viernes, mayo 23, 2008

Con ojos cinematográficos. Javier Marías. EL PAIS SEMANAL - 03-02-2008

Con ojos cinematográficos. Javier Marías. EL PAIS SEMANAL - 03-02-2008
Una de las malas consecuencias de que los políticos y tertulianos salgan a diario en las televisiones es –aparte del fenomenal hartazgo que producen y de las continuas sandeces que nos obligan a escucharles– que dejamos de verlos. De la misma manera que hay palabras largas y frecuentes que ya no leemos, sino que las reconocemos como un bloque, de un vistazo (posibles ejemplos serían “desvergonzado” o “Alejandro”, y por eso nos cuesta percatarnos de que están mal escritas si aparecen como “desvergorzado” o “Alejando”), las caras de nuestros dirigentes y periodistas nos son tan excesivamente familiares que ya no nos preguntamos qué vemos en ellas, sino que nos limitamos a pensar: “Ah, Rajoy; ah, Zapatero; ah, Ibarretxe; ah, Carod-Rovira”. Por eso, cuando aparece un rostro nuevo, al que aún no estamos habituados, entonces nos damos cuenta de que sí vemos algo, más allá de la asociación refleja entre la imagen o la voz y el nombre.
Hace muchos años me pregunté en un artículo, en el que analizaba la famosa foto de Franco y Millán Astray vestidos más o menos de legionarios y en actitud no se sabía si cantarina, increpatoria o borracha, cómo era posible que sus contemporáneos no hubieran advertido al instante que se trataba de dos facinerosos palmarios que, de topárselos de frente, invitarían a cualquier ciudadano honrado a cruzarse de acera. Y señalaba la enorme dificultad que solemos tener para percibir en la realidad lo que en las películas vemos rápidamente y con nitidez absoluta. En ellas, a menudo, nada más asomar un personaje nos decimos: “Huy, este no es de fiar”, o “Este es un sádico”, o “Este es un alma inocente”. Claro que los actores es¬¬tán caracterizados al efecto, y además interpretan con la intención de que pensemos una u otra cosa, según el caso. Pero es que en la vida real la mayoría de las figuras televisivas se delatan de forma muy similar, como si fueran personajes prototípicos, y lo único que los salva de que los veamos de veras es nuestro acostumbramiento y consiguiente embotamiento.
Ahora ha surgido una cara nueva, la de Manuel Pizarro, “fichaje estelar” del PP –dicen–, y como aún lo miramos “con ojos vírgenes”, en seguida he podido “meterlo” en una película. Y la verdad, parece que ese Partido los busque desagradables: su gesto cruel y despectivo me ha hecho verlo al instante como uno de esos despiadados magnates de las viejas cintas de Frank Capra, dispuesto a dejar a James Stewart en la ruina por arañar unos pocos más dólares. O bien –es una alternativa– como uno de esos malhumorados campesinos sureños de escopeta y Biblia que pululan por las películas de Ku-Klux-Klan y conflictos raciales. Hasta tiene cara de los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo. ¿Por qué no miramos en la vida como en la sala oscura? Bueno, es verdad que de Zapatero se ha subrayado su notable parecido con Rowan Atkinson, ese Mr Bean calamitoso. Pero si al actual Aznar lo viéramos en una película, nos saltaría a la vista que su personaje es el de petimetre envanecido del que tocará burlarse. José Blanco se asemeja a aquellos esbirros ratoniles de Liberty Valance en la obra maestra de John Ford, o a aquellos de Grupo salvaje que se peleaban entre sí por robarles las muelas de oro a quienes habían despanzurrado. Esperanza Aguirre se parece cada vez más a Gracita Morales (no logro verla sin imaginármela con delantal y cofia), sólo que sin su bonhomía, y desde que perdió las elecciones –¿se acuerdan de que las tenía perdidas hasta que le echaron un cable aquellos Tamayo y Sáez?–, el gesto se le ha hecho tan avieso que Gracita se mezcla monstruosamente con la más pérfida Barbara Stanwyck. Si viéramos a Isabel San Sebastián por vez primera, la situaríamos de inmediato en la estela de las más conspicuas avinagradas, tipo Judith Anderson (el ama de Rebeca). El parecido de Ibarretxe con Leonard Nimoy (el Doctor Spock) es innegable, pero si le ponen con la imaginación una sotana, tendrán al típico cura fanático, o a un Gran Inquisidor si lo disfrazan de dominico. Otro al que conviene añadirle un alzacuellos es Álvarez del Manzano: se les representará el perfecto ejemplo de sacerdote untuoso. Lo mismo que si a Donald Rumsfeld lo visten con bata blanca: daría un arquetípico médico o científico nazi, enloquecido por sus experimentos. Si pudiéramos ver con ojos vírgenes a Zaplana, a Puigcercós o a Pedro J Ramírez (aunque en el caso de éste pueden influir los tirantes), no nos cabría duda de que regentan un garito de juego –ni siquiera un casino–, con mucha partida de dados. Nos resultaría transparente que Ana Botella pertenece al linaje de las madrastras, con su sonrisa tan falsa acompañada de mirada envenenadora. Y Sánchez Dragó veríamos que es un émulo de Gaddafi (a veces hasta en la vestimenta), sólo que con facciones aún más rústicas. Sarkozy es Louis de Funès aún con pelo, Benedicto XVI recuerda en la mirada a Nosferatu, y los gemelos Kaczynski parecen directamente sacados de aquella película de terror, El pueblo de los malditos, aunque ya no sean niños prodigio. En cuanto a Rajoy, ¿se acuerdan de los psicólogos de empresa –hoy serían jefes de recursos humanos– que solían ser los malos en las comedias de Billy Wilder y de Jerry Lewis? Pues ahí lo tienen. Ojalá recuperáramos la capacidad para verlos a todos con mirada cinematográfica. No votaríamos con entusiasmo –es imposible–, pero sí con algo más de perspicacia.

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