PROSPERA Y SINCERA HUMILDAD Por Alex Rovira Celma
La humildad, cuando es autentica y sincera, conmueve desde la sencillez. Ya en su etimología nos refiere a lo esencial, a la tierra. Porque la palabra humildad procede del latín humilis, y esta a su vez de humus: aquello de lo que la naturaleza se desprende y que a su vez la enriquece, la fertiliza y la hace crecer.
La humildad nos habla de liberarnos de lo accesorio para poder desarrollar lo esencial. Nos invita también a darnos cuenta de que precisamente son nuestras limitaciones las que nos hacen humanos, y que gracias a ellas podemos tomar consciencia de lo que nos queda por hacer por crecer. Por ese motivo, la expresión sincera de la humildad no es signo de ingenuidad o debilidad, más bien todo lo contrario: lo es de lucidez y de fuerza interior.
Lejos de ser frágil, la humildad nos muestra la grandeza de la persona que la manifiesta, precisamente porque nace del sentimiento de la propia insuficiencia: siempre hay algo o alguien de quien aprender, siempre es posible hacer las cosas mejor, siempre uno puede cuestionarse el valor y sentido de lo que está haciendo en su vida personal y profesional, y desde allí afrontar nuevos retos, desarrollar nuevas posibilidades, aprender nuevas lecciones o construir nuevos puentes. Por este motivo, la humildad va de la mano de la conciencia y tiene un enorme poder de revelación porque desde ella las perspectivas de pensamientos y de actuación son infinitas, ya que nacen del sentido común, de la duda razonable, de la desnudez que reconoce que aún queda mucho trabajo por hacer, siempre, para encarnar la calidad en todas sus dimensiones: en uno mismo, en la relación con el otro, en nuestros actos o creaciones, en la vida.
Afortunadamente, la riqueza que genera la humildad no se apalanca en la droga del éxito que tanta adicción genera, y que es como un pozo sin fondo o como la zanahoria que se mantiene a distancia constante de la nariz y que hace que el burro tire del carro hasta que revienta de puro agotamiento movido por una quimera. Quizá por este motivo, la humildad tiene mucho más que ver con el cumplimiento que con el éxito: con cumplir con el deber, con lo prometido, con lo acordado, con hacer bien lo que se debe hacer, lo que toca hacer, lo que es necesario. Luego, el humilde no se vanagloria o no se distrae con sus logros, sino que sigue trabajando y disfrutando con su tarea, como no, sabiendo que el éxito no es un fin en sí mismo, sino un síntoma al que no conviene prestar demasiada atención porque no solo despista, sino que aturde y hasta puede generar una severa y aguda idiotez y ensimismamiento que se manifiestan como consecuencia de la adulación colectiva.
Tampoco conviene confundir la humildad con la falsa modestia, que no deja de ser una vanidad sumamente hipócrita, ya que precisamente la humildad es lo contrario de la vanidad. Y mientras esta nos ciega, nos aleja de la realidad y nos separa de los demás, la humildad nos revela y nos pone en contacto con lo real, con lo esencial, con lo autentico que podemos encontrar en lo exterior y en nuestro propio interior.
Su expresión se manifiesta en las pequeñas cosas, en los detalles, en códigos de comunicación para nada aparatosos, sino sencillos y básicos, pero de enorme valor para el que los recibe. Así esos detalles humildes se convierten en regalos que son acaso aquellos a los que damos más valor, porque so auténticos. Con el tiempo, son estos obsequios los que recordamos con la perspectiva que nos va dando la vida, y sabemos que esos y solo esos regalos son los que quedan porque están en la memoria, más allá de la materia, y nada ni nadie no lo puede quitar. Hoy, que casi todo está al alcance de nuestra mano, sea en efectivo o en cómodo plazos, olvidamos el valor de lo esencial, que no se paga con dinero y que es humilde en su esencia, pero de valor no cuantificable, a veces incluso infinito. Los ejemplos son múltiples...
Saber escuchar; brindar a alguien nuestra receptividad silenciosa, acallando nuestra propia necesidad de hablar; abriéndonos a la necesidad del otro de saberse atendido, acompañado, respetado, es sin duda un gesto de humildad que fertiliza la relación y enriquece el valor de la amistad. También una simple sonrisa sincera nos lleva a la complicidad, al juego, mejora cualquier encuentro y hasta puede cambiar el signo de una agria conversación o relación.
La gratitud es también un precioso regalo que nace de la humildad y del reconocimiento del otro. Con ella crecen las dos partes que han participado del intercambio amable. Que poco cuesta agradecer y que agradecida es la gratitud.
Y que decir de las caricias, de la ternura. Ella son en su esencia pura humildad, pues nacen de la piel, de la desnudez y nos remite a lo esencial. En ellas nos reencontramos y expresamos lo que las palabras no alcanzan a nombrar. También saber callar; no molestar; no estorbar es un valioso regalo humilde. Dejar al otro en soledad cuando ese es su deseo. Librarle del consejo que no desea, de la ayuda que no ha solicitado o de la compañía que en ese momento le estorba, y que a veces nos cuesta tanto entender porque nos supone aplicarnos a nosotros la misma receta y entender a ese silencio o soledad tan temidos hoy. Respetar la necesidad de soledad del otro puede ser un gran regalo que nace de la humildad en este tiempo donde uno de los mayores bienes escasos es el silencio y la tranquilidad.
La lista de 'regalos humildes', pero de enorme valor sería interminable. Abundan por doquier, son económicos y fertilizan toda relación; es decir, son prósperos porque nutren la esencia, el ser del que los da y del que los recibe. No necesitan objeto material de intercambio, y solamente dependen de nuestra disposición hacia el otro, incluso hacia nosotros mismos. Por ello vale la pena ponerlos en practica, porque además son sumamente saludables: estimulan la imaginación, la confianza, el respeto, el compromiso y la alegría, entre muchos otros activos tangibles. Quizá en ellos reside buena parte de la calida de vida y de nuestras relaciones.
UN LIBRO
Un libro que nos brinda deliciosas reflexiones sobre el valor de la humildad pero también sobre la amistad, el amor y otros principios fundamentales es “Martes con mi viejo profesor” –editado por Maeva-. Una conmovedora historia basada en hechos reales y escrita por Mitch Albom quien a través de las conversaciones que mantiene con el que fuera un antiguo profesor universitario suyo repasa las cuestiones esenciales de la vida desde una perspectiva profunda y reveladora.
La humildad nos habla de liberarnos de lo accesorio para poder desarrollar lo esencial. Nos invita también a darnos cuenta de que precisamente son nuestras limitaciones las que nos hacen humanos, y que gracias a ellas podemos tomar consciencia de lo que nos queda por hacer por crecer. Por ese motivo, la expresión sincera de la humildad no es signo de ingenuidad o debilidad, más bien todo lo contrario: lo es de lucidez y de fuerza interior.
Lejos de ser frágil, la humildad nos muestra la grandeza de la persona que la manifiesta, precisamente porque nace del sentimiento de la propia insuficiencia: siempre hay algo o alguien de quien aprender, siempre es posible hacer las cosas mejor, siempre uno puede cuestionarse el valor y sentido de lo que está haciendo en su vida personal y profesional, y desde allí afrontar nuevos retos, desarrollar nuevas posibilidades, aprender nuevas lecciones o construir nuevos puentes. Por este motivo, la humildad va de la mano de la conciencia y tiene un enorme poder de revelación porque desde ella las perspectivas de pensamientos y de actuación son infinitas, ya que nacen del sentido común, de la duda razonable, de la desnudez que reconoce que aún queda mucho trabajo por hacer, siempre, para encarnar la calidad en todas sus dimensiones: en uno mismo, en la relación con el otro, en nuestros actos o creaciones, en la vida.
Afortunadamente, la riqueza que genera la humildad no se apalanca en la droga del éxito que tanta adicción genera, y que es como un pozo sin fondo o como la zanahoria que se mantiene a distancia constante de la nariz y que hace que el burro tire del carro hasta que revienta de puro agotamiento movido por una quimera. Quizá por este motivo, la humildad tiene mucho más que ver con el cumplimiento que con el éxito: con cumplir con el deber, con lo prometido, con lo acordado, con hacer bien lo que se debe hacer, lo que toca hacer, lo que es necesario. Luego, el humilde no se vanagloria o no se distrae con sus logros, sino que sigue trabajando y disfrutando con su tarea, como no, sabiendo que el éxito no es un fin en sí mismo, sino un síntoma al que no conviene prestar demasiada atención porque no solo despista, sino que aturde y hasta puede generar una severa y aguda idiotez y ensimismamiento que se manifiestan como consecuencia de la adulación colectiva.
Tampoco conviene confundir la humildad con la falsa modestia, que no deja de ser una vanidad sumamente hipócrita, ya que precisamente la humildad es lo contrario de la vanidad. Y mientras esta nos ciega, nos aleja de la realidad y nos separa de los demás, la humildad nos revela y nos pone en contacto con lo real, con lo esencial, con lo autentico que podemos encontrar en lo exterior y en nuestro propio interior.
Su expresión se manifiesta en las pequeñas cosas, en los detalles, en códigos de comunicación para nada aparatosos, sino sencillos y básicos, pero de enorme valor para el que los recibe. Así esos detalles humildes se convierten en regalos que son acaso aquellos a los que damos más valor, porque so auténticos. Con el tiempo, son estos obsequios los que recordamos con la perspectiva que nos va dando la vida, y sabemos que esos y solo esos regalos son los que quedan porque están en la memoria, más allá de la materia, y nada ni nadie no lo puede quitar. Hoy, que casi todo está al alcance de nuestra mano, sea en efectivo o en cómodo plazos, olvidamos el valor de lo esencial, que no se paga con dinero y que es humilde en su esencia, pero de valor no cuantificable, a veces incluso infinito. Los ejemplos son múltiples...
Saber escuchar; brindar a alguien nuestra receptividad silenciosa, acallando nuestra propia necesidad de hablar; abriéndonos a la necesidad del otro de saberse atendido, acompañado, respetado, es sin duda un gesto de humildad que fertiliza la relación y enriquece el valor de la amistad. También una simple sonrisa sincera nos lleva a la complicidad, al juego, mejora cualquier encuentro y hasta puede cambiar el signo de una agria conversación o relación.
La gratitud es también un precioso regalo que nace de la humildad y del reconocimiento del otro. Con ella crecen las dos partes que han participado del intercambio amable. Que poco cuesta agradecer y que agradecida es la gratitud.
Y que decir de las caricias, de la ternura. Ella son en su esencia pura humildad, pues nacen de la piel, de la desnudez y nos remite a lo esencial. En ellas nos reencontramos y expresamos lo que las palabras no alcanzan a nombrar. También saber callar; no molestar; no estorbar es un valioso regalo humilde. Dejar al otro en soledad cuando ese es su deseo. Librarle del consejo que no desea, de la ayuda que no ha solicitado o de la compañía que en ese momento le estorba, y que a veces nos cuesta tanto entender porque nos supone aplicarnos a nosotros la misma receta y entender a ese silencio o soledad tan temidos hoy. Respetar la necesidad de soledad del otro puede ser un gran regalo que nace de la humildad en este tiempo donde uno de los mayores bienes escasos es el silencio y la tranquilidad.
La lista de 'regalos humildes', pero de enorme valor sería interminable. Abundan por doquier, son económicos y fertilizan toda relación; es decir, son prósperos porque nutren la esencia, el ser del que los da y del que los recibe. No necesitan objeto material de intercambio, y solamente dependen de nuestra disposición hacia el otro, incluso hacia nosotros mismos. Por ello vale la pena ponerlos en practica, porque además son sumamente saludables: estimulan la imaginación, la confianza, el respeto, el compromiso y la alegría, entre muchos otros activos tangibles. Quizá en ellos reside buena parte de la calida de vida y de nuestras relaciones.
UN LIBRO
Un libro que nos brinda deliciosas reflexiones sobre el valor de la humildad pero también sobre la amistad, el amor y otros principios fundamentales es “Martes con mi viejo profesor” –editado por Maeva-. Una conmovedora historia basada en hechos reales y escrita por Mitch Albom quien a través de las conversaciones que mantiene con el que fuera un antiguo profesor universitario suyo repasa las cuestiones esenciales de la vida desde una perspectiva profunda y reveladora.
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