La niña se llamaba Mili Balizan y tenía apenas dos años. Los curtidos forenses que hicieron la autopsia tuvieron que echar mano de toda su capacidad de contención para que la cabeza no les diera vueltas. Y los también curtidos agentes que interrogaron a los presuntos asesinos quedaron estupefactos por la forma en que, apenas sin resistencia, explicaron los desgarradores detalles del crimen. No sólo la habían asesinado. La habían torturado sádicamente. Y tanto como la brutalidad del asesinato, lo que conmocionó a los agentes fue la edad de los autores: dos niños de siete y nueve años.
Sucedió el domingo 18 de mayo pasado, en un barrio muy pobre de los arrabales de Buenos Aires. César y Ezequiel. Dos nombres más para la estremecedora lista de los niños asesinos. Pobres diablos convertidos en demonios, cuya existencia nubla la razón; porque si hay algo más horrible que un horrible crimen es que quien lo cometa sea un niño. Criminales en la edad de la inocencia. ¿Cómo es posible semejante contrasentido? "Niños violentos, ciertamente los hay, pero casos en los que esa violencia se lleve al extremo de matar son muy excepcionales. Lo que ocurre es que nos sobrecogen especialmente porque se supone que son inocentes, como nos sobrecoge la idea de que un niño, que todavía no ha vivido, pueda suicidarse", afirma Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. "Los niños asesinos son la excepción de la excepción", corrobora Antonio Andrés Pueyo, catedrático de Psicología de la Universidad de Barcelona. "La violencia nos repugna porque en el proceso de socialización hemos desarrollado mecanismos de inhibición, de manera que, cuando vemos comportamientos violentos, nos parecen antinaturales, y mucho más si se dan en niños. En realidad, hay muchos niños difíciles, pero sólo unos cuantos llegan a ser violentos, y muy pocos, poquísimos, llevan esa violencia a situaciones extremas".
Son muy pocos, ciertamente, pero cuando ocurre, todo nuestro andamiaje moral se nos tambalea. ¿Cómo es posible? El crimen de Buenos Aires ha traído a la memoria la imagen borrosa de aquel otro niño de dos años que era llevado de la mano por dos muchachos algo mayores que él hacia la salida de un supermercado de Merseyside, en las afueras de Liverpool. El pequeño James Bulger fue encontrado muerto, destrozado, en las vías del tren, y su imagen sigue grabada a fuego en la memoria de muchos padres, que agarran con fuerza la mano de sus hijos cuando entran en un lugar que les recuerde aquel escenario. El crimen ocurrió un gélido 12 de febrero de 1993. El niño había sido tan salvajemente torturado que el juez dio instrucciones de que en el sumario se omitieran los detalles más escabrosos. Los asesinos, Robert Thomson y Jon Venables, tenían 10 años. Parecía un suceso tan incomprensible como excepcional, y, sin embargo, apenas un año después, otros dos niños de seis años mataron a uno de cinco en Noruega, y en marzo de 2003, en Nueva Jersey (Estados Unidos), otro niño de 10 raptó, violó, golpeó y mató a Amir Beeks, de apenas tres años, que había quedado al cuidado de su hermanita en una biblioteca mientras su madre iba al lavabo. ¿Cómo es posible que un niño pueda llegar a matar de esa forma? Para que un niño se convierta en asesino han de darse, según Echeburúa, una serie de condiciones: "Que haya un daño cerebral que afecte a los mecanismos reguladores de la conducta y provoque una impulsividad extrema, o que tenga alguna vulnerabilidad de tipo biológico o psicológico". Andrés Pueyo añade que para que una acción acabe en un homicidio se requieren dos tipos de componentes: de personalidad y de oportunidad. "El niño que mató a su hermano de tres meses llenándole la boca de arena hizo algo que no puede extrapolarse a otros tipos de violencia. Lo mismo que la niña alemana que acabó tirando por la ventana a una hermanita a la que perseguía para arrancarle los pendientes. Son niños, y en estos casos no hay intencionalidad de matar. Lo que sucede es que, en una situación emocional determinada -de celos, por ejemplo-, se encadena una serie de actos que pueden incluir la violencia, y que si se dan ciertas circunstancias pueden acabar en un homicidio. En la violencia infantil, los componentes de oportunidad son muy importantes", insiste. La pequeña Kayla Rolland fue víctima de uno de esos componentes de oportunidad. La mató en marzo de 2000, en un colegio de Michigan (EE UU), un niño se seis años, compañero de clase, con el que se había peleado un día antes. El niño vivía en una chabola, en un entorno familiar caótico dominado por las drogas. Quiso vengarse de su compañera y encontró su oportunidad: cogió sin problemas una pistola de sus padres, se fue al colegio, y en medio de la clase sacó el arma y disparó contra la niña. Luego corrió a encerrarse en los lavabos. Además de oportunidad, en muchos homicidios infantiles hay también elementos de imitación, porque la violencia puede ser muy contagiosa. Para que ese niño pudiera matar a Kayla tenía que haber visto una pistola en su casa, saber cómo se carga y cómo se dispara, y haber interiorizado como algo normal que ésa es una forma de resolver los conflictos. No todos los niños asesinos viven en ambientes degradados, pero en la corta biografía de muchos de ellos aparece un elemento en común: abandono y malos tratos.
En los informes psiquiátricos, el asesino de la biblioteca de Nueva Jersey fue calificado como un niño conflictivo y solitario, que no tenía amigos y siempre estaba en la calle con su bicicleta, insultando a todo el que le dirigiera la palabra. La madre había muerto tiempo atrás y vivía sólo con el padre, que había sido acusado de abusos. También César y Ezequiel merodeaban todo el día por las calles del suburbio de Buenos Aires en el que vivían. Habían sido abandonados por su padre y estaban al cuidado de una madre que, sin medios de vida, se había refugiado con sus cinco hijos en la chabola de la abuela. Absolutamente sobrepasada, tenía tantos problemas para controlarlos como para controlarse; cuanto peor se portaban, más les golpeaba. Robert Thompson, el dominante de la pareja de asesinos de Liverpool, era el quinto de siete hermanos. El padre les había abandonado también cuando él tenía seis, y la madre se había hundido en el alcohol. Se sentía maltratada por la vida, y con frecuencia descargaba sobre sus hijos la furia que sentía. El informe social relataba que la violencia se había convertido en algo muy común en aquella caótica casa en la que imperaba la ley del bulling, según la cual el mayor tiraniza al menor. En el caso de Jon Venable, el ambiente familiar era bastante mejor y la madre era considerada una buena mujer, pero el niño tenía grandes carencias emocionales porque su madre, que también estaba sola, apenas podía ocuparse de él: bastante tenía con los otros dos, que eran discapacitados. Abandono, pobreza, carencias emocionales y malos tratos son ingredientes comunes de muchas de estas tragedias. Pero miles de niños viven en esa misma situación y no se convierten en homicidas. ¿Por qué ellos sí? Un niño maltratado puede llegar a ser un maltratador si queda atrapado en la telaraña del sufrimiento. No es, ni mucho menos, una ley inexorable. La capacidad de resiliencia de los niños, la capacidad de recuperarse y hasta de salir reforzado de la adversidad, es extraordinaria, como explica Boris Cyrulnik en su libro Los patitos feos. Una infancia difícil no determina la vida. Sólo así se explica que, pese a tanta desgracia, la humanidad siga progresando hacia cotas cada vez mayores de civilización. Pero es cierto que en la biografía de muchos niños asesinos hay una historia de malos tratos, y algunos psicólogos han visto, en el ensañamiento con que matan, el deseo inconsciente de destruir esa imagen de vulnerabilidad que les recuerda su propia condición de víctimas.
Los mecanismos del cerebro humano son un gran misterio que justo ahora comienza a desvelar sus secretos. Uno de los más interesantes es cómo afectan los impactos emocionales de la vida en la estructura mental que heredamos en nuestros genes. ¿Pueden estos impactos llegar a modular el desarrollo del cerebro? José Sanmartín, director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, de Valencia, y autor de obras como La violencia y sus claves o La mente de los violentos, ha revisado esos estudios para un capítulo de su nuevo libro y no tiene dudas: los estudios muestran que determinadas condiciones de vida pueden llegar a alterar las estructuras cerebrales que controlan los impulsos. Es decir, que una situación de maltrato reiterado puede dejar huella en el cerebro del niño, todavía en fase de maduración. "Niños sometidos a malos tratos sistemáticos tienen la amígdala hasta un 12% más reducida", explica. "El maltrato puede dañar los circuitos cerebrales que controlan los instintos agresivos. La diferencia entre un instinto agresivo y un acto de violencia aparece cuando reacciones normalmente instintivas se convierten en acciones voluntarias destinadas a dañar a otro. Ésa es la gran diferencia. La amígdala de un niño maltratado puede estar afectada y no controlar bien el comportamiento", añade. "Sabemos que los niños maltratados también presentan afectación de las conexiones entre los dos hemisferios a través del cuerpo calloso. Las conexiones entre la amígdala o el hipocampo y la corteza prefrontal son muy importantes, porque la corteza es el lugar donde residen los mecanismos de la conciencia. En ella comparamos opciones, evaluamos consecuencias, elegimos entre disyuntivas, y decidimos llevarlas a la práctica o no. Luego impregnamos de sentimiento esas acciones. Y todo eso lo hace la corteza prefrontal, que lee e interpreta los impulsos que llegan de la amígdala y los potencia o los inhibe según esa valoración". Pero también hay casos de violencia extrema inexplicable de niños o adolescentes que no pertenecen a una familia desestructurada ni han sido víctimas de violencia. El único estudio que hay en España sobre esta cuestión, realizado por el sociólogo Ramón Quilis Alemany sobre una muestra de 74 niños y adolescentes condenados en España entre 1994 y 2001 por homicidio, ofrece datos reveladores: el 54% de los homicidas presentaba algún tipo de trastorno de la personalidad o conducta antisocial y otro 4% había actuado bajo los efectos de un brote psicótico, es decir, un trastorno mental severo que anula la voluntad. Pero el restante 42% eran chicos aparentemente normales que vivían en familias también aparentemente normales. Lo cual nos lleva a otra pregunta: la violencia, ¿se hereda o se aprende? Desde luego, se hereda parte y también se aprende. Lo que no está claro es en qué proporción se combinan ambos factores en cada caso. ?El cerebro del niño tiene un elevado grado de plasticidad?, responde Juan Carlos Navarro, profesor de Psicología de la Violencia y la Delincuencia de la Universidad de Barcelona. "Hay una parte biológica sobre la cual inciden los condicionantes ambientales, y si durante la infancia el niño está sobreexpuesto a situaciones de violencia, puede incorporar estos mecanismos de respuesta como una conducta normal. Pero, como muestra Lykken en Las personalidades antisociales, para que eso ocurra tiene que haber una potencialidad, una predisposición previa".
Si un niño tiene un temperamento proclive a la violencia y nadie le pone límites desde muy pequeño, las posibilidades de que la educación pueda llegar a modular su comportamiento son cada vez menores. Pequeñas transgresiones que no se han controlado a los tres años pueden dar lugar a una conducta incorregible a los 10. "La mayoría de los niños pequeños pega para conseguir algo, pero la mayoría de ellos aprende que la agresión física no es una conducta tolerable. Empiezan a aprenderlo en la guardería y cada vez pegan menos, hasta que dejan de hacerlo", apunta Antonio Andrés Pueyo. Por la razón que sea, en los niños violentos estos elementos de control social no han funcionado. Son niños que pueden llegar a la adolescencia sin haber tenido un buen desarrollo moral, sin haber aprendido a diferenciar lo que está bien de lo que está mal, y a decidir, en caso de conflicto, el mal menor. Eso es algo que se aprende con la educación, pero muchos niños no han tenido la oportunidad de recibirla o son especialmente resistentes a ella, con lo que pueden caer en conductas antisociales y violentas, de las que su propia familia puede ser la primera víctima. En el 22% de los casos estudiados por Quilis, la víctima era el padre, la madre o algún hermano. José Sanmartín ha estudiado a fondo a este tipo de niños maltratadores, cuya conducta no se debe tanto a las carencias sociales o emocionales como a un déficit educativo. "Estos niños, especialmente los que agreden a sus padres, suelen tener un egocentrismo muy marcado y claras deficiencias de empatía. Es ese niño que se considera el centro del mundo, que aprende a ver a los demás como meros instrumentos para satisfacer sus deseos. A veces los padres contribuyen a consolidar esta personalidad dándole siempre lo que pide, más allá de lo que necesita e incluso de lo que pueden permitirse", explica. Como no toleran la frustración y no están acostumbrados a esforzarse para resolver los problemas, tienen brotes de ira cada vez más frecuentes, que acaban en un estado de descontrol y, al final, de violencia. En el estudio de Quilis, un 4% de los niños y adolescentes homicidas había actuado bajo el efecto de un brote psicótico, es decir, una situación de delirio y desconexión de la realidad causada por una enfermedad mental grave. Pero había otro 54% que presentaba síntomas de algún tipo de trastorno mental. Sabían desde luego lo que hacían, pero su conducta era anormal. "Básicamente se podían distinguir cuatro tipos de trastorno: de la personalidad, antisocial, antisocial precoz persistente y psicopatía", indica Ramón Quilis, trastornos todos ellos que suelen dar signos suficientes de alarma.
En adultos es relativamente fácil llegar a diagnosticar una psicopatía, pero ¿se puede hablar de psicopatía en el caso de los niños? "Ésta es una discusión abierta", responde Andrés Pueyo, "pero yo creo que no, ni en el caso de los niños, ni en el de los preadolescentes. La psicopatía es un trastorno de la personalidad, y ésta no acaba de madurar hasta el final de la adolescencia, aunque es difícil establecer límites precisos porque es un proceso". Para el médico forense José Antonio García Andrade, no se puede hablar de psicópatas hasta los 18 años: "Antes de esa edad podemos hablar de trastornos de la personalidad o personalidad inmadura, pero no de psicopatía". Quilis señala, sin embargo, una contradicción: "Muchos psiquiatras consideran que sí se puede hablar de psicopatía en menores. El problema es que la psicopatía no afecta a la voluntad -el agresor sabe lo que hace-, pero la legislación considera que los menores, hasta cierta edad, son irresponsables, y ahí tenemos un lío". En todo caso, lo que sí hay, según Andrés Pueyo, "son unos elementos temperamentales que podrían favorecer las conductas violentas". ¿Qué elementos? "Básicamente tres: dureza emocional, impulsividad y ausencia de miedo". La dureza emocional implica que son niños que se conducen siempre con una cierta frialdad. Niños que no muestran empatía, que no se conmueven ante el dolor de los demás. En un ambiente de malos tratos, carencias emocionales y falta de cuidado, muchos niños aprenden a inhibir las emociones; a no sentir miedo, o rabia, o soledad como un mecanismo de defensa psicológica. Si no sienten, no sufren. Otras veces, esa insensibilidad forma parte del temperamento del niño, y con frecuencia se expresa maltratando a los animales. Son, en segundo lugar, niños con un alto nivel de impulsividad y atrevimiento. Siempre están bordeando los límites, siempre al filo del precipicio. Tienen muchas dificultades de autocontrol. Y esto se combina con el tercer elemento: la falta de miedo, una cierta incapacidad para comprender o visualizar los efectos de las acciones que emprenden. Éste es, en opinión de Andrés Pueyo, el elemento más preocupante: "En estos niños, el castigo no sirve de nada. Ni el castigo físico, ni la amenaza, les produce el más mínimo impacto". Impasibles a la bronca, suelen sufrir frecuentes accidentes porque siempre transitan por el filo de la navaja. "En los casos de comportamiento violento suelen darse, con mayor o menor intensidad, los tres elementos. Si además se añade una capacidad cognitiva limitada, el riesgo es entonces muy, muy alto, porque cuando se presenta una situación de conflicto pueden resolverla de la peor manera posible", advierte Andrés Pueyo. El caso de Maials es seguramente el ejemplo más desgraciado. El agresor tenía entonces 17 años, pero una edad mental bastante inferior. Llevó al campo a un niño de 10 e intentó abusar de él, pero el niño se resistió, y cuando se dio cuenta de lo que había hecho, le entró el terror. Para evitar que el niño lo contara, le mató y le tiró a un pozo. Hay niños de 12 años que parecen adultos y jóvenes de 18 que parecen críos. Desde el punto de vista evolutivo, la infancia se prolonga hasta los 10 o 12 años y luego llega la adolescencia, con una fase intermedia, la preadolescencia, en la que todavía quedan muchos rasgos infantiles. A los 10 años, los niños pueden distinguir el bien del mal, pero no saben qué es moralidad. Ryszard Kapuscinsky se sorprendía en su libro The shadow of the sun de lo "terriblemente sanguinarios" que podían llegar a ser los niños soldados de África, precisamente porque no tienen una noción clara ni de moralidad, ni de lo que representa la muerte, y tampoco tienen conciencia de peligro. Ni siquiera instinto de conservación. Son tan amorales como atrevidos, y si se dan las condiciones de oportunidad, ése puede ser un cóctel letal. Quienes padecen anomia, ausencia total de valores morales, pasan con mucha facilidad de oprimidos a opresores y pueden ser terriblemente sanguinarios. Para Echeburúa, "un niño no ha madurado todavía los elementos psicológicos necesarios para adoptar de forma consciente una conducta violenta. Pero puede albergar sentimientos de vergüenza, humillación o baja autoestima, y como son acumulativos, el conflicto suele estallar en la adolescencia. Son esos chicos acomplejados, irritables, con baja autoestima y relaciones sociales y familiares deficientes, que no han desarrollado sentimientos de empatía". Éste era justamente el perfil de los adolescentes que en abril de 1999, queriendo vengarse del mundo, causaron 13 muertes antes de suicidarse en el instituto Columbine (EE UU). La humillación, sea motivada o no, es algo muy doloroso, y puede desencadenar un mecanismo mental por el que se atribuye a los demás la causa de todos los males. El agresor va incubando deseos de venganza: "Tienden a fantasear y acaban confundiendo la fantasía con la realidad, o mejor dicho, haciendo realidad su fantasía", indica Enrique Echeburúa. Klara García Casado fue víctima de un mecanismo de este tipo. Era una estudiante aplicada, se llevaba bien con su familia, tenía novio y muchos proyectos para el futuro. Murió en un descampado de La Isla de San Fernando (Cádiz) el 26 de mayo de 2000, apuñalada por dos compañeras de instituto, Iría, de 16 años, y Raquel, de 17, por personificar aquello que sus agresoras detestaban, aunque la razón que ellas dieron fue mucho más desgarradora: probar el placer de matar. En el detallado relato que Manuel Marlasca y Luis Rendueles hacen en su libro Así son, así matan, basado en el historial judicial, aparecen muchos de los elementos descritos hasta ahora: personalidad difícil, desconexión del entorno, pobre autoestima y ausencia de empatía. Las dos habían protagonizado pequeños episodios de crueldad hacia sus hermanos menores: Raquel le había clavado un bolígrafo a su hermana y había aplastado con sus manos un pollito para fastidiarla, Iría había echado a su hermano pequeño al cubo de la basura cuando tenía siete años. Pero aquí se acaban las coincidencias: en todo lo demás eran completamente distintas. Raquel pertenecía a una familia más que desestructurada. Hija de una madre adolescente de 16 años que tuvo que irse de casa al quedar embarazada, se crío con las tías abuelas que les dieron cobijo, y con ellas se quedó cuando su madre se fue a vivir con un drogadicto. La tía abuela que era su referente adulto murió al cumplir Raquel 14 años, una edad difícil. De repente se encontró conviviendo de nuevo con su madre y con el padre, que había vuelto enfermo de sida y cirrosis. Raquel no soportaba que nadie la controlara. Vestida siempre de negro, se veía gorda y fea, y cuanto más rechazada se sentía, más alimentaba la idea de que el mundo era una inmundicia. Sólo Iría la hacía sentirse valorada. < Iría pertenecía a un mundo muy distinto. No había tenido carencias materiales. Su padre era marino y la madre se ocupaba de los hijos en sus largas ausencias. Pero era una niña muy cerrada. Hasta el extremo de que en las entrevistas que mantuvo con los psiquiatras en la prisión de Alcalá de Guadaira despachó la relación con su madre con esta lacónica frase: "A los siete años dejé de hablar con ella". A diferencia de Raquel, era buena estudiante, pero sus compañeros la describieron como manipuladora y cargada de complejos. Y su cabeza era un polvorín de fantasías. La policía encontró en su ordenador relatos escritos por ella de un descarnado terror esotérico. Cuando vieron en la televisión a José Rabadán, el asesino de la catana de Murcia, quedaron prendadas de él y hasta le escribieron su admiración. Ellas también podían hacerlo. Vicente Garrido, el psiquiatra que las atendió en prisión, relata cómo surgió la idea de matar: "Fue una película la que encendió la línea de pólvora que se había ido formado en su mente". La película se llamaba Asesinos del más allá,y estaba basada en la novela Reino de tinieblas, un bodrio en el que el protagonista mata a su mejor amigo cuando tiene 12 años porque considera que le profesa una amistad hipócrita. Poco a poco, la imagen de Klara, que había sido su amiga, pero se había distanciado, fue ocupando el centro de sus delirantes fantasías.
Las fantasías suelen ser la antesala de la muerte. Así fue también en el caso del asesino de la catana. José Rabadán tenía 16 años y era un chico aparentemente normal, pero había sufrido un proceso de reclusión mental en un mundo poblado de armas y artes marciales. Las cosas no iban bien en casa: no estudiaba, y su padre, camionero, le había amenazado con ponerle a trabajar. Se sentía terriblemente presionado. No podía estudiar y tampoco quería trabajar. Una noche terrible convirtió en realidad sus fantasías. Era la madrugada del 1 de abril de 2000. Aquella noche cenó solo en su habitación y luego estuvo chateando con Sonia, una chica de Barcelona, hasta las tres. Sus padres y su hermana de nueve años, con síndrome de Down, dormían. Cogió la catana y se metió con ella en la cama. Había decidido que se libraría para siempre de sus padres y emprendería una nueva vida en Barcelona. Cuando comenzó a clarear se levantó dispuesto a hacerlo. Vaciló, pero finalmente se decidió: atacó con tanta furia primero al padre y luego a la madre, que sus cuerpos quedaron destrozados. Luego fue a buscar a su hermana, que lloraba en la cama. En el historial consta el pormenorizado relato que el propio agresor hace de los hechos. Mejor no leerlo. Fue una explosión, pero calculada. Confesó que había empezado a fantasear con la idea de matar a su familia una semana antes. Se preguntaba qué pasaría si lo hiciera, y poco a poco la idea fue adoptando tintes positivos: pensó que era lo mejor para él, que podría hacer su vida, y lo mejor para ellos, que dejarían de sufrir. A la pequeña la mató también porque ¿qué iba a ser de ella sin sus padres? Se fue de casa sin coger siquiera las llaves, pero lo primero que hizo fue llamar a la policía para decir que había matado a su familia y dar la dirección. Luego llamó a Sonia, la chica con la que había estado chateando y con la que pensaba reunirse en Barcelona. Como no le habían hecho mucho caso, volvió a llamar a la policía y luego a un amigo. "Lo he hecho, he matado a mis padres, avisa a la policía". ¿Cómo alguien que ha cometido un crimen tan horrible piensa que podrá irse tan tranquilo a vivir su vida, sin que la policía vaya a buscarle? Epilepsia. Ésta es la explicación que el forense José Antonio García Andrade ofreció al tribunal. "En este tipo de epilepsia, cuando se comete el acto en situación de alteración completa, los sentimientos, las sensaciones también están alteradas, es como si no te pertenecieran", explica. "Recuerdo que la primera vez que le entrevisté me impresionó mucho su cara. Estaba literalmente cubierta de acné. Cuando le dije: tú no eres un asesino, tú eres un enfermo, dejó caer los hombros aliviado. Y cuando volví a visitarle, al cabo de 15 días, el acné había desaparecido por completo. Es una enfermedad, y una vez tratado no tiene por qué repetir la conducta violenta. Puede ser una persona normal", asegura García Andrade. El tribunal aceptó la tesis de la epilepsia. A veces, la justicia también escribe recto con renglones torcidos: el diagnóstico de epilepsia era el que más oportunidades de reinserción ofrecía, pero no todos pensaban que la epilepsia pudiera explicar el crimen. "Tenía muchos rasgos de personalidad psicopática", afirma el psicólogo criminalista Vicente Garrido, que también fue consultado durante el proceso. "Mató porque pensó que era lo que más le convenía en ese momento, para librarse de una situación que para él era límite. Pero no creo que reincida. Fue un impulso defensivo, no era fruto de la maldad". Todos los peritos coincidían en que tenía muchas posibilidades de reinserción. Ése es el principal objetivo de las medidas que los jueces adoptan en estos casos, y la mayoría de las veces lo consiguen. "Cuanto más peso tengan en cada caso los factores exógenos, los factores ambientales y educativos, más posibilidades de recuperación. Y al revés, cuanto más pesen los factores internos, es decir, de temperamento o personalidad, peor es el pronóstico. Si presenta rasgos que en un adulto serían catalogados como de psicopatía, como insensibilidad o falta de arrepentimiento, el pronóstico es peor", explica Vicente Garrido. Pero incluso con mal pronóstico se puede lograr que lleven una vida normal sin representar un peligro para los demás. "Una personalidad psicopática lo seguirá siendo, seguirá manipulando y buscando siempre su conveniencia, pero puede llegar a interiorizar que hay unos límites que no debe traspasar". Entre el suceso de Buenos Aires, con que se iniciaba este relato, y el de Liverpool han transcurrido 15 años, tiempo suficiente para que Robert y Jon hayan crecido, pero difícilmente olvidado aquel día en que se convirtieron en asesinos. ¿Qué ha sido de ellos? Condenados a 15 años de prisión, la sentencia fue revisada después de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminara que no se les podía juzgar como adultos. Tras ocho años y medio internos, la Junta de Libertad Condicional los consideró rehabilitados, y acordó en 2001 que al cumplir los 18 años quedaran en libertad vigilada de por vida bajo estricto control: no pueden verse entre ellos, no pueden acercarse a Merseyside, y si incurren en el más mínimo problema de conducta serán enviados a la cárcel. A diferencia de la madre del pequeño muerto en Noruega, que no sólo perdonó a los niños, sino que abogó para que quedaran al cuidado de sus padres, Denise Fergus, la madre de James Bulger, nunca fue capaz de ver en ellos a dos adultos rehabilitados y por eso se opuso a que quedaran en libertad. Ahora tienen 25 años y ya no son Robert y Jon. Viven con una nueva identidad en algún lugar de Inglaterra alejado del escenario del crimen. La buena noticia es que no han vuelto a ser noticia. Lo único que ha trascendido es que Robert, después de superar su adicción a la heroína, ha sido padre de un niño. Pero esta información debe ser tomada con cautela, porque las escasas personas que conocen su nueva identidad nunca la han confirmado ni lo van a hacer. Ni siquiera la madre del bebé puede ser informada del pasado de Robert. José Rabadán salió en libertad en 2006, y después de ser acogido en una organización humanitaria en Santander se fue a vivir con Verónica, una chica que iba a visitarle a la cárcel. Iría trata de llevar una vida normal, y hasta se la ha visto colaborar en actos de una ONG. Muchos otros han sido olvidados, y sus vidas transcurren ahora en el anonimato. En las familias de las víctimas quedará siempre una dolorosa cicatriz, pero ellos seguirán caminando y su historia se disolverá como una lágrima negra en la lluvia.
Son muy pocos, ciertamente, pero cuando ocurre, todo nuestro andamiaje moral se nos tambalea. ¿Cómo es posible? El crimen de Buenos Aires ha traído a la memoria la imagen borrosa de aquel otro niño de dos años que era llevado de la mano por dos muchachos algo mayores que él hacia la salida de un supermercado de Merseyside, en las afueras de Liverpool. El pequeño James Bulger fue encontrado muerto, destrozado, en las vías del tren, y su imagen sigue grabada a fuego en la memoria de muchos padres, que agarran con fuerza la mano de sus hijos cuando entran en un lugar que les recuerde aquel escenario. El crimen ocurrió un gélido 12 de febrero de 1993. El niño había sido tan salvajemente torturado que el juez dio instrucciones de que en el sumario se omitieran los detalles más escabrosos. Los asesinos, Robert Thomson y Jon Venables, tenían 10 años. Parecía un suceso tan incomprensible como excepcional, y, sin embargo, apenas un año después, otros dos niños de seis años mataron a uno de cinco en Noruega, y en marzo de 2003, en Nueva Jersey (Estados Unidos), otro niño de 10 raptó, violó, golpeó y mató a Amir Beeks, de apenas tres años, que había quedado al cuidado de su hermanita en una biblioteca mientras su madre iba al lavabo. ¿Cómo es posible que un niño pueda llegar a matar de esa forma? Para que un niño se convierta en asesino han de darse, según Echeburúa, una serie de condiciones: "Que haya un daño cerebral que afecte a los mecanismos reguladores de la conducta y provoque una impulsividad extrema, o que tenga alguna vulnerabilidad de tipo biológico o psicológico". Andrés Pueyo añade que para que una acción acabe en un homicidio se requieren dos tipos de componentes: de personalidad y de oportunidad. "El niño que mató a su hermano de tres meses llenándole la boca de arena hizo algo que no puede extrapolarse a otros tipos de violencia. Lo mismo que la niña alemana que acabó tirando por la ventana a una hermanita a la que perseguía para arrancarle los pendientes. Son niños, y en estos casos no hay intencionalidad de matar. Lo que sucede es que, en una situación emocional determinada -de celos, por ejemplo-, se encadena una serie de actos que pueden incluir la violencia, y que si se dan ciertas circunstancias pueden acabar en un homicidio. En la violencia infantil, los componentes de oportunidad son muy importantes", insiste. La pequeña Kayla Rolland fue víctima de uno de esos componentes de oportunidad. La mató en marzo de 2000, en un colegio de Michigan (EE UU), un niño se seis años, compañero de clase, con el que se había peleado un día antes. El niño vivía en una chabola, en un entorno familiar caótico dominado por las drogas. Quiso vengarse de su compañera y encontró su oportunidad: cogió sin problemas una pistola de sus padres, se fue al colegio, y en medio de la clase sacó el arma y disparó contra la niña. Luego corrió a encerrarse en los lavabos. Además de oportunidad, en muchos homicidios infantiles hay también elementos de imitación, porque la violencia puede ser muy contagiosa. Para que ese niño pudiera matar a Kayla tenía que haber visto una pistola en su casa, saber cómo se carga y cómo se dispara, y haber interiorizado como algo normal que ésa es una forma de resolver los conflictos. No todos los niños asesinos viven en ambientes degradados, pero en la corta biografía de muchos de ellos aparece un elemento en común: abandono y malos tratos.
En los informes psiquiátricos, el asesino de la biblioteca de Nueva Jersey fue calificado como un niño conflictivo y solitario, que no tenía amigos y siempre estaba en la calle con su bicicleta, insultando a todo el que le dirigiera la palabra. La madre había muerto tiempo atrás y vivía sólo con el padre, que había sido acusado de abusos. También César y Ezequiel merodeaban todo el día por las calles del suburbio de Buenos Aires en el que vivían. Habían sido abandonados por su padre y estaban al cuidado de una madre que, sin medios de vida, se había refugiado con sus cinco hijos en la chabola de la abuela. Absolutamente sobrepasada, tenía tantos problemas para controlarlos como para controlarse; cuanto peor se portaban, más les golpeaba. Robert Thompson, el dominante de la pareja de asesinos de Liverpool, era el quinto de siete hermanos. El padre les había abandonado también cuando él tenía seis, y la madre se había hundido en el alcohol. Se sentía maltratada por la vida, y con frecuencia descargaba sobre sus hijos la furia que sentía. El informe social relataba que la violencia se había convertido en algo muy común en aquella caótica casa en la que imperaba la ley del bulling, según la cual el mayor tiraniza al menor. En el caso de Jon Venable, el ambiente familiar era bastante mejor y la madre era considerada una buena mujer, pero el niño tenía grandes carencias emocionales porque su madre, que también estaba sola, apenas podía ocuparse de él: bastante tenía con los otros dos, que eran discapacitados. Abandono, pobreza, carencias emocionales y malos tratos son ingredientes comunes de muchas de estas tragedias. Pero miles de niños viven en esa misma situación y no se convierten en homicidas. ¿Por qué ellos sí? Un niño maltratado puede llegar a ser un maltratador si queda atrapado en la telaraña del sufrimiento. No es, ni mucho menos, una ley inexorable. La capacidad de resiliencia de los niños, la capacidad de recuperarse y hasta de salir reforzado de la adversidad, es extraordinaria, como explica Boris Cyrulnik en su libro Los patitos feos. Una infancia difícil no determina la vida. Sólo así se explica que, pese a tanta desgracia, la humanidad siga progresando hacia cotas cada vez mayores de civilización. Pero es cierto que en la biografía de muchos niños asesinos hay una historia de malos tratos, y algunos psicólogos han visto, en el ensañamiento con que matan, el deseo inconsciente de destruir esa imagen de vulnerabilidad que les recuerda su propia condición de víctimas.
Los mecanismos del cerebro humano son un gran misterio que justo ahora comienza a desvelar sus secretos. Uno de los más interesantes es cómo afectan los impactos emocionales de la vida en la estructura mental que heredamos en nuestros genes. ¿Pueden estos impactos llegar a modular el desarrollo del cerebro? José Sanmartín, director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, de Valencia, y autor de obras como La violencia y sus claves o La mente de los violentos, ha revisado esos estudios para un capítulo de su nuevo libro y no tiene dudas: los estudios muestran que determinadas condiciones de vida pueden llegar a alterar las estructuras cerebrales que controlan los impulsos. Es decir, que una situación de maltrato reiterado puede dejar huella en el cerebro del niño, todavía en fase de maduración. "Niños sometidos a malos tratos sistemáticos tienen la amígdala hasta un 12% más reducida", explica. "El maltrato puede dañar los circuitos cerebrales que controlan los instintos agresivos. La diferencia entre un instinto agresivo y un acto de violencia aparece cuando reacciones normalmente instintivas se convierten en acciones voluntarias destinadas a dañar a otro. Ésa es la gran diferencia. La amígdala de un niño maltratado puede estar afectada y no controlar bien el comportamiento", añade. "Sabemos que los niños maltratados también presentan afectación de las conexiones entre los dos hemisferios a través del cuerpo calloso. Las conexiones entre la amígdala o el hipocampo y la corteza prefrontal son muy importantes, porque la corteza es el lugar donde residen los mecanismos de la conciencia. En ella comparamos opciones, evaluamos consecuencias, elegimos entre disyuntivas, y decidimos llevarlas a la práctica o no. Luego impregnamos de sentimiento esas acciones. Y todo eso lo hace la corteza prefrontal, que lee e interpreta los impulsos que llegan de la amígdala y los potencia o los inhibe según esa valoración". Pero también hay casos de violencia extrema inexplicable de niños o adolescentes que no pertenecen a una familia desestructurada ni han sido víctimas de violencia. El único estudio que hay en España sobre esta cuestión, realizado por el sociólogo Ramón Quilis Alemany sobre una muestra de 74 niños y adolescentes condenados en España entre 1994 y 2001 por homicidio, ofrece datos reveladores: el 54% de los homicidas presentaba algún tipo de trastorno de la personalidad o conducta antisocial y otro 4% había actuado bajo los efectos de un brote psicótico, es decir, un trastorno mental severo que anula la voluntad. Pero el restante 42% eran chicos aparentemente normales que vivían en familias también aparentemente normales. Lo cual nos lleva a otra pregunta: la violencia, ¿se hereda o se aprende? Desde luego, se hereda parte y también se aprende. Lo que no está claro es en qué proporción se combinan ambos factores en cada caso. ?El cerebro del niño tiene un elevado grado de plasticidad?, responde Juan Carlos Navarro, profesor de Psicología de la Violencia y la Delincuencia de la Universidad de Barcelona. "Hay una parte biológica sobre la cual inciden los condicionantes ambientales, y si durante la infancia el niño está sobreexpuesto a situaciones de violencia, puede incorporar estos mecanismos de respuesta como una conducta normal. Pero, como muestra Lykken en Las personalidades antisociales, para que eso ocurra tiene que haber una potencialidad, una predisposición previa".
Si un niño tiene un temperamento proclive a la violencia y nadie le pone límites desde muy pequeño, las posibilidades de que la educación pueda llegar a modular su comportamiento son cada vez menores. Pequeñas transgresiones que no se han controlado a los tres años pueden dar lugar a una conducta incorregible a los 10. "La mayoría de los niños pequeños pega para conseguir algo, pero la mayoría de ellos aprende que la agresión física no es una conducta tolerable. Empiezan a aprenderlo en la guardería y cada vez pegan menos, hasta que dejan de hacerlo", apunta Antonio Andrés Pueyo. Por la razón que sea, en los niños violentos estos elementos de control social no han funcionado. Son niños que pueden llegar a la adolescencia sin haber tenido un buen desarrollo moral, sin haber aprendido a diferenciar lo que está bien de lo que está mal, y a decidir, en caso de conflicto, el mal menor. Eso es algo que se aprende con la educación, pero muchos niños no han tenido la oportunidad de recibirla o son especialmente resistentes a ella, con lo que pueden caer en conductas antisociales y violentas, de las que su propia familia puede ser la primera víctima. En el 22% de los casos estudiados por Quilis, la víctima era el padre, la madre o algún hermano. José Sanmartín ha estudiado a fondo a este tipo de niños maltratadores, cuya conducta no se debe tanto a las carencias sociales o emocionales como a un déficit educativo. "Estos niños, especialmente los que agreden a sus padres, suelen tener un egocentrismo muy marcado y claras deficiencias de empatía. Es ese niño que se considera el centro del mundo, que aprende a ver a los demás como meros instrumentos para satisfacer sus deseos. A veces los padres contribuyen a consolidar esta personalidad dándole siempre lo que pide, más allá de lo que necesita e incluso de lo que pueden permitirse", explica. Como no toleran la frustración y no están acostumbrados a esforzarse para resolver los problemas, tienen brotes de ira cada vez más frecuentes, que acaban en un estado de descontrol y, al final, de violencia. En el estudio de Quilis, un 4% de los niños y adolescentes homicidas había actuado bajo el efecto de un brote psicótico, es decir, una situación de delirio y desconexión de la realidad causada por una enfermedad mental grave. Pero había otro 54% que presentaba síntomas de algún tipo de trastorno mental. Sabían desde luego lo que hacían, pero su conducta era anormal. "Básicamente se podían distinguir cuatro tipos de trastorno: de la personalidad, antisocial, antisocial precoz persistente y psicopatía", indica Ramón Quilis, trastornos todos ellos que suelen dar signos suficientes de alarma.
En adultos es relativamente fácil llegar a diagnosticar una psicopatía, pero ¿se puede hablar de psicopatía en el caso de los niños? "Ésta es una discusión abierta", responde Andrés Pueyo, "pero yo creo que no, ni en el caso de los niños, ni en el de los preadolescentes. La psicopatía es un trastorno de la personalidad, y ésta no acaba de madurar hasta el final de la adolescencia, aunque es difícil establecer límites precisos porque es un proceso". Para el médico forense José Antonio García Andrade, no se puede hablar de psicópatas hasta los 18 años: "Antes de esa edad podemos hablar de trastornos de la personalidad o personalidad inmadura, pero no de psicopatía". Quilis señala, sin embargo, una contradicción: "Muchos psiquiatras consideran que sí se puede hablar de psicopatía en menores. El problema es que la psicopatía no afecta a la voluntad -el agresor sabe lo que hace-, pero la legislación considera que los menores, hasta cierta edad, son irresponsables, y ahí tenemos un lío". En todo caso, lo que sí hay, según Andrés Pueyo, "son unos elementos temperamentales que podrían favorecer las conductas violentas". ¿Qué elementos? "Básicamente tres: dureza emocional, impulsividad y ausencia de miedo". La dureza emocional implica que son niños que se conducen siempre con una cierta frialdad. Niños que no muestran empatía, que no se conmueven ante el dolor de los demás. En un ambiente de malos tratos, carencias emocionales y falta de cuidado, muchos niños aprenden a inhibir las emociones; a no sentir miedo, o rabia, o soledad como un mecanismo de defensa psicológica. Si no sienten, no sufren. Otras veces, esa insensibilidad forma parte del temperamento del niño, y con frecuencia se expresa maltratando a los animales. Son, en segundo lugar, niños con un alto nivel de impulsividad y atrevimiento. Siempre están bordeando los límites, siempre al filo del precipicio. Tienen muchas dificultades de autocontrol. Y esto se combina con el tercer elemento: la falta de miedo, una cierta incapacidad para comprender o visualizar los efectos de las acciones que emprenden. Éste es, en opinión de Andrés Pueyo, el elemento más preocupante: "En estos niños, el castigo no sirve de nada. Ni el castigo físico, ni la amenaza, les produce el más mínimo impacto". Impasibles a la bronca, suelen sufrir frecuentes accidentes porque siempre transitan por el filo de la navaja. "En los casos de comportamiento violento suelen darse, con mayor o menor intensidad, los tres elementos. Si además se añade una capacidad cognitiva limitada, el riesgo es entonces muy, muy alto, porque cuando se presenta una situación de conflicto pueden resolverla de la peor manera posible", advierte Andrés Pueyo. El caso de Maials es seguramente el ejemplo más desgraciado. El agresor tenía entonces 17 años, pero una edad mental bastante inferior. Llevó al campo a un niño de 10 e intentó abusar de él, pero el niño se resistió, y cuando se dio cuenta de lo que había hecho, le entró el terror. Para evitar que el niño lo contara, le mató y le tiró a un pozo. Hay niños de 12 años que parecen adultos y jóvenes de 18 que parecen críos. Desde el punto de vista evolutivo, la infancia se prolonga hasta los 10 o 12 años y luego llega la adolescencia, con una fase intermedia, la preadolescencia, en la que todavía quedan muchos rasgos infantiles. A los 10 años, los niños pueden distinguir el bien del mal, pero no saben qué es moralidad. Ryszard Kapuscinsky se sorprendía en su libro The shadow of the sun de lo "terriblemente sanguinarios" que podían llegar a ser los niños soldados de África, precisamente porque no tienen una noción clara ni de moralidad, ni de lo que representa la muerte, y tampoco tienen conciencia de peligro. Ni siquiera instinto de conservación. Son tan amorales como atrevidos, y si se dan las condiciones de oportunidad, ése puede ser un cóctel letal. Quienes padecen anomia, ausencia total de valores morales, pasan con mucha facilidad de oprimidos a opresores y pueden ser terriblemente sanguinarios. Para Echeburúa, "un niño no ha madurado todavía los elementos psicológicos necesarios para adoptar de forma consciente una conducta violenta. Pero puede albergar sentimientos de vergüenza, humillación o baja autoestima, y como son acumulativos, el conflicto suele estallar en la adolescencia. Son esos chicos acomplejados, irritables, con baja autoestima y relaciones sociales y familiares deficientes, que no han desarrollado sentimientos de empatía". Éste era justamente el perfil de los adolescentes que en abril de 1999, queriendo vengarse del mundo, causaron 13 muertes antes de suicidarse en el instituto Columbine (EE UU). La humillación, sea motivada o no, es algo muy doloroso, y puede desencadenar un mecanismo mental por el que se atribuye a los demás la causa de todos los males. El agresor va incubando deseos de venganza: "Tienden a fantasear y acaban confundiendo la fantasía con la realidad, o mejor dicho, haciendo realidad su fantasía", indica Enrique Echeburúa. Klara García Casado fue víctima de un mecanismo de este tipo. Era una estudiante aplicada, se llevaba bien con su familia, tenía novio y muchos proyectos para el futuro. Murió en un descampado de La Isla de San Fernando (Cádiz) el 26 de mayo de 2000, apuñalada por dos compañeras de instituto, Iría, de 16 años, y Raquel, de 17, por personificar aquello que sus agresoras detestaban, aunque la razón que ellas dieron fue mucho más desgarradora: probar el placer de matar. En el detallado relato que Manuel Marlasca y Luis Rendueles hacen en su libro Así son, así matan, basado en el historial judicial, aparecen muchos de los elementos descritos hasta ahora: personalidad difícil, desconexión del entorno, pobre autoestima y ausencia de empatía. Las dos habían protagonizado pequeños episodios de crueldad hacia sus hermanos menores: Raquel le había clavado un bolígrafo a su hermana y había aplastado con sus manos un pollito para fastidiarla, Iría había echado a su hermano pequeño al cubo de la basura cuando tenía siete años. Pero aquí se acaban las coincidencias: en todo lo demás eran completamente distintas. Raquel pertenecía a una familia más que desestructurada. Hija de una madre adolescente de 16 años que tuvo que irse de casa al quedar embarazada, se crío con las tías abuelas que les dieron cobijo, y con ellas se quedó cuando su madre se fue a vivir con un drogadicto. La tía abuela que era su referente adulto murió al cumplir Raquel 14 años, una edad difícil. De repente se encontró conviviendo de nuevo con su madre y con el padre, que había vuelto enfermo de sida y cirrosis. Raquel no soportaba que nadie la controlara. Vestida siempre de negro, se veía gorda y fea, y cuanto más rechazada se sentía, más alimentaba la idea de que el mundo era una inmundicia. Sólo Iría la hacía sentirse valorada. < Iría pertenecía a un mundo muy distinto. No había tenido carencias materiales. Su padre era marino y la madre se ocupaba de los hijos en sus largas ausencias. Pero era una niña muy cerrada. Hasta el extremo de que en las entrevistas que mantuvo con los psiquiatras en la prisión de Alcalá de Guadaira despachó la relación con su madre con esta lacónica frase: "A los siete años dejé de hablar con ella". A diferencia de Raquel, era buena estudiante, pero sus compañeros la describieron como manipuladora y cargada de complejos. Y su cabeza era un polvorín de fantasías. La policía encontró en su ordenador relatos escritos por ella de un descarnado terror esotérico. Cuando vieron en la televisión a José Rabadán, el asesino de la catana de Murcia, quedaron prendadas de él y hasta le escribieron su admiración. Ellas también podían hacerlo. Vicente Garrido, el psiquiatra que las atendió en prisión, relata cómo surgió la idea de matar: "Fue una película la que encendió la línea de pólvora que se había ido formado en su mente". La película se llamaba Asesinos del más allá,y estaba basada en la novela Reino de tinieblas, un bodrio en el que el protagonista mata a su mejor amigo cuando tiene 12 años porque considera que le profesa una amistad hipócrita. Poco a poco, la imagen de Klara, que había sido su amiga, pero se había distanciado, fue ocupando el centro de sus delirantes fantasías.
Las fantasías suelen ser la antesala de la muerte. Así fue también en el caso del asesino de la catana. José Rabadán tenía 16 años y era un chico aparentemente normal, pero había sufrido un proceso de reclusión mental en un mundo poblado de armas y artes marciales. Las cosas no iban bien en casa: no estudiaba, y su padre, camionero, le había amenazado con ponerle a trabajar. Se sentía terriblemente presionado. No podía estudiar y tampoco quería trabajar. Una noche terrible convirtió en realidad sus fantasías. Era la madrugada del 1 de abril de 2000. Aquella noche cenó solo en su habitación y luego estuvo chateando con Sonia, una chica de Barcelona, hasta las tres. Sus padres y su hermana de nueve años, con síndrome de Down, dormían. Cogió la catana y se metió con ella en la cama. Había decidido que se libraría para siempre de sus padres y emprendería una nueva vida en Barcelona. Cuando comenzó a clarear se levantó dispuesto a hacerlo. Vaciló, pero finalmente se decidió: atacó con tanta furia primero al padre y luego a la madre, que sus cuerpos quedaron destrozados. Luego fue a buscar a su hermana, que lloraba en la cama. En el historial consta el pormenorizado relato que el propio agresor hace de los hechos. Mejor no leerlo. Fue una explosión, pero calculada. Confesó que había empezado a fantasear con la idea de matar a su familia una semana antes. Se preguntaba qué pasaría si lo hiciera, y poco a poco la idea fue adoptando tintes positivos: pensó que era lo mejor para él, que podría hacer su vida, y lo mejor para ellos, que dejarían de sufrir. A la pequeña la mató también porque ¿qué iba a ser de ella sin sus padres? Se fue de casa sin coger siquiera las llaves, pero lo primero que hizo fue llamar a la policía para decir que había matado a su familia y dar la dirección. Luego llamó a Sonia, la chica con la que había estado chateando y con la que pensaba reunirse en Barcelona. Como no le habían hecho mucho caso, volvió a llamar a la policía y luego a un amigo. "Lo he hecho, he matado a mis padres, avisa a la policía". ¿Cómo alguien que ha cometido un crimen tan horrible piensa que podrá irse tan tranquilo a vivir su vida, sin que la policía vaya a buscarle? Epilepsia. Ésta es la explicación que el forense José Antonio García Andrade ofreció al tribunal. "En este tipo de epilepsia, cuando se comete el acto en situación de alteración completa, los sentimientos, las sensaciones también están alteradas, es como si no te pertenecieran", explica. "Recuerdo que la primera vez que le entrevisté me impresionó mucho su cara. Estaba literalmente cubierta de acné. Cuando le dije: tú no eres un asesino, tú eres un enfermo, dejó caer los hombros aliviado. Y cuando volví a visitarle, al cabo de 15 días, el acné había desaparecido por completo. Es una enfermedad, y una vez tratado no tiene por qué repetir la conducta violenta. Puede ser una persona normal", asegura García Andrade. El tribunal aceptó la tesis de la epilepsia. A veces, la justicia también escribe recto con renglones torcidos: el diagnóstico de epilepsia era el que más oportunidades de reinserción ofrecía, pero no todos pensaban que la epilepsia pudiera explicar el crimen. "Tenía muchos rasgos de personalidad psicopática", afirma el psicólogo criminalista Vicente Garrido, que también fue consultado durante el proceso. "Mató porque pensó que era lo que más le convenía en ese momento, para librarse de una situación que para él era límite. Pero no creo que reincida. Fue un impulso defensivo, no era fruto de la maldad". Todos los peritos coincidían en que tenía muchas posibilidades de reinserción. Ése es el principal objetivo de las medidas que los jueces adoptan en estos casos, y la mayoría de las veces lo consiguen. "Cuanto más peso tengan en cada caso los factores exógenos, los factores ambientales y educativos, más posibilidades de recuperación. Y al revés, cuanto más pesen los factores internos, es decir, de temperamento o personalidad, peor es el pronóstico. Si presenta rasgos que en un adulto serían catalogados como de psicopatía, como insensibilidad o falta de arrepentimiento, el pronóstico es peor", explica Vicente Garrido. Pero incluso con mal pronóstico se puede lograr que lleven una vida normal sin representar un peligro para los demás. "Una personalidad psicopática lo seguirá siendo, seguirá manipulando y buscando siempre su conveniencia, pero puede llegar a interiorizar que hay unos límites que no debe traspasar". Entre el suceso de Buenos Aires, con que se iniciaba este relato, y el de Liverpool han transcurrido 15 años, tiempo suficiente para que Robert y Jon hayan crecido, pero difícilmente olvidado aquel día en que se convirtieron en asesinos. ¿Qué ha sido de ellos? Condenados a 15 años de prisión, la sentencia fue revisada después de que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminara que no se les podía juzgar como adultos. Tras ocho años y medio internos, la Junta de Libertad Condicional los consideró rehabilitados, y acordó en 2001 que al cumplir los 18 años quedaran en libertad vigilada de por vida bajo estricto control: no pueden verse entre ellos, no pueden acercarse a Merseyside, y si incurren en el más mínimo problema de conducta serán enviados a la cárcel. A diferencia de la madre del pequeño muerto en Noruega, que no sólo perdonó a los niños, sino que abogó para que quedaran al cuidado de sus padres, Denise Fergus, la madre de James Bulger, nunca fue capaz de ver en ellos a dos adultos rehabilitados y por eso se opuso a que quedaran en libertad. Ahora tienen 25 años y ya no son Robert y Jon. Viven con una nueva identidad en algún lugar de Inglaterra alejado del escenario del crimen. La buena noticia es que no han vuelto a ser noticia. Lo único que ha trascendido es que Robert, después de superar su adicción a la heroína, ha sido padre de un niño. Pero esta información debe ser tomada con cautela, porque las escasas personas que conocen su nueva identidad nunca la han confirmado ni lo van a hacer. Ni siquiera la madre del bebé puede ser informada del pasado de Robert. José Rabadán salió en libertad en 2006, y después de ser acogido en una organización humanitaria en Santander se fue a vivir con Verónica, una chica que iba a visitarle a la cárcel. Iría trata de llevar una vida normal, y hasta se la ha visto colaborar en actos de una ONG. Muchos otros han sido olvidados, y sus vidas transcurren ahora en el anonimato. En las familias de las víctimas quedará siempre una dolorosa cicatriz, pero ellos seguirán caminando y su historia se disolverá como una lágrima negra en la lluvia.
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