La ministra de Sanidad, Elena Salgado, ha afirmado que en España no es necesario abrir ningún debate sobre la eutanasia. Según apuntó, el ministerio quiere centrar la discusión en torno a la extensión, calidad y accesibilidad de los cuidados paliativos en nuestro país. Seguramente esta apuesta, además de razones estratégicas y planificadoras de peso, las tiene también políticas. Sin embargo, este planteamiento parece corto. La sociedad española lleva ya 15 años discutiendo el problema de la eutanasia. Bien es cierto que el debate ha sido muchas veces más emotivo que racional, más radical que prudente, pero ha existido. La cuestión sigue viva y abierta, como lo está en el resto de las sociedades europeas y occidentales.
Pero quizá la discusión, más que restringirse a los cuidados paliativos o la eutanasia, debería trazarse en un marco más amplio que afronte, al menos, los siete aspectos siguientes:
1. La sociedad española tiene que romper el tabú de la muerte. La muerte, como el sexo, forma parte de la vida, y tenemos que aprender a hablar de ella con libertad. El que fallezca una persona de 85 años, por poner un ejemplo, entra dentro de lo biológica y biográficamente esperable, dentro de lo normal. En cambio, una sociedad que lo primero que piensa cuando esto sucede es que "quizá no se hizo todo lo que se pudo", o que "no lo quisieron salvar", o que los médicos o los servicios sanitarios no funcionaron bien, es una sociedad enferma. Hay que romper el imperativo tecnológico que alimenta el espejismo de la inmortalidad, porque es inhumano e irreal.
Hay que hablar con normalidad de la muerte en los colegios, institutos y facultades universitarias, en los telediarios y en los periódicos. Nos va en ello la vida. Y, sin embargo, apenas hemos dado pasos en esta tarea.
2. La muerte de quien está enfermo debe ser un acontecimiento vivido por la persona con el menor sufrimiento posible. Esto exige el desarrollo de los cuidados paliativos de calidad en nuestro país. Éste es el primer derecho que tiene que tener cubierto todo ciudadano, si queremos hablar con razón de "derecho a una muerte digna". Aquí es verdad que, como decía la ministra, queda mucho por hacer.
3. Puede haber personas que no deseen vivir conscientemente la propia muerte hasta el final. Esto nos obliga a ofrecerles la posibilidad de sedación en las fases finales de su enfermedad. Esta sedación debe facilitarse de forma técnicamente correcta y contando con el consentimiento del paciente. Entrar en la muerte voluntariamente dormido debe ser una forma más de ejercicio de la libertad personal, no el fruto de la angustia de la familia o de los sanitarios. Y desde luego, si se cumplen los requisitos, no es una forma de eutanasia.
4. Puede haber personas conscientes y capaces que no deseen recibir toda la tecnología médica para prolongar su vida, o mejor dicho, su muerte. La sociedad y, de forma concreta, las familias, y los profesionales sanitarios, todavía tienen mucho que aprender en el respeto a las decisiones de los pacientes de rechazar determinados tratamientos, aun sabiendo que ello puede producir su muerte. La idea de que este deseo del paciente debe respetarse mientras esté consciente, pero que una vez pierda la consciencia, el poder para decidir vuelve a manos de las familias y los profesionales, no es aceptable, ni ética ni jurídicamente.
5. Una buena manera que tienen los ciudadanos de estar seguros de que se respetarán sus deseos respecto a los tratamientos que desean o no recibir es ponerlos por escrito. Esto es lo que llamamos una "Instrucción Previa", más conocida como "testamento vital". El desarrollo legislativo en esta materia en nuestro país es espectacular, e incomparablemente superior al de nuestro entorno europeo. Pero al mismo tiempo, como casi todo lo que acompaña a nuestro Estado de las autonomías, es muy desigual. Basta sólo con mirar los diferentes nombres que recibe el documento en las leyes autonómicas, para comprender la potencial inequidad que late en ellas.
6. Pero no hay que engañarse. Estados Unidos lleva 30 años desarrollando los testamentos vitales, y a día de hoy tres de cada cuatro estadounidenses carecen de él. Por eso habrá que reconocer que, todavía durante muchos años más, el escenario más frecuente que se vivirá en los hospitales españoles no será el de un médico y un representante del paciente aplicando el testamento vital de este último. Será más bien el que se vive ahora, el de un médico y un familiar tratando de aclarar en qué consiste el mayor beneficio de un paciente desde el punto de vista de su pronóstico y su calidad de vida. Como resultado de ello habrán de decidir si aplican nuevas medidas terapéuticas, mantienen las que existen, o las retiran para permitir la muerte. Esto es lo que llamamos "limitación del esfuerzo terapéutico", algo que se hace todos los días en nuestros hospitales.
Desde el punto de vista ético parece asumido que prolongar una vida sólo para evitar la muerte biológica, sin atender a las condiciones de calidad humana en que dicha vida será vivida, es poco justificable. Es lo que llamamos "obstinación terapéutica", en la que con frecuencia incurren tanto los profesionales como las familias de los pacientes. Sólo expresa la incapacidad para asumir la muerte como algo inherente a la condición humana. Pero lo tremendo es que nuestra legislación, nuestro ordenamiento jurídico, también está contaminada de esta idea omnipotente de que si existe la tecnología, hay que aplicarla para prolongar la vida biológica. Por eso es urgente despejar definitivamente las dudas jurídicas que atenazan a los profesionales y los familiares a la hora de plantearse la posibilidad de no iniciar o suspender medidas de soporte vital en pacientes incapaces sin testamento vital, cuando éstas son claramente inútiles.
7. Algunos pacientes, a pesar de recibir los mejores cuidados paliativos, desean consciente y libremente no prolongar más su vida, desean que se les ayude a morir. Éste es el escenario de la eutanasia. La percepción de muchos ciudadanos, profesionales sanitarios y especialistas en bioética, es que habría que dar pasos para hacerlo un poco más posible, aunque garantizando además mecanismos adecuados para asegurar la trasparencia y evitar los abusos. La actual regulación mediante el artículo 143 del Código Penal parece a todas luces insuficiente. Un escenario de despenalización de determinados supuestos sería un camino a explorar, en el marco de un debate social abierto, serio y construido con argumentos, no con emotividades. Pero esto exige un coraje político que vaya más allá de la aritmética parlamentaria y de los juegos de poder, para adentrarse en el terreno de una ética cívica, democrática y republicana.
Pablo Simón e Inés M. Barrio son especialistas en bioética, respectivamente, de la Escuela Andaluza de Salud Pública y de la Fundación Hospital Virgen de las Nieves, en Granada.
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