Jon Sobrino. Radicalmente cristiano Jesús Ruiz Mantilla EL PAIS SEMANAL - 14-06-2007
Como no hay mal que por bien no venga, la última bronca que le montó la curia vaticana a Jon Sobrino, que no fue ninguna tontería, con notificación incluida, ha servido para que este jesuita empecinado en la defensa radical de los más oprimidos sepa lo que son los blogs. Aquellos días de marzo de este mismo año, cuando resurgió de las más abruptas entrañas de la Tierra el Tribunal para la Doctrina de la Fe -léase la Inquisición de nuestros días- para tirarle de las orejas y echarle en cara, una vez más en los últimos 30 años, sus desviaciones sobre la línea oficial, este cura amigo y compañero en El Salvador de Ignacio Ellacuría y monseñor Romero, este pastor que admite sin remilgos su vocación revolucionaria, pudo leer una avalancha inaudita de reacciones a favor y en contra en los foros libérrimos de Internet. Pese a lo encendido de algunos comentarios, Sobrino, por el contrario, guardó silencio. Se apartó del mundanal ruido quizá un tanto asustado por el ambiente, aunque no por encararse a la autoridad, cosa que ha hecho toda su existencia aun a riesgo de que le mataran.
De hecho, esta nueva llamada de atención no va a hacerle bajar las orejas, al menos por lo que uno puede deducir después de dos horas de conversación con él sobre lo divino y lo humano. Si no lo consiguieron en los años setenta y ochenta los paramilitares salvadoreños que instauraron un más que grotesco lema, "Haga patria, mate un cura", ni tampoco los grandes patriarcones centroamericanos, ni los mismísimos politicastros que ahogaban en esos días con una bota militar el futuro de lo que consideraban el patio trasero de su casa con jardín del Norte, es difícil que se asuste de los que han sido recién investidos con nuevas púrpuras. Si se salvó, aquel funesto y negro 16 de noviembre de 1989, de aquella matanza que después muchos han convertido en martirio, cuando unos salvajes entraron en la Universidad Centroamericana (UCA) y asesinaron sin miramientos a ocho de los suyos -seis compañeros jesuitas y dos empleadas de la casa-, no debió de ser en vano.
Le gusta rememorar uno a uno sus nombres, justo como cuando le dieron la noticia; primero le hablaron de Ignacio Ellacuría, después le enumeraron al resto de la lista: Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, el salvadoreño Joaquín López-López y, sobre todo, a quienes más le indignó que pagaran aquella caza macabra: la empleada de la UCA Elba Julia Ramos, cocinera, y su hija Celina, de 15 años, testigos de una barbaridad que tuvieron la mala fortuna de encontrarse frente a frente.
Hoy, de paso por Madrid, lo recuerda todavía con la justa emoción, pero con la evidente cicatriz del paso del tiempo en su mirada limpia. Sobrino parece de esas personas sabias que han sabido extraer, sobre las tragedias más injustas de la vida, conclusiones positivas. Por eso se muestra obsesionado por hablar; no de la inquina y el odio que arrebató a los suyos y a quienes él consideraba su familia de la faz de la Tierra, sino de la bondad que quedó. De la semilla que sembraron, del fin positivo de todas las cosas, aunque muchas veces sea necesario hacer verdaderos esfuerzos para llegar a él.
El propio e íntimo sufrimiento ha sido su mayor fuerza. La conciencia de fragilidad que le da cada día estar a expensas de los bajones de una diabetes muy aguda, y el hecho de haberse salvado por casualidad, gracias a encontrarse en Tailandia dando un curso, de su muerte segura, han forjado en él una proverbial valentía. Una desafiante serenidad construida a base de esa autoridad que no pueden retar moralmente quienes se sientan en los sillones confortables de los despachos; esa altura que da estar en primera línea del frente, expuesto a los más feroces ataques, a morir incluso por un gramo extra de justicia.
Dice que pobres son quienes no tienen asegurado comer tres veces al día; que él, al fin y al cabo, es un privilegiado por disponer garantizada hasta la insulina. Pero pobres son también para él, mente privilegiada con cuatro carreras -teología e ingeniería entre ellas- que a los 18 años abandonó su Bilbao natal y a su familia para dejarse la piel en ese lejano El Salvador que le ha dado nacionalidad y sentido a su vida, quienes son pisoteados, humillados, arrastrados, heridos, injuriados... Todos aquellos sujetos siempre anónimos que merecen reparo; esos desheredados para los que en su día Leonardo Boff, el propio Ignacio Ellacuría, él mismo y tantos otros comenzaron a predicar la Teología de la Liberación, esa doctrina revolucionaria que asusta tanto a los próceres en los pasillos del Vaticano y que Juan Pablo II y ahora el papa Ratzinger se han empeñado, con una fijación obtusa, en enterrar. Pero Sobrino y los suyos parece que no van a dejar que se saque de ese hoyo ni una sola palada.
Con la Iglesia sigue usted topando. ¿Cuándo fue la primera vez?
Toparse en castellano significa algún tipo de encuentro inesperado o encontronazo. Y la Iglesia es una realidad de muchísimos seres humanos. Con 68 años, en la Iglesia me he topado ante todo con Jesús de Nazaret y después con otras cosas. Una, la primera, cuando yo tenía veintitantos años, con Juan XXIII, que hablaba de un Jesús que bien puede hacer presente la Iglesia o que lo puede ocultar. Los jesuitas estamos en la Iglesia, y en ese sentido me he topado con el padre Arrupe, y en El Salvador me topé con algo que creo que en conjunto es lo mejor: campesinos, oprimidos, pobres, gente sencilla, con gran amor a los demás y con mucha fe en Dios. Al español de hoy, esto le puede sonar a religiosidad fácil o superstición. Pero no tiene por qué ser así. Gente que estaba decidida a arriesgar todo no por una causa, ni por pertenecer a tal o cual partido, sino por amor a los demás. Así surgieron entonces en El Salvador lo que yo llamo mártires.
¿Por qué mártires?
Son aquellos que en vida y en muerte se parecen a Cristo. En vida porque han tratado de defender al pobre, denunciar al opresor, y en muerte porque acaban crucificados en esa cruz que es terrible y expresión de un gran amor. El símbolo de ese tipo de mártir, con el que yo me topé -y cuando lo escribas pon que cuando pronuncio topar cambio el tono de voz, para aclarar, ¿verdad?-, para mí fue monseñor Romero. Pero es evidente que yo he tenido con otros sectores relaciones más tensas, y estos días se ha hecho público que a varios de nosotros, entre ellos también el padre Ellacuría, las congregaciones nos han cuestionado. A mí, varias veces me han pedido dar cuenta de mis escritos porque creen que mi teología no es adecuada, que contiene errores, que es peligrosa. Estos días se ha hecho público en varios medios de comunicación, tanto lo que ha dicho el Vaticano como lo que han expresado otros teólogos, muy respetables, que no comparten las amonestaciones. Y, por cierto, aprovecho para hacer una aclaración: la carta estrictamente confidencial que escribí al padre Kolvenbach apareció en la prensa sin mi conocimiento ni autorización. Volviendo al asunto. La tensión con esa porción de Iglesia, con algunos jerarcas, ha sido para mí habitual durante 30 años. Ellos también son Iglesia. Pero para mí, ante todo, lo son quienes nos hacen presente a Jesús. Yo me topé con esas gentes. Me enseñaron a vivir con esperanza, con menos egoísmo, con alegría.
¿También le ha marcado una cierta conciencia de superviviente, después de haberse salvado de una matanza o ver como caían otros, como monseñor Romero?
Aquello fue un shock. Estaba en Tailandia precisamente dando un curso de cristología, hablando de pueblos enteros crucificados.
Ochenta mil en El Salvador...
Así es. Pero le cuento cómo recibí aquella noticia. En Tailandia eran las doce de la noche y un amigo me llamó de Londres. Tuve la sensación, por la hora, de que algo serio había pasado, y pensé: Ellacuría. Mi amigo me preguntó: "¿Tienes papel y lápiz? Han matado a Ellacuría, y a Nacho, y a Santiago Montes, y al padre López-López, y a Juan Ramón Norea, y a Amando...", y así siguió. Y ahora ya no siento ni el dolor, ni el shock, ni la indignación de entonces, pero en el fondo me pasa lo mismo, como si me fueran quitando uno a uno jirones de piel. Pero mi máxima indignación fue cuando me dijeron lo de la cocinera y una hijita suya, y si lo cuento no es para que suene lírico, es porque lo siento. Porque que mataran a Ellacuría era una barbaridad, pero ¿cómo no le iban a matar? Predicaba contra los sumos sacerdotes, los fariseos, el opresor..., no era sorpresa. Ahora, que mataran a una cocinera que pasaba escondida la noche en nuestra casa porque la guerra había llegado a la ciudad y no era seguro salir, eso superaba las reglas del mal. Quedé en silencio y paseé por una playa que estaba cerca con un compañero que venía conmigo. En un momento me dijo: "¿Has pensado por qué no te han matado a ti?". Y me salió una respuesta tomada casi de antiguas vidas de santos: "Pues se ve que no soy digno". No sabía qué decir. Al día siguiente hicieron allí una misa, con un altar de flores precioso, y yo comenté: "Tengo una mala noticia que daros: han matado a toda mi familia. Pero tengo una buena noticia también: he vivido con gente buena". Así pienso hoy día.
¿Cómo estas personas tan próximas al martirio, que se han jugado el pellejo, no se las reconoce como a auténticos Cristos en su Iglesia?
Yo tampoco lo entiendo. Me preocupa y a veces me indigna. Mi esperanza es que pronto, oficialmente o con algún signo eclesial que todo el mundo entienda, canonicen a monseñor Romero y a todos los mártires latinoamericanos y del Tercer Mundo. Ya he dicho que me entristece que no ocurra. Pero también he dicho que no me gusta ser profeta de calamidades. A veces pienso que los medios encubren muy interesadamente la maldad y las aberraciones, pero que encubren todavía más la bondad. El amor de aquellas personas está vivo en muchos. En sus aniversarios se juntan multitudes. ¿Qué hacen allí? Recordar que han visto y oído cosas buenas, y cuando digo buenas me refiero a enseñanzas que les han dado dignidad. Recuerdan, con lágrimas, a hijos muertos, inocentes a los que han denigrado; que los han llamado comunistas, algo que allí es equivalente a calificar a alguien de terrorista aquí.
Eran los tiempos de "Hagan patria, maten un cura"...
Exactamente. Y en esas procesiones, las madres les dicen a sus hijos que su padre no fue un criminal, sino un buen hombre, generoso, que se organizó en movimientos políticos y lo mataron. Luego, claro, allí, Dios suena a algo real. Pero ¿cómo es Dios para ellos? Esa fuerza, ese misterio que ni vemos ni tocamos, de alguna manera nos conoce, nos quiere, nos da dignidad. Que luego le pidan milagros, a mí me parece muy bien, porque si no tienen seguro social, ni dinero, ni nada, si Estados Unidos ni la Unión Europea les arreglan la vida, ¿qué van a hacer? Es cierto que ese misterio también puede ser alienación. Psicólogos, psiquiatras, economistas habrá que lo analicen, a mí no me acaban de convencer del todo. Los que nada tienen, de Dios sacan fuerza para vivir, y en esto no veo alienación.
No le convencen porque ustedes han visto en Dios una materia revolucionaria, más que de resignación.
Entiendo, entiendo. Estoy de acuerdo. Si no hay más que ver. Jesús de Nazaret, ¿qué dijo? Ay de ustedes los ricos, que han comido y han gozado, sufrirán. Los que pasan hambre, los que lloran, comerán y reirán. Esas palabras hay que hacerlas históricamente eficaces, hay que buscarles modos concretos. Pensar en Jesús, en Dios, así, entonces era y es revolucionario.
¿Entonces? ¿Cuándo es entonces?
Los años setenta, ochenta. Todavía ahora queda algo. Revolucionario quiere decir eso: darle vuelta a las cosas. La revolución no se da sólo en el ámbito político, sino en el humano; pensar distinto, tener esperanza, que no vivamos en un mundo sumamente injusto como el actual, con las democracias más importantes a la cabeza. Una revolución en la esperanza, en la caridad..., una famosa palabrita que ya no creo que se use...
Pues porque a la caridad, el sentido que le ha otorgado la Iglesia es el de esa propina para los pobres. ¿Ustedes le han dado valor revolucionario?
De nuevo hay que distinguir cosas al hablar de la palabra Iglesia. Cierto es que hay una tradición y una doctrina de la Iglesia en que la caridad se entendió más como acaba de decir. Pero con Juan XXIII, incluso con Juan Pablo II, tiene más que ver con el amor, con el sentido de la justicia. Con proclamar una verdad que defiende al pobre frente a quien le oprime. Pero yo también creo en el equivalente a cariño, ternura, delicadeza. Un ámbito del amor distinto al de justicia que humanizan personal y socialmente. Lo que no se puede admitir es el sentido que le daban algunas novelas del siglo pasado, en las que salían marquesas que hablaban de "mis pobres", ¿verdad? Y ojalá tampoco lo digan hoy, entre otros lenguajes, Iglesias, Estados, ONG.
Aun así, como concepto, sigue en crisis.
La justicia está en crisis en la Iglesia. No creo que se vuelque hacia ella con todo el peso social que tiene. Y no digamos en la sociedad. Al viajar a Europa o a Estados Unidos no veo que los pueblos y sus Gobiernos vivan y se desvivan para que 2.000 o 3.000 millones de seres humanos puedan simplemente vivir...
Como no hay mal que por bien no venga, la última bronca que le montó la curia vaticana a Jon Sobrino, que no fue ninguna tontería, con notificación incluida, ha servido para que este jesuita empecinado en la defensa radical de los más oprimidos sepa lo que son los blogs. Aquellos días de marzo de este mismo año, cuando resurgió de las más abruptas entrañas de la Tierra el Tribunal para la Doctrina de la Fe -léase la Inquisición de nuestros días- para tirarle de las orejas y echarle en cara, una vez más en los últimos 30 años, sus desviaciones sobre la línea oficial, este cura amigo y compañero en El Salvador de Ignacio Ellacuría y monseñor Romero, este pastor que admite sin remilgos su vocación revolucionaria, pudo leer una avalancha inaudita de reacciones a favor y en contra en los foros libérrimos de Internet. Pese a lo encendido de algunos comentarios, Sobrino, por el contrario, guardó silencio. Se apartó del mundanal ruido quizá un tanto asustado por el ambiente, aunque no por encararse a la autoridad, cosa que ha hecho toda su existencia aun a riesgo de que le mataran.
De hecho, esta nueva llamada de atención no va a hacerle bajar las orejas, al menos por lo que uno puede deducir después de dos horas de conversación con él sobre lo divino y lo humano. Si no lo consiguieron en los años setenta y ochenta los paramilitares salvadoreños que instauraron un más que grotesco lema, "Haga patria, mate un cura", ni tampoco los grandes patriarcones centroamericanos, ni los mismísimos politicastros que ahogaban en esos días con una bota militar el futuro de lo que consideraban el patio trasero de su casa con jardín del Norte, es difícil que se asuste de los que han sido recién investidos con nuevas púrpuras. Si se salvó, aquel funesto y negro 16 de noviembre de 1989, de aquella matanza que después muchos han convertido en martirio, cuando unos salvajes entraron en la Universidad Centroamericana (UCA) y asesinaron sin miramientos a ocho de los suyos -seis compañeros jesuitas y dos empleadas de la casa-, no debió de ser en vano.
Le gusta rememorar uno a uno sus nombres, justo como cuando le dieron la noticia; primero le hablaron de Ignacio Ellacuría, después le enumeraron al resto de la lista: Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, el salvadoreño Joaquín López-López y, sobre todo, a quienes más le indignó que pagaran aquella caza macabra: la empleada de la UCA Elba Julia Ramos, cocinera, y su hija Celina, de 15 años, testigos de una barbaridad que tuvieron la mala fortuna de encontrarse frente a frente.
Hoy, de paso por Madrid, lo recuerda todavía con la justa emoción, pero con la evidente cicatriz del paso del tiempo en su mirada limpia. Sobrino parece de esas personas sabias que han sabido extraer, sobre las tragedias más injustas de la vida, conclusiones positivas. Por eso se muestra obsesionado por hablar; no de la inquina y el odio que arrebató a los suyos y a quienes él consideraba su familia de la faz de la Tierra, sino de la bondad que quedó. De la semilla que sembraron, del fin positivo de todas las cosas, aunque muchas veces sea necesario hacer verdaderos esfuerzos para llegar a él.
El propio e íntimo sufrimiento ha sido su mayor fuerza. La conciencia de fragilidad que le da cada día estar a expensas de los bajones de una diabetes muy aguda, y el hecho de haberse salvado por casualidad, gracias a encontrarse en Tailandia dando un curso, de su muerte segura, han forjado en él una proverbial valentía. Una desafiante serenidad construida a base de esa autoridad que no pueden retar moralmente quienes se sientan en los sillones confortables de los despachos; esa altura que da estar en primera línea del frente, expuesto a los más feroces ataques, a morir incluso por un gramo extra de justicia.
Dice que pobres son quienes no tienen asegurado comer tres veces al día; que él, al fin y al cabo, es un privilegiado por disponer garantizada hasta la insulina. Pero pobres son también para él, mente privilegiada con cuatro carreras -teología e ingeniería entre ellas- que a los 18 años abandonó su Bilbao natal y a su familia para dejarse la piel en ese lejano El Salvador que le ha dado nacionalidad y sentido a su vida, quienes son pisoteados, humillados, arrastrados, heridos, injuriados... Todos aquellos sujetos siempre anónimos que merecen reparo; esos desheredados para los que en su día Leonardo Boff, el propio Ignacio Ellacuría, él mismo y tantos otros comenzaron a predicar la Teología de la Liberación, esa doctrina revolucionaria que asusta tanto a los próceres en los pasillos del Vaticano y que Juan Pablo II y ahora el papa Ratzinger se han empeñado, con una fijación obtusa, en enterrar. Pero Sobrino y los suyos parece que no van a dejar que se saque de ese hoyo ni una sola palada.
Con la Iglesia sigue usted topando. ¿Cuándo fue la primera vez?
Toparse en castellano significa algún tipo de encuentro inesperado o encontronazo. Y la Iglesia es una realidad de muchísimos seres humanos. Con 68 años, en la Iglesia me he topado ante todo con Jesús de Nazaret y después con otras cosas. Una, la primera, cuando yo tenía veintitantos años, con Juan XXIII, que hablaba de un Jesús que bien puede hacer presente la Iglesia o que lo puede ocultar. Los jesuitas estamos en la Iglesia, y en ese sentido me he topado con el padre Arrupe, y en El Salvador me topé con algo que creo que en conjunto es lo mejor: campesinos, oprimidos, pobres, gente sencilla, con gran amor a los demás y con mucha fe en Dios. Al español de hoy, esto le puede sonar a religiosidad fácil o superstición. Pero no tiene por qué ser así. Gente que estaba decidida a arriesgar todo no por una causa, ni por pertenecer a tal o cual partido, sino por amor a los demás. Así surgieron entonces en El Salvador lo que yo llamo mártires.
¿Por qué mártires?
Son aquellos que en vida y en muerte se parecen a Cristo. En vida porque han tratado de defender al pobre, denunciar al opresor, y en muerte porque acaban crucificados en esa cruz que es terrible y expresión de un gran amor. El símbolo de ese tipo de mártir, con el que yo me topé -y cuando lo escribas pon que cuando pronuncio topar cambio el tono de voz, para aclarar, ¿verdad?-, para mí fue monseñor Romero. Pero es evidente que yo he tenido con otros sectores relaciones más tensas, y estos días se ha hecho público que a varios de nosotros, entre ellos también el padre Ellacuría, las congregaciones nos han cuestionado. A mí, varias veces me han pedido dar cuenta de mis escritos porque creen que mi teología no es adecuada, que contiene errores, que es peligrosa. Estos días se ha hecho público en varios medios de comunicación, tanto lo que ha dicho el Vaticano como lo que han expresado otros teólogos, muy respetables, que no comparten las amonestaciones. Y, por cierto, aprovecho para hacer una aclaración: la carta estrictamente confidencial que escribí al padre Kolvenbach apareció en la prensa sin mi conocimiento ni autorización. Volviendo al asunto. La tensión con esa porción de Iglesia, con algunos jerarcas, ha sido para mí habitual durante 30 años. Ellos también son Iglesia. Pero para mí, ante todo, lo son quienes nos hacen presente a Jesús. Yo me topé con esas gentes. Me enseñaron a vivir con esperanza, con menos egoísmo, con alegría.
¿También le ha marcado una cierta conciencia de superviviente, después de haberse salvado de una matanza o ver como caían otros, como monseñor Romero?
Aquello fue un shock. Estaba en Tailandia precisamente dando un curso de cristología, hablando de pueblos enteros crucificados.
Ochenta mil en El Salvador...
Así es. Pero le cuento cómo recibí aquella noticia. En Tailandia eran las doce de la noche y un amigo me llamó de Londres. Tuve la sensación, por la hora, de que algo serio había pasado, y pensé: Ellacuría. Mi amigo me preguntó: "¿Tienes papel y lápiz? Han matado a Ellacuría, y a Nacho, y a Santiago Montes, y al padre López-López, y a Juan Ramón Norea, y a Amando...", y así siguió. Y ahora ya no siento ni el dolor, ni el shock, ni la indignación de entonces, pero en el fondo me pasa lo mismo, como si me fueran quitando uno a uno jirones de piel. Pero mi máxima indignación fue cuando me dijeron lo de la cocinera y una hijita suya, y si lo cuento no es para que suene lírico, es porque lo siento. Porque que mataran a Ellacuría era una barbaridad, pero ¿cómo no le iban a matar? Predicaba contra los sumos sacerdotes, los fariseos, el opresor..., no era sorpresa. Ahora, que mataran a una cocinera que pasaba escondida la noche en nuestra casa porque la guerra había llegado a la ciudad y no era seguro salir, eso superaba las reglas del mal. Quedé en silencio y paseé por una playa que estaba cerca con un compañero que venía conmigo. En un momento me dijo: "¿Has pensado por qué no te han matado a ti?". Y me salió una respuesta tomada casi de antiguas vidas de santos: "Pues se ve que no soy digno". No sabía qué decir. Al día siguiente hicieron allí una misa, con un altar de flores precioso, y yo comenté: "Tengo una mala noticia que daros: han matado a toda mi familia. Pero tengo una buena noticia también: he vivido con gente buena". Así pienso hoy día.
¿Cómo estas personas tan próximas al martirio, que se han jugado el pellejo, no se las reconoce como a auténticos Cristos en su Iglesia?
Yo tampoco lo entiendo. Me preocupa y a veces me indigna. Mi esperanza es que pronto, oficialmente o con algún signo eclesial que todo el mundo entienda, canonicen a monseñor Romero y a todos los mártires latinoamericanos y del Tercer Mundo. Ya he dicho que me entristece que no ocurra. Pero también he dicho que no me gusta ser profeta de calamidades. A veces pienso que los medios encubren muy interesadamente la maldad y las aberraciones, pero que encubren todavía más la bondad. El amor de aquellas personas está vivo en muchos. En sus aniversarios se juntan multitudes. ¿Qué hacen allí? Recordar que han visto y oído cosas buenas, y cuando digo buenas me refiero a enseñanzas que les han dado dignidad. Recuerdan, con lágrimas, a hijos muertos, inocentes a los que han denigrado; que los han llamado comunistas, algo que allí es equivalente a calificar a alguien de terrorista aquí.
Eran los tiempos de "Hagan patria, maten un cura"...
Exactamente. Y en esas procesiones, las madres les dicen a sus hijos que su padre no fue un criminal, sino un buen hombre, generoso, que se organizó en movimientos políticos y lo mataron. Luego, claro, allí, Dios suena a algo real. Pero ¿cómo es Dios para ellos? Esa fuerza, ese misterio que ni vemos ni tocamos, de alguna manera nos conoce, nos quiere, nos da dignidad. Que luego le pidan milagros, a mí me parece muy bien, porque si no tienen seguro social, ni dinero, ni nada, si Estados Unidos ni la Unión Europea les arreglan la vida, ¿qué van a hacer? Es cierto que ese misterio también puede ser alienación. Psicólogos, psiquiatras, economistas habrá que lo analicen, a mí no me acaban de convencer del todo. Los que nada tienen, de Dios sacan fuerza para vivir, y en esto no veo alienación.
No le convencen porque ustedes han visto en Dios una materia revolucionaria, más que de resignación.
Entiendo, entiendo. Estoy de acuerdo. Si no hay más que ver. Jesús de Nazaret, ¿qué dijo? Ay de ustedes los ricos, que han comido y han gozado, sufrirán. Los que pasan hambre, los que lloran, comerán y reirán. Esas palabras hay que hacerlas históricamente eficaces, hay que buscarles modos concretos. Pensar en Jesús, en Dios, así, entonces era y es revolucionario.
¿Entonces? ¿Cuándo es entonces?
Los años setenta, ochenta. Todavía ahora queda algo. Revolucionario quiere decir eso: darle vuelta a las cosas. La revolución no se da sólo en el ámbito político, sino en el humano; pensar distinto, tener esperanza, que no vivamos en un mundo sumamente injusto como el actual, con las democracias más importantes a la cabeza. Una revolución en la esperanza, en la caridad..., una famosa palabrita que ya no creo que se use...
Pues porque a la caridad, el sentido que le ha otorgado la Iglesia es el de esa propina para los pobres. ¿Ustedes le han dado valor revolucionario?
De nuevo hay que distinguir cosas al hablar de la palabra Iglesia. Cierto es que hay una tradición y una doctrina de la Iglesia en que la caridad se entendió más como acaba de decir. Pero con Juan XXIII, incluso con Juan Pablo II, tiene más que ver con el amor, con el sentido de la justicia. Con proclamar una verdad que defiende al pobre frente a quien le oprime. Pero yo también creo en el equivalente a cariño, ternura, delicadeza. Un ámbito del amor distinto al de justicia que humanizan personal y socialmente. Lo que no se puede admitir es el sentido que le daban algunas novelas del siglo pasado, en las que salían marquesas que hablaban de "mis pobres", ¿verdad? Y ojalá tampoco lo digan hoy, entre otros lenguajes, Iglesias, Estados, ONG.
Aun así, como concepto, sigue en crisis.
La justicia está en crisis en la Iglesia. No creo que se vuelque hacia ella con todo el peso social que tiene. Y no digamos en la sociedad. Al viajar a Europa o a Estados Unidos no veo que los pueblos y sus Gobiernos vivan y se desvivan para que 2.000 o 3.000 millones de seres humanos puedan simplemente vivir...
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