lunes, junio 28, 2010

Nada como un cúter. Maruja Torres EPS

Nada como un cúter. MARUJA TORRES EL PAIS SEMANAL - 30-05-2010

Es lo que me dijo mi amigo N. cuando estuvo en casa ayudándome a desprenderme de lastre. “Nada como un cúter”. Le dije que la misma frase podía haberla pronunciado uno de los asesinos del 11‑S, pero en cuanto le vi trabajando comprendí que no habitaban en él instintos perturbados. Así que me senté a su lado y le ayudé a destruir parte de mis recuerdos, parte de mis manías, parte de mis agobios.
Desde que las tecnologías entraron en mi vida, siento exceso de excesos, e imagino que otro tanto les ocurrirá a muchos de ustedes. No sólo guardo cartas obsoletas, facturas atrasadas y recortes de periódicos amarillentos e inservibles. Está la otra parte, la de las moderneces. Disquetes –¿se acuerdan?– con novelas por empezar, novelas corregidas, novelas que empecé pero que detesto, ideas que nunca tendré que utilizar y, lo peor, copias, copias y copias de todo lo anterior y de más. Porque cuando nos iniciamos en las delicias de los ordenadores, al menos yo, sentía tanto miedo a perder lo acumulado en el disco duro, que prácticamente llené los cajones con duplicados que he conservado hasta hoy.
Luego, o antes, o entre tanto, vinieron las películas grabadas de la tele, en cintas o en DVD, y lo que los amigos nos prestaban. En fin, qué les voy a contar que no sepan. Y la llegada de los primeros almacenadores de música, de imágenes, muchos años antes del iPod, el iTouch, el iPad y el iRiP. Adquirí cuantos pude permitirme. Para encontrarme con que el que mejor funciona es uno que compré hace ocho años. Ya ven.

Con los sentimientos y las emociones fosilizadas pasa lo mismo, así como con sus representaciones físicas: fotografías, cartas y, desde luego, e-mails. Si no te pones al día en la limpieza de estos artilugios, es como si todavía arrastraras el peso muerto de esos otros bienes/males de consumo que pueden ser las relaciones que resultaron útiles en un determinado momento pero que, al desvanecerse, no dejaron atrás más que el testimonio abultado de la ceniza. Deshacerse de todo eso –que ya no pertenece al reino del papel– es también un sano ejercicio de cara a la posteridad: sólo faltaría que, además de quedarse con mi bisutería, quienes descubran un día mi fiambre saqueen mi ordenador y sus periféricos. Estoy haciendo un esfuerzo para convertirme en una vieja minimalista y, a ser posible tan tarde como sea imposible, en un cadáver nimio.

De forma que, mientras N. rayaba deuvedés con sistemático entusiasmo, yo utilizaba el cúter de mis entrañas para desprenderme del peso muerto de correspondencias que ya no me hablan al oído, y de fotografías de las que no conservaré el recuerdo, porque allí no hubo más que el goce de un instante de engaño, de personas que pasaron como fuegos de artificio por mi vida, excitándome con el olor de la pólvora y dejándome después taponadas las narices.
Cuando comenté en Facebook lo que estaba destruyendo, una amiga apostilló que formaba parte de la filosofía del feng shui, que no tengo ni idea de lo que es, aunque más tarde, al googlearlo, me di cuenta de que ya sabía lo que era por una peli de esas malas, de acción, en la que un edificio se rebela porque al construirlo no han respetado la orientación del árbol que estaba en el vestíbulo.

Dice el feng shui que los trastos que se acumulan impiden la libre circulación de la energía, y me parece muy razonable, tanto en lo físico como en lo moral, en lo social, en lo ideológico y en lo electrónico e informático en general.
Nadar desnudo en una playa desierta, sin más recuerdos que aquellos que la mente ha decidido conservar, sin otras fotos que las imágenes que se repiten una y otra vez cuando cerramos los ojos y sentimos, como si fuera ayer, la fuerza de los sentimientos compartidos. Eso debe de ser el colmo del feng shui, el colmo de la sensatez, el colmo de la felicidad tranquila.
Así de minimalista me gustaría vivir el resto de mi vida, pero, a falta de playa despoblada, me entretendré con el cúter y con el delete de mi teclado, que tampoco está mal.
Sean felices y despojados. Con la crisis, además, no les va a costar seguir mi consejo.

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