Cómo librarse de las etiquetas FERRAN RAMON-CORTÉS EL PAIS SEMANAL - 13-06-2010
En la Universidad sacaba muy buenas notas. Fui durante un tiempo “el cerebrín”. Durante los primeros años de mi carrera profesional trabajaba sin límite de horas. Dejaba la piel en el trabajo, y lo hacía como si me fuese la vida. Me gané la etiqueta de “el estresado”. Cuando accedí al comité de dirección, alguien cayó en la cuenta de que el director general era mi hermano. Fui durante años “el hermanísimo”. Decidí dedicarme a la formación, y me formé en programación neuro-lingüística, Gestalt, y otras disciplinas del comportamiento humano. Pasé a ser “el iluminado”…
Estas son algunas de las etiquetas que recuerdo cuando repaso mi vida. Sin duda hay muchas más. Y sin duda no soy el único que las ha tenido y las tiene. Todos tenemos nuestras etiquetas. Algunas son justas; otras, tremendamente injustas. Unas nos las hemos ganado, y otras nos las han colgado sin que pudiéramos evitarlo. Pero en cualquier caso ahí están. Nos acompañan en cada periodo de nuestras vidas y condicionan la percepción que tienen los demás de nosotros. Porque constituyen –en muchos casos, y muy a nuestro pesar– nuestra tarjeta de presentación.
Las merecidas y las inmerecidas. Las etiquetas son una forma fácil (aunque tremendamente superficial y a menudo poco objetiva) de clasificarnos. Cuando preguntamos sobre alguien, lo primero que recibiremos como respuesta será su etiqueta, especialmente si quien habla de ese alguien lo conoce poco. Nos guiamos por ellas y juzgamos según ellas. En un mundo veloz y superficial, lo que conocemos de los demás a menudo se limita a sus etiquetas.
Las etiquetas no tienen por qué ser reflejo de una pauta de comportamiento habitual, ni de nuestra forma de ser o nuestro carácter. A menudo nos las cuelgan por episodios anecdóticos (un día pierdo los papeles en público y paso a ser el histérico) o por comportamientos intrascendentes que por algún motivo generan curiosidad (es el maniático que siempre encuentra las faltas de ortografía en las presentaciones).
ero también nos las podemos ganar por comportamientos habituales de los que no somos muy conscientes (soy un obsesivo del orden porque no puedo salir sin poner todos los papeles en su sitio).
Lo que es cierto es que, sea cual sea el motivo por el que nos la han colgado, casi siempre somos los últimos en enterarnos de que llevamos una etiqueta. Y que en muchos casos un solo acto desafortunado es el responsable de que nos la hayan colgado. Se cumple en este sentido el refrán que reza: “Por un perro que maté, mataperros me llamaron”.
Etiquetas instantáneas. Las etiquetas son mucho más fruto de las primeras impresiones que del conocimiento real de una persona. A menudo, solo con un primer contacto visual, y antes de que digamos nada, ya nos han colgado una etiqueta.
Es importante constatar que en estos casos la apariencia física, nuestra expresión y en general el lenguaje no verbal van a tener un papel determinante en la configuración de nuestra etiqueta. Podemos ser un pedante insoportable o un encanto de persona solo por la manera en que nos vean aparecer. Y como las etiquetas ejercen un gran papel en la configuración de la opinión que los que no nos conozcan tendrán de nosotros, vale la pena cuidar –o como mínimo ser conscientes– de esta primera impresión.
¿Qué hay detrás de las etiquetas? Las etiquetas no siempre son ingenuas o bien intencionadas. No son solo fruto de la percepción espontánea de nuestro interlocutor en un momento dado. Muchas veces reflejan los miedos de aquellos que nos las cuelgan (eres mi nuevo jefe, no te conozco, pero tengo miedo y de entrada te cuelgo la etiqueta de que eres un ogro) o esconden estrategias de destrucción cuando nos perciben como un potencial enemigo (eres nuevo en mi departamento, amenazas mi posición y de entrada te cuelgo la etiqueta de trepa).
Lo que es seguro es que las etiquetas son socialmente muy golosas. En todos los grupos hay el que cuelga las etiquetas a todos, en un proceso creativo que lo hace especialmente popular entre los demás. Es un juego que divierte y cohesiona al grupo, pero que tiene nefastas consecuencias para algunos.
En cualquier caso, las etiquetas que tengamos no nos deberían pasar inadvertidas, porque muchas veces nos advierten de comportamientos que sin que seamos conscientes están proyectando una determinada imagen de nosotros a la gente.
Generalmente nos cuelgan las etiquetas sin que lo advirtamos, pero también podemos ser proactivos e ir a buscarla: podemos tener determinados comportamientos para “ganarnos una etiqueta” y vivir de las rentas el resto de nuestros días (puedo dedicarme a llegar el primero al trabajo durante una semana, ganarme la etiqueta del que abre la oficina cada día… y vivir de ella el resto del año).
¿Cómo quitárselas de encima? Es muy difícil quitarse de encima una etiqueta, porque cada gesto que la reafirme será especialmente visible, mientras que los gestos que la contradigan pasarán a menudo inadvertidos. La gente de nuestro alrededor está condicionada a percibir lo que diga la etiqueta.
Si queremos deshacernos de una etiqueta, el primer paso será necesariamente cambiar nosotros de comportamiento. No podemos esperar que los demás cambien su percepción si no cambiamos nosotros primero nuestro comportamiento. Para quitarnos de encima una etiqueta falsa necesitaremos tiempo y paciencia.
Tiempo, para que los hechos pongan las cosas en su lugar, y paciencia, para aguantar todos los comentarios que conlleva la etiqueta que ya tenemos asignada. Lo único que podemos hacer al respecto es hacer especialmente visibles todos aquellos comportamientos que desmienten la etiqueta. Y ayudarnos de nuestra gente de confianza para que influyan en la percepción de la gente.
Si la etiqueta es cierta y no nos gusta, no podemos hacer otra cosa que asumirla con deportividad. Actuar reactivamente o coléricamente perpetuará la leyenda.
Cuando nosotros las ‘colgamos’. Leí hace muy poco una frase que decía: “Si tú me conociste ayer, haz el favor de no pensar que hoy estás tratando con la misma persona. Acércate a mí con cierto sentido de curiosidad”.
Colgar etiquetas a los demás es renunciar a nuestra capacidad de percepción. A base de etiquetas perpetuamos una impresión estática de los otros que no nos permite ver su evolución o su crecimiento.
Colgar etiquetas nos dará a la larga una falsa y superficial percepción de los demás. Al mismo tiempo, juzgar a los demás por la etiqueta que llevan nos conduce a renunciar a conocerlos de verdad. En este sentido, cuando entramos en contacto con grupos nuevos, hemos de evitar dejarnos guiar por lo que nos digan de la gente. Por las etiquetas que ya lleven. Hagamos el esfuerzo de descubrirlos uno por uno desde nuestra capacidad de percepción, limpia de prejuicios.
Y con la gente que conocemos bien deberíamos hacer el esfuerzo de mirarlos con ojos nuevos cada día. Al fin y al cabo, cuando salimos de casa cada mañana, nunca volvemos siendo la misma persona: las vivencias que hemos tenido durante el día nos han cambiado.
No renunciemos nunca a nuestra capacidad de percepción. No dejemos nunca de pensar que todos somos seres en constante cambio y crecimiento. Y que nuestra maravillosa complejidad es imposible de plasmar en una etiqueta.
Las etiquetas en nuestra sociedad. Funcionamos a nivel social a base de etiquetas. Es el atajo que utilizamos para clasificar y encasillar a la gente. Así, por ejemplo:
– El juez Garzón es un “juez estrella”, por sus intervenciones judiciales y mediáticas.
– El juez del ‘caso Millet’ ha sido etiquetado como “el caracol”, por la presunta lentitud con que avanza el caso.
– Al golfista Sergio García lo etiquetaron como “el niño”, probablemente por su aspecto, como también es “el niño” Fernando Torres, jugador de fútbol.
– A la modelo australiana Elle McPherson la etiquetaron como “el cuerpo”, y a Naomi Campbell, como “la pantera negra”.
– Mario Conde fue el “yuppy” por excelencia.
– Xavi Hernández, jugador del FC Barcelona, es “el profesor”.
– Diana Spencer fue “La princesa del pueblo”.
– Elvis Presley fue “el rey”, y Bruce Springsteen, “el jefe” (the boss).
En la Universidad sacaba muy buenas notas. Fui durante un tiempo “el cerebrín”. Durante los primeros años de mi carrera profesional trabajaba sin límite de horas. Dejaba la piel en el trabajo, y lo hacía como si me fuese la vida. Me gané la etiqueta de “el estresado”. Cuando accedí al comité de dirección, alguien cayó en la cuenta de que el director general era mi hermano. Fui durante años “el hermanísimo”. Decidí dedicarme a la formación, y me formé en programación neuro-lingüística, Gestalt, y otras disciplinas del comportamiento humano. Pasé a ser “el iluminado”…
Estas son algunas de las etiquetas que recuerdo cuando repaso mi vida. Sin duda hay muchas más. Y sin duda no soy el único que las ha tenido y las tiene. Todos tenemos nuestras etiquetas. Algunas son justas; otras, tremendamente injustas. Unas nos las hemos ganado, y otras nos las han colgado sin que pudiéramos evitarlo. Pero en cualquier caso ahí están. Nos acompañan en cada periodo de nuestras vidas y condicionan la percepción que tienen los demás de nosotros. Porque constituyen –en muchos casos, y muy a nuestro pesar– nuestra tarjeta de presentación.
Las merecidas y las inmerecidas. Las etiquetas son una forma fácil (aunque tremendamente superficial y a menudo poco objetiva) de clasificarnos. Cuando preguntamos sobre alguien, lo primero que recibiremos como respuesta será su etiqueta, especialmente si quien habla de ese alguien lo conoce poco. Nos guiamos por ellas y juzgamos según ellas. En un mundo veloz y superficial, lo que conocemos de los demás a menudo se limita a sus etiquetas.
Las etiquetas no tienen por qué ser reflejo de una pauta de comportamiento habitual, ni de nuestra forma de ser o nuestro carácter. A menudo nos las cuelgan por episodios anecdóticos (un día pierdo los papeles en público y paso a ser el histérico) o por comportamientos intrascendentes que por algún motivo generan curiosidad (es el maniático que siempre encuentra las faltas de ortografía en las presentaciones).
ero también nos las podemos ganar por comportamientos habituales de los que no somos muy conscientes (soy un obsesivo del orden porque no puedo salir sin poner todos los papeles en su sitio).
Lo que es cierto es que, sea cual sea el motivo por el que nos la han colgado, casi siempre somos los últimos en enterarnos de que llevamos una etiqueta. Y que en muchos casos un solo acto desafortunado es el responsable de que nos la hayan colgado. Se cumple en este sentido el refrán que reza: “Por un perro que maté, mataperros me llamaron”.
Etiquetas instantáneas. Las etiquetas son mucho más fruto de las primeras impresiones que del conocimiento real de una persona. A menudo, solo con un primer contacto visual, y antes de que digamos nada, ya nos han colgado una etiqueta.
Es importante constatar que en estos casos la apariencia física, nuestra expresión y en general el lenguaje no verbal van a tener un papel determinante en la configuración de nuestra etiqueta. Podemos ser un pedante insoportable o un encanto de persona solo por la manera en que nos vean aparecer. Y como las etiquetas ejercen un gran papel en la configuración de la opinión que los que no nos conozcan tendrán de nosotros, vale la pena cuidar –o como mínimo ser conscientes– de esta primera impresión.
¿Qué hay detrás de las etiquetas? Las etiquetas no siempre son ingenuas o bien intencionadas. No son solo fruto de la percepción espontánea de nuestro interlocutor en un momento dado. Muchas veces reflejan los miedos de aquellos que nos las cuelgan (eres mi nuevo jefe, no te conozco, pero tengo miedo y de entrada te cuelgo la etiqueta de que eres un ogro) o esconden estrategias de destrucción cuando nos perciben como un potencial enemigo (eres nuevo en mi departamento, amenazas mi posición y de entrada te cuelgo la etiqueta de trepa).
Lo que es seguro es que las etiquetas son socialmente muy golosas. En todos los grupos hay el que cuelga las etiquetas a todos, en un proceso creativo que lo hace especialmente popular entre los demás. Es un juego que divierte y cohesiona al grupo, pero que tiene nefastas consecuencias para algunos.
En cualquier caso, las etiquetas que tengamos no nos deberían pasar inadvertidas, porque muchas veces nos advierten de comportamientos que sin que seamos conscientes están proyectando una determinada imagen de nosotros a la gente.
Generalmente nos cuelgan las etiquetas sin que lo advirtamos, pero también podemos ser proactivos e ir a buscarla: podemos tener determinados comportamientos para “ganarnos una etiqueta” y vivir de las rentas el resto de nuestros días (puedo dedicarme a llegar el primero al trabajo durante una semana, ganarme la etiqueta del que abre la oficina cada día… y vivir de ella el resto del año).
¿Cómo quitárselas de encima? Es muy difícil quitarse de encima una etiqueta, porque cada gesto que la reafirme será especialmente visible, mientras que los gestos que la contradigan pasarán a menudo inadvertidos. La gente de nuestro alrededor está condicionada a percibir lo que diga la etiqueta.
Si queremos deshacernos de una etiqueta, el primer paso será necesariamente cambiar nosotros de comportamiento. No podemos esperar que los demás cambien su percepción si no cambiamos nosotros primero nuestro comportamiento. Para quitarnos de encima una etiqueta falsa necesitaremos tiempo y paciencia.
Tiempo, para que los hechos pongan las cosas en su lugar, y paciencia, para aguantar todos los comentarios que conlleva la etiqueta que ya tenemos asignada. Lo único que podemos hacer al respecto es hacer especialmente visibles todos aquellos comportamientos que desmienten la etiqueta. Y ayudarnos de nuestra gente de confianza para que influyan en la percepción de la gente.
Si la etiqueta es cierta y no nos gusta, no podemos hacer otra cosa que asumirla con deportividad. Actuar reactivamente o coléricamente perpetuará la leyenda.
Cuando nosotros las ‘colgamos’. Leí hace muy poco una frase que decía: “Si tú me conociste ayer, haz el favor de no pensar que hoy estás tratando con la misma persona. Acércate a mí con cierto sentido de curiosidad”.
Colgar etiquetas a los demás es renunciar a nuestra capacidad de percepción. A base de etiquetas perpetuamos una impresión estática de los otros que no nos permite ver su evolución o su crecimiento.
Colgar etiquetas nos dará a la larga una falsa y superficial percepción de los demás. Al mismo tiempo, juzgar a los demás por la etiqueta que llevan nos conduce a renunciar a conocerlos de verdad. En este sentido, cuando entramos en contacto con grupos nuevos, hemos de evitar dejarnos guiar por lo que nos digan de la gente. Por las etiquetas que ya lleven. Hagamos el esfuerzo de descubrirlos uno por uno desde nuestra capacidad de percepción, limpia de prejuicios.
Y con la gente que conocemos bien deberíamos hacer el esfuerzo de mirarlos con ojos nuevos cada día. Al fin y al cabo, cuando salimos de casa cada mañana, nunca volvemos siendo la misma persona: las vivencias que hemos tenido durante el día nos han cambiado.
No renunciemos nunca a nuestra capacidad de percepción. No dejemos nunca de pensar que todos somos seres en constante cambio y crecimiento. Y que nuestra maravillosa complejidad es imposible de plasmar en una etiqueta.
Las etiquetas en nuestra sociedad. Funcionamos a nivel social a base de etiquetas. Es el atajo que utilizamos para clasificar y encasillar a la gente. Así, por ejemplo:
– El juez Garzón es un “juez estrella”, por sus intervenciones judiciales y mediáticas.
– El juez del ‘caso Millet’ ha sido etiquetado como “el caracol”, por la presunta lentitud con que avanza el caso.
– Al golfista Sergio García lo etiquetaron como “el niño”, probablemente por su aspecto, como también es “el niño” Fernando Torres, jugador de fútbol.
– A la modelo australiana Elle McPherson la etiquetaron como “el cuerpo”, y a Naomi Campbell, como “la pantera negra”.
– Mario Conde fue el “yuppy” por excelencia.
– Xavi Hernández, jugador del FC Barcelona, es “el profesor”.
– Diana Spencer fue “La princesa del pueblo”.
– Elvis Presley fue “el rey”, y Bruce Springsteen, “el jefe” (the boss).
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