martes, junio 20, 2006

Diccionario de José Manuel Caballero Bonald: Me asustan los bienpensantes y los clérigos

Me asustan los bienpensantes y los clérigos

Dijo de él alguna vez que estaba imposibilitado para escribir mal; no es una arrogancia ni una actitud, sino un don. Don José Manuel Caballero Bonald ha hecho de la poesía, y de la narrativa, una manera de rememorar, de referirse a lo que ocurre con ironía, y con distanciamiento. Sus memorias, que ya le han dado para dos volúmenes (Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir) son esenciales para entender el clima que se encontró al viajar de Jerez de la Frontera a Madrid en los años cincuenta. En este diccionario propio aborda algunas palabras que son fundamentales en su propia literatura y otras que vienen dadas por la actualidad.

RENCOR.

Yo perdono rápido, pero soy de olvido lento. No sé si asoma por ahí alguna clase de rencor; pero no, no lo creo. Mejor que de rencor, yo hablaría de aversión, de desdén, que son desahogos más llevaderos. Un rencor sin paliativos sólo he podido sentirlo por algún miserable de tiempo completo, de esos que van uniformados de personas de orden. De modo que no suelo ser rencoroso, soy más bien un cabreado pasajero.

MEMORIA.

De la memoria nadie sabe nada. Nadie sabe cómo funciona, cómo se activan sus mecanismos, por qué se almacenan datos que uno preferiría olvidar y se olvidan cosas de las que uno quisiera acordarse siempre. ¿En qué momento sale a flote un recuerdo perdido y a santo de qué uno se apropia de recuerdos ajenos? Y luego está todo eso de los recuerdos falsos, las fijaciones, las manías, incluidas las persecutorias... Una cuestión muy enigmática, muy incomprensible; la memoria, lo mismo es un alivio que un lastre. Por eso yo no podría escribir ni una línea si perdiera la memoria.

VEJEZ.

A mi edad, la vejez termina siendo una cuestión de convivencia. Yo ando ya en la frontera de los 80, y ésas son palabras mayores. Miras para atrás y no entiendes por qué ha ocurrido todo hace ya tanto tiempo. Pero lo más llamativo de las enseñanzas de la edad es que se te incrementan las dudas. Cada vez dudo más de más cosas, lo que siempre es una ventaja: tienes la impresión de que eso te rejuvenece.

DERECHA.

La derecha, como la Iglesia, como todas las Iglesias, está en posesión de la verdad, una tabarra de mucho cuidado, un modo muy eficaz de joder al prójimo. A la derecha de este país siempre se le está rompiendo España. En la derecha hay muchos fanáticos de la patria, y ya se sabe lo que dijo Neruda: "Patria, palabra triste, como termómetro o ascensor". Pues eso.

IZQUIERDA.

La izquierda no siempre es el lado contrario de la derecha. En teoría, la izquierda coincide con un ideario progresista, que avanza en contra del conservadurismo, ¿no es así? Pues entonces yo creo que el mejor programa de la izquierda sería muy simple: aplicar rigurosamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y eso, hoy por hoy, es lo más parecido que hay a una ilusión óptica.

NACIONALISMO.

El nacionalismo me suena a concurso pueblerino de escaparates, a algo así. Bueno, también hay profundas diferencias entre un nacionalismo democrático y ese otro que acaba promoviendo la limpieza de sangre, como el de los serbios. Pienso, en todo caso, que el nacionalismo restringe el espacio de la convivencia, viene a ser como la exaltación de lo que separa en contra de lo que une; o sea, una ideología retrógrada.

MIEDO.

Los miedos solían provenir de la infancia y eran mayormente nocturnos. Pero también hay miedos contagiosos, esos miedos que pone en circulación el poder para mantener controlada a la gente. Yo he tenido miedo a la oscuridad, a la policía, al enigma del universo, al futuro, a los fantasmas del franquismo, a perder el norte, a la muerte..., yo qué sé. Ahora, con la vejez, los miedos se me han ido reduciendo a lo justo, a dos o tres. Me asustan sobre todo los bienpensantes y los clérigos. No sé si me explico.Diccionario de la vida.

J. M. Caballero Bonald, escritor

El hombre que se visitó a sí mismo

HACE AÑOS, en un museo de Cataluña, vio una tabla medieval en la que se representaba una figura que parecía su espejo.

No se asustó, asumió tranquilamente que aquél no sólo pudiera haber sido su antepasado, sino que era él mismo, en persona, visitándose muchos años después. De esa ironía para verse a sí mismo está hecha su poesía, y también de ello se nutren sus memorias, que son quizá las mejores entre las que han escrito sus compañeros de la generación del cincuenta.

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