Lejos de las posiciones más conservadoras de la jerarquía oficial, muchos sacerdotes luchan por una Iglesia más cercana a los que sufren y con un mayor papel para los laicos. No se sienten perseguidos ni obsesionados por la moral sexual; ellos tienden puentes con la sociedad y apuestan por los pobres y los emigrantes.
Eusebio Losada y Quintín García no se conocen. Quintín es sacerdote en Babilafuente, un pueblo de Salamanca; Eusebio es cura en Sestao, una villa próxima a Bilbao. Quintín tiene 61 años y Eusebio 49. Quintín es dominico y Eusebio escolapio. Quintín es licenciado en Filosofía, Teología y Periodismo; Eusebio, en Teología e Historia. Quintín trabajó en una barriada marginal, dio clases en la universidad, y en los ochenta se hizo cura rural cuando nadie quería ser cura rural; Eusebio ha dedicado toda su vida sacerdotal a la enseñanza, los jóvenes y su parroquia. Son dos buenos tipos. Sencillos y austeros. Felices con su trabajo. “Esto no es un cargo, es una tarea”. Los dos aman la Iglesia. Los dos son críticos con la Iglesia.
En octubre de 2004, Quintín publicó Contralamentaciones de un católico, un artículo en defensa de los derechos de los homosexuales. Lo iniciaba con un “me parece muy bien que por fin no sean denigrados por su inclinación sexual”; lo concluía con un “no usaré el púlpito de mi comunidad para defender los intereses de los obispos”. En la misma línea, Eusebio publicó en mayo de 2005 una reflexión titulada Matrimonio entre dos personas del mismo sexo que concluía: “Espero con alegría y satisfacción la aprobación de este proyecto de ley”. Quintín y Eusebio habían firmado su pena de muerte eclesiástica.
Unas semanas más tarde, tras una operación de acoso y derribo dirigida por su obispo, sin saber de qué le acusaban ni posibilidad de defensa, Quintín García decidió renunciar a su cargo y sueldo parroquial: “Me adelanté a que el obispo me leyera la sentencia. No iba a tener fuerzas para guardar las formas reverenciales. Ahora vivo de lo que escribo”. Después de un proceso similar, Eusebio Losada siguió su mismo camino. “Antes de que me echaran renuncié a mi sueldo y parroquia; hoy me gano la vida en un trabajo civil. Soy cura y nunca dejaré de serlo; pero, por fin, puedo ser fiel a Dios y a mí mismo”.
Durante los duros días de su proceso, Quintín y Eusebio apenas recibieron tibias muestras de apoyo de sus compañeros. Siempre entre susurros. La solidaridad no abunda entre los curas. No es costumbre. “La Iglesia es una dictadura justificada ideológicamente y aceptada profesionalmente”, define un sacerdote. “El gran problema es que en la Iglesia no hay libertad de expresión”, analiza un jesuita represaliado durante el pontificado de Juan Pablo II, “porque, si la hubiera, habría libertad de opinión y se podría debatir. Por eso, más grave que la obsesión de los obispos por la sexualidad es que los teólogos no puedan hablar o no haya libertad de cátedra”.
Desde su triste experiencia, otro jesuita, Juan Masiá Clavel, de 65 años –un especialista en bioética formado en Europa y Japón, y despojado de su cátedra en la Universidad Pontificia de Comillas por la jerarquía a comienzos de este año (“aún no sé por qué me han echado”)–, pone la rúbrica: “Yo dije que el condón no es cuestión de fe, sino de sentido común; que es recomendable para evitar contagios y abortos. Y que en los estudios sobre clonación tiene que haber un código ético, se debe actuar con prudencia y seguir investigando. Pero el cardenal Rouco no traga el disenso. Disentir es explosivo. Algunos piensan que soy un imprudente, pero yo creo que no decirlo sería inmoral”.
Sólo un mes más tarde del artículo de Eusebio, el 18 de junio de 2005, 20 obispos se manifestaban en Madrid, con la refulgente cruz pectoral sobre el terno negro, en contra del proyecto de ley de matrimonios homosexuales. Codo con codo, la cúpula del PP. Sólo un puñado de medios religiosos, como la revista RS 21 –vanguardia informativa del catolicismo más avanzado; la de mayor difusión y con una vibrante presencia en Internet–, se mantuvieron al margen de esa iniciativa política. “Se nos convocó como católicos, y como católicos no estábamos conformes con esa manifestación”, asegura su redactora jefe, Ángeles Romero. Los artículos de RS 21, editada por la Congregación de los Sagrados Corazones, levantan ampollas en el búnker. Algunos les llaman herejes. Ellos siguen su camino. No saben por cuánto tiempo.
Pero es cierto: hay otra Iglesia. En la que confluyen sacerdotes y laicos ajenos a la alianza de su jerarquía con las posiciones políticas más conservadoras. Invisible, plural, desperdigada y muda. Sin más vínculo entre sus miembros que el Evangelio e Internet. Una Iglesia que no se considera el centro de la sociedad ni espera que todo (incluso las leyes) giren en torno a ella. Que no se siente en posesión de la verdad. Que busca su espacio y misión en un país que ya no es católico por decreto. A la que no obsesionan los condones ni los homosexuales. Abierta. Que no regaña. Que trabaja con los excluidos. En las cárceles, los barrios marginales y el olvidado medio rural; con los sin papeles, los yonquis y las mujeres maltratadas. En la universidad. Que cree en un Estado aconfesional. Que apuesta por la autofinanciación. Que tiende puentes con otras culturas y religiones, y no rechaza el proceso para el fin de la violencia en el País Vasco. Afirma que hay que reflexionar y asesorarse en los temas de reproducción asistida. Y que el problema de la institución va mucho más allá del celibato de los sacerdotes o la ordenación de las mujeres (“asuntos que caerán como fruta madura”). “El problema es qué modelo de Iglesia queremos los católicos para el futuro: el del siglo XIX o el del XXI”.
“Es decir, todo lo contrario de lo que ha hecho estos años la jerarquía, que nos está dejando sin clientela”, afirma un cura barcelonés. “Según un estudio del año 2005 de la Fundación Santa María (que no es sospechosa de nada porque es de los marianistas), en la última década los jóvenes que se definen como católicos han descendido del 77% al 49%. Y la última encuesta del BBVA concluye que el colectivo en que menos confía la juventud es el religioso. De lo que se deduce que si la Iglesia fuera una empresa, los cardenales Rouco y Cañizares estarían en la calle, porque su cuenta de resultados es nefasta. Hay menos ordenaciones, menos gente en misa y ha bajado nuestro prestigio entre los jóvenes. Esos chicos a los que los obispos montan en autobús para ver al Papa, luego no siguen sus normas de moral sexual. Hay un cisma entre la jerarquía y la base. Entre lo que se dice y lo que se hace, entre la doctrina y la práctica”.
“De acuerdo, un millón de jóvenes van a ver al Papa. Y después, ¿dónde se meten? Porque en las iglesias no están”, se pregunta Emiliano de Tapia, un sacerdote de 54 años que ha creado en su parroquia, en el deprimido barrio salmantino de Buenos Aires, todo un modelo para la Iglesia de trabajo social. El sótano de su parroquia es un conglomerado de inserción dedicado a los olvidados. En la casa de Emiliano viven 12 personas; entre ellas, varios ex presidiarios. Es su forma de vivir el Evangelio. “La caridad sin denuncia es seguirle el juego al poder”. Hoy, en su mesa, nos sentamos una veintena de personas en torno a un cocido. Hay dos iraníes, dos africanos, algún latino. Y Celedonio, un sacerdote de 37 años que trabaja en la cárcel, colabora en tres parroquias y da clases de religión. El cura Celedonio se suelta: “Estar con los excluidos no vende en la Iglesia actual. La Iglesia oficial está por las formas externas, las iglesias bonitas y los curas de negro. Pero no pierdo la esperanza; ojalá fuéramos la mitad de curas y fueran los laicos los que tomaran la iniciativa… Pero nos da miedo. Y mientras, la gente se nos va”.
Emiliano continúa: “La Iglesia tradicional ha tocado fondo, en algún momento tiene que hacer crack. Muchos estamos por el cambio. Pero la cuestión es cómo recoger a esos pequeños grupos aislados. Hay que unir a esa gente que está sola, desilusionada, triste. Crear redes. Porque la parroquia de siempre, ya no es la solución”.
En esa dirección, en el País Vasco, Eusebio Losada y el fraile Koldo Rodríguez ya están dedicados a tejer una red de cristianos que busquen colocar el Evangelio en el centro de la Iglesia: “Ser una comunidad de iguales. Hablar de todo en libertad. Superar el binomio curas-laicos. Hoy estamos en una institución de obediencia ciega, y la Iglesia está para servir, no para mandar”.
Un párroco del madrileño barrio de Vallecas trabaja en ese sentido: “No nos podemos quedar en la superficie. Más importante que exigir el celibato opcional es denunciar el actual estatus de la Iglesia; la Iglesia debe ayudar, acompañar, consolar. Debe denunciar el mundo del dinero, la guerra, la especulación. Rebelarse. Para empezar, yo no cobro un duro del obispo. Siempre he vivido de mi trabajo”. A su espalda, viejas fotografías de Óscar Romero y Juan Gerardi, un obispo salvadoreño y un guatemalteco asesinados por defender los derechos humanos: “Ellos consiguen que la Iglesia aún tenga valor para mí”.
Muchos quieren el cambio. La Iglesia es más plural de lo que la monolítica composición de la Conferencia Episcopal puede dar a entender. El problema es el miedo. Los sacerdotes progresistas temen las represalias de la jerarquía. Especialmente en las diócesis más conservadoras, como Madrid, Burgos, Granada, Toledo, Valencia, Castellón… “Te pueden hacer la vida imposible”, explica un cura madrileño de treintaitantos, enviado al dique seco por hablar más de la cuenta. “Nadie movió un dedo por mí. Los sacerdotes que pertenecen a órdenes, los franciscanos, jesuitas, dominicos, se cuidan entre ellos; pero los diocesanos estamos solos, a expensas del obispo. Sobre todo en Madrid”.
–¿Madrid? ¿Por qué?
–A Roma le preocupa Madrid, porque todo lo que se publica aquí llega a América Latina. Fueron curas españoles como Casaldáliga, Ellacuría y Cardenal los que cambiaron la Iglesia de allí. Y en Roma no quieren que se repita. Y ponen a los más duros, como a Rouco y antes a Suquía.
Hay miedo. La prueba es el amplio número de sacerdotes que han participado en este reportaje exigiendo total anonimato. Pero lo curioso es que estos mismos curas críticos con la jerarquía, situados en lo que se podría definir izquierda templada, también temen que sus palabras se puedan interpretar como un intento de dividir la comunidad católica. Romper la unidad de los creyentes. Hay un nebuloso sentido corporativo que hace que muchos se muerdan la lengua. “Lo último que desearía es escandalizar a las personas mayores; a gente como mi madre”, afirma Javier Vitoria, sacerdote y profesor de universidad en Deusto, muy crítico, por otra parte, con el modelo oficial de Iglesia. Una afirmación que asumirían muchos sacerdotes. Carlos García Andoín, coordinador de Cristianos Socialistas, intenta explicarlo: “Un cura cuelga su vida al ordenarse, pone todos los huevos en la cesta de la Iglesia: su trabajo, su realización personal, sus afectos. Una persona normal tiene su empleo, familia, ocio. Pero el cura pone toda su vida en la Iglesia. Y un conflicto con la Iglesia es algo que le hace sufrir mucho personal y psicológicamente. En la Iglesia, al que discrepa no le meten en la cárcel, le relegan. Pero más doloroso que esa marginación es el sentimiento de ruptura con su comunidad. Y lo evitan a toda costa”.
De ese miedo objetivo y subjetivo ha surgido una Iglesia bis; un archipiélago de curas que sobrevive poniendo cara de póquer al obispo de turno. Que trabaja con total discreción en su parroquia, no proscribe los condones y torea como puede las consignas decimonónicas de los obispos, que van desde el uso obligatorio del alzacuellos hasta negar la comunión a los divorciados, prohibir las confesiones comunitarias o evitar que las mujeres administren la comunión. Lo explica un sacerdote castellano que trabaja en el ámbito de la marginalidad: “Yo estoy en contra de las ideas de mi obispo; hace 20 años que no me pongo el clergyman, pero tengo claro que lo importante es ayudar a los excluidos. Sacarlos adelante, aunque me tenga que vestir de cura para que el obispo se calle”.
Enrique de Castro, de 63 años, sacerdote en Vallecas desde 1972, es crítico con esa concepción dúctil del sacerdocio. Animador de la humilde parroquia San Carlos Borromeo junto al sacerdote Javier Baeza –donde han logrado construir una comunidad dominada por el cariño, la solidaridad y el diálogo–, recibió antes del verano la visita admonitoria de uno de los auxiliares de Rouco. Puede estar cerca el fin de su sueño. Sin embargo, Enrique de Castro López-Cortijo, un cura obrero de origen burgués que se ganó la vida como taxista y pintor para vivir como los humildes, no se calla: “Muchos sacerdotes no dan el último paso porque temen romper la unidad de la Iglesia. El cordón umbilical; quedarse sin nada tras toda una vida. ‘¿Qué pintamos fuera de la Iglesia?’, se preguntan. Aquí dentro eres alguien. Dicen que no hablan por prudencia, pero muchas veces es por cobardía. Porque a nivel privado hay una ruptura total entre la jerarquía y los curas; pero al final, pocos se mojan, por una fidelidad mal entendida. Claro, que todos tenemos nuestros miedos”.
Y los miedos de la Iglesia española no acaban ahí. A su vez, la jerarquía se siente atemorizada ante la sociedad actual. Ante los cambios culturales. Tiene miedo a vivir en una sociedad secularizada, a competir con otras Iglesias; teme la libertad de expresión, los avances científicos, la cercanía de los sacerdotes con el mundo. “Antes, la Iglesia organizaba la vida del individuo; hoy disfrutamos de libertad individual, y la sociedad ya no entiende a esa institución paquidérmica en la que no hay igualdad de género y que te impone cómo debe ser tu sexualidad. La Iglesia es la institución más refractaria al cambio cultural. Siempre han impuesto las normas, y el cambio cultural les ha hecho rearmarse en su identidad más conservadora”, explica Carlos García de Andoín.
“La Iglesia sólo sabe vivir perseguida o en el poder. El martirio siempre atrae clientela, y… mandar lo hemos hecho desde el siglo IV”, argumenta Francesc Romeu, de 47 años, párroco de San Francisco de Asís, en Barcelona, y profesor de comunicación. “Y ahora, sin mártires ni poder político, la Iglesia no se acostumbra a su nuevo papel”. Para un jesuita, “los obispos han vuelto a sus cuarteles de invierno y nos toca a nosotros abrir las ventanas para que entre el aire fresco, como intentó Juan XXIII con el Concilio Vaticano II”.
El mito del Concilio (1962-1965). La esperanza de una radical puesta al día de la Iglesia que nunca se llevó a cabo. Entre 15.000 y 20.000 curas abandonaron, en todo el mundo, el sacerdocio en aquellos años de efervescencia. Ante el espanto del papa Pablo VI. Después, el enroque. Y la contrarreforma. A partir de 1978, a cargo de Juan Pablo II. Y sus peones en cada país. Una estrategia intervencionista. Con un perfecto orden de batalla. Primero, el nombramiento de obispos jóvenes y dóciles. A continuación, un férreo control de los seminarios. Después, la censura en las revistas religiosas. El cese de los teólogos renovadores. El control de las cátedras. La persecución de la Teología de la Liberación. Todo engrasado con el avance de los movimientos neoconservadores. Que a finales de los ochenta ya copaban los seminarios. “Con el cardenal Tarancón, los seminaristas vivíamos en los barrios más pobres. En 1990, con el cambio de rumbo nos obligaron a volver al seminario. Fueron años duros: ponías un cartel del Dos de Mayo y te colocaban encima uno de la vigilia de la Inmaculada. De los 19 que nos ordenamos, 13 eran neocon. Y ésa puede ser la proporción de jóvenes curas conservadores frente a los progresistas: de tres a uno”, explica el sacerdote Javier Baeza, de 39 años. A comienzos de los noventa no quedaba en España ni rastro del Concilio. Muchos sacerdotes se marcharon. Otros se plegaron. Era el fin del sueño de una Iglesia abierta.
Desde su casita de barro en San Félix (Brasil), rodeado por un coro de gallinas que se cuelan a través del teléfono, el obispo Pedro Casaldáliga, de 78 años, recuerda su llegada a Brasil en 1968, al hilo de ese Concilio. “En América hemos tenido la suerte de vivirlo de una forma muy incisiva. Como una opción real por los derechos humanos. Y ha provocado recelos en el Vaticano, temían que rompiésemos la Iglesia. Yo le dije al Papa: estamos por la unidad, pero no por la uniformidad. La cabeza se te adapta al lugar en el que estás: si vives entre pobres, piensas muy distinto que si vives en la abundancia. Yo no podría ser obispo de Madrid; soy un obispo sencillo, comprometido con las causas del pueblo. En Europa, el obispado está demasiado sacralizado”.
–¿Y la Iglesia en España?
–Ha estado inmersa en el nacionalcatolicismo. Ya pasó lo de ser religión oficial, pero algunos no se han enterado. La Iglesia no puede olvidar que España es hoy un país plural; que también es musulmán y evangélico y agnóstico. No puede ser prepotente sino dialogante.
–Los jóvenes están muy lejos de la Iglesia española. ¿Cómo se les puede atraer?
–Si somos coherentes, sencillos, austeros; si renunciamos al lujo y la prepotencia, a las subvenciones; si vamos a los necesitados, seremos aceptados como una alternativa de vida, no como una simple obligación.
En 1989, Casaldáliga, que estuvo a punto de ser asesinado en 1977, era propuesto para el Nobel de la Paz en reconocimiento a su apuesta por los sin tierra. En 1998, otro obispo español afincado en Latinoamérica, Nicolás Castellanos, de 71 años, conseguía el Premio Príncipe de Asturias a la concordia. Nombrado obispo de Palencia por Pablo VI en 1976, Castellanos dejó el cargo en 1991 para trabajar en Santa Cruz de la Sierra, una de las regiones más deprimidas de Bolivia. “En América, la Iglesia ha devuelto la esperanza a la gente; es la institución de mayor credibilidad gracias a su compromiso frente a la pobreza. En Bolivia, todos los avances se deben a la Iglesia. Estamos en todos los movimientos sociales y reivindicativos. Ésa es nuestra Iglesia”.
–¿Cómo ve la Iglesia en España?
–El Evangelio está asfixiado por la institución. Y los sacerdotes no tenemos que dejarnos ahogar por la institución, sino estar cerca de la gente. La Iglesia en España es cerrada e involucionista. Hoy no da esperanzas a la gente.
Ángel Aguado tiene 53 años. Desde el comienzo de su carrera apostó por el apostolado rural. Fue colaborador del obispo Castellanos. En los noventa le tocó bregar con la crisis de la minería en la comarca palentina de Guardo, que provocó inmensos problemas sociales, desde la droga hasta el desempleo. Luchó. Sufrió mucho. Hoy es párroco en Villamuriel de Cerrato, un pueblo de Palencia que alberga una gran factoría de Renault y comienza a tener problemas sociales con la nueva inmigración. Ángel nos recibe en su parroquia del siglo XII. Hace mucho frío. La niebla esconde el campanario. Desde aquí, Ángel ha creado una asociación intercultural para promover la integración de los inmigrantes. Sin olvidar su tesis doctoral, centrada en el cambio cultural de la sociedad y el consiguiente desafío para la acción pastoral. “La Iglesia no sabe conectar con la nueva sociedad. Está perdida. Y a no ser que consienta convertirse en un gueto, donde sólo tengan cabida los grupos de pensamiento conservador, las comunidades cristianas deben convertirse en un lugar abierto para la reflexión y el debate; donde se trabaje a favor de la dignidad y la justicia. Nuestra obligación es, más que nunca, tender puentes”.
Una iniciativa que el jesuita Manuel Plaza, de 70 años, ha convertido en el centro de su vida. Dirige desde Burgos el Centro Ignacio Ellacuría “como un espacio de diálogo intercultural e interreligioso en pro de los derechos humanos; para tender puentes entre el cristianismo y la izquierda. Un lugar para asumir el reto de la inmigración, del proceso de paz en el País Vasco; para enfrentarnos a la violencia de género”.
La actividad de Manolo Plaza, por cuyo foro han pasado Ramón Jáuregui, Patxi López o Margarita Robles, es la punta del iceberg de la silenciosa e intensa labor progresista de la Compañía de Jesús, que vuelve a ser punta de lanza de la Iglesia tras una amarga travesía del desierto durante el papado de Juan Pablo II. Plaza sigue trabajando temporadas en El Salvador. En el entorno donde fue asesinado en 1989 por el ejército salvadoreño su amigo Ignacio Ellacuría junto a otros cinco jesuitas. La inmediata reacción de Manuel Plaza aquel trágico 16 de noviembre fue denunciar a la prensa “que detrás de los asesinatos estaba el Gobierno norteamericano; hoy parece muy fuerte, pero con Reagan se hacían barbaridades en nombre de la seguridad. Como hoy con Bush”.
El pasado sábado 25 de noviembre era ordenado en San Sebastián el sacerdote más joven de España: Unai Manterola, de 26 años. Llega al sacerdocio como una vía “para conseguir un mundo más digno y más justo”. El padre Manterola cree en una Iglesia de los pobres y que respete el derecho de los pueblos a decidir su futuro. Con su cerrado acento de Zumaia, Unai Manterola se indigna ante los juicios morales de la jerarquía sobre el proceso de paz en el País Vasco: “Yo escucho condenar el proceso de diálogo, y alucino. Es como si yo me pongo a hablar del Estatuto valenciano o de la política agraria en Andalucía; pues no tengo ni idea. Que hablen de lo que saben. Porque hablan de paz, pero yo no vi a ninguno en las manifestaciones contra la guerra de Irak”.
Manterola afirma con vehemencia que su diócesis es un oasis frente a lo que pasa en Madrid, Castilla o Valencia. Que aquí no mandan los neocon. Que en Euskadi, los curas no se sienten rechazados. Un argumento que comparten la mayoría de los sacerdotes catalanes y vascos consultados. No andan descaminados. Los ciudadanos en Cataluña y el País Vasco están en paz con una Iglesia que apenas apoyó el fascismo ni la dictadura. Hubo curas vascos y catalanes en la cárcel y el exilio. Dos obispos, Mateo Múgica y Francesc Vidal, se negaron a firmar el documento de “la Cruzada”. Y la sociedad no lo olvida.
En Barcelona, el sacerdote Antoni Matabosch, de 70 años –catedrático; presidente de la Fundación Joan Maragall, Cristianismo y Cultura, y ecónomo de la diócesis–, afirma contundente: “Aquí la Iglesia no es de derechas. Ni nos sentimos perseguidos por los socialistas. Aquí los cristianos votan a todos los partidos; al PSC, y a Ciutadans, y a Iniciativa. Y si un obispo se pusiera aquí a hablar desde la derecha le dirían: ¡cállese usted! De hecho, a un porcentaje mayoritario de los curas catalanes les parece fatal la Cope. Debería emitir el mensaje de Cristo y no estar sólo con un partido, y menos aún con el ala de extrema derecha de ese partido. Una emisora del episcopado no puede mentir, atacar, insultar. Debe poner en relación distintas tendencias sociales y políticas; si encona, no es Iglesia”.
Javier Vitoria, profesor de teología, escritor y responsable de una ong para la cooperación, vive en Bilbao con su madre, de 90 años. La noche es inhóspita. Su primera reflexión en torno al proceso de paz en el País Vasco es la siguiente: “En este país, o se está con la paz, o no se está”. Vitoria fue una de las primeras voces en criticar la ambigua posición de los obispos vascos con las víctimas del terrorismo. No es una figura complaciente con el nacionalismo. Sin embargo, apuesta por el diálogo. “Dialogar nunca es inmoral. Y la Iglesia debe acompañarlo sin protagonismo, con humildad; debe escuchar más que hablar, estar atenta a las víctimas. Y no dar voces, como hace algún cardenal, que parece mucho más preocupado por la unidad de España que por los cayucos que llegan o por la cohesión social de este país”.
Una reflexión que comparten muchos curas, que consideran un catálogo de obviedades los juicios políticos de la Conferencia Episcopal sobre el diálogo en el País Vasco. Aun así, los optimistas esperan que el pontificado de Benedicto XVI, sumado a la presidencia de la Conferencia de Ricardo Blázquez, obispo de Bilbao y hombre moderado, suponga una renovación para la Iglesia. Los pesimistas afirman que la revolución nunca se podrá hacer desde arriba. Y que es preferible que las iglesias se vacíen para empezar desde cero.
En Babilafuente, Quintín García lleva dos años sin sueldo por expresar su opinión. Subsiste gracias a la camaradería de Pedro, Luis, Alfredo y Bernardo, los dominicos con los que vive en comunidad. Hace un par de meses consiguió el galardón de poesía de la Kutxa, por su poemario Carne en fulgor. El premio estaba dotado con 10.000 euros. Está feliz. “Dios aprieta, pero no ahoga”.
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