Claridor era un reino de nobles y damas, de gente muy honrada y muy respetable. Un lugar pequeño y de buen clima, donde la seriedad y la discreción al ser y al estar eran apreciadas tanto o más que el valor. Pero no todos allí eran el súbdito ideal.
Rolia, la mujer que vivía en la casa de la laguna, la que tenía el cocodrilo y las espadas, tenía fama de ser “gente rara”. Una bruja, decíanle los más supersticiosos, que por primera vez acertaron.
Una bruja y de las celosas, pero no de las inteligentes. Celosa de la reina, celosa de la vida en el castillo y resentida de la astucia legendaria de otras brujas.
Cuando nació Tilderi, la princesa, Rolia decidió tomar venganza apareciendo más como un hada torpe y traviesa que como una bruja de esas con sombrero y gato y cocodrilo.
-¿Qué quieres?- preguntó el rey, quien bastante bien la conocía. A quien ella una vez quiso convertir en sapo y sólo le produjo una especie de sarna verde en un brazo que le costó mucho tiempo de calidad con la reina (fue muy difícil de quitar, sobre todo en esos tiempos).
-He venido a maldecir a tu hija- no dio tiempo a los guardias para atacar, quiso hacerlos caer mágicamente mas sólo los dejó aturdidos, logrando ganar tiempo para irse no sin antes decir con voz amenazadora y una risa malvada el fin de su hechizo (más que la que usan aquellos que estafan pero menos que la de aquellos que buscan dominar el mundo).
-De ahora en adelante ella siempre… eh… (Era muy poco creativa para ser alguien que tiene un cocodrilo.) ¡Siempre va a estar desnuda!
Parecía algo no tan grave, pero en aquel reino puro y tímido eso era la máxima vergüenza, sobre todo para la hija de los reyes.
Rolia desapareció (o corrió bastante rápido) dejando afligido al rey, quien además de conservador, ya había gastado una fortuna en vestidos de princesa.
-Pobre Tilderi… Será la burla del reino, ¡la humillación de esta familia!- él se ponía cada vez más tenso y su esposa le hizo una sugerencia que no lucía muy agradable, pero allí estaba.
-Si ella es la única sufrirá. Creo que ya sabes qué se debe hacer- él asintió con resignación y un suspiro.
A pocos días de aquello, en Claridor se distribuyeron anuncios en los hogares y en las plazas, al público en general que decían:
“por Decreto Real se prohíbe usar cualquier tipo de vestimenta. No se tendrá compasión con quien infrinja esta orden ya que es para su propia seguridad y además, al Rey así le parece”. Aquello, por supuesto, era para proteger a Tilderi. si el mundo conocido por ella era desnudo; no se sentiría como una extraña y nadie estaría viéndola como una perdida o llenando en las cenas sus elegantes bocas con comentarios hirientes a la reputación de la princesa.
Por ser aquél un reino tan sumiso y responsable, a penas se publicó lo anunciado, nadie salía de su casa con ropas. La pasaron muy mal al principio. El pastelero del pueblo no quería ver a sus clientes a los ojos siquiera, la costurera comenzó a aprender a cortar el pelo y las damas de familia trataban de, con sus traslúcidos abanicos, ocultar sus nada bronceados cuerpos.
Sí, un caos. Al principio aquello no fue otra cosa. Un caos silencioso, hecho de vergüenza y culpabilidades ¿Por qué el Rey nos hace esto? Nadie quería decir, ni en secreto o a amigos, que pensaban que se había vuelto loco y decidieron aceptar el mandato estoicamente.
Tilderi creció y nunca se sintió rara o supo de la ropa. El carpintero no pasaba tanto calor en su taller, el atleta se bronceaba relajado y la gente pobre no era marginada por su apariencia barata o vestidos remendados.
Resulta que al pasar el tiempo no se sentían tan mal. Empezaron a acostumbrarse unos a otros. El gordo, el flaco y el que tenía una cicatriz… Ya eso perdió importancia, continuaron sus vidas con normalidad… A veces recordaban su situación y mantenían sus reservas ante saludos muy efusivos o abrazos a extraños, pero en general se sentían bien. La sensación anárquica de los primeros meses se transformó en una de paz y libertad, nadie se metía con nadie y todos aceptaban a los demás (tal vez porque todos sentían que tenían algún defecto que criticar a la vista y era mejor no lanzar la primera piedra).
Un día, un príncipe viajero llegó hasta Claridor movido por historias de esa gente y de aquella costumbre inusual.
“De verdad, Liuro, te digo que allá nadie usa ropa” su amigo estaba en lo cierto. Liuro pasaba su mano por su suave capa aterciopelada como considerando su estatus de “objeto útil” mientras se dirigía a Claridor.
Cuando entró al castillo y se presentó, Tilderi, que ya era una joven adulta lo vio extrañada.
Él habló con la familia y les explicó su deseo de conocer el reino, ellos, muy buenos anfitriones, lo hospedaron en su castillo. Él y Tilderi se hicieron amigos y luego de un mes, cuando él debía irse, le pidió que se fuera con él.
-Pero tú dices que allá en tu tierra todos andan con trapos y metales encima, eso no me gusta-
-Mi amor…- le dijo él tomando su mano –yo no tengo ningún problema en que te quedes así-
Ella accedió y fue junto a él. Los súbditos de aquél lugar tuvieron que mantener la boca cerrada por respeto a la elección de su joven alteza (aunque no sobraron los chistes en las fiestas o los bares). Tilderi no tenía ninguna pena en pasearse por el pueblo desnuda (¿Quién iba a meterse con ella?) y con el tiempo los habitantes de su nuevo reino comenzaron a imitarla.
Primero los más osados, el pintor, el zapatero y algunos comerciantes, pero la costumbre Claridorana se hizo popular cuando la adoptó la compañía de teatro. Cual si fuera el traje mejor diseñado, se puso de moda andar desnudo. La gente iba a las obras y casi no reparaba en la calidad de la actuación (honestamente, era casi imposible).
La costumbre de la princesa nudista se propagó por reinos y ciudades cercanos y en todos lados era igual al principio; pena, dudas, chismes y burlas. Pero luego la gente se ponía feliz, se preocupaban menos y estaban más relajados. Ella nunca supo que estaba maldita, de hecho, pensaba que los raros eran los que andaban con trapos encima todo el día. Sobre todo por esas tierras tan calurosas.
Rolia, la mujer que vivía en la casa de la laguna, la que tenía el cocodrilo y las espadas, tenía fama de ser “gente rara”. Una bruja, decíanle los más supersticiosos, que por primera vez acertaron.
Una bruja y de las celosas, pero no de las inteligentes. Celosa de la reina, celosa de la vida en el castillo y resentida de la astucia legendaria de otras brujas.
Cuando nació Tilderi, la princesa, Rolia decidió tomar venganza apareciendo más como un hada torpe y traviesa que como una bruja de esas con sombrero y gato y cocodrilo.
-¿Qué quieres?- preguntó el rey, quien bastante bien la conocía. A quien ella una vez quiso convertir en sapo y sólo le produjo una especie de sarna verde en un brazo que le costó mucho tiempo de calidad con la reina (fue muy difícil de quitar, sobre todo en esos tiempos).
-He venido a maldecir a tu hija- no dio tiempo a los guardias para atacar, quiso hacerlos caer mágicamente mas sólo los dejó aturdidos, logrando ganar tiempo para irse no sin antes decir con voz amenazadora y una risa malvada el fin de su hechizo (más que la que usan aquellos que estafan pero menos que la de aquellos que buscan dominar el mundo).
-De ahora en adelante ella siempre… eh… (Era muy poco creativa para ser alguien que tiene un cocodrilo.) ¡Siempre va a estar desnuda!
Parecía algo no tan grave, pero en aquel reino puro y tímido eso era la máxima vergüenza, sobre todo para la hija de los reyes.
Rolia desapareció (o corrió bastante rápido) dejando afligido al rey, quien además de conservador, ya había gastado una fortuna en vestidos de princesa.
-Pobre Tilderi… Será la burla del reino, ¡la humillación de esta familia!- él se ponía cada vez más tenso y su esposa le hizo una sugerencia que no lucía muy agradable, pero allí estaba.
-Si ella es la única sufrirá. Creo que ya sabes qué se debe hacer- él asintió con resignación y un suspiro.
A pocos días de aquello, en Claridor se distribuyeron anuncios en los hogares y en las plazas, al público en general que decían:
“por Decreto Real se prohíbe usar cualquier tipo de vestimenta. No se tendrá compasión con quien infrinja esta orden ya que es para su propia seguridad y además, al Rey así le parece”. Aquello, por supuesto, era para proteger a Tilderi. si el mundo conocido por ella era desnudo; no se sentiría como una extraña y nadie estaría viéndola como una perdida o llenando en las cenas sus elegantes bocas con comentarios hirientes a la reputación de la princesa.
Por ser aquél un reino tan sumiso y responsable, a penas se publicó lo anunciado, nadie salía de su casa con ropas. La pasaron muy mal al principio. El pastelero del pueblo no quería ver a sus clientes a los ojos siquiera, la costurera comenzó a aprender a cortar el pelo y las damas de familia trataban de, con sus traslúcidos abanicos, ocultar sus nada bronceados cuerpos.
Sí, un caos. Al principio aquello no fue otra cosa. Un caos silencioso, hecho de vergüenza y culpabilidades ¿Por qué el Rey nos hace esto? Nadie quería decir, ni en secreto o a amigos, que pensaban que se había vuelto loco y decidieron aceptar el mandato estoicamente.
Tilderi creció y nunca se sintió rara o supo de la ropa. El carpintero no pasaba tanto calor en su taller, el atleta se bronceaba relajado y la gente pobre no era marginada por su apariencia barata o vestidos remendados.
Resulta que al pasar el tiempo no se sentían tan mal. Empezaron a acostumbrarse unos a otros. El gordo, el flaco y el que tenía una cicatriz… Ya eso perdió importancia, continuaron sus vidas con normalidad… A veces recordaban su situación y mantenían sus reservas ante saludos muy efusivos o abrazos a extraños, pero en general se sentían bien. La sensación anárquica de los primeros meses se transformó en una de paz y libertad, nadie se metía con nadie y todos aceptaban a los demás (tal vez porque todos sentían que tenían algún defecto que criticar a la vista y era mejor no lanzar la primera piedra).
Un día, un príncipe viajero llegó hasta Claridor movido por historias de esa gente y de aquella costumbre inusual.
“De verdad, Liuro, te digo que allá nadie usa ropa” su amigo estaba en lo cierto. Liuro pasaba su mano por su suave capa aterciopelada como considerando su estatus de “objeto útil” mientras se dirigía a Claridor.
Cuando entró al castillo y se presentó, Tilderi, que ya era una joven adulta lo vio extrañada.
Él habló con la familia y les explicó su deseo de conocer el reino, ellos, muy buenos anfitriones, lo hospedaron en su castillo. Él y Tilderi se hicieron amigos y luego de un mes, cuando él debía irse, le pidió que se fuera con él.
-Pero tú dices que allá en tu tierra todos andan con trapos y metales encima, eso no me gusta-
-Mi amor…- le dijo él tomando su mano –yo no tengo ningún problema en que te quedes así-
Ella accedió y fue junto a él. Los súbditos de aquél lugar tuvieron que mantener la boca cerrada por respeto a la elección de su joven alteza (aunque no sobraron los chistes en las fiestas o los bares). Tilderi no tenía ninguna pena en pasearse por el pueblo desnuda (¿Quién iba a meterse con ella?) y con el tiempo los habitantes de su nuevo reino comenzaron a imitarla.
Primero los más osados, el pintor, el zapatero y algunos comerciantes, pero la costumbre Claridorana se hizo popular cuando la adoptó la compañía de teatro. Cual si fuera el traje mejor diseñado, se puso de moda andar desnudo. La gente iba a las obras y casi no reparaba en la calidad de la actuación (honestamente, era casi imposible).
La costumbre de la princesa nudista se propagó por reinos y ciudades cercanos y en todos lados era igual al principio; pena, dudas, chismes y burlas. Pero luego la gente se ponía feliz, se preocupaban menos y estaban más relajados. Ella nunca supo que estaba maldita, de hecho, pensaba que los raros eran los que andaban con trapos encima todo el día. Sobre todo por esas tierras tan calurosas.
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