lunes, mayo 05, 2008

LO PEOR por Isabel Coixet. Que me arreglen el Audi los padres del joven atropellado y muerto...

LO PEOR por Isabel Coixet
Cuando creemos que no hay nada que pueda sorprendernos, cuando pensamos que la abyección humana ha tocado las cotas más bajas (o más altas, según se mire), siempre hay algo que viene a descolocarnos y a dejarnos boquiabiertos de asombro. Dos hechos sin relación entre sí me tienen completamente obsesionada. Uno es el del hombre (o lo que sea) que, después de atropellar a un ciclista, reclama a los padres del chico fallecido la reparación de su maldito coche. No sé por qué, no sé qué oscura tecla toca en mí este caso que consigue sacar la bestia que llevo dentro y que yo creo domesticada pero no. Hablando claro: yo a este hombre lo fusilaba. Que alguien, después de causar la muerte a otro ser humano, tenga la repugnante desfachatez de decir: "A la familia ya no le van a devolver al muerto, pero a mí me pueden reparar el coche" y que tenga los cojones de llevar a juicio a la familia del chico me parece la demostración, por si faltaran más pruebas, de que caminamos hacia un mundo sin ética, sin decencia y sin es¬crúpulos.
Que un accidente, de acuerdo, el atropello fue un accidente (ya no me meto en si éste lo que sea iba borracho o no). Pero lo que sí sé es que la decisión de reclamar dinero para que el jodido Audi no tenga ni un arañazo y luzca como nuevo es la decisión de un peligroso perturbado. Me recuerda el tristemente famoso caso del violador que reclamó una indemnización a la mujer que había violado porque al huir corriendo por la cocina se fracturó la cadera al resbalar en el suelo recién abrillantado. Es la repugnante táctica de los grandes verdugos de la historia, de los criminales más sanguinarios, de los terroristas: las víctimas son los culpables. Es el mismo siniestro estilo de los etarras que, después de asesinar a alguien, se encargan de amargar convenientemente la vida de la familia que intenta sobreponerse con cobardes llamadas de teléfono en las que insultan al que acaban de matar y a sus familiares. Llegará el día en el que hasta les pedirán el dinero de la munición que emplearon asesinando a sus víctimas.
Soy consciente de que esta comparación no ha lugar, pero no puedo evitarlo, como he dicho antes. Este caso saca lo peor de mí. Lo reconozco. Atrofia mi sentido común, mi sentido de la justicia y anula mi talante conciliador. Un hombre que, ante el dolor ajeno, piensa en el capó abollado de su Audí no merece justicia. Merece el paredón. Sin paliativos.
Miro las imágenes de los padres del muchacho que se aferran a la última foto de éste y miran a la cámara como si estuvieran vi¬viendo una pesadilla sin fin de la que saben nunca más se van a despertar. Me pongo en su piel y siento un puñetazo en el estómago que me deja sin aliento. Veo las noches en que van a darle las buenas noches a su hijo y se dan cuenta de que ya no está. Veo a la madre sacando calcetines de un armario y llorando aferrada a ellos. Veo todo el dolor que les espera.
A lo mejor el tipo del coche también lo ha visto, porque finalmente ha retirado la denuncia. Pero afrontemos la realidad, sólo lo ha hecho por la presión social, por la gente que como yo no puede entender que después de matar a alguien a uno le importe fardar de coche impecable.

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