Quizá ya va siendo hora de plantearnos una cuestión importante como individuos y como especie: la naturaleza no es inagotable, tiene su límite, y al ritmo actual, más temprano que tarde llegaremos a él. Por muchas innovaciones y eficiencia tecnológica que nos depare el futuro, deberemos asumir la finitud de los recursos de nuestro planeta.
En un planeta donde las tres cuartas partes de los recursos energéticos son de origen fósil y son consumidos continuamente por un 20% de la población a la que pertenecemos, donde las reservas decrecen día a día y crean polución y sus derivadas, como el efecto invernadero, se impone no sólo la inversión en soluciones alternativas sino, por encima de todo, tomar medidas para corregir la situación actual, lo que pasa, necesariamente, por un replanteamiento global de los estilos de vida. No está de más recordar que hoy el 20% de la humanidad consume el 80% de los recursos naturales del planeta. O dicho de otra manera: en este instante, cerca del 80% de los seres humanos que habitan este planeta vive sin automóvil, sin nevera y sin teléfono, el 95% no ha tomado nunca un avión y casi un tercio no tiene acceso a la electricidad.
Cambio climático, calentamiento global, deforestación, escasez de recursos hídricos, aumento promedio de la temperatura, aumento del nivel del mar son conceptos que cada vez oiremos con mayor frecuencia. Poco importa si se trata, como alguien argumenta, de una cuestión cíclica y natural. Es más, las evidencias científicas muestran con contundencia que no lo es. No lo dudemos: el cambio climático ha venido para quedarse.
¿Cuánto tiempo nos queda para frenar este Titanic antes de que se estampe contra el iceberg de la cruda realidad? Algunos expertos afirman que no más de cincuenta años; otros aseguran que menos de veinte, pero todos coinciden en que debemos actuar ya, soltar el pie del acelerador y pisar el freno. Según distintas fuentes solventes, al ritmo de consumo actual (que no para de crecer) nos quedan apenas cuarenta años de reservas petrolíferas y setenta de reservas de gas. Hoy, por ejemplo, Europa mira atemorizada cada invierno a Rusia para que ésta no cierre la espita del gas que le da el calor y que hace arder los fogones de millones de cocinas del continente.
¿Cuáles son entonces las soluciones al agotamiento de los recursos naturales y a la contaminación? Quizá la única solución pasa por asumir que el modelo social y económico global debe cambiar. Y este cambio llegará bien por convicción, bien por compulsión. Si no se asume la finitud del planeta, la ecuación no cuadrará por ningún lado. Palabras como sobriedad, mesura, freno o incluso el proscrito término “decrecimiento” sonarán cada vez con mayor frecuencia, sea por elección voluntaria, sea por consecuencia inevitable.
Lo peor es que ante las situaciones de crisis, el ser humano más bien pierde el equilibrio y el instinto gana la partida. Si no hacemos del pensamiento, la planificación y el respeto absolutos al medio la baza para planificar el futuro de la gran casa en que vivimos, la crisis social se puede manifestar.
¿Y por qué un discurso catastrofista? Se preguntarán, perplejos, algunos. ¡Debemos ser optimistas!, exclamarán otros, y argumentarán que el progreso tecnológico nos procurará, como otras veces ha hecho, tal eficiencia que produciremos más y mejor sin consumir tanto como hoy. Pero esta observación es válida sólo en lo individual y no en lo colectivo debido a lo que se conoce como el “efecto rebote” mediante el cual la eficacia y eficiencia que nace del progreso tecnológico se convierten casi de manera sistemática en un aumento del consumo global.
Entonces, ¿cuáles son las soluciones? Por norma general, las grandes soluciones, los grandes cambios, tienden a nacer de planteamientos simples que se aplican de manera individual pero de forma masiva. Sin duda, uno de los retos es reconstruir el capital natural destruido y preservar el que aún queda como si fuera lo más sagrado que nos queda… porque lo es. El otro reto, el principal, pasa por un compromiso mío, tuyo, de nuestro vecino, de todos. Quizá se trata de algo tan simple como acceder a una simplicidad, sobriedad y frugalidad voluntaria. Ya lo dijo Marcel Proust hace muchos años: “Aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia”. Este aforismo, más allá de ser una reflexión bellísima sobre las actitudes que pueden transformar la vida, es hoy más necesario que nunca para hacer de este mundo un lugar más habitable y cederlo en las mínimas condiciones de higiene y salubridad a nuestros hijos.
La calidad de vida del futuro tomará matices que irán sin duda vinculados a lo que seamos capaces de mantener en la naturaleza.
Lecturas para reflexionar
El filósofo contemporáneo Hans Honas apela en su obra El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica, a la obligación moral de las generaciones actuales de hacer posible la vida y supervivencia de las futuras. También entre las múltiples lecturas que ofrecen posibles soluciones a los escenarios ecológicos y económicos de futuro destaca el libro Objetivo decrecimiento, que recoge un conjunto de artículos de los colaboradores de la revista Silence. Una lectura muy recomendable y alejada de falsas promesas o planteamientos utópicos.
En un planeta donde las tres cuartas partes de los recursos energéticos son de origen fósil y son consumidos continuamente por un 20% de la población a la que pertenecemos, donde las reservas decrecen día a día y crean polución y sus derivadas, como el efecto invernadero, se impone no sólo la inversión en soluciones alternativas sino, por encima de todo, tomar medidas para corregir la situación actual, lo que pasa, necesariamente, por un replanteamiento global de los estilos de vida. No está de más recordar que hoy el 20% de la humanidad consume el 80% de los recursos naturales del planeta. O dicho de otra manera: en este instante, cerca del 80% de los seres humanos que habitan este planeta vive sin automóvil, sin nevera y sin teléfono, el 95% no ha tomado nunca un avión y casi un tercio no tiene acceso a la electricidad.
Cambio climático, calentamiento global, deforestación, escasez de recursos hídricos, aumento promedio de la temperatura, aumento del nivel del mar son conceptos que cada vez oiremos con mayor frecuencia. Poco importa si se trata, como alguien argumenta, de una cuestión cíclica y natural. Es más, las evidencias científicas muestran con contundencia que no lo es. No lo dudemos: el cambio climático ha venido para quedarse.
¿Cuánto tiempo nos queda para frenar este Titanic antes de que se estampe contra el iceberg de la cruda realidad? Algunos expertos afirman que no más de cincuenta años; otros aseguran que menos de veinte, pero todos coinciden en que debemos actuar ya, soltar el pie del acelerador y pisar el freno. Según distintas fuentes solventes, al ritmo de consumo actual (que no para de crecer) nos quedan apenas cuarenta años de reservas petrolíferas y setenta de reservas de gas. Hoy, por ejemplo, Europa mira atemorizada cada invierno a Rusia para que ésta no cierre la espita del gas que le da el calor y que hace arder los fogones de millones de cocinas del continente.
¿Cuáles son entonces las soluciones al agotamiento de los recursos naturales y a la contaminación? Quizá la única solución pasa por asumir que el modelo social y económico global debe cambiar. Y este cambio llegará bien por convicción, bien por compulsión. Si no se asume la finitud del planeta, la ecuación no cuadrará por ningún lado. Palabras como sobriedad, mesura, freno o incluso el proscrito término “decrecimiento” sonarán cada vez con mayor frecuencia, sea por elección voluntaria, sea por consecuencia inevitable.
Lo peor es que ante las situaciones de crisis, el ser humano más bien pierde el equilibrio y el instinto gana la partida. Si no hacemos del pensamiento, la planificación y el respeto absolutos al medio la baza para planificar el futuro de la gran casa en que vivimos, la crisis social se puede manifestar.
¿Y por qué un discurso catastrofista? Se preguntarán, perplejos, algunos. ¡Debemos ser optimistas!, exclamarán otros, y argumentarán que el progreso tecnológico nos procurará, como otras veces ha hecho, tal eficiencia que produciremos más y mejor sin consumir tanto como hoy. Pero esta observación es válida sólo en lo individual y no en lo colectivo debido a lo que se conoce como el “efecto rebote” mediante el cual la eficacia y eficiencia que nace del progreso tecnológico se convierten casi de manera sistemática en un aumento del consumo global.
Entonces, ¿cuáles son las soluciones? Por norma general, las grandes soluciones, los grandes cambios, tienden a nacer de planteamientos simples que se aplican de manera individual pero de forma masiva. Sin duda, uno de los retos es reconstruir el capital natural destruido y preservar el que aún queda como si fuera lo más sagrado que nos queda… porque lo es. El otro reto, el principal, pasa por un compromiso mío, tuyo, de nuestro vecino, de todos. Quizá se trata de algo tan simple como acceder a una simplicidad, sobriedad y frugalidad voluntaria. Ya lo dijo Marcel Proust hace muchos años: “Aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia”. Este aforismo, más allá de ser una reflexión bellísima sobre las actitudes que pueden transformar la vida, es hoy más necesario que nunca para hacer de este mundo un lugar más habitable y cederlo en las mínimas condiciones de higiene y salubridad a nuestros hijos.
La calidad de vida del futuro tomará matices que irán sin duda vinculados a lo que seamos capaces de mantener en la naturaleza.
Lecturas para reflexionar
El filósofo contemporáneo Hans Honas apela en su obra El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica, a la obligación moral de las generaciones actuales de hacer posible la vida y supervivencia de las futuras. También entre las múltiples lecturas que ofrecen posibles soluciones a los escenarios ecológicos y económicos de futuro destaca el libro Objetivo decrecimiento, que recoge un conjunto de artículos de los colaboradores de la revista Silence. Una lectura muy recomendable y alejada de falsas promesas o planteamientos utópicos.
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