Vivir con mucha química. Entre las 20.000 sustancias químicas empleadas en la vida cotidiana, muchas presentan efectos sobre nuestra salud no suficientemente investigados. La Unión Europea se dispone a adoptar la normativa REACH para poner coto al peligro agazapado en comidas, casas, oficinas… DAVID SEGARRA EL PAIS SEMANAL - 30-04-2006
En el día de hoy usted va a ingerir con toda seguridad dioxinas, un tóxico reconocido. Y lo hará sin darse cuenta, a través del alimento. También es muy posible que utilice algún champú, desodorante o crema solar que contenga parabenos, ftalatos o benzofenonas, compuestos que alteran el equilibrio de sus hormonas. Igual que los compuestos bromados y alquilfenoles que probablemente forman parte del polvo de su casa. Una avalancha de compuestos químicos poco recomendables se introducen cada día en nuestro cuerpo mientras simplemente comemos, vemos la televisión o nos duchamos.
Tras leer estas líneas puede que experimente una sensación de extrañeza. Quizá de estupor. Le han enseñado que no tiene nada que temer de ningún producto que pueda encontrar en una tienda. Pero ésta es una verdad relativa. Los alimentos, por ejemplo, suelen contener residuos de dioxinas, bifenilos policlorados (PCBs), hidrocarburos o metales pesados, por citar algunos. Son compuestos tóxicos que no deberían estar en la comida. Sus concentraciones suelen ser muy bajas, casi siempre por debajo de los máximos permitidos. Pero se está viendo que la exposición continua del organismo humano a dosis muy pequeñas puede acabar produciendo problemas en la salud. Los investigadores médicos cada vez tienen más claro que los agentes químicos son corresponsables de casos de cáncer, Parkinson, diabetes, Alzheimer, alergias, infertilidad, cansancio crónico y otras enfermedades “modernas”. Un gran número de trabajos científicos lo está documentando. Hay tantos que cuesta estar al día. Algunos, muy recientes, tienen títulos tan explícitos como ‘Exposición a insecticidas en el hogar y riesgo de leucemia aguda en los niños’ (publicado en Occupational Environmental Medecine), o ‘Compuestos organoclorados en el polvo de alfombra y linfoma no hodgkiniano’ (publicado en Epidemiology).
Con ser muy valiosa, la información que generan estos estudios es apenas una tenue luz al fondo de un túnel muy largo. En Europa hay unos 20.000 compuestos químicos de uso común, de los que muchos no han sido objeto de pruebas toxicológicas suficientes. Y continuamente se introducen nuevas sustancias mal conocidas. Consciente del problema, la Unión Europea está en fase de adoptar la iniciativa legislativa REACH (Registro, Evaluación y Autorización de Sustancias Químicas). Se trata de un reglamento que, cuando entre en vigor, obligará a las empresas a demostrar que una sustancia no es tóxica antes de comercializarla. Los sindicatos y muchos científicos creen, sin embargo, que el texto aprobado por la Comisión es poco ambicioso. Se seguirá permitiendo, por ejemplo, el uso de sustancias tóxicas incluso en los casos en los que podrían ser sustituidas por alternativas más seguras.
Nos enfrentamos a diversos tipos de tóxicos. Los compuestos orgánicos persistentes (los COP) han sido fabricados durante años en cantidades enormes, y su rastro aparece hoy día por todas partes, desde los lagos del Pirineo hasta la leche con que las madres amamantan a sus hijos. Hasta aquí la mala noticia. La buena es que bastantes COP están disminuyendo poco a poco en los diferentes ecosistemas y –lo más importante– en la comida. Los más peligrosos, como el DDT o los PCB, están prohibidos en buena parte del mundo, como especifica el convenio de Estocolmo.
Mientras los tóxicos clásicos declinan, una nueva legión de nombres extraños –ftalatos, bisfenol, compuestos bromados…– se encuentra en auge y aparecen en un sinfín de productos, desde latas de conserva hasta ordenadores. Son sustancias con capacidad para interferir en el sistema hormonal. Los investigadores las relacionan con alteraciones muy diversas del desarrollo, el crecimiento y la reproducción.
La pregunta es obvia: si son compuestos potencialmente tan dañinos, ¿por qué se permite que formen parte del embalaje de las pizzas, de los biberones o de los empastes dentales? Así llegamos al controvertido tema del nivel de concentración “seguro” o “aceptable”. Los fabricantes aseguran cumplir con la legislación vigente. Pero los investigadores médicos están descubriendo que dosis muy por debajo de las consideradas “seguras” pueden causar efectos negativos en la salud. Es decir, las concentraciones de algunos compuestos “son legales, pero pueden ser tóxicas a medio plazo”, asegura Miquel Porta, catedrático de Salud Pública de la Autónoma de Barcelona. “Además, no estamos expuestos a un único compuesto químico sino a docenas de ellos, y esta exposición a dosis bajas se produce cada día de nuestra vida”, explica este científico. Por si esto fuera poco, los compuestos más persistentes se acumulan en el cuerpo. Sus niveles no dejarán de aumentar en cada persona a lo largo de la vida.
Todos estos datos parecen inducir a la alarma. ¿Hasta qué punto nos hemos de preocupar? “El riesgo individual de contraer una enfermedad por culpa de estos tóxicos es muy bajo en la mayoría de las personas”, tranquiliza el profesor Porta. Entonces, ¿cuál es el problema? Que hay mucha gente expuesta a los contaminantes, y esto crea repercusiones a escala colectiva. En otras palabras: la sopa química en la que vivimos no aumenta mucho la probabilidad de que cada uno de nosotros desarrolle cáncer, diabetes o Alzheimer. Pero, como somos muchos los individuos expuestos, sí es relevante la cantidad total de casos de cáncer, de diabetes o Alzheimer uqe ocurren en nuestra sociedad y que son atribuibles a los contaminantes. Miquel Porta cree que “podemos alcanzar un equilibrio entre informarnos, no angustiarnos y actuar”. “Y que nadie nos quite las ganas de vivir”, añade. Existe otra importante razón para llamar al sosiego: “No podemos vivir en la sospecha ni en el asco, eso no sería una sociedad sana”.
Pero sí hay muchas cosas que podemos hacer. La primera es exigir que se establezcan sistemas de vigilancia y de control. Para denunciar la precariedad de los datos disponibles, la organización WWF / Adena ha analizado la sangre de diversos ciudadanos, incluida la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. En total se detectaron 52 compuestos diferentes, con una media de 35 tóxicos por persona.
Además, hay que atacar con rigor las fuentes de emisión, obligando a aplicar la legislación, y disminuir los residuos y lograr una buena recogida selectiva y tratamiento. “Vídeos, ordenadores, móviles, televisores y muchos electrodomésticos tienen en su interior polibromobifenilos, metales pesados y otros compuestos que, si alcanzan nuestro cuerpo, pueden alterar el funcionamiento y expresión de los genes”, explica Porta. Hay que conseguir que este tipo de productos sean tratados en plantas de reciclaje especializadas. Una propuesta más que añade Porta: “Comer sano, reduciendo en especial el consumo de grasas”.
El mercado de alimentos
De cada 100 verduras que comemos, 59 están perfectamente limpias, 37 presentan residuos de plaguicidas en concentraciones muy bajas y 4 tienen más plaguicidas de los permitidos. Éste es el promedio en Europa, según datos oficiales de la UE. En el caso de la fruta, el posible problema se elimina quitándole la piel, pero con las verduras y hortalizas la cosa resulta más complicada. El lavado sólo elimina una parte del tóxico. En todo caso, la Agencia de Salud Pública de Barcelona ha detectado que los pesticidas más peligrosos, los organoclorados, parecen estar desapareciendo de frutas y verduras. Los estudios en el País Vasco también van en esa dirección.
Aunque apenas se detecten en la comida, los efectos de los compuestos organoclorados seguirán haciéndose notar durante varias décadas: buena parte de las enfermedades que más nos afectan se deben a estos tóxicos. Mientras tanto, los toxicólogos se preocupan por otros compuestos y alimentos. Josep Lluís Domingo, investigador de la Universidad Rovira i Virgili en Reus (Tarragona), ha realizado numerosos análisis sobre la comida. Junto con el doctor Llobet de la Universidad de Barcelona ha descubierto que el pescado y el marisco son los alimentos que presentan las concentraciones más altas de dioxinas, PCB y metales pesados, tres de las familias de compuestos más indeseables. Y con gran diferencia sobre el resto de alimentos. Domingo cree, sin embargo, que la mayoría de la gente no debe preocuparse, “porque se suele ingerir una cantidad pequeña de estos alimentos”. Tras el pescado, el siguiente grupo en la clasificación de alimentos sucios corresponde a los derivados lácteos y las grasas animales. Es decir, a los alimentos ricos en lípidos. No podía ser de otro modo: la mayoría de tóxicos se acumulan en la grasa. Domingo recomienda disminuir la ingesta de alimentos grasos y “consumir los derivados lácteos desnatados; el valor nutritivo se mantiene, y el contenido en contaminantes se reduce”.
El campo
Durante décadas, el DDT se utilizó en España como insecticida en la agricultura. A finales de los años setenta se prohibió su uso después de comprobar su peligrosidad. A pesar de las décadas transcurridas, hoy los niños siguen naciendo con residuos de DDT y de sus metabolitos en el cuerpo. Lo heredan de sus madres durante el embarazo, aunque hace más de 25 años que ya no se utiliza. “Es un caso clásico de herencia no genética”, recuerda Miquel Porta.
El equipo del doctor Luis Domínguez Boada, profesor de toxicología de la Universidad de Las Palmas, ha analizado los niveles de DDT que tiene actualmente la población de las Canarias. Es el primer estudio realizado en la historia de España en una muestra representativa de la población general. Según sus análisis, el 99,3% de las 682 personas analizadas tienen DDT o sus metabolitos en su sangre. Y las concentraciones más altas corresponden a los habitantes de Tenerife y Gran Canaria, que es donde hay “una mayor superficie dedicada a la agricultura intensiva”.
Amadeo Rodríguez Fernández-Alba, investigador de la Universidad de Almería, ha estudiado los invernaderos del sur de España y admite que “es frecuente que las verduras tengan residuos de pesticidas, pero sus concentraciones suelen ser muy bajas”. El Instituto Sindical Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS), del sindicato Comisiones Obreras, publicó un informe muy crítico sobre la situación de la agricultura intensiva en Almería. En él se denunciaba el amplio uso de plaguicidas persistentes, la poca información que reciben los trabajadores y la gran cantidad de enfermedades laborales que ni siquiera se registran.
Lo que los agricultores echan en el campo, los médicos lo detectan luego en las personas. Nicolás Olea, catedrático de medicina de la Universidad de Granada, ha llegado a detectar 17 pesticidas diferentes en el tejido mamario de una mujer. Los trabajos de este investigador han demostrado que la exposición a plaguicidas multiplica por cuatro el riesgo de padecer cáncer de mama. Olea ha detectado restos de aldrin, dieldrin, DDT, lindano, metoxicloro o endosulfan en la leche materna de mujeres de Granada y Almería.
Lo cierto es que se trabaja para reducir el uso de los pesticidas en la agricultura. Los cultivos biológicos avanzan cada año. Y los investigadores aportan su granito de arena: científicos de la Universidad de Lleida han aislado una levadura natural, Candida sake, que inhibe el crecimiento de los hongos patógenos de la fruta. La utilización de esta levadura, explica Inmaculada Viñas, hace innecesaria la aplicación de químicos en las cámaras frigoríficas. Un ejemplo del tipo de investigación ambiental aplicada que tanto necesitamos.
De la casa al trabajo
Los ftalatos son unos aditivos que sirven para dar flexibilidad a los plásticos; se utilizan en envases de alimentos, dispositivos médicos, tetinas de biberones… Tras varios años de controversia, la Comisión Europea ha decidido recientemente prohibir la utilización de los ftalatos considerados más tóxicos en juguetes y artículos para bebés. Es un primer reconocimiento del peligro que entrañan. Aunque se retiren de los juguetes, los ftalatos siguen presentes en todas partes, desde la laca del pelo hasta el esmalte de uñas.
El bisfenol A es otra sustancia problemática. Entra en nuestra casa formando parte de latas de conserva, envases de alimentos, pegamentos o biberones. Más de un centenar de estudios científicos documentan los efectos perniciosos del bisfenol a dosis bajas en animales de experimento, según la revista Environmental Research. Cuarenta de esos estudios han encontrado efectos adversos a concentraciones más bajas del nivel que se presume seguro por la Administración. Olea denuncia que una de las principales fábricas mundiales de bisfenol A está en Cartagena.
En el mundo laboral también abundan los contaminantes. El informe Diagnóstico de la utilización de sustancias químicas en la industria española, realizado por el ISTAS, deja claro que la exposición a productos poco recomendables se produce en empresas grandes y pequeñas, incluyendo oficinas y pequeños negocios. Miles de trabajadores sanitarios y de la limpieza, por ejemplo, están expuestos al formaldehído, un producto que produce alergia y asma irritativo, y puede ser cancerígeno. Muchas sustancias químicas producen rinitis y otras afecciones alérgicas, desde los tintes reactivos de los textiles hasta los persulfatos usados en peluquerías.
El problema tiene sus raíces profundas en la ignorancia. La Secretaría de Salud Laboral de CC OO de Madrid visitó 222 empresas en 2003 y detectó la presencia de 217 agentes químicos carcinógenos o mutágenos. Lo sorprendente es que en el 67% de los casos los delegados de prevención no conocían la existencia de estos tóxicos en su propia empresa.
A pesar de todo, la situación mejora en España. La V Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo revela que en el 61% de los centros de trabajo se ha realizado una evaluación de riesgos. Puede parecer un porcentaje insuficiente. Pero es el doble del registrado en 1999.
¿Hasta qué punto todo esto es el precio que hay que pagar a cambio de poder consumir sin cesar? Xavier Doménech, catedrático de química de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del libro Química verde (editorial Rubes), lo resume así: “Hay una paradoja. Por un lado existe una presión para consumir cada vez más. Pero, de otra parte, deberíamos optimizar los recursos y racionalizar los consumos. Y esto significa generar productos de larga duración e intentar consumir cada vez menos”.
En el día de hoy usted va a ingerir con toda seguridad dioxinas, un tóxico reconocido. Y lo hará sin darse cuenta, a través del alimento. También es muy posible que utilice algún champú, desodorante o crema solar que contenga parabenos, ftalatos o benzofenonas, compuestos que alteran el equilibrio de sus hormonas. Igual que los compuestos bromados y alquilfenoles que probablemente forman parte del polvo de su casa. Una avalancha de compuestos químicos poco recomendables se introducen cada día en nuestro cuerpo mientras simplemente comemos, vemos la televisión o nos duchamos.
Tras leer estas líneas puede que experimente una sensación de extrañeza. Quizá de estupor. Le han enseñado que no tiene nada que temer de ningún producto que pueda encontrar en una tienda. Pero ésta es una verdad relativa. Los alimentos, por ejemplo, suelen contener residuos de dioxinas, bifenilos policlorados (PCBs), hidrocarburos o metales pesados, por citar algunos. Son compuestos tóxicos que no deberían estar en la comida. Sus concentraciones suelen ser muy bajas, casi siempre por debajo de los máximos permitidos. Pero se está viendo que la exposición continua del organismo humano a dosis muy pequeñas puede acabar produciendo problemas en la salud. Los investigadores médicos cada vez tienen más claro que los agentes químicos son corresponsables de casos de cáncer, Parkinson, diabetes, Alzheimer, alergias, infertilidad, cansancio crónico y otras enfermedades “modernas”. Un gran número de trabajos científicos lo está documentando. Hay tantos que cuesta estar al día. Algunos, muy recientes, tienen títulos tan explícitos como ‘Exposición a insecticidas en el hogar y riesgo de leucemia aguda en los niños’ (publicado en Occupational Environmental Medecine), o ‘Compuestos organoclorados en el polvo de alfombra y linfoma no hodgkiniano’ (publicado en Epidemiology).
Con ser muy valiosa, la información que generan estos estudios es apenas una tenue luz al fondo de un túnel muy largo. En Europa hay unos 20.000 compuestos químicos de uso común, de los que muchos no han sido objeto de pruebas toxicológicas suficientes. Y continuamente se introducen nuevas sustancias mal conocidas. Consciente del problema, la Unión Europea está en fase de adoptar la iniciativa legislativa REACH (Registro, Evaluación y Autorización de Sustancias Químicas). Se trata de un reglamento que, cuando entre en vigor, obligará a las empresas a demostrar que una sustancia no es tóxica antes de comercializarla. Los sindicatos y muchos científicos creen, sin embargo, que el texto aprobado por la Comisión es poco ambicioso. Se seguirá permitiendo, por ejemplo, el uso de sustancias tóxicas incluso en los casos en los que podrían ser sustituidas por alternativas más seguras.
Nos enfrentamos a diversos tipos de tóxicos. Los compuestos orgánicos persistentes (los COP) han sido fabricados durante años en cantidades enormes, y su rastro aparece hoy día por todas partes, desde los lagos del Pirineo hasta la leche con que las madres amamantan a sus hijos. Hasta aquí la mala noticia. La buena es que bastantes COP están disminuyendo poco a poco en los diferentes ecosistemas y –lo más importante– en la comida. Los más peligrosos, como el DDT o los PCB, están prohibidos en buena parte del mundo, como especifica el convenio de Estocolmo.
Mientras los tóxicos clásicos declinan, una nueva legión de nombres extraños –ftalatos, bisfenol, compuestos bromados…– se encuentra en auge y aparecen en un sinfín de productos, desde latas de conserva hasta ordenadores. Son sustancias con capacidad para interferir en el sistema hormonal. Los investigadores las relacionan con alteraciones muy diversas del desarrollo, el crecimiento y la reproducción.
La pregunta es obvia: si son compuestos potencialmente tan dañinos, ¿por qué se permite que formen parte del embalaje de las pizzas, de los biberones o de los empastes dentales? Así llegamos al controvertido tema del nivel de concentración “seguro” o “aceptable”. Los fabricantes aseguran cumplir con la legislación vigente. Pero los investigadores médicos están descubriendo que dosis muy por debajo de las consideradas “seguras” pueden causar efectos negativos en la salud. Es decir, las concentraciones de algunos compuestos “son legales, pero pueden ser tóxicas a medio plazo”, asegura Miquel Porta, catedrático de Salud Pública de la Autónoma de Barcelona. “Además, no estamos expuestos a un único compuesto químico sino a docenas de ellos, y esta exposición a dosis bajas se produce cada día de nuestra vida”, explica este científico. Por si esto fuera poco, los compuestos más persistentes se acumulan en el cuerpo. Sus niveles no dejarán de aumentar en cada persona a lo largo de la vida.
Todos estos datos parecen inducir a la alarma. ¿Hasta qué punto nos hemos de preocupar? “El riesgo individual de contraer una enfermedad por culpa de estos tóxicos es muy bajo en la mayoría de las personas”, tranquiliza el profesor Porta. Entonces, ¿cuál es el problema? Que hay mucha gente expuesta a los contaminantes, y esto crea repercusiones a escala colectiva. En otras palabras: la sopa química en la que vivimos no aumenta mucho la probabilidad de que cada uno de nosotros desarrolle cáncer, diabetes o Alzheimer. Pero, como somos muchos los individuos expuestos, sí es relevante la cantidad total de casos de cáncer, de diabetes o Alzheimer uqe ocurren en nuestra sociedad y que son atribuibles a los contaminantes. Miquel Porta cree que “podemos alcanzar un equilibrio entre informarnos, no angustiarnos y actuar”. “Y que nadie nos quite las ganas de vivir”, añade. Existe otra importante razón para llamar al sosiego: “No podemos vivir en la sospecha ni en el asco, eso no sería una sociedad sana”.
Pero sí hay muchas cosas que podemos hacer. La primera es exigir que se establezcan sistemas de vigilancia y de control. Para denunciar la precariedad de los datos disponibles, la organización WWF / Adena ha analizado la sangre de diversos ciudadanos, incluida la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. En total se detectaron 52 compuestos diferentes, con una media de 35 tóxicos por persona.
Además, hay que atacar con rigor las fuentes de emisión, obligando a aplicar la legislación, y disminuir los residuos y lograr una buena recogida selectiva y tratamiento. “Vídeos, ordenadores, móviles, televisores y muchos electrodomésticos tienen en su interior polibromobifenilos, metales pesados y otros compuestos que, si alcanzan nuestro cuerpo, pueden alterar el funcionamiento y expresión de los genes”, explica Porta. Hay que conseguir que este tipo de productos sean tratados en plantas de reciclaje especializadas. Una propuesta más que añade Porta: “Comer sano, reduciendo en especial el consumo de grasas”.
El mercado de alimentos
De cada 100 verduras que comemos, 59 están perfectamente limpias, 37 presentan residuos de plaguicidas en concentraciones muy bajas y 4 tienen más plaguicidas de los permitidos. Éste es el promedio en Europa, según datos oficiales de la UE. En el caso de la fruta, el posible problema se elimina quitándole la piel, pero con las verduras y hortalizas la cosa resulta más complicada. El lavado sólo elimina una parte del tóxico. En todo caso, la Agencia de Salud Pública de Barcelona ha detectado que los pesticidas más peligrosos, los organoclorados, parecen estar desapareciendo de frutas y verduras. Los estudios en el País Vasco también van en esa dirección.
Aunque apenas se detecten en la comida, los efectos de los compuestos organoclorados seguirán haciéndose notar durante varias décadas: buena parte de las enfermedades que más nos afectan se deben a estos tóxicos. Mientras tanto, los toxicólogos se preocupan por otros compuestos y alimentos. Josep Lluís Domingo, investigador de la Universidad Rovira i Virgili en Reus (Tarragona), ha realizado numerosos análisis sobre la comida. Junto con el doctor Llobet de la Universidad de Barcelona ha descubierto que el pescado y el marisco son los alimentos que presentan las concentraciones más altas de dioxinas, PCB y metales pesados, tres de las familias de compuestos más indeseables. Y con gran diferencia sobre el resto de alimentos. Domingo cree, sin embargo, que la mayoría de la gente no debe preocuparse, “porque se suele ingerir una cantidad pequeña de estos alimentos”. Tras el pescado, el siguiente grupo en la clasificación de alimentos sucios corresponde a los derivados lácteos y las grasas animales. Es decir, a los alimentos ricos en lípidos. No podía ser de otro modo: la mayoría de tóxicos se acumulan en la grasa. Domingo recomienda disminuir la ingesta de alimentos grasos y “consumir los derivados lácteos desnatados; el valor nutritivo se mantiene, y el contenido en contaminantes se reduce”.
El campo
Durante décadas, el DDT se utilizó en España como insecticida en la agricultura. A finales de los años setenta se prohibió su uso después de comprobar su peligrosidad. A pesar de las décadas transcurridas, hoy los niños siguen naciendo con residuos de DDT y de sus metabolitos en el cuerpo. Lo heredan de sus madres durante el embarazo, aunque hace más de 25 años que ya no se utiliza. “Es un caso clásico de herencia no genética”, recuerda Miquel Porta.
El equipo del doctor Luis Domínguez Boada, profesor de toxicología de la Universidad de Las Palmas, ha analizado los niveles de DDT que tiene actualmente la población de las Canarias. Es el primer estudio realizado en la historia de España en una muestra representativa de la población general. Según sus análisis, el 99,3% de las 682 personas analizadas tienen DDT o sus metabolitos en su sangre. Y las concentraciones más altas corresponden a los habitantes de Tenerife y Gran Canaria, que es donde hay “una mayor superficie dedicada a la agricultura intensiva”.
Amadeo Rodríguez Fernández-Alba, investigador de la Universidad de Almería, ha estudiado los invernaderos del sur de España y admite que “es frecuente que las verduras tengan residuos de pesticidas, pero sus concentraciones suelen ser muy bajas”. El Instituto Sindical Trabajo, Ambiente y Salud (ISTAS), del sindicato Comisiones Obreras, publicó un informe muy crítico sobre la situación de la agricultura intensiva en Almería. En él se denunciaba el amplio uso de plaguicidas persistentes, la poca información que reciben los trabajadores y la gran cantidad de enfermedades laborales que ni siquiera se registran.
Lo que los agricultores echan en el campo, los médicos lo detectan luego en las personas. Nicolás Olea, catedrático de medicina de la Universidad de Granada, ha llegado a detectar 17 pesticidas diferentes en el tejido mamario de una mujer. Los trabajos de este investigador han demostrado que la exposición a plaguicidas multiplica por cuatro el riesgo de padecer cáncer de mama. Olea ha detectado restos de aldrin, dieldrin, DDT, lindano, metoxicloro o endosulfan en la leche materna de mujeres de Granada y Almería.
Lo cierto es que se trabaja para reducir el uso de los pesticidas en la agricultura. Los cultivos biológicos avanzan cada año. Y los investigadores aportan su granito de arena: científicos de la Universidad de Lleida han aislado una levadura natural, Candida sake, que inhibe el crecimiento de los hongos patógenos de la fruta. La utilización de esta levadura, explica Inmaculada Viñas, hace innecesaria la aplicación de químicos en las cámaras frigoríficas. Un ejemplo del tipo de investigación ambiental aplicada que tanto necesitamos.
De la casa al trabajo
Los ftalatos son unos aditivos que sirven para dar flexibilidad a los plásticos; se utilizan en envases de alimentos, dispositivos médicos, tetinas de biberones… Tras varios años de controversia, la Comisión Europea ha decidido recientemente prohibir la utilización de los ftalatos considerados más tóxicos en juguetes y artículos para bebés. Es un primer reconocimiento del peligro que entrañan. Aunque se retiren de los juguetes, los ftalatos siguen presentes en todas partes, desde la laca del pelo hasta el esmalte de uñas.
El bisfenol A es otra sustancia problemática. Entra en nuestra casa formando parte de latas de conserva, envases de alimentos, pegamentos o biberones. Más de un centenar de estudios científicos documentan los efectos perniciosos del bisfenol a dosis bajas en animales de experimento, según la revista Environmental Research. Cuarenta de esos estudios han encontrado efectos adversos a concentraciones más bajas del nivel que se presume seguro por la Administración. Olea denuncia que una de las principales fábricas mundiales de bisfenol A está en Cartagena.
En el mundo laboral también abundan los contaminantes. El informe Diagnóstico de la utilización de sustancias químicas en la industria española, realizado por el ISTAS, deja claro que la exposición a productos poco recomendables se produce en empresas grandes y pequeñas, incluyendo oficinas y pequeños negocios. Miles de trabajadores sanitarios y de la limpieza, por ejemplo, están expuestos al formaldehído, un producto que produce alergia y asma irritativo, y puede ser cancerígeno. Muchas sustancias químicas producen rinitis y otras afecciones alérgicas, desde los tintes reactivos de los textiles hasta los persulfatos usados en peluquerías.
El problema tiene sus raíces profundas en la ignorancia. La Secretaría de Salud Laboral de CC OO de Madrid visitó 222 empresas en 2003 y detectó la presencia de 217 agentes químicos carcinógenos o mutágenos. Lo sorprendente es que en el 67% de los casos los delegados de prevención no conocían la existencia de estos tóxicos en su propia empresa.
A pesar de todo, la situación mejora en España. La V Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo revela que en el 61% de los centros de trabajo se ha realizado una evaluación de riesgos. Puede parecer un porcentaje insuficiente. Pero es el doble del registrado en 1999.
¿Hasta qué punto todo esto es el precio que hay que pagar a cambio de poder consumir sin cesar? Xavier Doménech, catedrático de química de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del libro Química verde (editorial Rubes), lo resume así: “Hay una paradoja. Por un lado existe una presión para consumir cada vez más. Pero, de otra parte, deberíamos optimizar los recursos y racionalizar los consumos. Y esto significa generar productos de larga duración e intentar consumir cada vez menos”.
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