El club de los comedores de basura. Bárbara Celis. EL PAIS SEMANAL - 02-12-2007
Los ‘freegan’ reciclan los alimentos que otros desechan. Es una convicción y una forma de vida. Les acompañamos ‘de compras’ por los contenedores de Nueva York. Y luego, a cenar. No les empuja ni el hambre ni la pobreza. Revolver cada semana entre las basuras responde simplemente a la llamada de sus conciencias. Hastiados de observar cómo la sociedad occidental deja morir en sus calles toneladas de comida en perfecto estado, un puñado de ciudadanos repartidos por el mundo y autodenominados freegan tratan de retrasar el colapso ecológico al que afirman que está abocado el planeta evitando pagar por consumir y recuperando parte de la comida salvable que se tira a diario. Que no es poca.
En la puerta de supermercados neoyorquinos como D’Agostino, en el barrio de Midtown, se hacinan cada noche decenas de bolsas de supuestos residuos. Pero si uno mira dentro, como hacen dos veces por semana profesores de instituto como Janet Kalish o expertos en comunicación como Madeleine Nelson, es posible encontrar todo tipo de frutas y verduras en perfecto estado, yogures, zumos de fruta, pasta, arroz, huevos, carne, pescado ahumado…
“El 80% de lo que como lo consigo así desde hace un año. Lo que más abunda es pan. Cada noche se tiran miles de barras. La verdura suele venir empaquetada y limpia. La fruta a veces está golpeada, pero en general tiene buen aspecto. Se encuentran muchísimos yogures y la mayoría sin caducar. La pasta o el arroz a veces simplemente tienen el paquete roto, y eso ya los convierte en basura”, explica Madeleine, que no es vegetariana, a pesar de que la palabra freegan naciera como contracción entre free (libre, gratis) y vegan (vegetariano que rechaza cualquier producto animal).
“Cada persona decide su grado de compromiso”, explica esta mujer de 50 años. Ella vive en el corazón del West Village, en un amplio apartamento lleno de libros; trabaja como portavoz de una ONG, y antes, para una multinacional. “Lo mío es una decisión consciente: desobedecer la orden de comprar. Es un boicot a la sociedad de consumo. Se gasta en exceso, y eso está matando al planeta. Por eso he minimizado todas mis compras. Los libros son usados, los electrodomésticos los arreglo, la ropa es de mercadillos gratuitos”.
Ella es parte del centenar de personas que constituyen el grupo de los freegan neoyorquinos. El País Semanal acompañó a una decena en una de sus compras nocturnas y después cenó con ellos, algo que hacen a menudo para demostrarle a la prensa que todo lo que se encuentra es tan co¬¬mestible como si se hubiera comprado en una tienda de gourmet. Y en muchos casos, los alimentos proceden precisamente de esas tiendas, porque los freegan saben cuidarse, no buscan bocadillos mordisqueados, sino setas italianas, pero en lugar de pagar precios astronómicos por ellas, las recogen de la basura.
Quizá lleven un día caducadas. Quizá caduquen dos días después. La diferencia, dicen, es imperceptible. Los comercios ponen esas fechas mucho antes de lo necesario. Pero ¿por qué acaban en la basura? Por la sobreabundancia. “Muchos supermercados simplemente tiran productos cuando les llegan otros más frescos por falta de espacio”, asegura Adam Weissman, de 28 años, uno de los impulsores de este movimiento nacido en la costa oeste hace décadas y que él ayuda a promover en Nueva York desde hace dos años. Un trabajador del supermercado D’Agostino lo confirma mientras observa cómo los freegan hacen sus compras: plátanos, melocotones, espinacas, tofu…
El grupo bucea en las basuras y va sacando tesoros que se escogen con sumo cuidado. “A veces hay tantas cosas que tenemos que dejarlas ahí”, dice Janet, con su mochila cargada de alimentos. Y no miente: frente a ella hay dos bolsas de basura llenas de zanahorias impolutas en contenedores de plástico. Caducan ese mismo día. Se sirven en la cena dos días después. Exquisitas.
Según un estudio de la Universidad de Arizona, el 40% de los alimentos que se producen en Estados Unidos acaba en la basura sin pasar por ningún estómago; lo que significa que las familias tiran cada año al estercolero 40.000 millones de dólares. Un escándalo si se tiene en cuenta que hay 852 millones de personas malnutridas en el mundo, según la FAO, y que dentro de una ciudad como Nueva York, casi dos millones de personas viven por debajo del índice de pobreza, según el censo nacional.
“La primera vez encontré 130 bagels [rosquillas de pan judío típicas de Nueva York] perfectamente limpios y empaquetados. Me juré a mí misma que nunca volvería a pagar por ellos”, cuenta Wendy Scher, de 26 años, quien ha convertido el freeganismo en una forma de vida. Se viste con ropa usada, su medio de transporte es una bicicleta reciclada, se está planteando ocupar una casa, pues hay muchos apartamentos vacíos en la ciudad, y en la medida de lo posible, tampoco consume cultura de masas, algo que los freegan más ortodoxos, como Adam Weissman, se toman muy en serio.
“Si compras un cd, tienes que pensar en el impacto ecológico del plástico que lo envuelve. Si ves una película, sabes que te están me¬¬tiendo en ella mensajes subliminales sobre qué beber o cómo vestir, y además, en su producción se desperdician toneladas de materiales. Antes de tomar cualquier decisión me pregunto el impacto económico o social de cada producto que se consume. Y la cultura de masas es tremendamente contaminante, psíquica y físicamente”, afirma Weissman, que tampoco tiene televisión.
Sin embargo, es difícil escapar de todas las tentaciones. Él consume cómics, aunque no los compre y los consiga gratis. Y durante la cena, la serie Star Trek, que todos devoraron de pequeños, se convierte en animado tema de conversación. Al menos Weissman reconoce sus debilidades: “El efecto de la cultura de masas es increíblemente poderoso. Y es muy difícil escapar de él. Pero hay que intentarlo”.
Los ‘freegan’ reciclan los alimentos que otros desechan. Es una convicción y una forma de vida. Les acompañamos ‘de compras’ por los contenedores de Nueva York. Y luego, a cenar. No les empuja ni el hambre ni la pobreza. Revolver cada semana entre las basuras responde simplemente a la llamada de sus conciencias. Hastiados de observar cómo la sociedad occidental deja morir en sus calles toneladas de comida en perfecto estado, un puñado de ciudadanos repartidos por el mundo y autodenominados freegan tratan de retrasar el colapso ecológico al que afirman que está abocado el planeta evitando pagar por consumir y recuperando parte de la comida salvable que se tira a diario. Que no es poca.
En la puerta de supermercados neoyorquinos como D’Agostino, en el barrio de Midtown, se hacinan cada noche decenas de bolsas de supuestos residuos. Pero si uno mira dentro, como hacen dos veces por semana profesores de instituto como Janet Kalish o expertos en comunicación como Madeleine Nelson, es posible encontrar todo tipo de frutas y verduras en perfecto estado, yogures, zumos de fruta, pasta, arroz, huevos, carne, pescado ahumado…
“El 80% de lo que como lo consigo así desde hace un año. Lo que más abunda es pan. Cada noche se tiran miles de barras. La verdura suele venir empaquetada y limpia. La fruta a veces está golpeada, pero en general tiene buen aspecto. Se encuentran muchísimos yogures y la mayoría sin caducar. La pasta o el arroz a veces simplemente tienen el paquete roto, y eso ya los convierte en basura”, explica Madeleine, que no es vegetariana, a pesar de que la palabra freegan naciera como contracción entre free (libre, gratis) y vegan (vegetariano que rechaza cualquier producto animal).
“Cada persona decide su grado de compromiso”, explica esta mujer de 50 años. Ella vive en el corazón del West Village, en un amplio apartamento lleno de libros; trabaja como portavoz de una ONG, y antes, para una multinacional. “Lo mío es una decisión consciente: desobedecer la orden de comprar. Es un boicot a la sociedad de consumo. Se gasta en exceso, y eso está matando al planeta. Por eso he minimizado todas mis compras. Los libros son usados, los electrodomésticos los arreglo, la ropa es de mercadillos gratuitos”.
Ella es parte del centenar de personas que constituyen el grupo de los freegan neoyorquinos. El País Semanal acompañó a una decena en una de sus compras nocturnas y después cenó con ellos, algo que hacen a menudo para demostrarle a la prensa que todo lo que se encuentra es tan co¬¬mestible como si se hubiera comprado en una tienda de gourmet. Y en muchos casos, los alimentos proceden precisamente de esas tiendas, porque los freegan saben cuidarse, no buscan bocadillos mordisqueados, sino setas italianas, pero en lugar de pagar precios astronómicos por ellas, las recogen de la basura.
Quizá lleven un día caducadas. Quizá caduquen dos días después. La diferencia, dicen, es imperceptible. Los comercios ponen esas fechas mucho antes de lo necesario. Pero ¿por qué acaban en la basura? Por la sobreabundancia. “Muchos supermercados simplemente tiran productos cuando les llegan otros más frescos por falta de espacio”, asegura Adam Weissman, de 28 años, uno de los impulsores de este movimiento nacido en la costa oeste hace décadas y que él ayuda a promover en Nueva York desde hace dos años. Un trabajador del supermercado D’Agostino lo confirma mientras observa cómo los freegan hacen sus compras: plátanos, melocotones, espinacas, tofu…
El grupo bucea en las basuras y va sacando tesoros que se escogen con sumo cuidado. “A veces hay tantas cosas que tenemos que dejarlas ahí”, dice Janet, con su mochila cargada de alimentos. Y no miente: frente a ella hay dos bolsas de basura llenas de zanahorias impolutas en contenedores de plástico. Caducan ese mismo día. Se sirven en la cena dos días después. Exquisitas.
Según un estudio de la Universidad de Arizona, el 40% de los alimentos que se producen en Estados Unidos acaba en la basura sin pasar por ningún estómago; lo que significa que las familias tiran cada año al estercolero 40.000 millones de dólares. Un escándalo si se tiene en cuenta que hay 852 millones de personas malnutridas en el mundo, según la FAO, y que dentro de una ciudad como Nueva York, casi dos millones de personas viven por debajo del índice de pobreza, según el censo nacional.
“La primera vez encontré 130 bagels [rosquillas de pan judío típicas de Nueva York] perfectamente limpios y empaquetados. Me juré a mí misma que nunca volvería a pagar por ellos”, cuenta Wendy Scher, de 26 años, quien ha convertido el freeganismo en una forma de vida. Se viste con ropa usada, su medio de transporte es una bicicleta reciclada, se está planteando ocupar una casa, pues hay muchos apartamentos vacíos en la ciudad, y en la medida de lo posible, tampoco consume cultura de masas, algo que los freegan más ortodoxos, como Adam Weissman, se toman muy en serio.
“Si compras un cd, tienes que pensar en el impacto ecológico del plástico que lo envuelve. Si ves una película, sabes que te están me¬¬tiendo en ella mensajes subliminales sobre qué beber o cómo vestir, y además, en su producción se desperdician toneladas de materiales. Antes de tomar cualquier decisión me pregunto el impacto económico o social de cada producto que se consume. Y la cultura de masas es tremendamente contaminante, psíquica y físicamente”, afirma Weissman, que tampoco tiene televisión.
Sin embargo, es difícil escapar de todas las tentaciones. Él consume cómics, aunque no los compre y los consiga gratis. Y durante la cena, la serie Star Trek, que todos devoraron de pequeños, se convierte en animado tema de conversación. Al menos Weissman reconoce sus debilidades: “El efecto de la cultura de masas es increíblemente poderoso. Y es muy difícil escapar de él. Pero hay que intentarlo”.
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