Los mil rostros del erotismo. JULIA LUZÁN EL PAIS SEMANAL - 04-10-2009
Un tesoro de mujeres excepcionales nos ha legado la cultura griega. El dolor, la fidelidad, la justicia, la alegría, la belleza, la amistad, la bondad, llenan las páginas de la épica o la tragedia y a las que “no muerde el diente envidioso del tiempo”. Esos sentimientos ideales los encarnan personajes femeninos que han llegado vivos hasta nuestros días como Ifigenia, Helena, Creusa, Calipso, Fedra, Danae, Antígona, Penélope, Electra, Nausicaa, Dafne, Casandra.
Pero entre estas maravillosas mujeres aparece una genial desconocida de la que sólo sabemos su existencia por El banquete, de Platón, esa obra maestra sobre el amor. Su nombre es Diotima, “la extranjera de Mantinea”, que destaca entre todos los personajes femeninos que pueblan este fabuloso universo, este Partenón ideal. De Antígona, Nausicaa, Helena, sabemos sus historias, lo que hicieron y padecieron. A Diotima la cerca un gran silencio. Sólo muchos siglos después aparece una Diotima luminosa y amorosa en el Hiperion de Hölderlin. Ninguna otra referencia encontramos en la literatura griega, y se supone que, como la Dulcinea cervantina, fue ese nombre “músico y peregrino” también un invento de Platón.
Es sorprendente que en boca de esa misteriosa mujer aparezca la primera interpretación y teoría del Eros. El dios del amor llena con sus hazañas toda la literatura griega, pero es precisamente en El banquete, en el que varios hombres intentan definir el origen y sentido del Eros, donde brilla el discurso y la interpretación de la clarividente mujer.
En el diálogo platónico hay, como es sabido, varios discursos explicando el fenómeno amoroso. Por ejemplo, el de Aristófanes donde se cuenta la historia de una naturaleza humana hecha de extraños seres con cuatro brazos, cuatro piernas, dos órganos sexuales y dos rostros. A esos seres redondos de extraordinaria fuerza e inteligencia, los dioses, por temor a su poder, los partieron en dos. Tal fractura es la razón de que esos seres rotos anden continuamente buscando la mitad perdida. La característica esencial de la vida será, pues, esa sustancial insuficiencia. No somos autárquicos: necesitamos del mundo que nos rodea y de los otros seres que nos acompañan en el camino. Una necesidad que se manifiesta en el amor como expresión de la natural pobreza. Lo mismo que las palabras nos hacen animales distintos de los otros mamíferos y nos posibilitan la mutua comunicación y comprensión a través del universo ideal del lenguaje, el amor nos empuja a otra forma de identificación a través de los múltiples reclamos del bien y la belleza en el cálido universo afectivo de los sentimientos.
diotima, “que me enseñó las cosas del eros”, según recuerda Sócrates, añade varios matices fundamentales a todo lo que han dicho quienes hablaron antes que ella. La extranjera de Mantinea cuenta, además, el origen de este dios o daimon que “no es ni bello ni feo, ni bueno ni malo”, sino algo intermedio –metaxy– entre los dioses y los humanos. Y precisamente en ese carácter de mediador radica la fuerza de Eros, que levanta en los mortales un impulso hacia la hermosura, hacia el bien, hacia la sabiduría. Los dioses no filosofan, “porque ya tienen el saber”. Tampoco, refiere Diotima, filosofan los ignorantes, porque la ignorancia en la que están sumidos les impide añorar el saber que se hace presente como filosofía, como forma incesante de amor, de tendencia y apego al verdadero conocimiento de la naturaleza que somos, de la naturaleza en la que estamos. La ignorancia es el castigo supremo de los hombres, y su reino es el de la oscuridad. Sólo el Eros, como divinidad mediadora, como comunicador de ideas, como alumbrador de miradas y sentimientos, quiere salir de la ignorancia levantando esa inagotable fuente de deseo que embellece e ilumina, a pesar de tantas limitaciones, nuestra siempre admirable condición carnal.
El carácter de mediador lo debe Eros a su propio origen: cuando nació Afrodita, los dioses celebraron también un banquete. Allí llegó a mendigar Penía, la pobreza. Poros, el hijo de Metis, diosa de la prudencia, del saber y de la astucia, “entró embriagado en el jardín de Zeus y se durmió”. Penía, ansiosa por salir de su miseria, se acostó junto a Poros y engendró a Eros con él.
esta tensión continua, esta búsqueda de unión y de compañía, esta lucha entre la pobreza y la riqueza, entre la muerte y la pervivencia, arranca del supuesto desequilibrio en el nacimiento de Eros. Como hijo de la pobreza, está lleno de necesidades, “vive al borde de los caminos” y anda siempre, en su desamparo, buscando cobijo; mas por parte de su padre “está al acecho de lo bello y de lo bueno y es ávido de sabiduría”. Un seguidor eterno de aquello a lo que aspira. Esa búsqueda es, precisamente, lo que da sentido al vivir. La tensión amorosa engaña a los seres humanos haciéndoles creer que va a ser definitivamente suyo aquello a lo que aspiran. Un engaño que, paradójicamente, da aliento y felicidad, porque aunque la indigencia se mantenga a lo largo de cada tiempo, esa insistencia del deseo en el pervivir es una forma memoriosa de dicha.
El Eros nos hace salir de nosotros mismos, nos arranca de la soledad y nos inserta en un mundo distinto y perenne donde la efímera individualidad se alza hasta la verdad y la belleza “con lo que todo bueno está emparentado”. Ese ascenso es una muestra de cómo en el desvelo amoroso, sometido a la propia estructura corporal, brota la esperanza que es, en el río del amor y la memoria, la forma humana de eternidad. Todo lo otro que ha montado el gran engaño de la ignorancia es pura miseria y, en el peor de los casos, pura perversión lastimosa del inabarcable territorio del amor. “En él sí que merece la pena vivir”, dijo la mujer de Mantinea. P
uando Picasso se apeó del tren en la estación D’Orsay, en París, un 25 de octubre de 1900, el “ángel y demonio”, como lo describía su madre, ni se imaginaba lo que llegaría a escandalizar al mundo con sus obras francamente sexuales, sin tapujos. Exploraba la mentalidad primitiva y pintaba como hacía el amor, sin freno. “Un cuadro es una suma de destrucciones”, diría. Cuando los años frenaron su vigor, hizo del Minotauro el objetivo sexual de su obra. Se convirtió en un voyeur que dibujaba vaginas en primer plano, mosqueteros a un lado, y a él, el lascivo pintor, mirando con placer aquellos éxtasis sexuales. Como Picasso, otros muchos artistas han reflejado las inquietudes eróticas en sus obras, las realidades ocultas que dominaban los “inframundos”, según Freud. Porque no se trataba de “esculpir cadáveres”, como decía Brancusi. Y esa carnalidad fue lo que reflejó Manet en un gran óleo, Olympia (1865), una mujer de la vida alardeando de su poderío. El siglo XIX se despedía en Francia con algo parecido a la fiebre del destape que barrió España en los ochenta, tras la muerte del general Franco.
Georges Bataille, el escritor que se codeaba con Sartre, Malraux o Beauvoir, canalizó más tarde, en los años en que París se lamía las heridas de la II Guerra Mundial, aquellos sentimientos en un libro, Las lágrimas de Eros, una digresión acerca del amor y la muerte: “Un primer paso de abrir la conciencia a la identidad del orgasmo –la petite mort (la pequeña muerte)– y de la muerte definitiva”.
Guillermo Solana (Madrid, 1960), director artístico del Thyssen-Bornemisza, ha tirado de ese pequeño hilo que separa el placer del dolor –“un tema que me interesaba desde hace años”– y ha comisariado la exposición que inaugura la temporada en el museo. Ha tomado prestado el título de Bataille para mostrar, a través de 120 obras, entre pinturas, esculturas, fotografías y vídeos, todas las perversiones, fetichismos y transgresiones sexuales que idean nuestras mentes. Solana celebra su cuarto año al frente del Thyssen “con algo más innovador que lo que he hecho hasta ahora. También más arriesgado, porque puede no gustarle nada a la gente, pero me interesa provocar un debate”.
Las lágrimas de Eros será una de las grandes exposiciones de la temporada. Desde su anuncio, el blog del museo se ha ido llenando de comentarios expectantes. “Será una muestra imaginativa, muy posmoderna, en el sentido de que todo va a convivir con todo, pintura antigua, del XIX, fotografía contemporánea, escultura, vídeo. Teníamos una deuda pendiente con la creación contemporánea, y ésta es una manera de dialogar con el pasado”.
El pintor Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca, 1998) hablaba a finales de los años noventa, en su ensayo La belleza obscena, de cómo en las artes plásticas ha existido siempre el desnudo, pero, al contrario que en las pinturas orientales, en Occidente nunca se reflejaba la copulación ni el deseo. Los pretextos mitológicos y religiosos mantuvieron apartada la contemplación libidinosa de obras con fuerte carga erótica. Estaban ahí, pero nadie se daba por enterado. Las obras se colgaban en los museos muy altas o se escondían en salas oscuras. Por ejemplo, de 1827 a 1838, las salas del Prado donde se exhibían figuras de desnudos tenían el acceso restringido. En Londres, una sufragista inglesa acuchilló la Venus del espejo, de Velázquez, incapaz de soportar tanta belleza, y no hace mucho, en marzo de 2008, el cartel de una exposición sobre Cranach en la Royal Academy de Londres que mostraba una Venus cubierta sólo por un velo transparente fue vetado en el metro de Londres por impúdico.
Guillermo Solana ha dividido Las lágrimas de Eros en 12 apartados que van desde la tentación hasta el sacrificio, la aniquilación y la muerte. “He tratado de construir una docena de historias, unas de origen pagano clásico, otras de origen bíblico. Construir una especie de itinerario casi narrativo, desde la tentación, la idea del pecado o de culpa a través de la transgresión. No es sólo una muestra de desnudos y no es una exposición muy explícita por varias razones. Porque ésta es una casa conservadora y he ido todo lo lejos que se podía ir, y porque aunque el Patronato del Thyssen no lo viera mal, el público podría quedarse noqueado”.
Asegura Solana que su intención no ha sido la de epatar, sino hacer una exposición amable, apta para menores y personas sensibles. La perversidad que sugieren a veces las imágenes necesita una reflexión que sólo puede captar una mente adulta. Las fotografías de niñas de Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, hoy habrían sido consideradas como surgidas de una mente enferma. “La muestra pueden venir a verla los padres con sus niños, no se van a sentir escandalizados . Ya hay suficiente grado de erotización en los medios visuales. Los anuncios de Dolce & Gabbana o de Calvin Klein, por ejemplo, son mucho más audaces que lo que nosotros expondremos”.
En la muestra se expondrán obras de Bronzino, Reni, Ribera, Giordano, Rubens, Toulouse-Lautrec, Cézanne, Gauguin, Rousseau, Moreau, Corot, Courbet, Munch, Man Ray, Dalí, Magritte, Warhol, Saura; fotógrafos como James White, Mapplethorpe, Nam Goldin o Avedon, entre otros, además de dos importantes grabados de una de las últimas series de Picasso que muestran el tema del voyeurismo que cultivó el artista malagueño en su senilidad sexual.
La Olympia de Manet despertó el erotismo en Francia, levantó la veda. Reinterpretó un mito clásico, el de Venus convertida en una mujer con el oficio más viejo del mundo. Dice Solana que esa audacia que tuvo Manet de poner el mito erótico al alcance de todos está en el fondo de Las lágrimas de Eros. “El XIX es, en cierto modo, la base de la exposición. En este siglo, el arte interpretó los mitos con perversión, quizá porque las costumbres, los usos sociales, estaban más reprimidos. Las interpretaciones homo-eróticas y sado-masoquistas más fuertes de la figura de San Sebastián proceden del periodo victoriano, y las representaciones de la figura de Andrómeda encadenada en las que se muestra como una figura de bondage [dominación y sado-masoquismo] son igualmente de ese mismo periodo”.
Cada capítulo de la exposición está dedicado a un mito: el nacimiento de Venus, por ejemplo, abre la primera sala con una imagen bellísima pintada por Amaury-Duval en 1862. Es el mito de Afrodita nacida cuando Cronos, el padre de Urano, cortó a su hijo los genitales, que cayeron al mar, y de aquel esperma, la espuma del mar, nació Venus. Están también presentes los temas de Eva y la serpiente, las esfinges y sirenas, las tentaciones de San Antonio, el martirio de San Sebastián, Andrómeda encadenada, el beso, Apolo y Jacinto, el sueño de Endimión, Cleopatra o la agonía voluptuosa, Magdalena penitente y cazadores de cabezas. “Aparte hay un hilo conductor, no explícito, que unifica visualmente la exposición. Las olas, el agua, son un símbolo erótico que recorre todo, desde el principio hasta el fin. El erotismo viene del agua y vuelve al agua”.
El montaje de Las lágrimas de Eros es arriesgado. Solana ha querido que en cada sala se expongan juntas obras barrocas o renacentistas con otras contemporáneas. “Deseo que la gente vea a los artistas de ahora poniéndolos en un contexto clásico. Porque Eros y Tánatos siempre vuelven al arte. Será una exposición transparente para que el público, de una ojeada, se dé cuenta inmediatamente de qué va. Es una exposición popular, no erudita, sino de cosas que todo el mundo conoce aunque sea intuitivamente”.
La imagen del jugador de fútbol David Beckham es un ejemplo de los que afirma el comisario de la muestra, el contacto entre el mundo real y el clásico. Beckham aparece dormido en un vídeo de la artista británica Sam Taylor-Wood. “Me sedujo la idea de una mirada de mujer, como la de Diana que le pide a Zeus que le dé el sueño eterno a Endimión para poder contemplarlo siempre. Ese voyeurismo femenino me pareció que entroncaba perfectamente con lo que yo quería. Hay varias celebrities en la exposición, y no es por el deseo de atraer a la gente, sino porque creo que los famosos actúan como los mitos clásicos. Los grandes sex symbols tienen para nosotros el poder que para los antiguos tenía la figura de Afrodita, y no es casualidad que artistas contemporáneos, como el escultor británico Marc Quinn, realice una Venus con los rasgos de Kate Moss. En esa línea están las Evas de James Wait y Avedon que eligen cuerpos reconocibles, como el de Rachel Weisz o Nastassja Kinski”.
Las imágenes de Andrómeda o de san Sebastián aparecen en el arte desde la antigüedad, pero en el Renacimiento se transforman, desprenden pasión, erotismo. La Contrarreforma intentó reprimir la voluptuosidad que desprendían las figuras de los santos sin éxito. Vasari, el historiador del arte del Renacimiento, cuenta cómo un san Sebastián pintado por Fra Bartolomeo para el convento de San Marcos, en Florencia, turbaba tanto a las señoras con pensamientos impuros que los monjes cortaron por lo sano y descolgaron la obra. Idéntica inquietud sexual recorría las Magdalenas de Tiziano, o de Lucas Giordano, o la de santa Teresa esculpida por Bernini, de la que Des Brosses, un noble francés del siglo XVII, afirmó: “Si esto es el amor divino, yo lo conozco bien”. “En la exposición. dice Solana, mostramos un san Sebastián de Bernini muy voluptuoso. Es una pieza que estuvo en el Thyssen durante años y que pertenece a uno de los hijos del barón. Hemos conseguido que regrese y se quedará en depósito en el museo”.
Fetichismo, exhibicionismo y una cierta dosis de provocación conviven en la exposición, aunque, como señala Solana, “a estas alturas ya no provoca nada el hecho de combinar en términos de igualdad la mirada heterosexual y homosexual. Todo está en el gran Arte, no me lo he inventado yo. Por ejemplo, muchos se asombran cuando explico a los visitantes de la colección del Thyssen que el Jacinto de Tiépolo que tenemos es una pintura gay hecha en el siglo XVIII. Todo está en la mitología primero y luego en la pintura clásica. Pero nos hemos acostumbrado a apartar la vista, a no darnos cuenta”. Y cuenta algo sorprendente: “En el vestíbulo del museo hay un mármol de Rodin que representa a una Magdalena desnuda abrazando a Cristo crucificado. Es una de las primeras piezas de la colección encargada por el barón August Thyssen, el patriarca de la familia, al propio Rodin. Esa obra no se exhibió en ninguna parte por su contenido blasfemo. Y nadie de los millones de visitantes del museo ha protestado ni hecho la más mínima observación. ¿Por qué? Porque es de Rodin. Si mostráramos una foto con esas mismas características, sería irreverente. El gran Arte ha disfrutado del privilegio de hacer que la violencia más monstruosa o el erotismo más explícito fuera admisible”.
Y por si alguien no quiere ver en una exposición lo que su imaginación desea, en otras salas del Thyssen se expondrá al mismo tiempo la obra de Fantin Latour, “así que a quien no le guste Eros se puede refugiar en la otra”, dice Solana.
Un tesoro de mujeres excepcionales nos ha legado la cultura griega. El dolor, la fidelidad, la justicia, la alegría, la belleza, la amistad, la bondad, llenan las páginas de la épica o la tragedia y a las que “no muerde el diente envidioso del tiempo”. Esos sentimientos ideales los encarnan personajes femeninos que han llegado vivos hasta nuestros días como Ifigenia, Helena, Creusa, Calipso, Fedra, Danae, Antígona, Penélope, Electra, Nausicaa, Dafne, Casandra.
Pero entre estas maravillosas mujeres aparece una genial desconocida de la que sólo sabemos su existencia por El banquete, de Platón, esa obra maestra sobre el amor. Su nombre es Diotima, “la extranjera de Mantinea”, que destaca entre todos los personajes femeninos que pueblan este fabuloso universo, este Partenón ideal. De Antígona, Nausicaa, Helena, sabemos sus historias, lo que hicieron y padecieron. A Diotima la cerca un gran silencio. Sólo muchos siglos después aparece una Diotima luminosa y amorosa en el Hiperion de Hölderlin. Ninguna otra referencia encontramos en la literatura griega, y se supone que, como la Dulcinea cervantina, fue ese nombre “músico y peregrino” también un invento de Platón.
Es sorprendente que en boca de esa misteriosa mujer aparezca la primera interpretación y teoría del Eros. El dios del amor llena con sus hazañas toda la literatura griega, pero es precisamente en El banquete, en el que varios hombres intentan definir el origen y sentido del Eros, donde brilla el discurso y la interpretación de la clarividente mujer.
En el diálogo platónico hay, como es sabido, varios discursos explicando el fenómeno amoroso. Por ejemplo, el de Aristófanes donde se cuenta la historia de una naturaleza humana hecha de extraños seres con cuatro brazos, cuatro piernas, dos órganos sexuales y dos rostros. A esos seres redondos de extraordinaria fuerza e inteligencia, los dioses, por temor a su poder, los partieron en dos. Tal fractura es la razón de que esos seres rotos anden continuamente buscando la mitad perdida. La característica esencial de la vida será, pues, esa sustancial insuficiencia. No somos autárquicos: necesitamos del mundo que nos rodea y de los otros seres que nos acompañan en el camino. Una necesidad que se manifiesta en el amor como expresión de la natural pobreza. Lo mismo que las palabras nos hacen animales distintos de los otros mamíferos y nos posibilitan la mutua comunicación y comprensión a través del universo ideal del lenguaje, el amor nos empuja a otra forma de identificación a través de los múltiples reclamos del bien y la belleza en el cálido universo afectivo de los sentimientos.
diotima, “que me enseñó las cosas del eros”, según recuerda Sócrates, añade varios matices fundamentales a todo lo que han dicho quienes hablaron antes que ella. La extranjera de Mantinea cuenta, además, el origen de este dios o daimon que “no es ni bello ni feo, ni bueno ni malo”, sino algo intermedio –metaxy– entre los dioses y los humanos. Y precisamente en ese carácter de mediador radica la fuerza de Eros, que levanta en los mortales un impulso hacia la hermosura, hacia el bien, hacia la sabiduría. Los dioses no filosofan, “porque ya tienen el saber”. Tampoco, refiere Diotima, filosofan los ignorantes, porque la ignorancia en la que están sumidos les impide añorar el saber que se hace presente como filosofía, como forma incesante de amor, de tendencia y apego al verdadero conocimiento de la naturaleza que somos, de la naturaleza en la que estamos. La ignorancia es el castigo supremo de los hombres, y su reino es el de la oscuridad. Sólo el Eros, como divinidad mediadora, como comunicador de ideas, como alumbrador de miradas y sentimientos, quiere salir de la ignorancia levantando esa inagotable fuente de deseo que embellece e ilumina, a pesar de tantas limitaciones, nuestra siempre admirable condición carnal.
El carácter de mediador lo debe Eros a su propio origen: cuando nació Afrodita, los dioses celebraron también un banquete. Allí llegó a mendigar Penía, la pobreza. Poros, el hijo de Metis, diosa de la prudencia, del saber y de la astucia, “entró embriagado en el jardín de Zeus y se durmió”. Penía, ansiosa por salir de su miseria, se acostó junto a Poros y engendró a Eros con él.
esta tensión continua, esta búsqueda de unión y de compañía, esta lucha entre la pobreza y la riqueza, entre la muerte y la pervivencia, arranca del supuesto desequilibrio en el nacimiento de Eros. Como hijo de la pobreza, está lleno de necesidades, “vive al borde de los caminos” y anda siempre, en su desamparo, buscando cobijo; mas por parte de su padre “está al acecho de lo bello y de lo bueno y es ávido de sabiduría”. Un seguidor eterno de aquello a lo que aspira. Esa búsqueda es, precisamente, lo que da sentido al vivir. La tensión amorosa engaña a los seres humanos haciéndoles creer que va a ser definitivamente suyo aquello a lo que aspiran. Un engaño que, paradójicamente, da aliento y felicidad, porque aunque la indigencia se mantenga a lo largo de cada tiempo, esa insistencia del deseo en el pervivir es una forma memoriosa de dicha.
El Eros nos hace salir de nosotros mismos, nos arranca de la soledad y nos inserta en un mundo distinto y perenne donde la efímera individualidad se alza hasta la verdad y la belleza “con lo que todo bueno está emparentado”. Ese ascenso es una muestra de cómo en el desvelo amoroso, sometido a la propia estructura corporal, brota la esperanza que es, en el río del amor y la memoria, la forma humana de eternidad. Todo lo otro que ha montado el gran engaño de la ignorancia es pura miseria y, en el peor de los casos, pura perversión lastimosa del inabarcable territorio del amor. “En él sí que merece la pena vivir”, dijo la mujer de Mantinea. P
uando Picasso se apeó del tren en la estación D’Orsay, en París, un 25 de octubre de 1900, el “ángel y demonio”, como lo describía su madre, ni se imaginaba lo que llegaría a escandalizar al mundo con sus obras francamente sexuales, sin tapujos. Exploraba la mentalidad primitiva y pintaba como hacía el amor, sin freno. “Un cuadro es una suma de destrucciones”, diría. Cuando los años frenaron su vigor, hizo del Minotauro el objetivo sexual de su obra. Se convirtió en un voyeur que dibujaba vaginas en primer plano, mosqueteros a un lado, y a él, el lascivo pintor, mirando con placer aquellos éxtasis sexuales. Como Picasso, otros muchos artistas han reflejado las inquietudes eróticas en sus obras, las realidades ocultas que dominaban los “inframundos”, según Freud. Porque no se trataba de “esculpir cadáveres”, como decía Brancusi. Y esa carnalidad fue lo que reflejó Manet en un gran óleo, Olympia (1865), una mujer de la vida alardeando de su poderío. El siglo XIX se despedía en Francia con algo parecido a la fiebre del destape que barrió España en los ochenta, tras la muerte del general Franco.
Georges Bataille, el escritor que se codeaba con Sartre, Malraux o Beauvoir, canalizó más tarde, en los años en que París se lamía las heridas de la II Guerra Mundial, aquellos sentimientos en un libro, Las lágrimas de Eros, una digresión acerca del amor y la muerte: “Un primer paso de abrir la conciencia a la identidad del orgasmo –la petite mort (la pequeña muerte)– y de la muerte definitiva”.
Guillermo Solana (Madrid, 1960), director artístico del Thyssen-Bornemisza, ha tirado de ese pequeño hilo que separa el placer del dolor –“un tema que me interesaba desde hace años”– y ha comisariado la exposición que inaugura la temporada en el museo. Ha tomado prestado el título de Bataille para mostrar, a través de 120 obras, entre pinturas, esculturas, fotografías y vídeos, todas las perversiones, fetichismos y transgresiones sexuales que idean nuestras mentes. Solana celebra su cuarto año al frente del Thyssen “con algo más innovador que lo que he hecho hasta ahora. También más arriesgado, porque puede no gustarle nada a la gente, pero me interesa provocar un debate”.
Las lágrimas de Eros será una de las grandes exposiciones de la temporada. Desde su anuncio, el blog del museo se ha ido llenando de comentarios expectantes. “Será una muestra imaginativa, muy posmoderna, en el sentido de que todo va a convivir con todo, pintura antigua, del XIX, fotografía contemporánea, escultura, vídeo. Teníamos una deuda pendiente con la creación contemporánea, y ésta es una manera de dialogar con el pasado”.
El pintor Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca, 1998) hablaba a finales de los años noventa, en su ensayo La belleza obscena, de cómo en las artes plásticas ha existido siempre el desnudo, pero, al contrario que en las pinturas orientales, en Occidente nunca se reflejaba la copulación ni el deseo. Los pretextos mitológicos y religiosos mantuvieron apartada la contemplación libidinosa de obras con fuerte carga erótica. Estaban ahí, pero nadie se daba por enterado. Las obras se colgaban en los museos muy altas o se escondían en salas oscuras. Por ejemplo, de 1827 a 1838, las salas del Prado donde se exhibían figuras de desnudos tenían el acceso restringido. En Londres, una sufragista inglesa acuchilló la Venus del espejo, de Velázquez, incapaz de soportar tanta belleza, y no hace mucho, en marzo de 2008, el cartel de una exposición sobre Cranach en la Royal Academy de Londres que mostraba una Venus cubierta sólo por un velo transparente fue vetado en el metro de Londres por impúdico.
Guillermo Solana ha dividido Las lágrimas de Eros en 12 apartados que van desde la tentación hasta el sacrificio, la aniquilación y la muerte. “He tratado de construir una docena de historias, unas de origen pagano clásico, otras de origen bíblico. Construir una especie de itinerario casi narrativo, desde la tentación, la idea del pecado o de culpa a través de la transgresión. No es sólo una muestra de desnudos y no es una exposición muy explícita por varias razones. Porque ésta es una casa conservadora y he ido todo lo lejos que se podía ir, y porque aunque el Patronato del Thyssen no lo viera mal, el público podría quedarse noqueado”.
Asegura Solana que su intención no ha sido la de epatar, sino hacer una exposición amable, apta para menores y personas sensibles. La perversidad que sugieren a veces las imágenes necesita una reflexión que sólo puede captar una mente adulta. Las fotografías de niñas de Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, hoy habrían sido consideradas como surgidas de una mente enferma. “La muestra pueden venir a verla los padres con sus niños, no se van a sentir escandalizados . Ya hay suficiente grado de erotización en los medios visuales. Los anuncios de Dolce & Gabbana o de Calvin Klein, por ejemplo, son mucho más audaces que lo que nosotros expondremos”.
En la muestra se expondrán obras de Bronzino, Reni, Ribera, Giordano, Rubens, Toulouse-Lautrec, Cézanne, Gauguin, Rousseau, Moreau, Corot, Courbet, Munch, Man Ray, Dalí, Magritte, Warhol, Saura; fotógrafos como James White, Mapplethorpe, Nam Goldin o Avedon, entre otros, además de dos importantes grabados de una de las últimas series de Picasso que muestran el tema del voyeurismo que cultivó el artista malagueño en su senilidad sexual.
La Olympia de Manet despertó el erotismo en Francia, levantó la veda. Reinterpretó un mito clásico, el de Venus convertida en una mujer con el oficio más viejo del mundo. Dice Solana que esa audacia que tuvo Manet de poner el mito erótico al alcance de todos está en el fondo de Las lágrimas de Eros. “El XIX es, en cierto modo, la base de la exposición. En este siglo, el arte interpretó los mitos con perversión, quizá porque las costumbres, los usos sociales, estaban más reprimidos. Las interpretaciones homo-eróticas y sado-masoquistas más fuertes de la figura de San Sebastián proceden del periodo victoriano, y las representaciones de la figura de Andrómeda encadenada en las que se muestra como una figura de bondage [dominación y sado-masoquismo] son igualmente de ese mismo periodo”.
Cada capítulo de la exposición está dedicado a un mito: el nacimiento de Venus, por ejemplo, abre la primera sala con una imagen bellísima pintada por Amaury-Duval en 1862. Es el mito de Afrodita nacida cuando Cronos, el padre de Urano, cortó a su hijo los genitales, que cayeron al mar, y de aquel esperma, la espuma del mar, nació Venus. Están también presentes los temas de Eva y la serpiente, las esfinges y sirenas, las tentaciones de San Antonio, el martirio de San Sebastián, Andrómeda encadenada, el beso, Apolo y Jacinto, el sueño de Endimión, Cleopatra o la agonía voluptuosa, Magdalena penitente y cazadores de cabezas. “Aparte hay un hilo conductor, no explícito, que unifica visualmente la exposición. Las olas, el agua, son un símbolo erótico que recorre todo, desde el principio hasta el fin. El erotismo viene del agua y vuelve al agua”.
El montaje de Las lágrimas de Eros es arriesgado. Solana ha querido que en cada sala se expongan juntas obras barrocas o renacentistas con otras contemporáneas. “Deseo que la gente vea a los artistas de ahora poniéndolos en un contexto clásico. Porque Eros y Tánatos siempre vuelven al arte. Será una exposición transparente para que el público, de una ojeada, se dé cuenta inmediatamente de qué va. Es una exposición popular, no erudita, sino de cosas que todo el mundo conoce aunque sea intuitivamente”.
La imagen del jugador de fútbol David Beckham es un ejemplo de los que afirma el comisario de la muestra, el contacto entre el mundo real y el clásico. Beckham aparece dormido en un vídeo de la artista británica Sam Taylor-Wood. “Me sedujo la idea de una mirada de mujer, como la de Diana que le pide a Zeus que le dé el sueño eterno a Endimión para poder contemplarlo siempre. Ese voyeurismo femenino me pareció que entroncaba perfectamente con lo que yo quería. Hay varias celebrities en la exposición, y no es por el deseo de atraer a la gente, sino porque creo que los famosos actúan como los mitos clásicos. Los grandes sex symbols tienen para nosotros el poder que para los antiguos tenía la figura de Afrodita, y no es casualidad que artistas contemporáneos, como el escultor británico Marc Quinn, realice una Venus con los rasgos de Kate Moss. En esa línea están las Evas de James Wait y Avedon que eligen cuerpos reconocibles, como el de Rachel Weisz o Nastassja Kinski”.
Las imágenes de Andrómeda o de san Sebastián aparecen en el arte desde la antigüedad, pero en el Renacimiento se transforman, desprenden pasión, erotismo. La Contrarreforma intentó reprimir la voluptuosidad que desprendían las figuras de los santos sin éxito. Vasari, el historiador del arte del Renacimiento, cuenta cómo un san Sebastián pintado por Fra Bartolomeo para el convento de San Marcos, en Florencia, turbaba tanto a las señoras con pensamientos impuros que los monjes cortaron por lo sano y descolgaron la obra. Idéntica inquietud sexual recorría las Magdalenas de Tiziano, o de Lucas Giordano, o la de santa Teresa esculpida por Bernini, de la que Des Brosses, un noble francés del siglo XVII, afirmó: “Si esto es el amor divino, yo lo conozco bien”. “En la exposición. dice Solana, mostramos un san Sebastián de Bernini muy voluptuoso. Es una pieza que estuvo en el Thyssen durante años y que pertenece a uno de los hijos del barón. Hemos conseguido que regrese y se quedará en depósito en el museo”.
Fetichismo, exhibicionismo y una cierta dosis de provocación conviven en la exposición, aunque, como señala Solana, “a estas alturas ya no provoca nada el hecho de combinar en términos de igualdad la mirada heterosexual y homosexual. Todo está en el gran Arte, no me lo he inventado yo. Por ejemplo, muchos se asombran cuando explico a los visitantes de la colección del Thyssen que el Jacinto de Tiépolo que tenemos es una pintura gay hecha en el siglo XVIII. Todo está en la mitología primero y luego en la pintura clásica. Pero nos hemos acostumbrado a apartar la vista, a no darnos cuenta”. Y cuenta algo sorprendente: “En el vestíbulo del museo hay un mármol de Rodin que representa a una Magdalena desnuda abrazando a Cristo crucificado. Es una de las primeras piezas de la colección encargada por el barón August Thyssen, el patriarca de la familia, al propio Rodin. Esa obra no se exhibió en ninguna parte por su contenido blasfemo. Y nadie de los millones de visitantes del museo ha protestado ni hecho la más mínima observación. ¿Por qué? Porque es de Rodin. Si mostráramos una foto con esas mismas características, sería irreverente. El gran Arte ha disfrutado del privilegio de hacer que la violencia más monstruosa o el erotismo más explícito fuera admisible”.
Y por si alguien no quiere ver en una exposición lo que su imaginación desea, en otras salas del Thyssen se expondrá al mismo tiempo la obra de Fantin Latour, “así que a quien no le guste Eros se puede refugiar en la otra”, dice Solana.
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