Hace dos años, fanáticos musulmanes se volcaron a las calles de la capital de Nigeria, Abuja, para protestar por la realización de un certamen de belleza para la elección de Miss Universo. Sostenían que se trataba de una exhibición femenina que constituía un insulto a las enseñanzas del Islam. Al finalizar la protesta, los cadáveres de decenas de inocentes yacían en las calles y casas.
La opinión o los gustos de los ateos y los creyentes de otras religiones, por supuesto, eran irrelevantes. Se quemaron casas y comercios, y hubo barrios que quedaron devastados. A los efectos de asegurar que se reprimieran hasta los comentarios, una periodista fue declarada culpable de blasfemia contra el profeta Mahoma y un oscuro vicegobernador de un oscuro estado llamado Zamfara adquirió inmediata notoriedad al declarar una fatwa de muerte en su contra por esa presunta blasfemia. El comentario de la periodista, un evidente intento de hacer frente a la ola de santurronería, había sido que, de haber vivido, seguramente el profeta Mahoma habría tomado por esposa a alguna de las participantes del concurso de belleza. Tratándose de un profeta cuyos descendientes proclaman su paternidad con orgullo varias generaciones después, una condena a muerte como respuesta a un elogio estético supone una caída en lo más profundo de la irracionalidad y el oportunismo homicida.
Como era previsible, condené la orgía asesina. Para mi asombro, algunas voces liberales del mundo occidental, siempre liberales con la sangre de otros y liberales en defensa del agresor, decidieron concentrarse en la "incorrección" de llevar la "decadencia occidental" a la prístina inocencia de Nigeria y de contaminar sus valores culturales. Sentí que era mi deber informar sobre la existencia de concursos de belleza —tanto masculina como femenina— en distintas tradiciones culturales de las sociedades africanas.
El núcleo del discurso pasó inadvertido: la santidad de las vidas humanas por encima de las afirmaciones de cualquier fe.
Pero la impunidad genera impunidad. La masacre de las reinas de belleza en nombre de la sensibilidad religiosa no fue el primer derramamiento de sangre de ese tipo que hubo en Nigeria, y es imposible que sea el último en un lugar en que los gobiernos emplean un lenguaje que halaga el ego asesino de las milicias religiosas.
Tras la proclamación de una nueva ofensa contra la persona del profeta Mahoma en la lejana Dinamarca, sabíamos que el turno de Nigeria llegaría sólo en cuestión de días.
En el norte del país, en Maiduguri, los fanáticos pusieron manos a la obra. Eligieron un domingo, día en que las ovejas se congregan. Cayeron sobre los inocentes e iniciaron su tarea sangrienta. Una vez más esperamos una reacción oficial, y ésta llegó: el gobierno, además de una serie de organizaciones civiles preocupadas, aconsejaban "moderación". En las declaraciones oficiales no había expresiones de rechazo indignado, así como tampoco ninguna manifestación oficial que indicara que se aplicarían las leyes del país.
Como era de esperar, las matanzas se extendieron. Una de las características de los imitadores de la violencia es que nunca se limitan a imitar a otros, sino que sienten que tienen que mejorar el episodio original.
¿Es en realidad una cuestión de sensibilidad religiosa? ¿O son otros los factores —políticos, económicos, sociales— que originan estos brotes de demencia organizada? Sabemos cuáles son las respuestas a esa pregunta en Nigeria, y tal vez debería aplicársela más abiertamente a las realidades internas de otros lugares de "combustión espontánea".
Por otra parte, ¿quién es el que en realidad profana el nombre del profeta Mahoma? ¿Los que en nombre de ese profeta matan a inocentes que nunca en su vida probaron la manteca dinamarquesa, que ni siquiera saben de la existencia de un país llamado Dinamarca, o un caricaturista que, por lo que sabemos, nunca tuvo relación espiritual alguna con Jesucristo ni con Mahoma, con Buda ni con Orisanla? Sí, puede acusarse de falta de responsabilidad a esa persona. Como profesional informado, tiene la obligación moral de respetar los valores de otros, pero hace lo que hace según su propia responsabilidad moral, no en nombre de Jehová, Ikenga o la virgen María. ¿Entonces por qué los fieles de otras religiones fueron blanco de la ira de aquéllos que se sintieron víctimas de una afrenta tan profunda que sólo una masacre organizada podía lavar?
Afortunadamente, el gobierno dinamarqués no asumió la culpa ni sucumbió al llamamiento de pedir disculpas por la conducta de uno de sus ciudadanos. Repugna la idea de que un gobierno controle las elecciones individuales en una sociedad libre.
Debemos seguir haciendo hincapié en un periodismo responsable e inculcando el hábito de la buena vecindad, que va más allá de las fronteras nacionales. Con mayor fuerza, sin embargo, debemos rechazar todo intento de cualquier cuasi Estado o autoridad local de imponer su voluntad a quienes no suscriben los mandatos de sus creencias, culturas y valores.
Wole Soyinka Premio Nobel de Literatura. Traducción de Joaquín Ibarburu para Clarín.
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