Una buena parte del mundo, y en ella está incluida la sociedad española, parece vivir no ya en indignación permanente, sino –lo que es más inexplicable y grave– en perpetuo estado de indignabilidad, si la expresión se me permite. Sin duda hay siempre motivos para enfadarse y descorazonarse, no digamos para irritarse. Pero, si se piensa en lo que lleva visto el mundo, sobre todo en el siglo XX que ni siquiera ha acabado del todo, se hace difícil comprender que hoy haya tantísima gente dispuesta a saltar, hecha una fiera, por causas comparativamente menores. Hasta cierto punto es como si se hubieran invertido los términos: se da enorme importancia a lo que apenas la tiene, y a lo que sí no se le da apenas. Y como por fortuna la gran mayoría de las cosas que ocurren en la cotidianidad son de poca monta, el resultado es que andamos encolerizados todo el día. Un ejemplo reciente de esta inversión es el de la famosa crisis de las viñetas de Mahoma: muchas más personas se han rasgado las vestiduras y se ha gastado mucha más tinta por su remota publicación en Dinamarca, que por la muerte violenta de decenas de manifestantes contrarios a ellas, en varios países musulmanes. Se ha prestado infinitamente más atención a la tontería y al símbolo, que en sí mismos no han matado a nadie, que a las numerosas vidas concretas estúpidamente perdidas.
En España se intenta a diario, y se logra en cierta medida, que los ciudadanos se indignen por cualquier cosa. Si uno atiende a los políticos (sobre todo a los del Partido Popular enfermizo) y a los periodistas (sobre todo a los que le azuzan su enfermedad de la rabia), da la impresión de que cada mañana nos despeñamos por un precipicio. De ser así hace ya tiempo que nos habríamos estampado contra el suelo, porque no hay abismo en el mundo que permita una caída tan larga. Un locutor matutino y declaradamente catalanófobo, del que es difícil dilucidar si es más tonto que malvado o más malvado que tonto, da los malos días a sus oyentes destilando espuma sobre el micrófono, abominando de medio Madrid y de Barcelona entera, instándolos a enfurecerse y anunciando inminentes cataclismos … que al final de la jornada jamás se han cumplido. Como profeta es un desastre, y su voz sienta fatal al hígado, pero aun así no son pocos los compatriotas que se desayunan con semejante plato insalubre. Les provoca placer indignarse por contagio, y uno de los mayores motivos es oír que, en lo referente al terrorismo de ETA, estamos peor que nunca. Es decir que, tras casi tres años sin que esa mafia haya asesinado a nadie (el porqué es aquí secundario: el hecho fundamental es que no ha habido muertos), la situación es peor que cuando se cargaba a cinco, diez, veinte u ochenta personas por año. Está claro que quienes eso afirman desean una vuelta a aquellos números, quizá para indignarse más a gusto. No deberían ser tan egoístas, y en ese plural queda incluido, por desgracia, el actual Presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, quien, con sus exageraciones histéricas, o mendacidades, está consiguiendo la hazaña y cometiendo la vileza de hacer que sus representados empiecen a resultar antipáticos, cuando han sido –y pese a él seguirán siendo– quienes más simpatía y solidaridad merecen.
Pero la indignación no se limita a esas cuestiones grandes. Son demasiados los españoles que hoy viven en continua alerta, como centinelas en guerra o policías de otro país, que no del nuestro. Escudriñan los periódicos a ver si a alguien se le ha escapado una frase supuestamente machista, o sexista, o racista, o que desprestigie a un colectivo. Vigilan las pantallas de televisión a la caza de algún anuncio inmoral, o que menoscabe la dignidad de alguien, o que muestre un semiculo, o que ofenda a cualquier creencia. Escuchan la radio al acecho de hipérboles que tomarán siempre al pie de la letra, lo mismo que las ironías: cada vez más gente se ve obligada a añadir “Es broma”, echando a perder la tal broma, cuando la ha habido. Comprendo que no soy del todo indicado para hacer estas reflexiones, pues a veces me indigno aquí mucho (valgan, así, como mea culpa y aun propósito de enmienda, aunque enmendarme no es mi fuerte). Pero que yo incurra en lo que critico no invalida enteramente la crítica. No me queda sino concluir que indignarse proporciona placer, sobre todo si no hay verdadera causa, si es un poco de mentira. Da vidilla, quizá ayuda a sentirse apasionado, vehemente, estimulado, partícipe de la cosa pública y menos solo. También sé, sin embargo –y acabo de reconocer que no me falta experiencia–, que resta claridad, pone los nervios de punta, cansa mucho y puede ser peligroso. Esto último les trae sin cuidado a quienes sólo venden esa mercancía. Pero cuando uno se acostumbra a armar escándalos por poco o nada, a rabiar desmesuradamente por contrariedades y –por poner un ejemplo reciente– a soliviantarse ante unos parquímetros hasta arrancarlos de cuajo y destrozarlos a golpes, es fácil que cuando pase algo gordo no le quede más remedio que echar mano de la guadaña.
http://www.elpais.es/articulo/elpepspor/20060319elpepspor_3/Tes/portada/peligroso/placer/indignarse
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