otro. Y así siguen escalando peldaños en busca del trío. "Es como un calentamiento", dice Miguel. En torno a la una, suelen recoger sus abrigos y cruzar Madrid hacia una zona residencial cerca del Retiro. Segunda parte del ritual. El plato fuerte. En busca del intercambio (o lo que surja) en un club de ambiente liberal.
Clara y Miguel se conocieron en el trabajo. Ella es matemática, él estudió Empresariales. Cada uno había tenido experiencias por separado. Ella entró en un local de intercambio con una pareja anterior. Se tumbaron en una mazmorra y comenzaron a practicar sexo. "Cuando abrí los ojos, me vi rodeada de gente". Le gustó. Miguel frecuentaba solo locales del estilo. Cuando se conocieron, comenzaron a acudir juntos. Primero como amigos, luego empezaron a salir. Y se casaron. Son deportistas, hablan varios idiomas. Les gusta mirarse cuando están con otros. Conocen locales swingers de media Europa. Frecuentan Cap d'Agde (Francia), la meca del ambiente. Y ahorran para una fiesta en un castillo en Núremberg (Alemania) en el que las mujeres se visten con una capa negra, como en la película Eyes wide shut, de Stanley Kubrick. Tienen un perfil abierto en una de las redes sociales más conocidas (se registran 7.000 usuarios nuevos cada semana) en el que se definen como "pareja bisexual" a la que le gusta "casi de todo, hacer sexo a tres y cuatro... Todos mezclados". Viajan a menudo y siempre buscan algún contacto swinger. Dicen que existe cierta hermandad entre ellos a lo ancho del globo. Quizá porque la mayoría lo mantiene en secreto. Se trata de una tendencia que surgió en EE UU en los años cincuenta del siglo pasado vinculada a locales privados y anuncios de contactos. En España aterrizó a finales de los setenta y hoy existen 54 clubes como este:
El local no tiene rótulo ni ventanas. Solo una placa en la entrada que dice: "Club privado" y un timbre. Un hombre abre la puerta. Lo saludan y cruzan un par de frases banales. Dejan el abrigo en el ropero, pagan 30 euros a una joven embutida en un vestido negro, cruzan unas cortinas rojas y tupidas que parecen indicar que a partir de ahí lo que uno vea y haga se mueve entre la realidad y la ficción. Charlan un minuto con la relaciones públicas del local, de cuyo escote asoma una pequeña linterna. Luego se desplazan lentamente a lo largo de la barra hasta encontrar un hueco. Los clientes, la mayoría hombres, los fulminan con la mirada. Cuando les sirven la primera copa, Clara desaparece y al poco vuelve sin medias. Se sienta en el taburete, y el vestido, muy corto, deja al descubierto sus muslos.
La temperatura es agradable. El local se encuentra dividido en dos partes por una reja que le confiere un aire de mazmorra medieval. La barra del bar forma la antesala, un filtro en el que uno mira y es mirado, donde se coquetea y se charla mientras un televisor de plasma muestra imágenes de porno duro. Los hombres solos no pueden pasar más allá sin ser invitados por una pareja, y en ese caso han de abonar un suplemento de 50 euros. Es parte del negocio. La mayoría de locales funcionan de forma similar: las parejas abren las puertas del sexo, las mujeres solas (pocas) entran gratis y los hombres sin compañía (muchos) pagan un sobreprecio. "Los tíos solos vienen a ser utilizados por las parejas. Eso hay que tenerlo muy claro", comentaba un hombre de unos 50 años, solitario, en otro local sin nombre de Madrid. Esto suele ser así de domingo a jueves. Los viernes y sábados reservan el acceso exclusivamente a parejas, convirtiéndose en locales "de intercambio" en sentido estricto.
Clara pide unas toallas al camarero. Es hora de cruzar las rejas y deambular por el laberinto oscuro al otro lado. Se abre la puerta de la jaula y se cierra a su espalda. La luz se atenúa. A la izquierda surge una estancia con sofás y mesitas, donde un par de parejas charlan vestidos con una toalla (hay taquillas y vestuario). Si se sientan cerca de la reja que da a la antesala, significa que les gusta que un desconocido les acaricie desde el otro lado. Un poco más allá se despliega otra gran sala. A la izquierda hay unos sofás amplios, casi camas. Enfrente se erige una estructura con forma de cápsula submarina. Sobre ella, un jacuzzi burbujea iluminado. Debajo, en un pequeño camarote, transcurre una escena de sexo en grupo. Ocho personas desnudas se mueven en desorden y gimotean. Cuerpos como el suyo o el mío, con su barriga, sus pelos en la espalda, sus calvas, sus tintes, sus varices, sus pechos caídos. Un intenso olor acre emana del agujero. Marea. Se clava como un aguijón en algún lugar del cerebro. La escena se puede observar como lo haría un etnólogo: uno se acerca lentamente, toma nota, y ellos siguen a lo suyo.
A la izquierda de la cápsula hay un par de sofás cama dispuestos frente a una pared a la que llaman "Glory hole": un tabique de madera con pequeñas aberturas de las que surgen penes y manos sin nombre ni rostro. Pertenecen a los varones que se han quedado en la antesala. Algunos pueden permanecer horas allí de pie, esperando a que alguien se acerque. "Son como zombies", anuncian Miguel y Clara. La pareja se detiene junto a la pared y ella palpa los agujeros. Es parte de su ritual. Mientras Clara hace bailar su mano, se acercan más parejas a este rincón. Van casi desnudas. Se sientan y se acarician. El intercambio suele comenzar así: una pareja abre el camino; otras se aproximan y tantean, buscan un roce, un intercambio, quizá una orgía (hay sábanas desechables, y nadie da un paso sin preservativo).
Tampoco es ninguna novedad. Los swingers no han inventado nada. Pero le han dado nombre a ciertas prácticas y se han aglutinado bajo una bandera. Muchos hablan de un estilo de vida. Y se refieren a sí mismos como parte del "lado oscuro". Pepe Cera, presidente de la Asociación Nacional de Empresarios del Ambiente Liberal, remonta los orígenes a la Francia del siglo XIV, "a cierta gente de alto rango y a fiestas en palacios". Su popularización en España tuvo mucho que ver con el propio Cera, que a finales de los setenta trabajaba en Lib, una revista de culto que comenzó editándose con las imágenes más subidas de tono de Interviú (Tita Cervera, la baronesa Thyssen, fue portada). Su sección de contactos rompió moldes. En uno de sus primeros cuadernillos de "enlaces" se lee: "Matrim. 45-40 a. culto, atractivo, desea amistad intercambio, solo matrimonios navarros". Eran los años ochenta y en Madrid se abría el local Acuarela, uno de los pioneros en España. Las parejas comenzaban a llenar de contenido la palabra "morbo", una de las más repetidas en el ambiente.
No hay un perfil definido. Si acaso, se podría decir que los swingers son personas de 30 a 50 años, clase media-alta, matrimonios que han perdido la chispa o buscan ampliar su abanico de encuentros de forma consentida y sin contraprestación. Muchos lo proponen como una alternativa a la infidelidad. Es el hombre quien suele iniciar a la mujer. Nadie acude allí a enamorarse. Y ninguna pareja, recomiendan varios sexólogos, ha de introducirse con cuentas pendientes. "Hay que tener una buena relación, hablarlo y establecer normas", dice una mujer con experiencia. "En estos lugares se juega con la mente y los genitales. El corazón se deja en casa", añade Pepe Cera. O, como dice Ana, la dueña de uno de los locales de intercambio más exclusivos de Madrid, "aquí se viene a hacer los deberes".
Es sábado y la entrada de Fusión Vip parece una autopista. Ana va de un lado a otro presentando parejas. Sentados en un sofá, tras una gruesa cortina roja, Nuria y Pedro dicen: "Tenemos muy claro que una cosa es el sexo y otra el amor". Llevan 20 años casados. Siete en el ambiente swinger. Tienen dos hijos adolescentes. "Para nosotros, la monogamia no existe. Hay un enamoramiento inicial. Luego pasan los años y tienes que buscar estímulos", añaden. "Aquí venimos a que el deseo no se nos muera". Todo comenzó con la fantasía de mantener relaciones con una tercera persona. Él fisgoneó en Google y descubrió las posibilidades. Se lo propuso a su mujer, y Nuria, cuenta, se resistió "30 segundos". Solo puso una condición: ella elegiría el local. El primer día no hicieron nada, pero aquello fue "un revulsivo". Y aquí siguen. Viernes y sábados. Piden una copa, miran, charlan y comienzan el flirteo respetando dos normas: ambos tienen que estar de acuerdo en el intercambio, y, pase lo que pase, no se separan nunca.
Los locales, en cualquier caso, son solo la cara visible. Pero hay mucho más. Fiestas privadas. Cruceros. Citas a ciegas. "En los locales solo se ve a las parejas a las que les gusta hacerlo en público", explica Miguel Vagalume, creador del movimiento Golfos con principios, que propugna el disfrute del sexo como forma de ocio (sin necesidad de pagar entrada). Vagalume organiza fiestas de "poliamor" y charlas en Consentido, un espacio social de sexo en Madrid. Abomina, según cuenta, de esa visión típica de un local liberal, con una fila de hombres "esperando tras la verja a ver si pueden comer".
Una verja o un tabique de madera con aberturas. Cuestión de gustos. Después de entretenerse en el "Glory hole", Clara y Miguel cruzan el local hasta una habitación sin luz donde los cuerpos dejan de tener rostro y solo se distinguen siluetas y jadeos. El olor vuelve a producir vértigo, como si el suelo se hundiera. La sala es pequeña y en su interior se aprietan 12 personas. Clara y Miguel recorren el espacio erguidos, con paso firme, mirando aquí y allá. Se detienen junto a un cuarteto (tres hombres y una mujer) en éxtasis. Miguel se hace un hueco entre las sacudidas. La mujer, desnuda y bamboleante, lo mira, lo agarra, lo besa, desabotona su camisa y su bragueta. Uno de los hombres pasa su mano por la tripa de Clara. Pero ella la aparta. Por muy reducido que sea el espacio, un no aquí es un no. Aunque, por supuesto, los códigos de respeto en un local de intercambio se miden a un palmo de distancia. Rezuman. Salpican. Y el hombre sigue ahí de pie, jadeante. Clara se apoya contra la pared y mira con naturalidad cómo su chico agarra la melena de la mujer desconocida por detrás de la nuca. A su izquierda, otra mujer se arrodilla frente a su pareja. Unos gemidos rítmicos llenan la estancia. Son las dos de la madrugada. Comienza el primer encuentro de la noche.
La noche empieza en una discoteca de la zona financiera de Madrid en la que abundan los ejecutivos maduros. Clara y Miguel, un matrimonio de 35 y 33 años, suele dejarse caer por allí hacia las once. Cada jueves, como un ritual. Ella exhibe un vestido mini palabra de honor negro que deja el tatuaje de su espalda al descubierto; él viste pantalón y camisa oscuros. Dos botones desabrochados. Pelo húmedo, ropa de marca. Sexy y elegante. Forma parte del teatro: no suelen vestir así más que en esta otra parte de su vida que casi nadie conoce. Noches de mucho sexo y poco sueño. De intercambio de parejas y relaciones en grupo. Clara y Miguel son swingers, una expresión que se podría traducir por los que se columpian. Abiertos a todo. A ella, por ejemplo, le gustan los hombres "grandes y algo mayores" (su chico es de estatura media y fibroso). Y por eso se encuentran aquí, en la barra. Un paso previo antes de adentrarse en un local de intercambio. Un coqueteo para ponerse a tono. Puro juego.
Es Clara quien suele dar el primer paso. Si alguien le atrae, se acerca, le acaricia el brazo. Entabla conversación. Y comienzan a besarse. Entonces, Miguel aparece y saluda. El tercer sujeto suele preguntar: "¿Has venido con un amigo?". Y Clara responde: "No. Es mi marido". Si no hay un rechazo explícito, Clara vuelve a besar al sujeto, al que no le importa la compañía, mientras Miguel le acaricia la espalda a su mujer y roza sin querer la mano del otro. Y así siguen escalando peldaños en busca del trío. "Es como un calentamiento", dice Miguel. En torno a la una, suelen recoger sus abrigos y cruzar Madrid hacia una zona residencial cerca del Retiro. Segunda parte del ritual. El plato fuerte. En busca del intercambio (o lo que surja) en un club de ambiente liberal.
Clara y Miguel se conocieron en el trabajo. Ella es matemática, él estudió Empresariales. Cada uno había tenido experiencias por separado. Ella entró en un local de intercambio con una pareja anterior. Se tumbaron en una mazmorra y comenzaron a practicar sexo. "Cuando abrí los ojos, me vi rodeada de gente". Le gustó. Miguel frecuentaba solo locales del estilo. Cuando se conocieron, comenzaron a acudir juntos. Primero como amigos, luego empezaron a salir. Y se casaron. Son deportistas, hablan varios idiomas. Les gusta mirarse cuando están con otros. Conocen locales swingers de media Europa. Frecuentan Cap d'Agde (Francia), la meca del ambiente. Y ahorran para una fiesta en un castillo en Núremberg (Alemania) en el que las mujeres se visten con una capa negra, como en la película Eyes wide shut, de Stanley Kubrick. Tienen un perfil abierto en una de las redes sociales más conocidas (se registran 7.000 usuarios nuevos cada semana) en el que se definen como "pareja bisexual" a la que le gusta "casi de todo, hacer sexo a tres y cuatro... Todos mezclados". Viajan a menudo y siempre buscan algún contacto swinger. Dicen que existe cierta hermandad entre ellos a lo ancho del globo. Quizá porque la mayoría lo mantiene en secreto. Se trata de una tendencia que surgió en EE UU en los años cincuenta del siglo pasado vinculada a locales privados y anuncios de contactos. En España aterrizó a finales de los setenta y hoy existen 54 clubes como este:
El local no tiene rótulo ni ventanas. Solo una placa en la entrada que dice: "Club privado" y un timbre. Un hombre abre la puerta. Lo saludan y cruzan un par de frases banales. Dejan el abrigo en el ropero, pagan 30 euros a una joven embutida en un vestido negro, cruzan unas cortinas rojas y tupidas que parecen indicar que a partir de ahí lo que uno vea y haga se mueve entre la realidad y la ficción. Charlan un minuto con la relaciones públicas del local, de cuyo escote asoma una pequeña linterna. Luego se desplazan lentamente a lo largo de la barra hasta encontrar un hueco. Los clientes, la mayoría hombres, los fulminan con la mirada. Cuando les sirven la primera copa, Clara desaparece y al poco vuelve sin medias. Se sienta en el taburete, y el vestido, muy corto, deja al descubierto sus muslos.
La temperatura es agradable. El local se encuentra dividido en dos partes por una reja que le confiere un aire de mazmorra medieval. La barra del bar forma la antesala, un filtro en el que uno mira y es mirado, donde se coquetea y se charla mientras un televisor de plasma muestra imágenes de porno duro. Los hombres solos no pueden pasar más allá sin ser invitados por una pareja, y en ese caso han de abonar un suplemento de 50 euros. Es parte del negocio. La mayoría de locales funcionan de forma similar: las parejas abren las puertas del sexo, las mujeres solas (pocas) entran gratis y los hombres sin compañía (muchos) pagan un sobreprecio. "Los tíos solos vienen a ser utilizados por las parejas. Eso hay que tenerlo muy claro", comentaba un hombre de unos 50 años, solitario, en otro local sin nombre de Madrid. Esto suele ser así de domingo a jueves. Los viernes y sábados reservan el acceso exclusivamente a parejas, convirtiéndose en locales "de intercambio" en sentido estricto.
Clara pide unas toallas al camarero. Es hora de cruzar las rejas y deambular por el laberinto oscuro al otro lado. Se abre la puerta de la jaula y se cierra a su espalda. La luz se atenúa. A la izquierda surge una estancia con sofás y mesitas, donde un par de parejas charlan vestidos con una toalla (hay taquillas y vestuario). Si se sientan cerca de la reja que da a la antesala, significa que les gusta que un desconocido les acaricie desde el otro lado. Un poco más allá se despliega otra gran sala. A la izquierda hay unos sofás amplios, casi camas. Enfrente se erige una estructura con forma de cápsula submarina. Sobre ella, un jacuzzi burbujea iluminado. Debajo, en un pequeño camarote, transcurre una escena de sexo en grupo. Ocho personas desnudas se mueven en desorden y gimotean. Cuerpos como el suyo o el mío, con su barriga, sus pelos en la espalda, sus calvas, sus tintes, sus varices, sus pechos caídos. Un intenso olor acre emana del agujero. Marea. Se clava como un aguijón en algún lugar del cerebro. La escena se puede observar como lo haría un etnólogo: uno se acerca lentamente, toma nota, y ellos siguen a lo suyo.
A la izquierda de la cápsula hay un par de sofás cama dispuestos frente a una pared a la que llaman "Glory hole": un tabique de madera con pequeñas aberturas de las que surgen penes y manos sin nombre ni rostro. Pertenecen a los varones que se han quedado en la antesala. Algunos pueden permanecer horas allí de pie, esperando a que alguien se acerque. "Son como zombies", anuncian Miguel y Clara. La pareja se detiene junto a la pared y ella palpa los agujeros. Es parte de su ritual. Mientras Clara hace bailar su mano, se acercan más parejas a este rincón. Van casi desnudas. Se sientan y se acarician. El intercambio suele comenzar así: una pareja abre el camino; otras se aproximan y tantean, buscan un roce, un intercambio, quizá una orgía (hay sábanas desechables, y nadie da un paso sin preservativo).
Tampoco es ninguna novedad. Los swingers no han inventado nada. Pero le han dado nombre a ciertas prácticas y se han aglutinado bajo una bandera. Muchos hablan de un estilo de vida. Y se refieren a sí mismos como parte del "lado oscuro". Pepe Cera, presidente de la Asociación Nacional de Empresarios del Ambiente Liberal, remonta los orígenes a la Francia del siglo XIV, "a cierta gente de alto rango y a fiestas en palacios". Su popularización en España tuvo mucho que ver con el propio Cera, que a finales de los setenta trabajaba en Lib, una revista de culto que comenzó editándose con las imágenes más subidas de tono de Interviú (Tita Cervera, la baronesa Thyssen, fue portada). Su sección de contactos rompió moldes. En uno de sus primeros cuadernillos de "enlaces" se lee: "Matrim. 45-40 a. culto, atractivo, desea amistad intercambio, solo matrimonios navarros". Eran los años ochenta y en Madrid se abría el local Acuarela, uno de los pioneros en España. Las parejas comenzaban a llenar de contenido la palabra "morbo", una de las más repetidas en el ambiente.
No hay un perfil definido. Si acaso, se podría decir que los swingers son personas de 30 a 50 años, clase media-alta, matrimonios que han perdido la chispa o buscan ampliar su abanico de encuentros de forma consentida y sin contraprestación. Muchos lo proponen como una alternativa a la infidelidad. Es el hombre quien suele iniciar a la mujer. Nadie acude allí a enamorarse. Y ninguna pareja, recomiendan varios sexólogos, ha de introducirse con cuentas pendientes. "Hay que tener una buena relación, hablarlo y establecer normas", dice una mujer con experiencia. "En estos lugares se juega con la mente y los genitales. El corazón se deja en casa", añade Pepe Cera. O, como dice Ana, la dueña de uno de los locales de intercambio más exclusivos de Madrid, "aquí se viene a hacer los deberes".
Es sábado y la entrada de Fusión Vip parece una autopista. Ana va de un lado a otro presentando parejas. Sentados en un sofá, tras una gruesa cortina roja, Nuria y Pedro dicen: "Tenemos muy claro que una cosa es el sexo y otra el amor". Llevan 20 años casados. Siete en el ambiente swinger. Tienen dos hijos adolescentes. "Para nosotros, la monogamia no existe. Hay un enamoramiento inicial. Luego pasan los años y tienes que buscar estímulos", añaden. "Aquí venimos a que el deseo no se nos muera". Todo comenzó con la fantasía de mantener relaciones con una tercera persona. Él fisgoneó en Google y descubrió las posibilidades. Se lo propuso a su mujer, y Nuria, cuenta, se resistió "30 segundos". Solo puso una condición: ella elegiría el local. El primer día no hicieron nada, pero aquello fue "un revulsivo". Y aquí siguen. Viernes y sábados. Piden una copa, miran, charlan y comienzan el flirteo respetando dos normas: ambos tienen que estar de acuerdo en el intercambio, y, pase lo que pase, no se separan nunca.
Los locales, en cualquier caso, son solo la cara visible. Pero hay mucho más. Fiestas privadas. Cruceros. Citas a ciegas. "En los locales solo se ve a las parejas a las que les gusta hacerlo en público", explica Miguel Vagalume, creador del movimiento Golfos con principios, que propugna el disfrute del sexo como forma de ocio (sin necesidad de pagar entrada). Vagalume organiza fiestas de "poliamor" y charlas en Consentido, un espacio social de sexo en Madrid. Abomina, según cuenta, de esa visión típica de un local liberal, con una fila de hombres "esperando tras la verja a ver si pueden comer".
Una verja o un tabique de madera con aberturas. Cuestión de gustos. Después de entretenerse en el "Glory hole", Clara y Miguel cruzan el local hasta una habitación sin luz donde los cuerpos dejan de tener rostro y solo se distinguen siluetas y jadeos. El olor vuelve a producir vértigo, como si el suelo se hundiera. La sala es pequeña y en su interior se aprietan 12 personas. Clara y Miguel recorren el espacio erguidos, con paso firme, mirando aquí y allá. Se detienen junto a un cuarteto (tres hombres y una mujer) en éxtasis. Miguel se hace un hueco entre las sacudidas. La mujer, desnuda y bamboleante, lo mira, lo agarra, lo besa, desabotona su camisa y su bragueta. Uno de los hombres pasa su mano por la tripa de Clara. Pero ella la aparta. Por muy reducido que sea el espacio, un no aquí es un no. Aunque, por supuesto, los códigos de respeto en un local de intercambio se miden a un palmo de distancia. Rezuman. Salpican. Y el hombre sigue ahí de pie, jadeante. Clara se apoya contra la pared y mira con naturalidad cómo su chico agarra la melena de la mujer desconocida por detrás de la nuca. A su izquierda, otra mujer se arrodilla frente a su pareja. Unos gemidos rítmicos llenan la estancia. Son las dos de la madrugada. Comienza el primer encuentro de la noche.
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