En los oscuros orígenes del mal CARLOS BOYERO EL PAÍS - Cine - 15-01-2010
La cinta blanca Michael Haneke
Enfrentarse al mundo obsesivamente turbio, irremediablemente maléfico, habitado permanentemente por la violencia transparente y subterránea, de un autor tan desasosegante como reconocible llamado Michael Haneke implica que el avisado o virginal espectador acabe con el estómago y el cerebro revueltos, consciente de que ha vivido una experiencia ingrata pero también hipnótica, de las que dejan lacerante poso. También la certeza de que lo que has visto, oído, temido e intuido tiene el efecto de una pesadilla duradera. Cuando los siempre inquietantes planteamientos de Haneke encuentran el lenguaje, el ritmo y la atmósfera que necesitan sus radiografías del mal generalizado o de los demonios interiores (cuando no acierta, como en las detestables Código desconocido y El tiempo del lobo la oscuridad de su mundo puede ser críptica e irritante), su cine tiene capacidad para dejarte tocado. En mi caso, lo había logrado con Funny games, La pianista y Caché. En la magistral La cinta blanca su estilo logra terrorífica armonía con sus obsesiones.
La voz en off de un anciano evoca viejas y nunca resueltas atrocidades que ocurrieron en el luterano y presuntamente apacible pueblo del norte de Alemania en el que ejerció de maestro cuando era joven. Ocurre en vísperas de la Guerra del 14 y está fotografiado en un nada caprichoso blanco y negro. El blanco se identifica con la rectitud y la pureza, la que le exigen a sus hijos padres inflexibles, con unos principios que no admiten desviaciones ni heterodoxia y que compaginan sin el menor sentido de culpa la Biblia con el látigo para imponérselos a los suyos. Poco a poco comprobaremos que casi todo es negro, enigmático y tortuoso en ese universo regido por el orden, el supremo valor de las apariencia, la podredumbre moral, las imposiciones ciegas de la fuerza, el imperio del miedo en la conducta de los aparentemente sometidos y sus sádicas y devastadoras consecuencias sobre los más débiles.
Haneke retrata y disecciona este ambiente tenebroso con frialdad de cirujano. Que todo huela a podrido, a los abismos de la doble moral, a intransigencia, a manipulación, a agresividad física y síquica en las relaciones que establecen los adultos (hay una secuencia brutal con un hombre vomitándole a su amante con datos implacables el asco que le provoca, en la que cualquier espectador medianamente sensible se plantea taparse los oídos) puede ser ingrato de ver, pero que la violencia se ensañe con los niños, se la contagie y marque monstruosamente su conducta alcanza efectos terroríficos en el espectador.
El ritmo de esta sombría película es estratégica y agobiantemente lento, pero no te permite desentenderte de ella. Te asusta mucho más el catálogo de horrores que te hace presagiar la cámara filmando puertas cerradas y haciendo elipsis que lo que te muestra. El infierno no está descrito con naturalismo, se esconde detrás de la apacible cotidianeidad. No abunda la alegría, la naturalidad o la inocencia (esto sólo se lo pueden permitir los niños más pequeños y otro con discapacidad mental), pero los oficios religiosos, la educación escolar, la fiesta de la recogida de la cosecha, la incuestionable autoridad paternal, la atmósfera de la calle y de los hogares está empeñada en mantener la respetabilidad, en demostrar que la rigidez es el principal baluarte del orden.
Y como siempre en el cine de Haneke hay simbolismo y parábola. Compruebas con un escalofrío al terminar La cinta blanca que la alegoría no es gratuita. Sabes que esos niños familiarizados con los traumas, el abuso, la tortura y el espanto crecerán. Son caldo de cultivo para que un tal Hitler les convenza de que todo está permitido en nombre de la sagrada patria. Y actuarán en la futura barbarie sin sentido de culpa, en perfecta química con lo que mamaron.
Antes de que todo ocurriera ELVIRA LINDO DOMINGO - 31-01-2010
Por alguna razón misteriosa hay películas que gustan al día siguiente, cuando el espectador las ha dormido. Suele ocurrir con aquellas que nos trastornan el ánimo. La comedia, en cambio, provoca una respuesta inmediata: la risa. Nada mejor que vivir la comedia en un cine hasta la bandera, porque aunque se pueda disfrutar de un chiste en solitario, el eco de la propia risa siempre produce un efecto desangelado. Nos hace la soledad más evidente. La comedia es un género que vive mejor en el presente que cuando se recuerda; lo trágico requiere una asimilación más lenta. Y luego están esas otras películas desazonantes que se comienzan a entender al día siguiente, una vez que el sueño nos ha ayudado a digerirlas. Son películas con efectos secundarios que se avivan con el recuerdo. Eso ocurre con The white ribbon, la película de Michael Haneke. No es una sensación que le esté descubriendo a nadie, porque en las reseñas que llevo leídas de esta rara película y en los comentarios que sobre ella me hacían amigos se desprende una sensación general de inquietud. Es una película que no se te acaba con los títulos de crédito: te sume en el desconcierto; necesita ser comentada para entenderla más, te crea la sensación de que te has perdido muchos detalles y la certeza de que acabarás alquilándola para verla en casa. Eso sí, jamás vería esta película sola: me moriría de miedo. La historia nos sitúa en las vísperas de la Primera Guerra Mundial en un pueblo del norte de Alemania. El narrador de esta fábula, el maestro de escuela, narra cuando ya es anciano una serie de hechos violentos que se desataron en ese pueblo de apariencia plácida. Nos advierte de que lo que va a contar tiene que ver con los "hechos" que ocurrieron más tarde. Lo que ocurrió después lo sabe el espectador: la Primera Guerra, la Segunda, el exterminio nazi, los años, en definitiva, más violentos del siglo XX. Dada la edad que tiene el narrador cuando suceden los hechos, treinta y un años, podemos deducir que nos está hablando desde una vejez que le sitúa en la década de los cincuenta, cuando sobre los alemanes pesa la responsabilidad por acción u omisión de una crueldad de tal alcance que convierte en cómplice de ella a todo un pueblo. El ambiente de esa pequeña aldea, retratada en un poderoso blanco y negro que sugiere con turbadora belleza el horror, es opresivo y cruel, sobre todo con los niños, a los que se educa en el miedo, en el castigo físico o en el abuso. Y esos niños, obedientes a las enseñanzas de sus padres, como todos los niños, aprenden a castigar a los demás tal y como a ellos se les ha enseñado; no aplican un castigo indiscriminado sino que eligen a quienes creen que, por una razón u otra, no son puros ni dignos. ¿Es ésta la base de la crueldad que se desató en la Alemania nazi? La película no da respuestas, al contrario, te abandona con la mente poblada de preguntas: ¿qué es lo que provoca la maldad colectiva?, ¿una cultura, una religión, la educación? Y una cuestión aún más complicada: ¿cómo es posible que en ambientes de violencia tan soterrada nazca de pronto un espíritu noble y bueno que sea capaz de ver lo que otros no ven? El maestro de la historia es el observador de esa maldad, pero finalmente, se inhibe. No puede o no quiere hacer nada para que la justicia castigue a los culpables. ¿Es ésta también una alusión a todas aquellas personas que siendo conscientes de la maldad ajena se encogen de hombros y acaban fingiendo que no ven? A la inquietud que provoca la película (de la que aún no me he repuesto a la mañana siguiente) se han sumado algunos estudiosos de los orígenes de la Alemania nazi. Más que ver en ella los indicios de la dictadura de Hitler en concreto, dicen, la entienden como el ejemplo fabulado de cualquier sociedad que, adiestrada en el castigo, la delación y la desconfianza, encuentra al fin un enemigo común al que despedazar y siente cierto alivio con la llegada de una guerra; como si la guerra fuera la promesa de una violencia justificada y colectiva que supone una corriente de aire fresco. El director, Michael Haneke, no está por la labor de despejarnos dudas. Su deseo es que cada espectador le dé su propio sentido moral a lo que ha visto. Yo salí del cine sin palabras. Cuando llegué a casa no sabía muy bien contarla. Las imágenes en blanco y negro, trataba de explicar, son tan precisas e inquietantes como los daguerrotipos, no es un pasado en sepia, sino la imagen de los aparecidos, de unos fantasmas que repiten su historia delante de tus ojos. No se puede contar, hay que verla. Hay que ver a esos actores, en especial a esos niños actores que no parecen actuar sino vivir. Rumio esta fábula sobre la violencia en el mismo día en que se recuerda a las víctimas del Holocausto y esos dos recuerdos me traen otro, uno pequeño y revelador, algo que contaba el novelista Albert Cohen sobre cómo vivió en primera persona la gestación del ambiente que propició en Europa el nazismo. Siendo niño, en Marsella, se detuvo un día a escuchar con fascinación a un charlatán callejero; el vendedor le sacó de su arrobo infantil gritándole: ¡cerdo judío! "Fue un progrom pequeñito, ironizaba Cohen, pero luego los mejorarían mucho".
Antes de que todo ocurriera ELVIRA LINDO DOMINGO - 31-01-2010
Por alguna razón misteriosa hay películas que gustan al día siguiente, cuando el espectador las ha dormido. Suele ocurrir con aquellas que nos trastornan el ánimo. La comedia, en cambio, provoca una respuesta inmediata: la risa. Nada mejor que vivir la comedia en un cine hasta la bandera, porque aunque se pueda disfrutar de un chiste en solitario, el eco de la propia risa siempre produce un efecto desangelado. Nos hace la soledad más evidente. La comedia es un género que vive mejor en el presente que cuando se recuerda; lo trágico requiere una asimilación más lenta. Y luego están esas otras películas desazonantes que se comienzan a entender al día siguiente, una vez que el sueño nos ha ayudado a digerirlas. Son películas con efectos secundarios que se avivan con el recuerdo. Eso ocurre con The white ribbon, la película de Michael Haneke. No es una sensación que le esté descubriendo a nadie, porque en las reseñas que llevo leídas de esta rara película y en los comentarios que sobre ella me hacían amigos se desprende una sensación general de inquietud. Es una película que no se te acaba con los títulos de crédito: te sume en el desconcierto; necesita ser comentada para entenderla más, te crea la sensación de que te has perdido muchos detalles y la certeza de que acabarás alquilándola para verla en casa. Eso sí, jamás vería esta película sola: me moriría de miedo. La historia nos sitúa en las vísperas de la Primera Guerra Mundial en un pueblo del norte de Alemania. El narrador de esta fábula, el maestro de escuela, narra cuando ya es anciano una serie de hechos violentos que se desataron en ese pueblo de apariencia plácida. Nos advierte de que lo que va a contar tiene que ver con los "hechos" que ocurrieron más tarde. Lo que ocurrió después lo sabe el espectador: la Primera Guerra, la Segunda, el exterminio nazi, los años, en definitiva, más violentos del siglo XX. Dada la edad que tiene el narrador cuando suceden los hechos, treinta y un años, podemos deducir que nos está hablando desde una vejez que le sitúa en la década de los cincuenta, cuando sobre los alemanes pesa la responsabilidad por acción u omisión de una crueldad de tal alcance que convierte en cómplice de ella a todo un pueblo. El ambiente de esa pequeña aldea, retratada en un poderoso blanco y negro que sugiere con turbadora belleza el horror, es opresivo y cruel, sobre todo con los niños, a los que se educa en el miedo, en el castigo físico o en el abuso. Y esos niños, obedientes a las enseñanzas de sus padres, como todos los niños, aprenden a castigar a los demás tal y como a ellos se les ha enseñado; no aplican un castigo indiscriminado sino que eligen a quienes creen que, por una razón u otra, no son puros ni dignos. ¿Es ésta la base de la crueldad que se desató en la Alemania nazi? La película no da respuestas, al contrario, te abandona con la mente poblada de preguntas: ¿qué es lo que provoca la maldad colectiva?, ¿una cultura, una religión, la educación? Y una cuestión aún más complicada: ¿cómo es posible que en ambientes de violencia tan soterrada nazca de pronto un espíritu noble y bueno que sea capaz de ver lo que otros no ven? El maestro de la historia es el observador de esa maldad, pero finalmente, se inhibe. No puede o no quiere hacer nada para que la justicia castigue a los culpables. ¿Es ésta también una alusión a todas aquellas personas que siendo conscientes de la maldad ajena se encogen de hombros y acaban fingiendo que no ven? A la inquietud que provoca la película (de la que aún no me he repuesto a la mañana siguiente) se han sumado algunos estudiosos de los orígenes de la Alemania nazi. Más que ver en ella los indicios de la dictadura de Hitler en concreto, dicen, la entienden como el ejemplo fabulado de cualquier sociedad que, adiestrada en el castigo, la delación y la desconfianza, encuentra al fin un enemigo común al que despedazar y siente cierto alivio con la llegada de una guerra; como si la guerra fuera la promesa de una violencia justificada y colectiva que supone una corriente de aire fresco. El director, Michael Haneke, no está por la labor de despejarnos dudas. Su deseo es que cada espectador le dé su propio sentido moral a lo que ha visto. Yo salí del cine sin palabras. Cuando llegué a casa no sabía muy bien contarla. Las imágenes en blanco y negro, trataba de explicar, son tan precisas e inquietantes como los daguerrotipos, no es un pasado en sepia, sino la imagen de los aparecidos, de unos fantasmas que repiten su historia delante de tus ojos. No se puede contar, hay que verla. Hay que ver a esos actores, en especial a esos niños actores que no parecen actuar sino vivir. Rumio esta fábula sobre la violencia en el mismo día en que se recuerda a las víctimas del Holocausto y esos dos recuerdos me traen otro, uno pequeño y revelador, algo que contaba el novelista Albert Cohen sobre cómo vivió en primera persona la gestación del ambiente que propició en Europa el nazismo. Siendo niño, en Marsella, se detuvo un día a escuchar con fascinación a un charlatán callejero; el vendedor le sacó de su arrobo infantil gritándole: ¡cerdo judío! "Fue un progrom pequeñito, ironizaba Cohen, pero luego los mejorarían mucho".
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