EN PRIMERA LÍNEA Zapatero: Un socio lunático para Estados Unidos JOSÉ MARÍA RIDAO DOMINGO - 09-10-2011
Tan ridículo como el antiatlatismo primario es el atlantismo primario, y Rodríguez Zapatero ha tenido la singular habilidad de incurrir en los dos. Seguramente porque la política exterior y de seguridad que ha desarrollado en sus ocho años de Gobierno ha sido casi siempre primaria, y en ocasiones también ridícula. Fue el caso del discurso sobre las grandes líneas de acción diplomática que pensaba desarrollar en la legislatura que ahora acaba, y que pronunció por razones de imagen en el Museo del Prado. Allí fue posible escucharle que España se comprometía internacionalmente con los principios y con la paz, además de contra la pena de muerte y otras nobles banderas que desplegaría por el ancho mundo como un nuevo e infatigable condottiero. El discurso resultó tan conmovedor como, a la vez, intrascendente, puesto que lo que importa de la política exterior y de defensa de un Gobierno es la manera en la que defenderá los intereses nacionales. Los puede defender bien o los puede defender mal, y los puede defender respetando los principios, que es lo que se debe, o violándolos, que es casi siempre inmoral y siempre un error. Pero, en ningún caso se pueden confundir los principios con los objetivos de una política exterior y de seguridad.
Con la decisión de comprometer a España en el "escudo antimisiles", Zapatero ha demostrado que las buenas causas ya no son las suyas, y también que se le ha embotado la sensibilidad. Pero no para la política exterior y de seguridad, hacia la que quizá nunca la tuvo, sino hacia las instituciones democráticas. Nada, sino ese embotamiento, puede explicar que, con las Cámaras disueltas, lleve a cabo uno de los giros más bruscos de la posición internacional de España, alineándola con lo que la Administración Bush denominaba la nueva Europa, frente a la vieja, en una iniciativa como el "escudo antimisiles". Si lo que pretendía era mostrarse él, o mostrar a España, como fiel aliado de Estados Unidos, que es sin duda lo que le conviene al interés nacional, lo que ha conseguido es exactamente lo contrario.
Zapatero, aunque ya se va, y España, que ahora gobernará previsiblemente otro partido, se ha convertido en ese socio lunático que, siendo europeo y europeísta, aparece una mañana en las Azores, otra retira sin preaviso las tropas de Irak y de Kosovo, y otra, en fin, se suma a Polonia y Rumanía para interceptar los misiles que podrían llegar en no se sabe qué futuro desde Irán o Corea del Norte. El argumento de que España estaba obligada a este alineamiento por ser la puerta de entrada geoestratégica al Mediterráneo, según sostuvo Zapatero tras la reunión de la OTAN en Bruselas, constituye una flagrante incongruencia con la misión que se asigna al escudo. Una incongruencia que dejaría de serlo si se confirmara otra en su lugar: la de que, en realidad, reforzar la presencia naval norteamericana en Rota tiene como trasfondo la inquietud ante el desarrollo de las revueltas árabes, no los hipotéticos misiles de Irán y Corea del Norte. Si esto fuera así, ¿piensa Zapatero que los países árabes que se han desembarazado de sus dictadores no se van a enterar o que lo percibirán como un gesto amistoso?
Una de las maldiciones de nuestro tiempo es la ebriedad conceptual a la que se han librado los expertos en materia exterior y de seguridad, ya sea a solas o arracimados en think-tanks. Es esa ebriedad la que, en la mayor parte de los casos, impide advertir que, por más que se declare defensiva, una poderosísima alianza militar que dedica su tiempo a elucubrar sobre enemigos futuros es necesariamente percibida como una amenaza por quienes no forman parte de ella. Mucho más si esa alianza adopta iniciativas como el "escudo antimisiles", cuya eficacia militar sigue siendo dudosa mientras que, por el contrario, sus consecuencias políticas y diplomáticas resultaron devastadoras desde que se pensó poner en práctica. Al margen de los efectos sobre el tímido desarme nuclear, un autócrata como Putin no podrá dar crédito a los regalos que sus rivales le hacen para reforzar su nacionalismo en vísperas de unas elecciones presidenciales a las que se presentará en flagrante fraude de la ya de por sí maltrecha Constitución rusa.
El Partido Popular ha saludado la decisión de Zapatero como un saludable descenso a la realidad. Pues arreglados estamos si incorporarse al "escudo antimisiles" es la realidad para el Partido Popular. Porque eso solo puede significar que, frente a la ideologizada política exterior y de seguridad de Zapatero, desentendida de los intereses nacionales, el Partido Popular defiende todavía la ideologizada política de Aznar, de sentido contrario a la de Zapatero, pero no menos desentendida de esos intereses. Donde uno ha puesto "paz", otro ponía "guerra contra el terror", pero ni uno ni otro han conseguido que España sea lo que fue con anterioridad y lo que debería seguir siendo: un aliado fiable y previsible, que no cambia de opinión según soplen los vientos de la historia, las elecciones o lo que sea.
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Tan ridículo como el antiatlatismo primario es el atlantismo primario, y Rodríguez Zapatero ha tenido la singular habilidad de incurrir en los dos. Seguramente porque la política exterior y de seguridad que ha desarrollado en sus ocho años de Gobierno ha sido casi siempre primaria, y en ocasiones también ridícula. Fue el caso del discurso sobre las grandes líneas de acción diplomática que pensaba desarrollar en la legislatura que ahora acaba, y que pronunció por razones de imagen en el Museo del Prado. Allí fue posible escucharle que España se comprometía internacionalmente con los principios y con la paz, además de contra la pena de muerte y otras nobles banderas que desplegaría por el ancho mundo como un nuevo e infatigable condottiero. El discurso resultó tan conmovedor como, a la vez, intrascendente, puesto que lo que importa de la política exterior y de defensa de un Gobierno es la manera en la que defenderá los intereses nacionales. Los puede defender bien o los puede defender mal, y los puede defender respetando los principios, que es lo que se debe, o violándolos, que es casi siempre inmoral y siempre un error. Pero, en ningún caso se pueden confundir los principios con los objetivos de una política exterior y de seguridad.
Con la decisión de comprometer a España en el "escudo antimisiles", Zapatero ha demostrado que las buenas causas ya no son las suyas, y también que se le ha embotado la sensibilidad. Pero no para la política exterior y de seguridad, hacia la que quizá nunca la tuvo, sino hacia las instituciones democráticas. Nada, sino ese embotamiento, puede explicar que, con las Cámaras disueltas, lleve a cabo uno de los giros más bruscos de la posición internacional de España, alineándola con lo que la Administración Bush denominaba la nueva Europa, frente a la vieja, en una iniciativa como el "escudo antimisiles". Si lo que pretendía era mostrarse él, o mostrar a España, como fiel aliado de Estados Unidos, que es sin duda lo que le conviene al interés nacional, lo que ha conseguido es exactamente lo contrario.
Zapatero, aunque ya se va, y España, que ahora gobernará previsiblemente otro partido, se ha convertido en ese socio lunático que, siendo europeo y europeísta, aparece una mañana en las Azores, otra retira sin preaviso las tropas de Irak y de Kosovo, y otra, en fin, se suma a Polonia y Rumanía para interceptar los misiles que podrían llegar en no se sabe qué futuro desde Irán o Corea del Norte. El argumento de que España estaba obligada a este alineamiento por ser la puerta de entrada geoestratégica al Mediterráneo, según sostuvo Zapatero tras la reunión de la OTAN en Bruselas, constituye una flagrante incongruencia con la misión que se asigna al escudo. Una incongruencia que dejaría de serlo si se confirmara otra en su lugar: la de que, en realidad, reforzar la presencia naval norteamericana en Rota tiene como trasfondo la inquietud ante el desarrollo de las revueltas árabes, no los hipotéticos misiles de Irán y Corea del Norte. Si esto fuera así, ¿piensa Zapatero que los países árabes que se han desembarazado de sus dictadores no se van a enterar o que lo percibirán como un gesto amistoso?
Una de las maldiciones de nuestro tiempo es la ebriedad conceptual a la que se han librado los expertos en materia exterior y de seguridad, ya sea a solas o arracimados en think-tanks. Es esa ebriedad la que, en la mayor parte de los casos, impide advertir que, por más que se declare defensiva, una poderosísima alianza militar que dedica su tiempo a elucubrar sobre enemigos futuros es necesariamente percibida como una amenaza por quienes no forman parte de ella. Mucho más si esa alianza adopta iniciativas como el "escudo antimisiles", cuya eficacia militar sigue siendo dudosa mientras que, por el contrario, sus consecuencias políticas y diplomáticas resultaron devastadoras desde que se pensó poner en práctica. Al margen de los efectos sobre el tímido desarme nuclear, un autócrata como Putin no podrá dar crédito a los regalos que sus rivales le hacen para reforzar su nacionalismo en vísperas de unas elecciones presidenciales a las que se presentará en flagrante fraude de la ya de por sí maltrecha Constitución rusa.
El Partido Popular ha saludado la decisión de Zapatero como un saludable descenso a la realidad. Pues arreglados estamos si incorporarse al "escudo antimisiles" es la realidad para el Partido Popular. Porque eso solo puede significar que, frente a la ideologizada política exterior y de seguridad de Zapatero, desentendida de los intereses nacionales, el Partido Popular defiende todavía la ideologizada política de Aznar, de sentido contrario a la de Zapatero, pero no menos desentendida de esos intereses. Donde uno ha puesto "paz", otro ponía "guerra contra el terror", pero ni uno ni otro han conseguido que España sea lo que fue con anterioridad y lo que debería seguir siendo: un aliado fiable y previsible, que no cambia de opinión según soplen los vientos de la historia, las elecciones o lo que sea.
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