Las calles calladas. Alberto Sabio Alcutén (*Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza).
El debate de estos días acerca de los generales descabalgados de las placas y de San Josemaría instalado en los viales me ha hecho recordar un sugerente artículo que, con seudónimo, se publicó en Andalán allá por 1975. En `Las calles calladas' se relataba cómo en 1940 cambió el escaparate callejero de Zaragoza y se saturó de nombres de santos, de militares y de fechas significativas para un solo bando. La calle de Mártires de Jaca se transformó en Mártires de Simancas y las fechas bailaron interesadamente al sustituir el Paseo de Primero de Mayo por la Avenida del Dos de Mayo. La calle de Figueras (D. Estanislao, Presidente de la Primera República) se transformó en calle de Ciudad de Figueras. Así de simple y de brutal. La guerra se llevó a Don Estanislao envuelto en un silencio espeso.
Los hechos históricos fueron unos, pero su sentido no está fijado de una vez por todas. Con esos hechos podemos hacer muchas cosas cada vez que los traemos a la memoria, que siempre es un cliente escurridizo. Por eso es fundamental distinguir entre historia, memoria y usos públicos de la historia que se plasman en calles, plazas y monumentos. Los nombres de los generales han de estar en los museos y en los libros, pero no en las calles. Ese lugar les corresponde a los personajes que, entre sus méritos, cuentan con el de acreditar una trayectoria democrática. Fue frágil a menudo esa veta democrática en la historia aragonesa y española, pero lo suficientemente sólida para retomarla. No es puro alcanfor y tiene alguna aplicación práctica hoy a la hora de vindicar valores como la instrucción pública, el estado del bienestar o el pluralismo democrático. Escrivá de Balaguer, por muy aragonés y muy famoso que fuese, no forma parte de esta veta democrática. Y no merece una calle, aunque le pongan una sin números ni vecinos. Si olvidamos estas cosas y las pasamos por alto, traicionamos la deuda que nos liga a nuestros antepasados que se dejaron la piel en esa tarea, como traicionamos también a los hombres y mujeres que en el resto del mundo combaten por esos mismos ideales democráticos y solidarios.
El callejero ha de servir para remendar modestamente la falta de conexión entre nuestro presente y las tradiciones democráticas españolas que fueron interrumpidas por la guerra y sepultadas por el franquismo. Este es también uno de los retos del sistema democrático. Hay un deber de memoria, de transmitir que el dolor causado por las dictaduras forma parte de la experiencia histórica del proceso de democratización. Para ello seria necesaria una campaña que difundiese los valores de las personas que ahora tienen una calle con su nombre. Sirva de justo reconocimiento a los trabajos y los días gastados en la reconstrucción de la razón democrática y de una sociedad mejor.
* ENTREVISTA AL PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA Alberto Sabio: "La transición no tuvo hoja de ruta"
El debate de estos días acerca de los generales descabalgados de las placas y de San Josemaría instalado en los viales me ha hecho recordar un sugerente artículo que, con seudónimo, se publicó en Andalán allá por 1975. En `Las calles calladas' se relataba cómo en 1940 cambió el escaparate callejero de Zaragoza y se saturó de nombres de santos, de militares y de fechas significativas para un solo bando. La calle de Mártires de Jaca se transformó en Mártires de Simancas y las fechas bailaron interesadamente al sustituir el Paseo de Primero de Mayo por la Avenida del Dos de Mayo. La calle de Figueras (D. Estanislao, Presidente de la Primera República) se transformó en calle de Ciudad de Figueras. Así de simple y de brutal. La guerra se llevó a Don Estanislao envuelto en un silencio espeso.
Los hechos históricos fueron unos, pero su sentido no está fijado de una vez por todas. Con esos hechos podemos hacer muchas cosas cada vez que los traemos a la memoria, que siempre es un cliente escurridizo. Por eso es fundamental distinguir entre historia, memoria y usos públicos de la historia que se plasman en calles, plazas y monumentos. Los nombres de los generales han de estar en los museos y en los libros, pero no en las calles. Ese lugar les corresponde a los personajes que, entre sus méritos, cuentan con el de acreditar una trayectoria democrática. Fue frágil a menudo esa veta democrática en la historia aragonesa y española, pero lo suficientemente sólida para retomarla. No es puro alcanfor y tiene alguna aplicación práctica hoy a la hora de vindicar valores como la instrucción pública, el estado del bienestar o el pluralismo democrático. Escrivá de Balaguer, por muy aragonés y muy famoso que fuese, no forma parte de esta veta democrática. Y no merece una calle, aunque le pongan una sin números ni vecinos. Si olvidamos estas cosas y las pasamos por alto, traicionamos la deuda que nos liga a nuestros antepasados que se dejaron la piel en esa tarea, como traicionamos también a los hombres y mujeres que en el resto del mundo combaten por esos mismos ideales democráticos y solidarios.
El callejero ha de servir para remendar modestamente la falta de conexión entre nuestro presente y las tradiciones democráticas españolas que fueron interrumpidas por la guerra y sepultadas por el franquismo. Este es también uno de los retos del sistema democrático. Hay un deber de memoria, de transmitir que el dolor causado por las dictaduras forma parte de la experiencia histórica del proceso de democratización. Para ello seria necesaria una campaña que difundiese los valores de las personas que ahora tienen una calle con su nombre. Sirva de justo reconocimiento a los trabajos y los días gastados en la reconstrucción de la razón democrática y de una sociedad mejor.
* ENTREVISTA AL PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA Alberto Sabio: "La transición no tuvo hoja de ruta"
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