Guerra en el club de la miseria. Paul Collier, en su línea políticamente incorrecta, habla sobre la violencia: los golpes de Estado, las guerras civiles y el tráfico de armas. El autor argumenta en su nuevo libro por qué la democracia "al estilo occidental" puede ser una trampa para los países subdesarrollados. Paul Collier DOMINGO - 12-04-2009
Salvo raras excepciones, los nuevos Estados (africanos) no surgieron como solución a las contiendas que libraban los territorios para garantizar su seguridad. (...) El problema fundamental fue que no se dio ninguno de los dos procesos que habían concurrido en la formación de los Estados modernos: ni surgieron territorios viables en términos de seguridad ni tuvo lugar la creación retrospectiva de una comunidad imaginaria entre los habitantes de esos territorios. Solamente en África había cerca de dos mil grupos etnolingüísticos; si de cada uno de ellos se hacía una nación, su territorio y población serían demasiado pequeños para beneficiarse de las economías de escala de la seguridad, con lo cual serían vulnerables tanto dentro como fuera de sus fronteras. Así pues, aunque los Estados que surgieron de la noche a la mañana tras la disolución de los imperios coloniales eran sociedades antiguas, con múltiples y arraigadas lealtades étnicas, por lo general carecían de lealtad nacional: la gente, ante todo, se debía a su grupo étnico.
Esta fidelidad étnica representa un serio impedimento para la provisión de bienes públicos. Todo lo público no es más que un botín al alcance del más oportunista, una fuente de recursos en teoría comunes pero cuyo control termina ejerciendo el vencedor de la lucha política entre los diversos grupos étnicos. La forma más eficaz de superar este problema sería seguir el modelo anterior de construcción nacional, esto es: socavar progresivamente las identidades étnicas y sustituirlas por una identidad nacional. Uno de los motivos por los que la cuestión étnica avergüenza a muchos africanos es que se considera un atavismo, la antítesis de la modernidad. Lo más seguro es que con el tiempo, a medida que la modernización avance, termine perdiendo toda vigencia. La idea es tranquilizadora, pero lo tranquilizador no tiene por qué ser verdadero. Nada puede sustituir a la realidad de los hechos, y, a juzgar por la encuesta sobre actitudes que ha llevado a cabo recientemente el Afrobarómetro en nueve países africanos, los hechos no invitan al optimismo. Según la encuesta, las personas con cierta formación académica se identifican más con su filiación étnica. Lo mismo ocurre con los que trabajan como asalariados, en contraposición a quienes se dedican a la tradicional actividad agrícola, y con aquéllos que han tenido alguna experiencia de movilización política. Así pues, el desarrollo, con sus derivados de educación, empleos remunerados y competición electoral, en lugar de rebajar la relevancia de la diversidad étnica la está acentuando. (...)
Empecé a pensar con más detenimiento en la política fiscal de los gobernantes corruptos. Supongamos que el lector fuese Mobutu, el dictador del Zaire: ¿qué carga tributaria impondría a sus súbditos? Se me ocurrió que los impuestos moderados tal vez fuesen una estrategia deliberada. Está claro que Mobutu quería ingresar más dinero y que, además, solía andar bastante apurado de efectivo. El dictador zaireño no amasó una gran fortuna: los caudales que distraía del erario público iban destinados a comprar la lealtad de su enorme séquito. Su principal fuente de ingresos había sido el cobro de comisiones a las compañías que extraían los recursos naturales del país pero, una vez que las hubo sangrado hasta dejarlas poco menos que en la ruina, no optó por subir los impuestos ordinarios, sino que echó mano de la fábrica de moneda, la misma solución que se le ha ocurrido a Mugabe. La hiperinflación es una modalidad tributaria muy productiva, y lo mejor que tiene es que la gente no la ve como tal, cuando, en realidad, es un impuesto que grava la posesión de dinero. (...)
Pensemos en el típico ciudadano que gana un salario mensual y se lo gasta de modo constante a lo largo del mes. Dado que, por término medio, estará en posesión del equivalente a dos semanas de sueldo en efectivo, la inflación del 50% le arrebata el equivalente a una semana. Teniendo en cuenta que la historia se repite cada mes, al cabo de un año el gravamen le habrá privado de un 25% de la renta. No está nada mal para un impuesto que la gente no ve como tal. La razón por la cual la hiperinflación no es más habitual es que las rentas no son infinitas. Conforme la gente se acostumbra a la inflación elevada, descubren formas de retener menos dinero en relación al que gastan: por ejemplo, en cuanto reciben el salario, compran el máximo posible. Por eso las hiperinflaciones son explosivas y terminan mal. Tanto Mobutu como Mugabe solamente las usaron como último recurso.
(...) En Zimbabue, los precios ya no se duplican cada mes, sino cada semana. Puede que los gobernantes corruptos recelen de los impuestos directos por la oposición que pueden suscitar. No quieren imponer cargas tan elevadas que provoquen una exigencia de responsabilidad imposible de rechazar. De nada sirve obtener cuantiosos ingresos fiscales si luego hay que gastarlos en servicios que benefician a todo el mundo: si los seguidores del gobernante no se ven más recompensados que el resto de la población, no tendrán motivos para seguir siéndole leales. Más impuestos suponen mayor exigencia de responsabilidad.
(...) El Gobierno del club de la miseria con un presupuesto de defensa más elevado era Angola, que en un momento dado llegó a destinar el 20% de su PIB a gastos militares. Sin embargo carecía de sistema fiscal interno, y hoy es uno de los Gobiernos menos responsables del club de la miseria. Entonces, ¿cuáles son las opciones realistas? Sin duda, la mejor estrategia es la que adoptó Julius Nyerere, el presidente de Tanzania: un liderazgo político capaz de forjar un sentimiento de identidad nacional. Lo increíble es que Nyerere lo logró sin recurrir a la idea de un vecino enemigo; es más, puso tanto énfasis en el panafricanismo como en la identidad nacional. Entusiasmados como estamos por el multiculturalismo -y atormentados por el sentimiento de culpa-, tal vez hayamos olvidado que los derechos de las minorías se basan en sistemas políticos que dependen de la formación previa de un sentimiento primordial de nacionalidad común. En algunas sociedades es posible que el proceso político de polarización étnica haya ido tan lejos que la única solución sea dividirlas en Estados independientes. Ahora bien, se trata de una vía que fácilmente podría provocar una proliferación de Estados minúsculos. Pensemos en el último candidato a la categoría de Estado, Kosovo, un territorio diminuto y marcado por la guerra, sin salida al mar y con escasos recursos naturales. En sus inmediaciones hay otros tres territorios minúsculos que reclaman la independencia y probablemente aduzcan el caso de Kosovo como precedente: Abjazia, de 200.000 habitantes; Osetia del Sur, con 70.000 habitantes y sin salida al mar; y Transnistria, con 550.000 habitantes y sin salida al mar. A nivel mundial, según el último recuento, son setenta los territorios que reclaman la independencia; comparado con la mayoría de ellos, el condado británico de Yorkshire parece enorme.
Si la construcción nacional es inviable, quizá Canadá y Bélgica podrían representar una alternativa: dos ejemplos de Estados fuertes en sociedades con un sentimiento de identidad nacional débil en relación con el sentimiento de identidad subgrupal. Sus habitantes se identifican tan poco con la comunidad nacional que, de manera periódica, ambas sociedades coquetean con la posibilidad de fragmentarse en Estados diferentes. No obstante, los dos países funcionan estupendamente: Canadá encabeza el Índice de Desarrollo Humano, y Bélgica es uno de los países más ricos de Europa. Sus potentes identidades subnacionales cohabitan sin problemas dentro de un mismo Estado gracias a un sólido sistema de responsabilidad política: los frenos y contrapesos garantizan que, a pesar de la rivalidad entre los grupos, el Estado federal se mantenga imparcial. En lugar de basarse en un sentimiento común de pertenencia a una misma nación, el Estado funciona porque los grupos que lo componen sospechan el uno del otro, y se sirven de los mecanismos que garantizan la responsabilidad política para no quedar en desventaja. Tal vez no sean sociedades armónicas y acogedoras, pero son viables. Sin embargo, he aquí el problema: Canadá y Bélgica funcionan porque las dos cuentan con sólidos sistemas de responsabilidad política. ¿Cómo los adquirieron a pesar de los problemas que las sociedades divididas suelen presentar en materia de provisión de bienes públicos? Dadas su situación geográfica, afinidades culturales y tamaño en relación con sus vecinos, creo que la explicación más probable es que adoptaron la norma vigente en el vecindario. En realidad, los dos países se subieron al carro de las normas desarrolladas en sociedades vecinas que habían forjado un sentimiento nacional más fuerte.
Las sociedades del club de la miseria no tienen vecinos que dispongan de la norma de la responsabilidad política. Dados sus vecinos y las divisiones internas que padecen, no han sido capaces de generar los sólidos sistemas de responsabilidad necesarios para funcionar como Canadá o Bélgica. La estrategia de introducir elecciones democráticas antes de implantar esa exigencia de responsabilidad, o de construir un sentimiento nacional, falla por su base (...) Cuando no existe la posibilidad de pedir cuentas a los gobernantes, la competición electoral impide su introducción a posteriori. La sociedad se vuelve más polarizada y los gobernantes en ejercicio, con tal de aferrarse al poder, emplean estrategias que los obligan a frenar la exigencia de responsabilidad. A menos que los Estados del club de la miseria se conviertan a sí mismos en naciones, van a necesitar algún deus ex machina que introduzca la exigencia de responsabilidad política. La pregunta es, ¿de dónde va a salir ese remedio milagroso? Ha llegado el momento de ese deus ex machina.
(...) Hasta las intervenciones internacionales más limitadas necesitan una justificación, de modo que voy a empezar exponiendo los argumentos a favor de que la comunidad internacional asuma la provisión de los bienes públicos fundamentales. (...) La responsabilidad y la seguridad son vitales: es imposible que un país se desarrolle sin ellos. Hasta ahora, las sociedades del club de la miseria han sido incapaces de procurárselos por sí solas. El camino que ha de recorrer una sociedad para llegar a proporcionarse esos bienes desde dentro es más que arduo. Los héroes que libran esa lucha merecen todo nuestro apoyo, pero la comunidad internacional debería ser más participativa a este respecto. (...) Una mínima intervención podría activar el proceso. Una vez activado, los agentes nacionales podrían -y deberían- sustituir a los internacionales: la asistencia extranjera en la provisión de responsabilidad y seguridad sólo tiene que ser provisional. Hay dos razones por las que estos bienes públicos debería suplirlos la comunidad internacional en lugar de dejar que los proporcione el Gobierno nacional de turno. La primera es que esa provisión interna ha resultado inviable: como ya hemos visto, las sociedades del club de la miseria suelen estar demasiado fragmentadas como para catalizar la acción colectiva necesaria.
(...) Una segunda razón: si tenemos en cuenta que la escala adecuada para calibrar la provisión de bienes públicos no es la población del país en cuestión, sino su economía, el país tipo del club de la miseria es mucho más pequeño de lo que podría parecer. La renta nacional de Luxemburgo es unas cuatro veces superior a la renta nacional media del club de la miseria. Los bienes públicos que en la mayoría de las demás sociedades son nacionales, en los países situados a la cola de la economía mundial son regionales. Lo que en India puede proporcionarse a nivel nacional, en la plétora de Estados que constituyen el África occidental o Asia central tendríamos que suministrarlo regionalmente. Si todo un continente está dividido en un mosaico de países minúsculos, los bienes públicos esenciales brillarán por su ausencia. (...) Por poner un ejemplo concreto, África central reúne las características geográficas ideales para la energía hidroeléctrica: precipitaciones abundantes en toda una extensa región de tierras altas que forma la cuenca del río Congo. El descenso del río hasta el nivel del mar podría generar electricidad para gran parte del continente. El proyecto se contempla desde hace décadas, pero sigue sin acometerse. Por un lado, la República Democrática del Congo no necesita toda esa energía y, por otro, los demás países no están dispuestos a verse a merced del presidente congolés, ni, a decir verdad, de los presidentes de cualquiera de los países por los que tendría que pasar el tendido eléctrico. El exceso de soberanía nacional que embarga a estos presidentes ha provocado fallos de suministro eléctrico en toda la región. Dada su enorme masa continental, África también se presta para el transporte ferroviario. Las potencias coloniales construyeron muchos kilómetros de vías férreas pero, hoy día, quien intente viajar en tren se encontrará con una grave escasez de material rodante. En principio, debería ser fácil costearse su renovación: en cualquier lugar del mundo, una compañía ferroviaria puede obtener financiación ofreciendo como garantía el propio material rodante, como cuando se compra un automóvil a plazos. Pero el material rodante no puede aceptarse como garantía porque podría desaparecer al cruzar la frontera de un país vecino. Es tan escasa la cooperación entre naciones limítrofes en materia policial que, una vez que un tren cruza la frontera, es como si cambiase de planeta. Así pues, por lo que respecta a los bienes públicos, lo pequeño no es bello, ni mucho menos. Un tamaño artificialmente pequeño no sólo limita los beneficios de la provisión estatal, sino que agrava su insuficiencia: cuantos menos beneficios se obtienen, menos incentivos hay para intentar alcanzarlos. (...) Antes de que los lectores a los que más me interesa llegar se indignen y tiren el libro a la basura, permítaseme recalcar que no hago apología del colonialismo y que, desde luego, no deseo que se reinstaure ningún tipo de dominación colonial. (...)
En la actualidad, la discusión sobre la acción internacional está sumamente polarizada. Piénsese en las diferentes opiniones a propósito de Zimbabue. En un extremo, hay voces que reclaman, tanto desde dentro del país -el arzobispo de Bulawayo- como desde fuera -diversos analistas extranjeros-, que la comunidad internacional intervenga militarmente para derrocar a Mugabe. Tony Blair vetó la asistencia del presidente de Zimbabue a la conferencia de la Commonwealth, y Gordon Brown se negó a asistir a la cumbre entre África y la UE porque Mugabe estaba entre los participantes. En el otro extremo tenemos la indignante solidaridad de los presidentes africanos, puesta de manifiesto en la elección de Zimbabue como presidente del comité de derechos humanos de Naciones Unidas. Las tres propuestas que planteo en este libro distan mucho de recurrir a la intervención militar para cambiar de régimen. En mi opinión, los cambios de régimen impuestos desde fuera hurgan en la herida abierta del colonialismo y son una opción poco realista. Pero, por otro lado, también estoy muy lejos de predicar la no interferencia. En un mundo interconectado como el nuestro, la soberanía nacional libre de restricciones conduce irremisiblemente al infierno.
Salvo raras excepciones, los nuevos Estados (africanos) no surgieron como solución a las contiendas que libraban los territorios para garantizar su seguridad. (...) El problema fundamental fue que no se dio ninguno de los dos procesos que habían concurrido en la formación de los Estados modernos: ni surgieron territorios viables en términos de seguridad ni tuvo lugar la creación retrospectiva de una comunidad imaginaria entre los habitantes de esos territorios. Solamente en África había cerca de dos mil grupos etnolingüísticos; si de cada uno de ellos se hacía una nación, su territorio y población serían demasiado pequeños para beneficiarse de las economías de escala de la seguridad, con lo cual serían vulnerables tanto dentro como fuera de sus fronteras. Así pues, aunque los Estados que surgieron de la noche a la mañana tras la disolución de los imperios coloniales eran sociedades antiguas, con múltiples y arraigadas lealtades étnicas, por lo general carecían de lealtad nacional: la gente, ante todo, se debía a su grupo étnico.
Esta fidelidad étnica representa un serio impedimento para la provisión de bienes públicos. Todo lo público no es más que un botín al alcance del más oportunista, una fuente de recursos en teoría comunes pero cuyo control termina ejerciendo el vencedor de la lucha política entre los diversos grupos étnicos. La forma más eficaz de superar este problema sería seguir el modelo anterior de construcción nacional, esto es: socavar progresivamente las identidades étnicas y sustituirlas por una identidad nacional. Uno de los motivos por los que la cuestión étnica avergüenza a muchos africanos es que se considera un atavismo, la antítesis de la modernidad. Lo más seguro es que con el tiempo, a medida que la modernización avance, termine perdiendo toda vigencia. La idea es tranquilizadora, pero lo tranquilizador no tiene por qué ser verdadero. Nada puede sustituir a la realidad de los hechos, y, a juzgar por la encuesta sobre actitudes que ha llevado a cabo recientemente el Afrobarómetro en nueve países africanos, los hechos no invitan al optimismo. Según la encuesta, las personas con cierta formación académica se identifican más con su filiación étnica. Lo mismo ocurre con los que trabajan como asalariados, en contraposición a quienes se dedican a la tradicional actividad agrícola, y con aquéllos que han tenido alguna experiencia de movilización política. Así pues, el desarrollo, con sus derivados de educación, empleos remunerados y competición electoral, en lugar de rebajar la relevancia de la diversidad étnica la está acentuando. (...)
Empecé a pensar con más detenimiento en la política fiscal de los gobernantes corruptos. Supongamos que el lector fuese Mobutu, el dictador del Zaire: ¿qué carga tributaria impondría a sus súbditos? Se me ocurrió que los impuestos moderados tal vez fuesen una estrategia deliberada. Está claro que Mobutu quería ingresar más dinero y que, además, solía andar bastante apurado de efectivo. El dictador zaireño no amasó una gran fortuna: los caudales que distraía del erario público iban destinados a comprar la lealtad de su enorme séquito. Su principal fuente de ingresos había sido el cobro de comisiones a las compañías que extraían los recursos naturales del país pero, una vez que las hubo sangrado hasta dejarlas poco menos que en la ruina, no optó por subir los impuestos ordinarios, sino que echó mano de la fábrica de moneda, la misma solución que se le ha ocurrido a Mugabe. La hiperinflación es una modalidad tributaria muy productiva, y lo mejor que tiene es que la gente no la ve como tal, cuando, en realidad, es un impuesto que grava la posesión de dinero. (...)
Pensemos en el típico ciudadano que gana un salario mensual y se lo gasta de modo constante a lo largo del mes. Dado que, por término medio, estará en posesión del equivalente a dos semanas de sueldo en efectivo, la inflación del 50% le arrebata el equivalente a una semana. Teniendo en cuenta que la historia se repite cada mes, al cabo de un año el gravamen le habrá privado de un 25% de la renta. No está nada mal para un impuesto que la gente no ve como tal. La razón por la cual la hiperinflación no es más habitual es que las rentas no son infinitas. Conforme la gente se acostumbra a la inflación elevada, descubren formas de retener menos dinero en relación al que gastan: por ejemplo, en cuanto reciben el salario, compran el máximo posible. Por eso las hiperinflaciones son explosivas y terminan mal. Tanto Mobutu como Mugabe solamente las usaron como último recurso.
(...) En Zimbabue, los precios ya no se duplican cada mes, sino cada semana. Puede que los gobernantes corruptos recelen de los impuestos directos por la oposición que pueden suscitar. No quieren imponer cargas tan elevadas que provoquen una exigencia de responsabilidad imposible de rechazar. De nada sirve obtener cuantiosos ingresos fiscales si luego hay que gastarlos en servicios que benefician a todo el mundo: si los seguidores del gobernante no se ven más recompensados que el resto de la población, no tendrán motivos para seguir siéndole leales. Más impuestos suponen mayor exigencia de responsabilidad.
(...) El Gobierno del club de la miseria con un presupuesto de defensa más elevado era Angola, que en un momento dado llegó a destinar el 20% de su PIB a gastos militares. Sin embargo carecía de sistema fiscal interno, y hoy es uno de los Gobiernos menos responsables del club de la miseria. Entonces, ¿cuáles son las opciones realistas? Sin duda, la mejor estrategia es la que adoptó Julius Nyerere, el presidente de Tanzania: un liderazgo político capaz de forjar un sentimiento de identidad nacional. Lo increíble es que Nyerere lo logró sin recurrir a la idea de un vecino enemigo; es más, puso tanto énfasis en el panafricanismo como en la identidad nacional. Entusiasmados como estamos por el multiculturalismo -y atormentados por el sentimiento de culpa-, tal vez hayamos olvidado que los derechos de las minorías se basan en sistemas políticos que dependen de la formación previa de un sentimiento primordial de nacionalidad común. En algunas sociedades es posible que el proceso político de polarización étnica haya ido tan lejos que la única solución sea dividirlas en Estados independientes. Ahora bien, se trata de una vía que fácilmente podría provocar una proliferación de Estados minúsculos. Pensemos en el último candidato a la categoría de Estado, Kosovo, un territorio diminuto y marcado por la guerra, sin salida al mar y con escasos recursos naturales. En sus inmediaciones hay otros tres territorios minúsculos que reclaman la independencia y probablemente aduzcan el caso de Kosovo como precedente: Abjazia, de 200.000 habitantes; Osetia del Sur, con 70.000 habitantes y sin salida al mar; y Transnistria, con 550.000 habitantes y sin salida al mar. A nivel mundial, según el último recuento, son setenta los territorios que reclaman la independencia; comparado con la mayoría de ellos, el condado británico de Yorkshire parece enorme.
Si la construcción nacional es inviable, quizá Canadá y Bélgica podrían representar una alternativa: dos ejemplos de Estados fuertes en sociedades con un sentimiento de identidad nacional débil en relación con el sentimiento de identidad subgrupal. Sus habitantes se identifican tan poco con la comunidad nacional que, de manera periódica, ambas sociedades coquetean con la posibilidad de fragmentarse en Estados diferentes. No obstante, los dos países funcionan estupendamente: Canadá encabeza el Índice de Desarrollo Humano, y Bélgica es uno de los países más ricos de Europa. Sus potentes identidades subnacionales cohabitan sin problemas dentro de un mismo Estado gracias a un sólido sistema de responsabilidad política: los frenos y contrapesos garantizan que, a pesar de la rivalidad entre los grupos, el Estado federal se mantenga imparcial. En lugar de basarse en un sentimiento común de pertenencia a una misma nación, el Estado funciona porque los grupos que lo componen sospechan el uno del otro, y se sirven de los mecanismos que garantizan la responsabilidad política para no quedar en desventaja. Tal vez no sean sociedades armónicas y acogedoras, pero son viables. Sin embargo, he aquí el problema: Canadá y Bélgica funcionan porque las dos cuentan con sólidos sistemas de responsabilidad política. ¿Cómo los adquirieron a pesar de los problemas que las sociedades divididas suelen presentar en materia de provisión de bienes públicos? Dadas su situación geográfica, afinidades culturales y tamaño en relación con sus vecinos, creo que la explicación más probable es que adoptaron la norma vigente en el vecindario. En realidad, los dos países se subieron al carro de las normas desarrolladas en sociedades vecinas que habían forjado un sentimiento nacional más fuerte.
Las sociedades del club de la miseria no tienen vecinos que dispongan de la norma de la responsabilidad política. Dados sus vecinos y las divisiones internas que padecen, no han sido capaces de generar los sólidos sistemas de responsabilidad necesarios para funcionar como Canadá o Bélgica. La estrategia de introducir elecciones democráticas antes de implantar esa exigencia de responsabilidad, o de construir un sentimiento nacional, falla por su base (...) Cuando no existe la posibilidad de pedir cuentas a los gobernantes, la competición electoral impide su introducción a posteriori. La sociedad se vuelve más polarizada y los gobernantes en ejercicio, con tal de aferrarse al poder, emplean estrategias que los obligan a frenar la exigencia de responsabilidad. A menos que los Estados del club de la miseria se conviertan a sí mismos en naciones, van a necesitar algún deus ex machina que introduzca la exigencia de responsabilidad política. La pregunta es, ¿de dónde va a salir ese remedio milagroso? Ha llegado el momento de ese deus ex machina.
(...) Hasta las intervenciones internacionales más limitadas necesitan una justificación, de modo que voy a empezar exponiendo los argumentos a favor de que la comunidad internacional asuma la provisión de los bienes públicos fundamentales. (...) La responsabilidad y la seguridad son vitales: es imposible que un país se desarrolle sin ellos. Hasta ahora, las sociedades del club de la miseria han sido incapaces de procurárselos por sí solas. El camino que ha de recorrer una sociedad para llegar a proporcionarse esos bienes desde dentro es más que arduo. Los héroes que libran esa lucha merecen todo nuestro apoyo, pero la comunidad internacional debería ser más participativa a este respecto. (...) Una mínima intervención podría activar el proceso. Una vez activado, los agentes nacionales podrían -y deberían- sustituir a los internacionales: la asistencia extranjera en la provisión de responsabilidad y seguridad sólo tiene que ser provisional. Hay dos razones por las que estos bienes públicos debería suplirlos la comunidad internacional en lugar de dejar que los proporcione el Gobierno nacional de turno. La primera es que esa provisión interna ha resultado inviable: como ya hemos visto, las sociedades del club de la miseria suelen estar demasiado fragmentadas como para catalizar la acción colectiva necesaria.
(...) Una segunda razón: si tenemos en cuenta que la escala adecuada para calibrar la provisión de bienes públicos no es la población del país en cuestión, sino su economía, el país tipo del club de la miseria es mucho más pequeño de lo que podría parecer. La renta nacional de Luxemburgo es unas cuatro veces superior a la renta nacional media del club de la miseria. Los bienes públicos que en la mayoría de las demás sociedades son nacionales, en los países situados a la cola de la economía mundial son regionales. Lo que en India puede proporcionarse a nivel nacional, en la plétora de Estados que constituyen el África occidental o Asia central tendríamos que suministrarlo regionalmente. Si todo un continente está dividido en un mosaico de países minúsculos, los bienes públicos esenciales brillarán por su ausencia. (...) Por poner un ejemplo concreto, África central reúne las características geográficas ideales para la energía hidroeléctrica: precipitaciones abundantes en toda una extensa región de tierras altas que forma la cuenca del río Congo. El descenso del río hasta el nivel del mar podría generar electricidad para gran parte del continente. El proyecto se contempla desde hace décadas, pero sigue sin acometerse. Por un lado, la República Democrática del Congo no necesita toda esa energía y, por otro, los demás países no están dispuestos a verse a merced del presidente congolés, ni, a decir verdad, de los presidentes de cualquiera de los países por los que tendría que pasar el tendido eléctrico. El exceso de soberanía nacional que embarga a estos presidentes ha provocado fallos de suministro eléctrico en toda la región. Dada su enorme masa continental, África también se presta para el transporte ferroviario. Las potencias coloniales construyeron muchos kilómetros de vías férreas pero, hoy día, quien intente viajar en tren se encontrará con una grave escasez de material rodante. En principio, debería ser fácil costearse su renovación: en cualquier lugar del mundo, una compañía ferroviaria puede obtener financiación ofreciendo como garantía el propio material rodante, como cuando se compra un automóvil a plazos. Pero el material rodante no puede aceptarse como garantía porque podría desaparecer al cruzar la frontera de un país vecino. Es tan escasa la cooperación entre naciones limítrofes en materia policial que, una vez que un tren cruza la frontera, es como si cambiase de planeta. Así pues, por lo que respecta a los bienes públicos, lo pequeño no es bello, ni mucho menos. Un tamaño artificialmente pequeño no sólo limita los beneficios de la provisión estatal, sino que agrava su insuficiencia: cuantos menos beneficios se obtienen, menos incentivos hay para intentar alcanzarlos. (...) Antes de que los lectores a los que más me interesa llegar se indignen y tiren el libro a la basura, permítaseme recalcar que no hago apología del colonialismo y que, desde luego, no deseo que se reinstaure ningún tipo de dominación colonial. (...)
En la actualidad, la discusión sobre la acción internacional está sumamente polarizada. Piénsese en las diferentes opiniones a propósito de Zimbabue. En un extremo, hay voces que reclaman, tanto desde dentro del país -el arzobispo de Bulawayo- como desde fuera -diversos analistas extranjeros-, que la comunidad internacional intervenga militarmente para derrocar a Mugabe. Tony Blair vetó la asistencia del presidente de Zimbabue a la conferencia de la Commonwealth, y Gordon Brown se negó a asistir a la cumbre entre África y la UE porque Mugabe estaba entre los participantes. En el otro extremo tenemos la indignante solidaridad de los presidentes africanos, puesta de manifiesto en la elección de Zimbabue como presidente del comité de derechos humanos de Naciones Unidas. Las tres propuestas que planteo en este libro distan mucho de recurrir a la intervención militar para cambiar de régimen. En mi opinión, los cambios de régimen impuestos desde fuera hurgan en la herida abierta del colonialismo y son una opción poco realista. Pero, por otro lado, también estoy muy lejos de predicar la no interferencia. En un mundo interconectado como el nuestro, la soberanía nacional libre de restricciones conduce irremisiblemente al infierno.
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