¿Dónde vas, Caperucita? ELVIRA LINDO DOMINGO - 20-12-2009
Vengo de una familia que no sabe decir tacos. Tenían su manera de ser hirientes, pero nunca era con palabras sucias. El único que soltaba tacos era mi padre, pero lo hacía (y lo hace) de una manera peculiarísima. Siendo tan vehemente como es, que agita sus brazos larguísimos de tal manera que provoca grandes desastres de cigarros y copas de vino aterrizando en los platos de otros, tiene la extraña costumbre de avisar cuando va a soltar una palabra malsonante. Cuando éramos niños esto nos creaba una gran expectación. Ahora nos provoca una cierta impaciencia: por Dios, dilo ya, cabrón, gilipollas, lo que sea, pero superemos esta situación estancada. La falta de familiaridad con los tacos marca. Pasé años provocando cierta mofa entre mis amigos porque no acertaba a decirlos con naturalidad, pero el cerebro es flexible, y el mío, de manera extrema: me hice una experta. Es curioso lo que ha ocurrido con las palabras rudas en este oficio nuestro del periodismo, cuando yo escribía aquellas piezas cómicas que se llamaban "Tinto de verano", soltaba de vez en cuando alguna expresión muy desvergonzada. Eso, hace apenas unos seis años, resultaba chocante porque no era habitual que florecieran estas expresiones en los periódicos; de alguna forma, yo me lo permitía a mí misma porque lo consideraba una extravagancia dentro de un medio mucho más formal. Recuerdo (me río al acordarme) que en una ocasión titulé mi columna "A tomar por culo el albaricoque". Muy educadamente me sugirieron que lo cambiara y yo, como niña pillada en falta, obedecí. El tiempo ha dado un giro tan brutal al lenguaje periodístico que esa anécdota parece más antigua de lo que es. No sólo los tacos han saltado a las columnas, sino a la propia información; algo ha pasado cuando un día abres el periódico y lees, por ejemplo, en una noticia cultural, que se subastan las botas camperas con las que Tony Curtis se "follaba" a Marilyn Monroe. Todo esto me recuerda aquel chiste viejo que, sin embargo, siempre me divierte, en el que va la simpar Caperucita por el bosque y, como es de rigor, el temible lobo sale a su encuentro. "¿Dónde vas, Caperucita?", pregunta el lobo, y la dulce Caperucita contesta: "A lavarme el coño al río", a lo que el lobo apostilla: "Joder, cómo ha cambiado el cuento". Así me siento yo a veces, como el pobre lobo, que de ser el perverso se ha convertido en un pobre inocentón. Tengo que reconocer que el abuso de los tacos en la prensa española me ha llevado a replegarme, porque cuando lo transgresor se convierte en moneda corriente no es más que vulgaridad. De cualquier manera, a pesar de que la proliferación de palabrotas (como decíamos los niños) ha traído como consecuencia que éstas casi desaparezcan de mi lenguaje escrito, al hablar, las uso con naturalidad, de sopetón y sin previo aviso, al contrario que mi papá. Eso sí, en mi abanico de palabras malsonantes hay dos que siempre se me han encasquillado y que jamás me vienen a la boca: follar y puta. Y eso que no hay día que no me las encuentre en la prensa. Me debería haber acostumbrado ya a esas dos palabrejas, pero el tiempo me ha enseñado que el lenguaje que no se emplea con naturalidad hay que descartarlo. Imagino que lo que me ocurre con ese verbo, follar, es que una cuestión estética se me mezcla con la sentimental: prefiero esa desfasada cursilería que es "hacer el amor". Entiendo que "follar" se use (no en las informaciones, desde luego), pero en mi vida corriente opto por otros sinónimos menos ordinarios, "echar un polvo" (es bonito) o un "quiqui", la mejor expresión popular que puede haber de un polvo que se practica con entusiasmo pero con ciertas prisas. En cuanto a "puta", esa palabra, hay algo en mí que no la tolera, como un alimento que el organismo no asimila. Sé que incluso se ha impuesto entre los grupos de adolescentes como palabra de colegueo: puta, zorra, perra. Se lo dicen entre ellas, las oigo, hay cariño y camaradería. Esa tendencia juvenil se ha contagiado a mujeres de mi edad, se lo dicen entre ellas, cuando se desmadran en los bares en esta época navideña. Las oigo, hay gran cariño en esos "zorras" y esos "perras". Me divierte, aunque mi norma, ya digo, sea no usar aquello que mi lengua rechaza. Eso sí, cuando leo que a una prostituta se la denomina en un medio de cierta difusión "puta", tengo la sensación de que se la está denigrando aún más de lo que su vida la denigra. Prostituta es, para bien o para mal, la definición de un oficio. En la palabra puta, en cambio, se mezcla el oficio con el insulto más intolerable que puede recibir una mujer. El otro día, Emma Thompson, esa actriz talentosa y vital, vino a Madrid a presentar una instalación que recrea el viaje de una joven secuestrada por la mafia moldava para servir de esclava sexual en Londres. Fueron varios los columnistas que ironizaron sobre la ingenuidad de Thompson al hablar de la maravilla del "Free Sex", sexo gratis y libre. A mí, en cambio, me parece una noble aspiración luchar por la desaparición de la esclavitud sexual. Hacia las prostitutas siempre siento piedad; hacia sus clientes, los que "se van de putas", en este siglo, sólo desprecio, el mismo desprecio que sienten ellos cuando irrumpen en el cuerpo de alguien que no los desea.
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