Imposible gustar a todo el mundo. GASPAR HERNÁNDEZ. EL PAIS SEMANAL - 07-06-2009
Arthur Schopenhauer ya habló de “la triste esclavitud de estar sometidos a la opinión ajena”. Según el filósofo, una persona inteligente debe moderar en lo posible el sentimiento relacionado con la vanidad, o con la opinión que tienen los demás sobre nosotros: “Resulta casi inexplicable cuánta alegría sienten las personas siempre que perciben señales de la opinión favorable de otros que halaga de alguna manera su vanidad; y, a la inversa, es sorprendente hasta qué extremo las personas se sienten ofendidas por cualquier degradación o menosprecio”. Schopenhauer estaba a favor de relativizar tanto los elogios como las críticas. Pero no es fácil.
Según el filósofo, “un juicio nos hiere, aunque conocemos su incompetencia; una ofensa nos enfurece, aunque somos conscientes de su bajeza”; y su particular receta consiste en “neutralizar la impresión de una ofensa por medio de encuentros con aquellos que nos tienen en alta estima”. Rodearse, pues, de personas que nos quieren, nos aceptan y nos valoran, además de cultivar una buena autoestima y tener una idea justa de nuestro valor personal, puede ser un buen camino para relativizar las opiniones ajenas, que muchas veces tendríamos que filtrar, sobre todo cuando surgen de la rabia o la envidia, dos de los deportes de éxito en estas latitudes.
Es imposible gustar a todo el mundo. En la infancia, la sociedad corta las alas de algunos de nuestros impulsos naturales –sorber la sopa, ensuciarnos la ropa, dormirnos en los restaurantes– porque a nuestro entorno le preocupa la imagen que estaremos dando o, más allá todavía, la imagen que estarán proyectando ellos como entorno. Y gustamos a todo el mundo, pero a medida que pasan los años, la verdad desagradable asoma: es imposible gustar a todo el mundo. El psicólogo y escritor Wayne W. Dyer sostiene que un 50% de la gente con la que nos topamos es susceptible de no estar de acuerdo con nuestras opiniones. Según Dyer, cuando alguien no está de acuerdo con nosotros, o nos critica, no nos tendríamos que sentir heridos; deberíamos pensar que, simplemente, hemos topado con un miembro de ese club del 50% que piensa de manera diferente.
Ya lo dice el budismo: intentar gustar a todo el mundo nos hará infelices; y si bien es cierto que el sufrimiento es inherente al ser humano, también lo es que hay medidas paliativas que nos hacen más llano el camino. Una de esas medidas es aprender a desvincular la crítica de nuestra persona: entender que quien critica una decisión o una opinión nuestra no está criticándonos a nosotros como persona. En el momento en que alguien saca algo a la luz, ya sea en los ámbitos social, laboral, incluso doméstico o de pareja, se expone a la crítica. Por eso hay que saber encajarlas. Cuando hemos interiorizado el aprendizaje, podremos expresarnos libremente, sin miedo, incluso ante aquellos que piensan de manera distinta. Es su opinión. Otro pensará lo contrario. La crítica suele estar más relacionada con el que la lanza que con el que la recibe: a menudo, quien critica se confiesa. Confiesa sus temores, sus inseguridades, sus frustraciones.
Encontrar el equilibrio. Andar tan pendientes de las opiniones ajenas, el comportamiento de búsqueda de aprobación, puede ocasionar que nos dejemos de lado a nosotros mismos. Si eso pasa, Wayne W. Dyer asegura que llegará un momento en que confundiremos la jerarquía, llegando incluso a pensar que lo que los demás opinen de nosotros es más importante que lo que nosotros mismos opinamos. El sentido común nos dice que tampoco sería higiénico vivir al margen de la visión que los demás tienen de nosotros, porque algunas críticas pueden servirnos de espejo y de trampolín para la mejora, pero lo óptimo sería encontrar el equilibrio. Para empezar el camino hacia ese equilibrio, la psicóloga Begoña Odriozola propone que nos descentremos del yo, que salgamos y conozcamos otras culturas: así entenderemos que existe la diversidad y que, en realidad, la vida tiene tantos matices como personas.
A la vez, y aunque parezca una paradoja, los expertos proponen centrarse en uno mismo: saber con claridad quiénes somos y concedernos, además, el derecho a ser imperfectos. Porque depender únicamente de las opiniones ajenas puede hacernos acabar totalmente confundidos, fluctuando en función de las críticas o los elogios. El cineasta Woody Allen nunca lee las críticas a sus películas: “Porque cuando son buenas, te envaneces, y cuando son malas, te deprimes. Antes solía leer lo que escribían sobre mí, pero dejé de hacerlo porque no hay una distracción que te sirva de menos; es absurdo leer que uno es genio de la comedia o que actúa de mala fe”.
La persona demasiado susceptible tiende a valorar la opinión de los demás por encima de la propia y suele ser muy permeable a las críticas y los elogios: personas altamente sensibles, que pueden caer en el victimismo extremo e interpretar cualquier comentario, incluso una mirada, como una ofensa. Los susceptibles suelen ser personas desconfiadas, con una autoestima baja, y eso les hace parecer enemigos del mundo, cuando en realidad son enemigos de ellos mismos. Lo más habitual es que su hipersensibilidad los aísle del mundo, que pierdan amistades y que les cueste adaptarse a cualquier empresa. Pero son ellos los que más sufren: como dijo Leonardo da Vinci, “allí donde hay más sensibilidad, es más fuerte el martirio”.
preferencias en lugar de necesidades. Además, las personas demasiado susceptibles giran en torno a creencias irracionales que tienen totalmente interiorizadas. Creen que necesitan la aprobación y el amor de todo su entorno para sentir que valen algo, y eso es una fuente de ansiedad, porque queda claro que no podemos gustar a todo el mundo. La psicóloga Mercè Conangla asegura que la manera de corregir este tipo de pensamiento destructor es transformar las necesidades en preferencias, y aceptar que hay cosas que no dependen de nosotros. Está a nuestro alcance ser honestos con nosotros mismos, por ejemplo, no traicionar nuestras creencias más íntimas, ni nuestros valores; pero no está en nuestras manos gustar a la gente.
Lo dicho es fácilmente comprensible a nivel teórico, pero una persona susceptible valora mucho más la opinión ajena que la propia, de manera que será capaz incluso de traicionarse a sí misma si cree que eso le reportará más aceptación del exterior. Y ésa es otra de las más evidentes fuentes de infelicidad.
La psicóloga utiliza una imagen impactante para entender lo que queremos decir cuando hablamos de personas susceptibles: es como si a esa persona le faltara la piel, y que por eso todo le duele, por eso vive sufriendo. El extremo contrario, Conangla lo sitúa en las personas que no son capaces de sentir empatía, o solidaridad, a las que todo lo que se diga sobre ellas o sobre el mundo que les rodea les resbala. Por eso el camino del medio es, como siempre, el más sensato: la sensibilidad. Y eso es algo que se ha de construir a partir de herramientas brindadas por experiencias vitales que recolectamos y que nos van enseñando a solidarizarnos y a aislarnos a partes iguales. La vida, según la psicóloga (más ponderada que su colega Dyer), nos enseña lo que ella llama la teoría del 10%, es decir, aceptar que al menos a un 10% de la gente con la que nos vamos a cruzar durante el día no le vamos a gustar, o nos va a juzgar, o nos mirará mal. A veces lo notaremos, otras no. Aceptarlo, igual que aceptamos la diversidad de la vida, forma parte del juego social.
Ferran Ramón-Cortés, experto en comunicación interpersonal, matiza que las personas a menudo podemos presentar comportamientos susceptibles en alguna área de nuestra vida, pero no en todas. Es posible que allí donde nos sintamos más inseguros, o más desprotegidos, o allá donde nos hayan hecho más daño, todas nuestras alarmas se disparen hasta el punto de convertirnos en una persona susceptible. Eso, según Ramón-Cortés, se puede eliminar trabajando la autoestima y la seguridad personal. Si empezamos un nuevo trabajo y tememos equivocarnos y eso nos vuelve susceptibles, llegará un momento en que nos equivocaremos de verdad y nos daremos cuenta de que no ha pasado nada, que el mundo sigue girando. Tras el error irán pasando los días y veremos que cada vez somos mejores en nuestro trabajo, o nos desenvolvemos mejor en las relaciones personales, y la susceptibilidad se irá diluyendo.
Ideas para ser feliz
Libros
‘Tus zonas erróneas’, de Wayne W. Dyer. Editorial Debolsillo.
‘El arte de ser feliz’, de Arthur Schopenhauer. Editorial Herder.
‘Conversaciones con Woody Allen’, de Eric Lax. Editorial Lumen.
Ni siquiera los genios se libran
Para quitarnos presión de encima sólo hace falta acudir a nuestros mitos. El lector de este artículo sólo tiene que buscar en Internet el nombre de su director de cine, su escritor o su músico preferido y verá que, por muy indiscutible que le parezca su talento, muchos otros internautas o críticos no opinan lo mismo, e incluso le insultan. Si esta persona que nosotros consideramos genial, tan necesaria para que el mundo avance, hubiera necesitado el beneplácito de todas las personas de su entorno para actuar, no habría hecho nada. Como siempre habría encontrado a alguien en contra de tal o cual argumento o estilo o composición, no se hubiera movido, y sus películas, libros o discos no habrían visto la luz.
Arthur Schopenhauer ya habló de “la triste esclavitud de estar sometidos a la opinión ajena”. Según el filósofo, una persona inteligente debe moderar en lo posible el sentimiento relacionado con la vanidad, o con la opinión que tienen los demás sobre nosotros: “Resulta casi inexplicable cuánta alegría sienten las personas siempre que perciben señales de la opinión favorable de otros que halaga de alguna manera su vanidad; y, a la inversa, es sorprendente hasta qué extremo las personas se sienten ofendidas por cualquier degradación o menosprecio”. Schopenhauer estaba a favor de relativizar tanto los elogios como las críticas. Pero no es fácil.
Según el filósofo, “un juicio nos hiere, aunque conocemos su incompetencia; una ofensa nos enfurece, aunque somos conscientes de su bajeza”; y su particular receta consiste en “neutralizar la impresión de una ofensa por medio de encuentros con aquellos que nos tienen en alta estima”. Rodearse, pues, de personas que nos quieren, nos aceptan y nos valoran, además de cultivar una buena autoestima y tener una idea justa de nuestro valor personal, puede ser un buen camino para relativizar las opiniones ajenas, que muchas veces tendríamos que filtrar, sobre todo cuando surgen de la rabia o la envidia, dos de los deportes de éxito en estas latitudes.
Es imposible gustar a todo el mundo. En la infancia, la sociedad corta las alas de algunos de nuestros impulsos naturales –sorber la sopa, ensuciarnos la ropa, dormirnos en los restaurantes– porque a nuestro entorno le preocupa la imagen que estaremos dando o, más allá todavía, la imagen que estarán proyectando ellos como entorno. Y gustamos a todo el mundo, pero a medida que pasan los años, la verdad desagradable asoma: es imposible gustar a todo el mundo. El psicólogo y escritor Wayne W. Dyer sostiene que un 50% de la gente con la que nos topamos es susceptible de no estar de acuerdo con nuestras opiniones. Según Dyer, cuando alguien no está de acuerdo con nosotros, o nos critica, no nos tendríamos que sentir heridos; deberíamos pensar que, simplemente, hemos topado con un miembro de ese club del 50% que piensa de manera diferente.
Ya lo dice el budismo: intentar gustar a todo el mundo nos hará infelices; y si bien es cierto que el sufrimiento es inherente al ser humano, también lo es que hay medidas paliativas que nos hacen más llano el camino. Una de esas medidas es aprender a desvincular la crítica de nuestra persona: entender que quien critica una decisión o una opinión nuestra no está criticándonos a nosotros como persona. En el momento en que alguien saca algo a la luz, ya sea en los ámbitos social, laboral, incluso doméstico o de pareja, se expone a la crítica. Por eso hay que saber encajarlas. Cuando hemos interiorizado el aprendizaje, podremos expresarnos libremente, sin miedo, incluso ante aquellos que piensan de manera distinta. Es su opinión. Otro pensará lo contrario. La crítica suele estar más relacionada con el que la lanza que con el que la recibe: a menudo, quien critica se confiesa. Confiesa sus temores, sus inseguridades, sus frustraciones.
Encontrar el equilibrio. Andar tan pendientes de las opiniones ajenas, el comportamiento de búsqueda de aprobación, puede ocasionar que nos dejemos de lado a nosotros mismos. Si eso pasa, Wayne W. Dyer asegura que llegará un momento en que confundiremos la jerarquía, llegando incluso a pensar que lo que los demás opinen de nosotros es más importante que lo que nosotros mismos opinamos. El sentido común nos dice que tampoco sería higiénico vivir al margen de la visión que los demás tienen de nosotros, porque algunas críticas pueden servirnos de espejo y de trampolín para la mejora, pero lo óptimo sería encontrar el equilibrio. Para empezar el camino hacia ese equilibrio, la psicóloga Begoña Odriozola propone que nos descentremos del yo, que salgamos y conozcamos otras culturas: así entenderemos que existe la diversidad y que, en realidad, la vida tiene tantos matices como personas.
A la vez, y aunque parezca una paradoja, los expertos proponen centrarse en uno mismo: saber con claridad quiénes somos y concedernos, además, el derecho a ser imperfectos. Porque depender únicamente de las opiniones ajenas puede hacernos acabar totalmente confundidos, fluctuando en función de las críticas o los elogios. El cineasta Woody Allen nunca lee las críticas a sus películas: “Porque cuando son buenas, te envaneces, y cuando son malas, te deprimes. Antes solía leer lo que escribían sobre mí, pero dejé de hacerlo porque no hay una distracción que te sirva de menos; es absurdo leer que uno es genio de la comedia o que actúa de mala fe”.
La persona demasiado susceptible tiende a valorar la opinión de los demás por encima de la propia y suele ser muy permeable a las críticas y los elogios: personas altamente sensibles, que pueden caer en el victimismo extremo e interpretar cualquier comentario, incluso una mirada, como una ofensa. Los susceptibles suelen ser personas desconfiadas, con una autoestima baja, y eso les hace parecer enemigos del mundo, cuando en realidad son enemigos de ellos mismos. Lo más habitual es que su hipersensibilidad los aísle del mundo, que pierdan amistades y que les cueste adaptarse a cualquier empresa. Pero son ellos los que más sufren: como dijo Leonardo da Vinci, “allí donde hay más sensibilidad, es más fuerte el martirio”.
preferencias en lugar de necesidades. Además, las personas demasiado susceptibles giran en torno a creencias irracionales que tienen totalmente interiorizadas. Creen que necesitan la aprobación y el amor de todo su entorno para sentir que valen algo, y eso es una fuente de ansiedad, porque queda claro que no podemos gustar a todo el mundo. La psicóloga Mercè Conangla asegura que la manera de corregir este tipo de pensamiento destructor es transformar las necesidades en preferencias, y aceptar que hay cosas que no dependen de nosotros. Está a nuestro alcance ser honestos con nosotros mismos, por ejemplo, no traicionar nuestras creencias más íntimas, ni nuestros valores; pero no está en nuestras manos gustar a la gente.
Lo dicho es fácilmente comprensible a nivel teórico, pero una persona susceptible valora mucho más la opinión ajena que la propia, de manera que será capaz incluso de traicionarse a sí misma si cree que eso le reportará más aceptación del exterior. Y ésa es otra de las más evidentes fuentes de infelicidad.
La psicóloga utiliza una imagen impactante para entender lo que queremos decir cuando hablamos de personas susceptibles: es como si a esa persona le faltara la piel, y que por eso todo le duele, por eso vive sufriendo. El extremo contrario, Conangla lo sitúa en las personas que no son capaces de sentir empatía, o solidaridad, a las que todo lo que se diga sobre ellas o sobre el mundo que les rodea les resbala. Por eso el camino del medio es, como siempre, el más sensato: la sensibilidad. Y eso es algo que se ha de construir a partir de herramientas brindadas por experiencias vitales que recolectamos y que nos van enseñando a solidarizarnos y a aislarnos a partes iguales. La vida, según la psicóloga (más ponderada que su colega Dyer), nos enseña lo que ella llama la teoría del 10%, es decir, aceptar que al menos a un 10% de la gente con la que nos vamos a cruzar durante el día no le vamos a gustar, o nos va a juzgar, o nos mirará mal. A veces lo notaremos, otras no. Aceptarlo, igual que aceptamos la diversidad de la vida, forma parte del juego social.
Ferran Ramón-Cortés, experto en comunicación interpersonal, matiza que las personas a menudo podemos presentar comportamientos susceptibles en alguna área de nuestra vida, pero no en todas. Es posible que allí donde nos sintamos más inseguros, o más desprotegidos, o allá donde nos hayan hecho más daño, todas nuestras alarmas se disparen hasta el punto de convertirnos en una persona susceptible. Eso, según Ramón-Cortés, se puede eliminar trabajando la autoestima y la seguridad personal. Si empezamos un nuevo trabajo y tememos equivocarnos y eso nos vuelve susceptibles, llegará un momento en que nos equivocaremos de verdad y nos daremos cuenta de que no ha pasado nada, que el mundo sigue girando. Tras el error irán pasando los días y veremos que cada vez somos mejores en nuestro trabajo, o nos desenvolvemos mejor en las relaciones personales, y la susceptibilidad se irá diluyendo.
Ideas para ser feliz
Libros
‘Tus zonas erróneas’, de Wayne W. Dyer. Editorial Debolsillo.
‘El arte de ser feliz’, de Arthur Schopenhauer. Editorial Herder.
‘Conversaciones con Woody Allen’, de Eric Lax. Editorial Lumen.
Ni siquiera los genios se libran
Para quitarnos presión de encima sólo hace falta acudir a nuestros mitos. El lector de este artículo sólo tiene que buscar en Internet el nombre de su director de cine, su escritor o su músico preferido y verá que, por muy indiscutible que le parezca su talento, muchos otros internautas o críticos no opinan lo mismo, e incluso le insultan. Si esta persona que nosotros consideramos genial, tan necesaria para que el mundo avance, hubiera necesitado el beneplácito de todas las personas de su entorno para actuar, no habría hecho nada. Como siempre habría encontrado a alguien en contra de tal o cual argumento o estilo o composición, no se hubiera movido, y sus películas, libros o discos no habrían visto la luz.
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