Al contemplar las dimensiones del fracaso estadounidense y británico en Irak he tratado de imaginar si puede haber alguna circunstancia futura, alguna línea de acción estratégica a largo plazo, que un día nos permita decir honradamente y con credibilidad a la madre de un soldado muerto en Irak: "Su hijo no murió en vano". Por el momento, parece casi imposible.
Es verdad que nuestras tropas acabaron con una tiranía repugnante, con el consiguiente júbilo inicial de la población iraquí. Para algunos -sobre todo para kurdos y chiíes-, varios elementos de su vida han mejorado. Gente que estaba en la cárcel o en el exilio, está ahora en casa. Millones de iraquíes acudieron a votar a los partidos políticos de su elección, a pesar de las intimidaciones. Disponen de unos medios de comunicación incomparablemente más libres que antes, y de menos motivos para temer la represión del Estado central. Unos cuantos han prosperado. En algunos lugares, las fuerzas de ocupación han llevado a cabo una gran tarea de reconstrucción. Pero la lista de consecuencias positivas se acaba ahí; la negativa es mucho más larga.
Como narra Patrick Cockburn, escritor británico que conoce como pocos Irak, en su nuevo libro, The occupation, la dimensión de nuestro fracaso, después de más de 40 meses de ocupación, es sobrecogedora. Empieza por los servicios más esenciales. A pesar de los cientos de miles de millones de dólares gastados, varios testigos del Gobierno estadounidense declararon ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, a principios de año, que el rendimiento de los servicios de electricidad, agua, alcantarillado y combustible en Irak es aún inferior a los niveles anteriores a la invasión. La economía, en muchos aspectos, está peor. La gente ha sustituido el miedo a la policía secreta de Sadam y los torturadores por el miedo a bandas, milicias, criminales y fanáticos.
Sustituir la tiranía por la anarquía es limitarse a pasar de un círculo del infierno a otro. Como decía hace poco un iraquí: con Sadam teníamos un Estado, un Estado malo, pero no tener ningún Estado es peor. Aunque el cálculo que ha hecho la Universidad Johns Hopkins de unas 600.000 muertes de civiles iraquíes desde la invasión sea exagerado, una cifra extrapolada de una muestra demasiado pequeña, el número de muertos iraquíes es espantoso. El país se encuentra en plena guerra civil. Cuando se vayan las tropas extranjeras es prácticamente seguro que la situación empeorará todavía más antes de, quizá -pero sólo quizá-, mejorar, si los dirigentes chiíes, kurdos y suníes, con sus patrocinadores extranjeros, son capaces de elaborar un compromiso basado en un Estado confederal más o menos (des)integrado.
Y eso es sólo lo que ocurre dentro de Irak. En el mundo en general, la balanza es aún peor. Una intervención que pretendía hacer un mundo en el que la democracia estuviera más a salvo ha creado un mundo más peligroso para todas las democracias. La Valoración Nacional de Inteligencia recién publicada por EE UU confirma que Irak se ha convertido en "la gran causa" de los terroristas. Ha indignado a los musulmanes de nuestros propios países, incluidos los terroristas que atentaron en Londres el 7 de julio. Al desviar fuerzas y atención de nuestra misión inicial y legítima de eliminar las bases de Al Qaeda en Afganistán, ha permitido que los talibanes se reagrupen y recobren fuerza allí. Ha convertido a un Irán islamista militante en un líder regional, con más probabilidades de que intente desarrollar armas nucleares. Ha hecho que EE UU alcance sus mayores niveles de impopularidad en todo el mundo desde que existen los sondeos serios y ha disminuido drásticamente su capacidad de salirse con la suya. Corea del Norte, por ejemplo, le hace un corte de mangas nuclear a Washington. Para eso vale ser "la única hiperpotencia del mundo". El economista y premio Nobel Joseph Stiglitz calculó hace poco que los costes definitivos de la guerra de Irak, "incluidos los costes presupuestarios, sociales y macroeconómicos, superarán probablemente los dos billones de dólares". Es decir, 2.000 dólares per cápita para cada uno de los 1.000 millones de pobres más pobres del mundo, que viven (y mueren) con menos de un dólar al día.
Ya ha pasado el tiempo suficiente para sugerir que la invasión y ocupación de Irak por parte de estadounidenses y británicos ha resultado ser el mayor error estratégico de nuestro tiempo. Por consiguiente, ¿qué podemos decir honradamente a esa madre o ese padre afligidos?, ¿"su hijo (o hija) murió en vano"? Mientras meditaba sobre esta cuestión me he acordado de la revolución húngara de 1956, cuyo 50º aniversario conmemoramos esta semana. Ambas historias comenzaron con muchedumbres jubilosas que celebraban alrededor de la estatua derribada de un tirano (Stalin en Budapest, Sadam en Bagdad). En ambos sitios, al cabo de unas semanas, la celebración se transformó en sangre y miseria. Tres años después, en 1959, prácticamente todos los húngaros reconocían que la revolución había terminado en derrota. Muchos llegaron a hablar más bien de desastre y adoptaron el realismo pragmático encabezado por Janos Kadar, que había autorizado la ejecución del líder revolucionario Imre Nagy. Sin embargo, 33 años después de aquella derrota, en 1989, presencié en Budapest la ceremonia con la que volvió a enterrarse a Nagy, una celebración inolvidable de una revolución que acabó triunfando. La plaza de los Héroes estaba adornada con enormes banderas rojas, blancas y verdes, todas con agujero recortado donde antes estaban la hoz y el martillo; igual que habían hecho en 1956. Fue lo que un historiador húngaro ha denominado "la victoria de una derrota".
Desde luego, los casos de Hungría e Irak tienen muchos elementos que los diferencian: los húngaros luchaban directamente por la liberación de su propio país, a diferencia de los soldados británicos y estadounidenses en Irak. Pero lo que me interesa de la comparación es sencillamente que nuestra opinión sobre unos acontecimientos tan dramáticos cambiará con el paso del tiempo dependiendo de cuáles sean las consecuencias a largo plazo, pero también de nuestras decisiones políticas. Con un rumbo histórico afortunado, y si las democracias son capaces de aprender de sus errores y comprometerse de forma más inteligente con una lucha a largo plazo, hasta una derrota puede ser un hito en el camino hacia la victoria.
Después de 1956, las democracias occidentales aprendieron de sus errores, dejaron de hablar de "reducción", impidieron que Radio Europa Libre siguiera animando a los pueblos de Europa central y oriental a alzarse y, por el contrario, se entregaron de forma constructiva a lo que yo llamo la "distensión ofensiva" con los Estados y las sociedades del mundo comunista. Cincuenta años después, tras lo que es -llamemos a las cosas por su nombre- una gran derrota en Irak, ¿podemos volver a aprender de nuestros errores?; ¿podemos aceptar que esta guerra contra el terrorismo, como la guerra fría, nunca se ganará por medios militares?; ¿tenemos la confianza necesaria para emprender la vía diplomática con todos los países de la región, incluidos Irán y Siria, y entablar una negociación regional sobre seguridad comparable al Proceso de Helsinki en la Europa de los años setenta?; ¿podemos elaborar -junto con disidentes e intelectuales árabes e iraníes- políticas de "distensión ofensiva" para tratar con los Estados y las sociedades del mundo musulmán, y mantener esas políticas durante más de una generación?, ¿o se limitará EE UU a salir corriendo y retirarse a su vasto desinterés (para adaptar una famosa expresión de Scott Fitzgerald), y emprender, con el próximo presidente, una nueva y desgraciada mezcla de aislacionismo y presunto realismo? Si es lo primero, es posible aún que, en los próximos años, tengamos palabras honradas de consuelo para la madre afligida. Si no, no habrá consuelo sincero.
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