LA ZONA FANTASMA. No católicos sino catolicistas. Javier Marías. EL PAIS SEMANAL - 19-01-2008
Está uno harto de recordar –y ustedes aburridos de que yo lo haga– el viejo adagio de mi familia: “Nunca se debe intentar contentar a quienes nunca se van a dar por contentos”. Y sin embargo es algo que en España hay que sacar a colación continuamente, como si no darnos nunca por contentos fuera uno de nuestros mayores vicios, o más bien ardides. Es este un país lleno de gente insaciable, a la que nada parece jamás bastante, que ve cualquier gentileza o concesión no como deseo de tener la fiesta en paz y llegar a acuerdos, ni como recapacitación y afán de ser justo, sino como síntoma de debilidad inequívoca de quien cede, y por lo tanto como señal para tirar de la cuerda y forzar aún más las situaciones. Lo más sorprendente es que nadie haga caso de ese adagio, que nadie se plantee lo inútil y aun lo contraproducente de intentar contentar a quienes jamás van a darse por satisfechos. No se lo dan ni se lo darán los nacionalistas varios, ni por supuesto ETA, ni el actual Partido Popular, ni –según comprobamos una y otra vez– los obispos y cardenales católicos.
Son sólo algunos ejemplos, de colectivos. Porque también los hay de millares de individuos, y estoy seguro de que ustedes se las habrán visto en la vida con alguna persona así. Habrán puesto paños calientes y tenido infinitas buena fe y paciencia con ellas, habrán procurado agradarlas y apaciguarlas, las habrán tratado con guante blanco ante su enorme susceptibilidad y su imparable exigencia …, y no habrán conseguido sino recibir reproches y broncas, se habrán sentido en insaldable y permanente deuda con ellas, habrán experimentado la desagradable e injusta sensación de que, por mucho que hicieran ustedes en provecho suyo, ellas no sólo no iban a agradecérselo, sino que lo iban a tomar como algo lógico y debido y además insuficiente. Son personas imposibles, desesperantes, con las que lo mejor que puede hacerse es romper todo vínculo y trato, no tenerlo malo ni esforzarse por tenerlo bueno (una quimera, esto último). Son individuos que en seguida pierden de vista lo que es una deferencia o un gran favor por nuestra parte, que consideran “derechos adquiridos” lo que graciosa y voluntariamente les otorgamos un día, que olvidan que no tenemos ningún deber para con ellos, y que, si les retiramos nuestra protección o beneficio, lo juzgarán una agresión, nada menos. Recuerdo haber tenido amigos a los que favorecía en lo posible: sugería su nombre para trabajos o viajes; lograba que se los invitara a donde no lo habían sido; hacía gestiones para que se los publicara o tradujera; los ayudaba a mejorar sus tarifas, sin llegar a la indecencia de recomendar públicamente lo que de ellos no me gustaba. Al terminar la amistad, me abstuve de perjudicarlos, pero sí dejé de echarles aquellas manos, y ellos entendieron la mera cesación de un apoyo –nada más comprensible, si yo me había considerado traicionado– como una declaración de hostilidades por mi parte. Hasta tal punto habían olvidado que se trataba algo espontáneo y amistoso, a lo que no estaba en modo alguno obligado.
La jerarquía eclesiástica –y por tanto la Iglesia Católica en su conjunto, que nada hace para moderar o reprobar a aquélla– ha demostrado sobradamente pertenecer a esa clase de personas u organizaciones. Con ella se han tenido todos los miramientos imaginables. Pese a ser España un Estado aconfesional desde hace treinta años, se le ha mantenido un trato de privilegio escandaloso. Se la ha seguido financiando –aún más desde 2006– con el dinero de todos los ciudadanos, profesen la religión que sea o ninguna; se le ha aumentado al 0,7% la cantidad que los contribuyentes puedan destinarle a través de sus impuestos, restándosela así al Estado; no se han cancelado los caducos acuerdos de 1979 con el Vaticano, tan beneficiosos para ella; se le permite apoderarse de las calles de todo el país durante siete días seguidos, los de la Semana Santa, algo que se impediría a cualquier otro colectivo, religioso o laico; para no irritarla, se han parado o descafeinado leyes, y a otras se ha renunciado; se ha tolerado que obispos levantaran falsos testimonios (“La sospecha del 11-M mira al Gobierno”, clamó el de Huesca) sin que sus pares los reconvinieran por la comisión de tamaño pecado en público; se le ha consentido difamar y mentir a través de su emisora, amoldar a su gusto la Educación para la Ciudadanía y despedir a su arbitrio a los profesores de Religión que ella no paga, en esos colegios “suyos” que en realidad sufragamos los españoles. No se le ha pasado factura por los cuarenta años en que gobernó y reprimió a la sombra –o al sol, descaradamente– de la sanguinaria dictadura de Franco, ni por su mucha opresión de tantos siglos, ni por su deliberada ignorancia y rechazo a cualquier avance. Se la ha tratado, en suma, con una generosidad que en poco grado merecía. Pero para la jerarquía nada es nunca bastante; los obispos, con cinismo, se dicen “acorralados” y “perseguidos” y jamás se darán por contentos. O mejor dicho, sólo se lo darían si acabaran con toda libertad y razón y pudieran imponer a todos, como en el pasado no lejano, sus creencias, mandatos y prohibiciones. Esto es, el día en que, de la misma manera que hay Estados islamistas que supeditan el poder democrático y civil al religioso, España volviera a ser un Estado no católico, sino catolicista.
Está uno harto de recordar –y ustedes aburridos de que yo lo haga– el viejo adagio de mi familia: “Nunca se debe intentar contentar a quienes nunca se van a dar por contentos”. Y sin embargo es algo que en España hay que sacar a colación continuamente, como si no darnos nunca por contentos fuera uno de nuestros mayores vicios, o más bien ardides. Es este un país lleno de gente insaciable, a la que nada parece jamás bastante, que ve cualquier gentileza o concesión no como deseo de tener la fiesta en paz y llegar a acuerdos, ni como recapacitación y afán de ser justo, sino como síntoma de debilidad inequívoca de quien cede, y por lo tanto como señal para tirar de la cuerda y forzar aún más las situaciones. Lo más sorprendente es que nadie haga caso de ese adagio, que nadie se plantee lo inútil y aun lo contraproducente de intentar contentar a quienes jamás van a darse por satisfechos. No se lo dan ni se lo darán los nacionalistas varios, ni por supuesto ETA, ni el actual Partido Popular, ni –según comprobamos una y otra vez– los obispos y cardenales católicos.
Son sólo algunos ejemplos, de colectivos. Porque también los hay de millares de individuos, y estoy seguro de que ustedes se las habrán visto en la vida con alguna persona así. Habrán puesto paños calientes y tenido infinitas buena fe y paciencia con ellas, habrán procurado agradarlas y apaciguarlas, las habrán tratado con guante blanco ante su enorme susceptibilidad y su imparable exigencia …, y no habrán conseguido sino recibir reproches y broncas, se habrán sentido en insaldable y permanente deuda con ellas, habrán experimentado la desagradable e injusta sensación de que, por mucho que hicieran ustedes en provecho suyo, ellas no sólo no iban a agradecérselo, sino que lo iban a tomar como algo lógico y debido y además insuficiente. Son personas imposibles, desesperantes, con las que lo mejor que puede hacerse es romper todo vínculo y trato, no tenerlo malo ni esforzarse por tenerlo bueno (una quimera, esto último). Son individuos que en seguida pierden de vista lo que es una deferencia o un gran favor por nuestra parte, que consideran “derechos adquiridos” lo que graciosa y voluntariamente les otorgamos un día, que olvidan que no tenemos ningún deber para con ellos, y que, si les retiramos nuestra protección o beneficio, lo juzgarán una agresión, nada menos. Recuerdo haber tenido amigos a los que favorecía en lo posible: sugería su nombre para trabajos o viajes; lograba que se los invitara a donde no lo habían sido; hacía gestiones para que se los publicara o tradujera; los ayudaba a mejorar sus tarifas, sin llegar a la indecencia de recomendar públicamente lo que de ellos no me gustaba. Al terminar la amistad, me abstuve de perjudicarlos, pero sí dejé de echarles aquellas manos, y ellos entendieron la mera cesación de un apoyo –nada más comprensible, si yo me había considerado traicionado– como una declaración de hostilidades por mi parte. Hasta tal punto habían olvidado que se trataba algo espontáneo y amistoso, a lo que no estaba en modo alguno obligado.
La jerarquía eclesiástica –y por tanto la Iglesia Católica en su conjunto, que nada hace para moderar o reprobar a aquélla– ha demostrado sobradamente pertenecer a esa clase de personas u organizaciones. Con ella se han tenido todos los miramientos imaginables. Pese a ser España un Estado aconfesional desde hace treinta años, se le ha mantenido un trato de privilegio escandaloso. Se la ha seguido financiando –aún más desde 2006– con el dinero de todos los ciudadanos, profesen la religión que sea o ninguna; se le ha aumentado al 0,7% la cantidad que los contribuyentes puedan destinarle a través de sus impuestos, restándosela así al Estado; no se han cancelado los caducos acuerdos de 1979 con el Vaticano, tan beneficiosos para ella; se le permite apoderarse de las calles de todo el país durante siete días seguidos, los de la Semana Santa, algo que se impediría a cualquier otro colectivo, religioso o laico; para no irritarla, se han parado o descafeinado leyes, y a otras se ha renunciado; se ha tolerado que obispos levantaran falsos testimonios (“La sospecha del 11-M mira al Gobierno”, clamó el de Huesca) sin que sus pares los reconvinieran por la comisión de tamaño pecado en público; se le ha consentido difamar y mentir a través de su emisora, amoldar a su gusto la Educación para la Ciudadanía y despedir a su arbitrio a los profesores de Religión que ella no paga, en esos colegios “suyos” que en realidad sufragamos los españoles. No se le ha pasado factura por los cuarenta años en que gobernó y reprimió a la sombra –o al sol, descaradamente– de la sanguinaria dictadura de Franco, ni por su mucha opresión de tantos siglos, ni por su deliberada ignorancia y rechazo a cualquier avance. Se la ha tratado, en suma, con una generosidad que en poco grado merecía. Pero para la jerarquía nada es nunca bastante; los obispos, con cinismo, se dicen “acorralados” y “perseguidos” y jamás se darán por contentos. O mejor dicho, sólo se lo darían si acabaran con toda libertad y razón y pudieran imponer a todos, como en el pasado no lejano, sus creencias, mandatos y prohibiciones. Esto es, el día en que, de la misma manera que hay Estados islamistas que supeditan el poder democrático y civil al religioso, España volviera a ser un Estado no católico, sino catolicista.
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